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José C. Valades
HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA
TOMO QUINTO
CAPÍTULO 34 - ESTATISMO
EL PARTIDO DE CÁRDENAS
Gracias a la clara percepción que tenía de las cosas, aunque sin el trato formal y científico con los verdaderos asuntos públicos de México, uno de los primeros advertimientos de Cárdenas, fue el de que no tenía partido propio; pues si el
Nacional Revolucionario era considerado como el partido oficial y por lo mismo el partido del presidente de la República, ello no constituía una realidad precisa. El influjo de los caudillos políticos callistas si no definitivo, era apasionado en el alma del
P.N.R. El callismo había sido deslavado con la candidatura y triunfo de Cárdenas; pero esto era muy por encima de la realidad. La personalidad del general Calles no correspondía a
aquellas que podían ser barridas de un soplo.
Y no era lo intuitivo que había en Cárdenas, lo único que
hacía al Presidente llegar a tal conclusión; porque preparado
sigilosa pero resueltamente, el camino que debería conducir a la
exclusión de Calles, tanto del partido Revolucionario como de los negocios y consultas oficiales, para de esta manera dar fin al Maximato que se le atribuía o se le daba, sólo faltaba dar cuerpo al partido presidencial. Y tal cuerpo lo organizaban los consejeros
del Presidente, quienes al caso se apoyaban en lo sucedido al
presidente Ortiz Rubio, cuya caída se debía, en el concepto de
los hombres de tales días, a que careció de partido propio -de
un partido el cual, en 1935, sólo podían concurrir los cardenistas.
Mas como para la existencia, realidad y poder de tal partido
no bastaba el influjo del Presidente, se dispuso lo conveniente a
fin de que las multitudes, distinguidas con el nombre de obreras
y campesinas, sirviesen para orlar la autoridad del partido
Revolucionario.
Dióse con esto al gobierno del general Cárdenas no sólo el
aspecto de la popularidad, antes también la certeza de que aquel
gobierno tenía ya un rumbo fijo en lo que respecta a la
composición social de México. En efecto, la clase rural mexicana,
que había sido el motor de la Revolución, se hallaba en el
Poder. Poco a poco, desde el triunfo de Obregón, el 1920, la
gente lugareña había ganado una posición en la política
nacional. Con Cárdenas, cuya mentalidad era reflejo prístino de
la mentalidad del hombre de campo, tal posición estaba asegurada.
Ya no era, pues, la clase campesina un mero punto de
apoyo para el cardenismo era el cardenismo el punto de apoyo
para la rusticidad mexicana. Empezó con esto, el triunfo de la
medianidad; porque si muy justo era abrir el camino a la clase
pobre; esto era prematuro y aplastante para el talento innato y
defensivo de los mexicanos.
Cárdenas, al igual de los hombres que tomaron las armas en
1913, sentía un odio casi irrefrenable tanto a la ciudad de
México —la ciudad de la traición, se decía— como a todo
metropolitano. De aquí, la idea de ruralizar al país, que era, en
sustancia, el principio zapatismo.
La creencia de que la sola agricultura hecha posesión de
tierras bastaría para crear la gran riqueza nacional y dar el
bienestar al pueblo de México adquirió, durante los días que
estudiamos, la fuerza de una doctrina económica y social; y
Cárdenas, entregado a los brazos, pero sin comprometer la
autoridad y dignidad presidenciales, de los generales Francisco
J. Múgica, Gildardo Magaña y Saturnino Cedillo, quienes tenían
quintaesenciada la Revolución en los repartos de tierras, se
constituyó en guía efectivo, magnífico y generoso de tal
doctrina. La idea de Cárdenas era antigua y discutible; pero poseía
tanto magnetismo, y estaba tan al alcance de las multitudes
agrarias, que pronto fue el eje del gobierno, y el poder para
asentar al cardenismo y excluir de los asuntos públicos de la
República al general Calles y al callismo. Además, el influjo de la
masa campesina en los asuntos públicos, fue un acicate para
la organización obrera, que después de los privilegios alcanzados
durante el callismo bajo la batuta de Luis N.
Morones, se hallaba postergada desde 1929; porque en efecto
desde este año, la Confederación Regional Obrera Mexicana que constituía el grupo mayoritario de los sindicatos de trabajadores aguardaba, silenciosa y resignadamente su retorno a las lides políticas.
No sería así, para la CROM; aunque las agrupaciones laboristas volverían a una nueva temporada de auge, aunque ahora bajo la dirección de Vicente Lombardo Toledano, individuo de excepcional talento, emprendedor, honesto y líder incansable, pero representante de una política oportunista.
Ahora bien: aquel movimiento de multitudes que daba idea
caótica, que llegó a convertirse en la columna central del cardenismo,
fue acompañado de una determinación del presidente
Cárdenas. Este, al efecto, mandó abrir las puertas del Palacio
Nacional a las quejas y pareceres de las clases pobres de México,
creyendo que de esta manera no sólo consagraba la original
modestia del Jefe de Estado, antes también éste se acercaba al
proletariado del campo y de la ciudad informándose directa y
verbalmente de la verdad y realidad sobre las condiciones de la
gente rural y obrera.
Estimó Cárdenas que mediante ese nuevo sistema, que
produjo la presencia personal de numerosos individuos en las
antesalas y pasillos de la residencia presidencial, el gobierno
adelantaría la solución de los problemas principales del país.
Cárdenas, pues, buscó y creyó hallar, la vía más expedita a fin
de satisfacer las necesidades de la pobretería nacional, dando la
idea de que el Estado era una beneficencia.
Esto no obstante, el procedimiento, sin dejar de perder su
bondad, produjo en el país la creencia de que el Presidente
había perdido jerarquía, y descuidaba el mando político de la
República.
Y, en efecto, la autoridad nacional, bastante deprimida al
quedar sustanciada en escuchar quejas pueriles, empezó a
decrecer sobre todo en las secretarías de Estado, que parecían
neutralizadas en sus funciones por aquellas grandes y ruidosas
audiencias populares que daba el Presidente y que se dilataban
hacia los departamentos de Estado, de manera que no fue
posible desarrollar trabajos de gobierno formales en medio de
aquel espectáculo hermoso y excepcional, pero contrario a las
normas políticas de una Nación.
Sucedió también que los nuevos secretarios de Estado, no
merecieron mucho crédito en el alma de la sociedad; porque si
de un lado el secretario de Hacienda Narciso Bassols, carecía de
preparación en la materia y se consideraba absurdo que un
fervoroso discípulo de Karl Marx dirigiese la hacienda pública
de un Estado liberal; de otro lado, la presencia de Tomás
Garrido Canabal en la secretaría de Agricultura, dio lugar a
alarmas y controversias, pues si Garrido era individuo afable y
comprensivo, tenía fama de ser atrabancado y sectario. Además,
al través de sus exteriorizaciones parecía una persona de ideas
inconexas e inestables, pues si en ocasiones se presentaba como
el marxista más ortodoxo, después no era más que un liberal
encendido.
De todo esto se originó la natural y general desconfianza
hacia Garrido, máxime que apenas instalado en el ministerio
auspició la organización de un grupo juvenil llamado Camisas
Rojas, que no obstante ser una mera representación de un
excentrismo pueblerino, no por ello dejó de dañar la dignidad y
respetabilidad de la autoridad nacional. Y a esto, que enseñó
cuan irresponsable y superficial era Tomás Garrido, se agregó el
hecho de que careciendo éste de experiencia en el ramo de
agricultura, su cartera fue a poco andar una de las más desordenadas
de aquella temporada.
Grandes fueron las críticas, sobre todo periodísticas, a aquel comienzo cardenista durante el año de 1935; y aunque tales
críticas fueron siempre exageradas, y escasas de razón y patriotismo,
más dañaron al Estado que al propio Cárdenas.
Este, impertérrito, con una extraordinaria confianza en él y en su partido, no deshizo ninguno de sus primeros dictados,
como tampoco permitió que Bassols y Garrido tomasen vuelos.
El Presidente, en efecto, quiso mantener firme y resueltamente
el poder de su constitucionalidad, y de sus colaboradores más
allegados, permitió la opinión del general Francisco J. Múgica,
más que la de sus otros secretarios de Estado.
Múgica, poseía inteligencia, malicia y osadía, y con ello
completaba el cuadro del caudillo político; ahora que, con su
interior romántico, su ilustración de principios del siglo, sus
visos de socialista y de admirador de la Unión de Repúblicas
Soviéticas Socialistas, su función en la secretaría de Economía,
a donde un México con tendencias a la furalización, requería un
hombre con el preciso conocimiento de las realidades físicas del
país, su labor resultaba nula. Si en Múgica existía una vigorosa
mentalidad de lugareño, en cambio sus actuaciones sólo tenían
compatibilidad con la prosperidad urbana.
Estas desemejanzas en el alma y criterio de Múgica fueron
ocurrencias registradas muy a menudo entre los hombres de la
Revolución; porque en medio de una carrera de devoción hacia
México, no distinguían lo disímil de la prosperidad industrial y
mercantil y el progreso de la vida rural.
Así, la posición de Múgica, en la secretaría de Economía,
que le obligó al trato directo y práctico con los empresarios y
patronos industriales, le desazonó tan a menudo y le hizo temer
caer en las tentaciones del capitalismo, que le obligó a pedir
al Presidente le otorgase otra función; y de esta suerte pasó a la
secretaría de Comunicaciones, que estaba más en consonancia,
si no con la experiencia y tecnicismos políticos de Múgica, sí
con el espíritu emprendedor, laborioso y honorabilísimo de
aquel hombre que no siempre fue comprensible para el país ni
para quienes gobernaron al país. Múgica, en efecto, era, dentro
de la pléyade política de la Revolución, una cabeza muy adelantada
a su época, a su gente y a sus ideas. De todos los gobernantes
de los días que hemos examinado hasta aquí, fue el general
Cárdenas el que más comprendió a tan ilustre mexicano.
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