Presentación de Omar Cortés | Capítulo trigésimo cuarto. Apartado 6 - El partido de Cárdenas | Capítulo trigésimo cuarto. Apartado 8 - Consecuencias del cardenismo | Biblioteca Virtual Antorcha |
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José C. Valades
HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA
TOMO QUINTO
CAPÍTULO 34 - ESTATISMO
RESTAURACIÓN DEL PRESIDENCIALISMO
Aunque los preceptos constitucionales que daban cuerpo a la Nación mexicana, no fueron alterados en el transcurso de los años de 1917 a los días correspondientes a los comienzos del sexenio del general Lázaro Cárdenas ni sufrieron modificación
alguna durante los seis años que precedieron al gobierno de
1934, el régimen político de México, a partir del gobierno
provisional de Portes Gil hasta la hora en que el general
Rodríguez terminó su función presidencial, tuvo aspectos
desemejantes a los fijados por la costumbre política del país.
En efecto, como ya se ha estudiado, después de lo dicho por
el general Plutarco Elias Calles en septiembre de 1928 sobre la
instauración de un sistema institucional; después también de la
fundación del Partido Nacional Revolucionario, México tuvo la oportunidad de probar las primicias de un orden político conforme al cual, los partidos políticos, tendrían una responsabilidad en el gobierno de la República. Este orden, ideado y puesto en
marcha por el general Calles, fue, en la realidad, un complemento
de la idea de nacionalidad que alumbraba a la nación -fue,
en esencia, la idea de una nacionalidad política.
Durante el funcionamiento de tal orden, que no se desarrolló
debidamente, pues la guerra civil, primero; la intriga y la
ambición, después; la falta de una tradición partidista, por
último, provocaron su frustración; durante el funcionamiento
de tal orden, se repite, todos los individuos que correspondieron
al mundo oficial, aceptaron y aplaudieron no sólo los proyectos
de Calles, sino también la jefatura de éste; jefatura a la
cual se la dio, sin la solicitación ni parecer de Calles, un carácter
de absolutista.
Calles, con muy buen tino, sin poder rechazar por razones
de disciplina partidista, la jefatura de lo que se llamó Maximato
fiado en la seguridad de su propio desinterés, llevó aquella
jefatura con señalado comedimiento. Respetó, hasta donde un
liderato de partido es capaz de hacerlo, dadas su autoridad y
responsabilidad políticas, la investidura de los presidentes Portes
Gil, Ortiz Rubio y Rodríguez y ello a pesar de lo que decía la
fantasía popular y lo que esparcía la insidia política.
Así, con mucho juicio y devoción a la responsabilidad
política, Calles se apartó de la elección del general Cárdenas. No
quiso —y tal lo establecen los documentos escritos— que se le
continuase acusando de ser el autor de una enésima imposición
de presidente. Tampoco quiso interponerse a la nueva pléyade
política que capitaneaba Cárdenas y que se solazaba hablando
de profundos cambios en la vida de México, para abrir con ello
una nueva era de la Revolución; era que, sin abandonar los
principios revolucionarios de 1910, diese otros temas a los
gobernantes de México.
Y el ascenso al poder del general Cárdenas, cambiaría, en
efecto, aquel aparato político y electoral, fundado por Calles y
llamado Maximato; y esto, sin que mediaran palabras condenatorias
para tal Maximato, sin que se elevara una voz de
aprobación a las intervenciones siempre prudentes y pocas
veces efectivas de Calles dentro del sistema administrativo.
Cárdenas, no obstante su inconformidad con el Maximato
más que con el general Calles, para quien tenía mucho respeto,
aunque poca consideración, no se sentía con la capacidad ni la
autoridad para desafiar al callismo, que sin estar en el gobierno,
era un grupo de singulares aptitudes. Asi antes de proceder al
desarraigo del Maximato, se dispuso, como ya se ha dicho, a
organizar su propio partido, sirviéndose de las masas campesinas
y obreras, otorgándoles tantos privilegios, que el país se creyó al
borde de un abismo.
Simultáneamente a ese moldeado de multitudes, el Presidente
buscó y obtuvo el apoyo del Congreso; y esto no era fácil,
porque los políticos menudos estaban acostumbrados a
obedecer al grupo callista, tan inteligente como agresivo. Sin
embargo, en aquel recomienzo del régimen presidencial, el
general Cárdenas pudo hincar su hegemonía sin tropiezos. El
presidente recuperó así su poder, imprimiéndole una autoridad
sobresaliente con visos a lo incuestionable; y de todo nacieron
los grupos llamados bloques de senadores y diputados;
bloques que a continuación adoptaron el apellido de alas
izquierdas, sin saberse el significado de tal nombre ni conocerse
las ideas que alimentaban; pues sus paladines no habían
correspondido a otro partido que al PNR ni descollado en ninguna actividad política.
En seguida de estos acontecimientos que en realidad constituyeron los preparativos de defensa para el cardenismo, los
líderes de esta clasificación, colocados al mismo tiempo en las
filas del movimiento obrero, alentaron a los sindicatos para
llevar al cabo una serie de huelgas a manera de significar el arma
que tenía el gobierno para cualquiera eventualidad.
Tal táctica, sin embargo, no hizo más que alarmar al país, no
porque se amenazase la existencia del callismo, sino por creerse
que se acercaba la hora del anunciado gobierno de los obreros y
campesinos, por lo cual, de diferentes grupos sociales y políticos
contrarios a aquel proyectado gobierno extraconstitucional
salieron voces de alarma, y Calles considerando el mal que
políticos secundarios iban a acarrear al presidente de la
República y al país, y creyéndose obligado a satisfacer las
demandas del mundo no oficial, hizo una declaración (13 de
junio, 1935) por conducto del licenciado Ezequiel Padilla,
reprochando el procedimiento licencioso de los sindicatos y dando a entender que a horas tan difíciles los miembros del
partido Revolucionario deberían hacerse presentes.
Las palabras de Calles no tenían más trascendencia que la de
constituir un llamamiento al orden nacional; Calles no abrigó
otra intención. Además, no era la primera vez, que un Caudillo
de la Revolución condenaba las exageraciones sindicales ni
prestaba su concurso a la causa de la tranquilidad pública.
Examinado tal documento a muchos años de aquellos
acontecimientos, y cotejado con las fuentes públicas y privadas,
no hay una sola coma que denote un propósito avieso del
general Calles; pues aparte de que éste estaba resuelto a no
interferir en los asuntos que correspondían al Jefe del Estado,
menos deseaba causarle un agravio, sobre todo el agravio de
restarle autoridad o estimarlo como inepto para la función del
mando y gobierno de México.
No existe, pues, ni una sola prueba que enseñe la intencionalidad de Calles en el dictado de la declaración hecha a Padilla.
La rectitud y lealtad de aquel hombre que conocía el valimiento
de las instituciones, se hallan inalterables en el estudio de las
fuentes originales de tal acontecimiento.
Sin embargo, en aquellas horas durante las cuales el Poder
era disputado con la vehemencia propia a los apetitos de grupo,
se vio en tal documento el comienzo de una oposición de Calles
al presidente Cárdenas; y como a la inexperiencia del novel
mando se asoció la prisa para deshacerse de Calles y de la
sombra del callismo, los adalides de la nueva etapa revolucionaria,
se propusieron hacer efectivo el triunfo de la sorda y
vergozante conspiración iniciada durante el gobierno de Ortiz
Rubio.
De esta suerte, las palabras justas y prudentes de Calles,
elevadas al término de una traición al presidente de la República;
y mientras que por un lado los generales Francisco J. Múgica,
Gildardo Magaña y Saturnino Cedillo incitaban a Cárdenas a
probar su verdadera y autónoma personalidad presidencial, por
otro lado, los líderes del Partido Comunista, buscando el resurgimiento de su parcialidad tan golpeada por los presidentes anteriores, hicieron de aquel momento intrascendente, un
motivo de crisis y agitación, acusando a Calles a quien muy
servilmente habían obedecido en años anteriores, y pretendiendo
capitalizar para su partido aquel accidente.
Llevado así el presidente Cárdenas en las andas de la adulación y de un triunfo que pareció ser la reivindicación de la
constitucionalidad, las innocuas palabras de Calles se convirtieron
oficialmente en una intromisión ilegítima y atentatoria
en los asuntos de la exclusiva responsabilidad del Presidente.
El general Calles asistió con mucha entereza a aquel teatro
poco digno y honorable; y sin alterar su pensamiento ni dictar el
menor asomo de riña con el Jefe de Estado, salió del Distrito
Federal y buscó retiro en las playas de Sinaloa; luego marchó
voluntariamente a Estados Unidos.
La marcha de Calles fue considerada no como una garantía
para la estabilidad del gobierno, puesto que éste no estuvo
amenazado por el callismo, sino como el triunfo de un nuevo
partido -el partido de la izquierda, nombre amorfo que se dio a
sí mismo el grupo dominante dentro del cual estaban comprendidas
todas las filiaciones que, bajo el influjo de un Socialismo
sin Marx y un Socialismo marxista, vivía en el país.
Y no sólo socialista se suponía la nueva pléyade protegida y
soliviantada por el cardenismo. Suponíase también hacedora de
una Revolución que ya no era la misma de 1910. Hablábase, en
efecto, de una nueva Revolución, fundamentándose ésta en el
fenómeno de la realización rural, que no constituía una
inopinada contigencia, sino el desenvolvimiento histórico,
determinante y manifiesto de la única Revolución registrada en
el alma de México: la Revolución mexicana.
Utilizóse, pues, muy hábil y ágilmente aquel estado de
cosas, para hacer penetrar al país ideas políticas que llegaban del
exterior, que nada de común tenían con la mentalidad de
nacionalidad hincada en México y que eran ajenas a una lucha
doméstica, casi de rutina, como la que, en realidad, se desarrollaba
entre el cardenismo y los sedimentos normales de otras
rutinas.
Ahora bien: tanta fue la penetración de un Socialismo que
ignoraba el país, que una vez más la República se sintió amenazada;
y aquella voz general que no fue escuchada a tiempo por
el presidente Cárdenas se dirigió a Calles, a quien se empezó a
acusar de cobardía y falto de patriotismo, de no oponerse a
quienes en beneficio propio y detrimento del país deshacían los
fundamentos de la Revolución inventando todo género de
extravagancias populares y minando con lo mismo el prestigio
nacional e internacional de México.
Con todo eso, y sin sospechar que su regreso pudiese ser
causa del disgusto presidencial. Calles abandonó su apartamiento
y volvió a la ciudad de México (3 de diciembre, 1935).
Grande fue el error de Calles, porque si el país vivía temeroso de los excesos sociales, con aquel regreso, la gente y el
Gobierno llegaron a la creencia que recomenzaría una lucha
intestina; y el Presidente, ya no en defensa de la tranquilidad,
sino entregado a la ira, proclamó el derecho absoluto del presidencialismo, desconoció públicamente a su antiguo jefe y amigo
y desató la tormenta oficial sobre la cabeza de Calles.
Aquella actitud del general Cárdenas fue ajena a la deslealtad. Cárdenas era el presidente de la República no por gracia o
capricho de Calles. Ningún compromiso político ni electoral
hubo entre éste y aquél. Cárdenas, aun poniéndose en duda la
precisión comicial de México, era -y así estaba reconocido por
la Nación y por el propio Calles— el presidente constitucional;
ahora que Calles no volvía al país para desconocer la autoridad
del Jefe de Estado; tampoco para intentar un cambio en las
instituciones. Aquel hombre, en quien confiaba el antiguo
partido Revolucionario, creyó que a su sola presencia en suelo nacional, bastaría para sembrar la tranquilidad y evitar cualquier intento de sedición; pues tenía pruebas de que crecía una
conspiración a la que no estaban ajenos jefes del ejército.
Confió asimismo el general Calles en un retorno a la amistad
entre él y el Presidente, sin calcular la reacción de Cárdenas,
quien, ya por sí, ya por el influjo de sus amigos y colaboradores,
procedió a dar órdenes atropelladas, más propias de un estado
de guerra, que de un vulgar trance político; y al efecto, prohibió
a los periódicos la inserción de declaraciones de Calles; acusó a
éste de incipiente trastornador del orden público; y procuró el
apoyo del ala izquierda de los diputados. Tal apoyo, con carácter de incondicional no se hizo esperar; aunque su presencia fue trágica, porque habiéndose reunido los diputados bajo la presidencia de Luis Mora Tovar, pronto surgieron las disputas enconadas que terminaron con una balacera dentro del recinto legislativo, quedando muertos los diputados Manuel Martínez
Valadez y Luis Méndez. Este último ex lider de la Casa
del Obrero Mundial; y resultando heridos otros representantes.
El infeliz suceso, fue aprovechado por los jefes del ala
izquierda para acusar a un grupo de diputados de pretender
subvertir el orden público; y a pesar de que no se mostró prueba
alguna, los diputados cardenistas que constituían la mayoría de
la Cámara, con una ligereza impropia a los legisladores, desaforaron
a diecisiete de sus colegas que correspondían al grupo callista.
Así, sin derecho a defenderse, fueron expulsos del Congreso,
los diputados Carlos Careaga, José Torres Navarrete, José Gómez
Huerta, Delfín Cepeda, Jesús Vidales M., Práxedis Balboa, Victoriano
Anguiano, Idelfonso Garza, Maximiliano Chávez Aldeco,
Carlos Real,J. Manuel Carrillo, Pedro Palazuelos, Juan Benech,
Benjamín Alamillo Flores, Basilio Ortega, Neguib Simón y Manuel Balderas.
Enseguida, el Senado, sin causa fundamental alguna, desaforó
a los senadores callistas Francisco L. Terminel, Bernardo
Bandala, Cristóbal Bon Bustamante, Elias Pérez Gómez, y Manuel Riva Palacio; cesó en sus funciones militares a los generales
Joaquín Amaro y Manuel Madinaveitia; dispuso que
la residencia de Calles fuese vigilada y azuzó a los comisionistas
y a los sindicaros izquierdistas contra el hombre a quien
se llamaba Jefe Máximo de la Revolución; prohibió la circulación
de un periódico órgano del callismo; pidió que el senado
declarase desaparecidos los poderes en los estados de Sinaloa,
Guanajuato, Durango y Sonora; exterminó, en fin a los últimos
representantes de aquella pléyade revolucionaria del noroeste de
México, que aparte de dar las victorias guerreras a la Revolución,
había dado el Cuerpo principal —también el espíritu— a las
instituciones revolucionarias.
No negó, a pesar de todos esos acontecimientos, las virtudes
de la Revolución. Por el contrario, quiso darles mayor realce;
pues le pareció que el fin de la intrusión política que se
atribuía a Calles significaba el lustre y pureza revolucionarios.
Ninguna condenación del pasado, hubo en tales acontecimientos, y si éstos afearon la explicable determinación del
Presidente, se debió a las exageraciones que el Jefe del Estado
dio a aquellos sucesos; porque en seguida de tantas órdenes
llevadas al fin de destroncar al callismo, y cuando Calles,
convencido de ser el provocador de los trastornos que con su
regreso sufrió el país estaba de hecho vencido, el general
Cárdenas auspició una procesión multitudinaria contra Calles,
durante la cual el propio Cárdenas profirió denuestos y acusaciones contra aquél, con lo cual puso una nota de descenso a su jerarquía presidencial.
Sin embargo, fue tan arrogante y espontáneo aquel improperio
presidencial todavía colateral a una lucha grande y elocuente de la Revolución, que con ello. Cárdenas, lejos de desmerecer adquirió increible figura de caudillo, haciéndose aplaudir, porque con tanto civismo y sin recurrir a la violencia sangrienta sepultó al partido revolucionario más poderoso de los nacidos al calor de la Revolución; porque el callismo fundó
la escuela política principal de México, después de aquella del
porfirismo que parecía sin igual. A Calles, pues, y dejando a su
parte el fracasado ensayo del régimen de partidos, se debió la
consolidación del Estado, la estructura prácticas de las instituciones,
la organización de un partido perdurable, la penetración
del Estado a los regímenes de protección social, el encauzamiento
de la política agraria, la transformación de la moneda pública
en moneda de Estado, el retorno al indiscutible principio de
autoridad, la constitución, en fin, de un Estado creador.
Presentación de Omar Cortés Capítulo trigésimo cuarto. Apartado 6 - El partido de Cárdenas Capítulo trigésimo cuarto. Apartado 8 - Consecuencias del cardenismo
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