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José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO QUINTO



CAPÍTULO 34 - ESTATISMO

CONSECUENCIAS DEL CARDENISMO




Desde los primeros días del gobierno presidido por el general Lázaro Cárdenas, presintiéndose no solamente la ruptura del callismo y el cardenismo, sino también los excesos y agravios que siempre acompañan a los cambios políticos de personas y sistemas, la República se mostró sobresaltada; y si en ocasiones anteriores los sucesos conexivos a la renovación de poderes eran considerados como connaturales a tales cambios y además no dejaban de ofrecer ventajas nacionales, en 1934, la opinión nacional se entregó más a la espera de males que de bienes.

A la atmósfera general del país, ya cargada con las especulaciones en torno a la educación socialista se le agregaron los negros presagios a propósito de la marcha oficial hacia rumbos que no eran precisamente constitucionales. Y, al efecto, las Camisas Rojas de Garrido Canabal, las actividades agresivas de los comunistas, las amenazas de confiscaciones gubernativas, las alas izquierdas en el Congreso, las huelgas de salarios y los primeros síntomas de un intervencionismo de Estado, dieron ocasión a que el vulgo forjara escenas de represalias e inseguridad, capaces de poner en peligro la paz del país.

Además, el propio Presidente dio lugar a muchas figuraciones fantásticas del vulgo; por que si de un lado todo lo oficial se presentó encaminado a establecer una parcialidad clasista presidencial, de otro lado, el desorden que en la superficie ofreció el palacio nacional entregado a las audiencias populares que amenguaban la personalidad del Jefe de Estado, dieron lugar a que se creyera en una debilidad perniciosa del Gobierno.

A la exagerada, suceptible y maliciosa emotividad que la sociedad adquirió o pretendió adquirir con esos acontecimientos en medio de que las premuras del tiempo, se ausentaban de cualquiera consideración justa y debida, se siguieron los hechos, ya de fondo, que presentó la realidad nacional; pues habiendo sido decretado (enero, 1935) un aumento de cincuenta centavos en los salarios, se produjo en el acto una alza de precio en los artículos comestibles y de vestido. Así, si el precio medio de estos fue de 107.4 a mediados de 1935, al final de este mismo año ascendió a 125.1.

Ahora bien: como a lo anterior se unió la primera y formal aplicación de los nuevos principios oficiales para hacer del intervencionismo de Estado una manera de vivir de la Nación, habiéndose expedido al caso, la Ley general de Instituciones de seguros, con la cual se produjo una nueva exaltación a los valores oficiales; un descenso en los particulares.

De los instrumentos de práctica estatal puestos en vigor, los más importantes fueron a las ya mencionadas compañías de seguros y a las empresas vendedoras de papel. Al efecto, la Ley general del Instituciones de Seguros determinó el establecimiento de una empresa semioficial llamada a excluir a las compañías extranjeras y a organizar un régimen doméstico muy cercano al monopolio; y por lo que hace al papel, se mandó la fundación de una sociedad con la facultad precisa de ser la única importadora y distribuidora de papel para periódico.

Estas dos últimas medidas acrecentaron la alarma que existía en el país, ya no tanto por el temor a un gobierno personal, sino a un Estado monopolizador, máxime que el general Cárdenas reiteró que el gobierno sería el árbitro y regulador de la vida social; y como la República no estaba preparada para tales modernismos se creyó que sólo se proyectaba la restauración de un gobierno ominpotente al que tanto se temía después de las experiencias populares sufridas durante el régimen porfirista.

Además, como bien conocidos eran los arrestos del poderío estatal enunciados por los paladines del cardenismo, los líderes del movimiento obrero empezaron a hablar con mucha familiaridad de las expropiaciones de empresas industriales, de manera que como principio provocaron y llevaron a cabo una huelga en el ingenio azucarero del Mante, arguyendo que siendo éste de la propiedad de personajes políticos, entre quienes estaba el general Calles, lo cual contenía exageraciones y falsedades, y siendo tal empresa producto de préstamos oficiales, consideraban que el ingenio debería ser expropiado y entregado a los trabajadores.

La idea de los obreros, sin embargo, no tuvo apoyo en el gobierno; aunque poco a poco fue abriendo cauce en el mundo oficial el principio de justificar las expropiaciones por causa de utilidad pública; y como a la sazón el general Rafael Sánchez Tapia, individuo de aleteos socialistas, fue nombrado secretario de Economía en sustitución del general Francisco J. Múgica, aquél hizo público un proyecto de ley de expropiaciones, que causó mucha alarma entre la gente de dinero y provocó un descenso en los créditos domésticos, obligando al gobierno a declarar con apresuramiento que tal ley sólo era una versión moderna de la expedida en mayo de 1882, y no tenía más objeto que dar complemento al artículo 27 constitucional.

Si todos estos hechos parecían constituir la decisión del presidente Cárdenas de cambiar las leyes del país y establecer un verdadero Estado socialista, se debía no sólo a las atropelladas ideas de los adalides oficiales en un esfuerzo para exterminar el callismo ahora acusado de conservador y reaccionario, sino también a la falta de un programa definido y valiente; falta que originaba un incesante zigzagueo oficial que tenía a la sociedad en aprietos.

Mucho influyó para que la condición de alarma se dilatase al través de la República, la inexperiencia de gobierno que había en Cárdenas, pues no bastaba, para sustituir tal virtud de hombre público, la indeficiente generosidad del Presidente. Este —y así lo aprueban los documentos oficiales y privados— jamas pensó en instaurar un régimen político o social contrario a los intereses y doctrinas de la Revolución; pero si quiso hallar los puntos de apoyo para mejorar las rentas nacionales, que tan deprimidas se hallaban, de manera que una mera política fiscal llegó a adquirir las proporciones de una política Socialista.

No fueron, pues, los aprestos socialistas que imaginaba la gente y que hacían estallar todo género de difamaciones y procacidades contra Cárdenas —difamaciones y procacidades que Cárdenas soportó con una tolerancia heroica, que no exornó a sus predecesores— los que acicateaban al Gobierno en aquellas medidas dictadas con un tanto de oportunismo y otro tanto de prisas. Lo que movía los acuerdos presidenciales era un ardiente deseo de acrecentar el poder de la hacienda mexicana, para de esa manera servir con más eficacia a las clases populares que se hallaban desbordadas en sus reclamaciones y peticiones.

Así, obligado por las circunstancias, el gobierno buscó día a día, y de forma desesperada, los medios para aumentar sus rentas y al efecto, expidió una Ley de impuesto sobre capitales; aumentó los de minería; hizo efectivas las deudas que las compañías de teléfonos y de petróleo El Aguila tenían con el Gobierno; detuvo para enmienda, las obligaciones de los ferrocarriles y ordenó una función especial para evitar las fugas de los egresos nacionales. Además, como las instituciones de crédito ofrecían pespectivas incondicionales para ayudar al enriquecimiento de los políticos y funcionarios públicos, se procedió a reformar la Ley General de Instituciones de Crédito, así como la orgánica del Banco de México, de tal forma que las operaciones bancarias no se apartan de la normalidad en el otorgamiento de créditos y con ello quedasen liquidadas las tentaciones de políticos y funcionarios.

Abriéronse, en cambio, durante esa política administrativa que guiaba con excepcional talento y singular honestidad el secretario de Hacienda Eduardo Suárez, las facilidades a las operaciones del banco Nacional de Crédito Agrícola, al cual el Gobierno dio una misión idealizada y por lo mismo ajena a la realidad que requería la economía rural.

Colateral a tal situación fue el problema que presentó una deflación que empezó a afligir y preocupar al país, máxime que tal problema fue atribuido, aunque indebidamente, conforme a los documentos escritos, a la incapacidad oficial, de un lado; a las incertidumbres sociales, de otro lado.

Para atajar la deflación, el secretario de Hacienda propuso suplir oro con una proporción apreciable de plata en la reserva de los bancos y para pagar saldos internacionales; pero combatido el proyecto por los particulares y registrándose en esos días una baja en la producción nacional de ese metal, que antes de 1934 tuvo en actividad a más de un millar de pequeños propietarios, el Estado desistió de la empresa que se proponía desenvolver y con lo mismo abandonó un proyecto para revaluar la plata.

A esas alteraciones que sufría el país en el orden económico, y que el vulgo insistía en atribuir al Gobierno, no obstante que eran el resultado de la situación que afligía al país desde la crisis mundial de 1929, hubo que agregar el descenso en las exportaciones y la lucha para importaciones. Hubo, en cambio, un signo favorable a la economía nacional: una disminución en el número de desocupados. Estos, que en 1932 fueron setecientos treinta y ocho mil individuos, en 1935 quedaron reducidos a ciento ochenta y dos mil. La cifra, siendo alentadora, advirtió los resultados de una temporada de obras públicas iniciada por el gobierno de Cárdenas desde los primeros días del nuevo sexenio.
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