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José C. Valades
HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA
TOMO QUINTO
CAPÍTULO 35 - SOCIALISMO
LAS LIBERTADES PÚBLICAS
Desde los comienzos de su sexenio presidencial, el general Lázaro Cárdenas fue objeto de un sin número de detracciones, que fueron aumentando en procacidad difamatoria conforme corrían los meses.
Aunque toda esa maledicencia, protegida y aumentada por
la prensa periódica, notoriamente entorpecía las tareas del
Gobierno, el Presidente en aparente indiferencia correspondió a
aquella infamia antipatriótica, dando mayor velocidad y aparato
a su espíritu emprendedor y a su modestia cívica y privada.
Con respecto a su modestia, no pudiendo Cárdenas dominar
el influjo que sobre él ejercía lo humilde de su origen personal,
ordenó un cambio en el ceremonial oficial, suprimiendo al
efecto los trajes de etiqueta; y aunque esto sirvió por el
momento a que aumentaran la difamación y la burla, ya que en
figuras, ya en voces, iban de un lugar a otro de la República
siendo causa de mengua a la dignidad nacional y al Jefe del
Estado, Cárdenas sin responder a la murmuración pública,
acrecentó el valor y el número de audiencias populares.
Por otro lado, el Presidente, ante aquellas olas calumniosas
permaneció impertérrito; y aunque mucho le excitaban sus
colaboradores a que castigara a quienes ya sin recato aceptaban
y reproducían aquella campaña insolente e insidiosa, el
Presidente se negó a lesionar lo que consideró una función
crítica de la libertad; ahora que ese respeto de Cárdenas a las
libertades públicas sirvió para dar alas a la prensa periódica, que
entró de lleno al juego de las censuras siempre agradables a la
gente que lee para divertimiento y no para conocimiento, de
manera que tales hechos engendraron una situación que se hizo
peligrosa y agobiadora para la Nación, máxime que el número
de periódicos en el país iba en aumento, llegando en diciembre
de 1936 a noventa y seis diarios, quinientos veintiocho semanarios
y doscientos ochenta y ocho mensuales.
Quiso Cárdenas, con inteligencia y habilidad minorar la
crítica periodística fundando al efecto un organismo específico
del que hemos hablado encargado de importar y vender el papel
para la prensa informativa; y aunque el suceso fue señalado
como un monopolio de Estado con la idea de limitar la vida
periodística, los documentos oficiales enseñan lo contrario; pues
fue propósito del Gobierno dar a los periódicos una indirecta
subvención del Estado, de manera que con ello, sin hacer
omisión de sus libertades, correspondiesen a las necesidades del
propio Estado.
Dilató tal designio el general Cárdenas, fundando un
establecimiento oficial que debería ser el único autorizado para
proporcionar noticias gubernamentales, y aunque esto, explicable
tanto en orden de acercar a los periodistas a la esfera
oficial como en el deseo de que el Estado dispusiese, sin
compromisos previos, de las tribunas periodísticas, fue considerado
como un atentado a la libertad de prensa; y se hizo
indispensable el correr de los meses, para que aquella oficina de
información y publicidad oficiales, dirigida por Agustín Arroyo
Ch., líder político de mucha estatura moral, alcanzase la
confianza de los periodistas mexicanos.
Una concesión más hizo Cárdenas a la prensa periódica. Al
caso, ordenó que los impresos periódicos circulasen por las vías
postales libres de porte; y aunque aparentemente tal franquicia
tuvo como fin favorecer al mundo de la lectura y de las letras,
en el fondo fue con el objeto de subsidiar indirectamente a
diarios y revistas, a pesar de que aquéllos y éstas eran empresas
mercantiles.
De otros medios, todos legales y pacíficos, pudo disponer el
Estado para moderar los excesos en los que a menudo incurría
la prensa periódica; pero habiendo salvado al país de las exageraciones
autoritarias de los antiguos caudillos políticos, Cárdenas
se limitó a mantener en ejercicio todas las garantías constitucionales
referentes a las libertades públicas e individuales, haciendo
extensivo tal ejercicio a sus enemigos, políticos, ya civiles, ya
militares.
A fin de consagrar este último designio, el general Cárdenas
ordenó que las puertas de la República mexicana volviesen a
quedar abiertas para todos los connacionales; aun para quienes
habían sido parte, ora directa, ora indirecta, en asonadas y revueltas;
y gracias a esta disposición tan constitucional como
valerosa, regresaron al país paladines revolucionarios tan prominentes
y dignos como Adolfo de la Huerta, José María
Maytorena y Enrique Estrada.
También en materia de conciencia el Presidente fue dilatando
las libertades y garantías; y aunque no faltaron asperezas
tanto del Estado como de los obispos, la Iglesia pudo volver a la
normalidad en sus cultos. Tampoco escasearon las funciones de
la venganza, pues ciertamente estaban muy frescos los episodios
del alzamiento cristero, de la persecución a los clérigos y de las
limitaciones a la Iglesia.
Al efecto, el arzobispo Leopoldo Ruiz y Flores, sabia y
prudentísima persona, en quien los prelados y fieles mexicanos
tenían depositada una confianza casi inefable, de la cual se
originaría un nuevo brillo del culto católico, llevado por su celo
apostólico, hizo pública una orientación a propósito de las
corrientes socialistas que invadían al país; y esto fue motivo
para que se le considerase como un intruso en los asuntos civiles
y políticos de México.
Así, hallándose tanto el Estado como la Iglesia cargados de
suceptibilidades y sutilezas, las palabras del prelado originaron
nuevos accidentes políticos que, como en ocasiones anteriores,
no perdieron la oportunidad para mostrarse extremistas.
Con ello, el Partido Nacional Revolucionario reemprendió una campaña anticlerical y antirreligiosa, diciendo, como advertimiento, que las religiones deberían ser sustituidas por el arte.
También las autoridades judiciales concurrieron a la respuesta a los prelados, amenazando con declarar sediciosas las
actividades del Clero; ahora que ninguna acción fue tan
determinante como la del Gobierno central al expedir (25
agosto, 1935) una ley de nacionalización de los bienes de la
Iglesia y del Clero, de acuerdo con la cual el Estado podía
nacionalizar las fincas rústicas o urbanas a donde existieran
centros de enseñanza confesional o que estuviesen destinadas a
ejercicios religiosos. La ley comprendió la confiscación de los
bienes de los ministros de culto, aunque tales bienes correspondiesen
a sociedades anónimas o fuesen representados en
acciones al portador.
Esa legislación, que no fue más que complemento de
carácter político sobre una materia ya resuelta, sólo agravó las
disposiciones de tranquilidad que estaban latentes en el mundo
católico; y por lo mismo el clero, en esta vez con mucha mesura
volvió a la controversia pidiendo al Gobierno la abrogación de
tal ley que lesionaba los derechos de libertad.
Todo eso hizo temer que la polémica produjera una nueva
exacerbación de ánimos nacionales, por lo cual el Estado rehuyó
la probabilidad de una batalla política y literaria con los
obispos, y Cárdenas se concretó a dirigirse a las colectividades
revolucionarias para que éstas, organizadas debidamente
cooperaran en la destrucción de las resistencias del fanatismo.
De esa suerte, el Presidente contentó a la parte exaltada de
su partido, neutralizó los designios agresivos de algunos obispos
y abrió una vez más el camino de las libres opiniones y del
respeto a las conciencias. Determinó también aquella actitud de
Cárdenas el desarme moral de quienes hacían nuevos proyectos
subversivos en diferentes lugares del país; pues la juventud
católica volvió a preparar un ambiente propio a la sedición.
Aquel respeto, pues, a la Fe y a sus ministros dictado por el
general Cárdenas sirvió, más que el uso de la fuerza, para enfriar
una situación que parecía llevar a la República hacia la segunda
guerra de carácter religioso.
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