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José C. Valades
HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA
TOMO QUINTO
CAPÍTULO 36 - POLÍTICA PRÁCTICA
LAS LIDES INTERNACIONALES
Sin dejar de estar envanecido por los triunfos políticos logrados durante su ejercicio presidencial, apoyado por una propaganda ruidosa y efectiva, gozando de los derechos que un pueblo vencido otorga a los caudillos vencedores, dueño de una
personalidad bien merecida por su laboriosidad inagotable,
identificado plena y específicamente con el pueblo rural y sin
dar cuartel a las profundas enemistades que se había ganado
entre la población urbana de México, que se veía abandonada
por una política oficial empeñada en ofrendar todos los recursos
del país a la clase campesina, el presidente Cárdenas llevó las
funciones de Jefe de Estado al estrado internacional con
actitudes desconcertantes.
En efecto, tratándose de las relaciones de México y Estados
Unidos, el Gobierno no aplicó un ideario consecuente a sus
principios políticos y sociales domésticos. En cambio, con
respecto a otros aspectos de la política exterior, la diplomacia
nacional se mostró mediadora, con visos de Pacifismo y Socialismo;
quimeras, sin originalidad alguna.
Desde los arreglos con Estados Unidos (15 agosto, 1923) a
propósito de las reclamaciones sobre los derechos al subsuelo
mexicanos adquiridos por extranjeros con anterioridad a la
Constitución de 1917 y acerca de las compensaciones por las
expropiaciones de tierras, las relaciones entre el Palacio
Nacional y la Casa Blanca, tomaron grandes vuelos de cordialidad y entendimento entre los dos países; y aunque tales relaciones sufrieron una distorsión en 1927, como consecuencia de
la legislación petrolera, la presencia en México del embajador
norteamericano Dwight W. Morrow sirvió de vehículo para que
México y Estados Unidos se entregaran a las mejores disposiciones
de una leal amistad; ahora que esta franqueza de la
diplomacia mexicana la aprovechó innoblemente el departamento
de Estado noramericano, para realizar interferencias en la
política nacional, con el pretexto de suavizar los efectos que se
temía produjese en el pueblo de Estados Unidos el verbalismo
socialista que inundó el país al entrar la década de 1930.
Esto, sin embargo, no fue desestimación de la habilidad de
Morrow, que continuó con mucho tacto y decoro el embajador
Josephus Daniels; ahora que éste, en quien no había el talento,
ni la audacia, ni la presteza de Morrow, en lugar de seguir el
camino de la responsabilidad personal del embajador, que es la
más difícil y peligrosa de las empresas en una misión diplomática,
procedió a emparentar epistolarmente a los presidentes de
México y Estados Unidos; y como para ello se prestó el carácter
extravertido y asociado a la inteligencia radiante de Franklin D.
Rooesevelt, Daniels, sin comprometerse, hizo una meritoria
labor de enlace que evitó controversias a Estados Unidos y dudas a México.
Esta correspondencia amistosa, llevada con mucha dignidad
entre los presidentes de las dos Repúblicas, se hizo más palmaria
a partir de diciembre de 1934, con lo cual el general Cárdenas
halló desde su primer día de mando y gobierno un camino
expedito para no fiar la dirección de su política con Estados
Unidos a una diplomacia rutinaria y así dirigirla él mismo. Al
caso, después de tener en la secretaría de Relaciones al licenciado
Emilio Portes Gil, quien como caudillo de la nueva
pléyade ya había recorrido todo el pentagrama político y administrativo de la República, llamó al ministerio al general e ingeniero Eduardo Hay, persona de muchos méritos revolucionarios y en quien aquella segunda parte de la Revolución se reconciliaba con la primera y postergada parte.
Hay carecía de capacidad deplomática y muchas eran sus
limitaciones. Sin embargo, para no frustrar la empresa de Hay,
el Presidente dio la embajada de México en Wáshington al
doctor en medicina Francisco Castillo Nájera, persona sagaz,
laboriosa, hábil y emprendedora, cualidades con las que
sobresalía a su profesión médica; y como tenía experiencia en
los asuntos extranjeros, pues había sido representante de
México en la Sociedad de las Naciones, esto le otorgaba mediana autoridad para el trato diplomático.
Así, en lo relativo a los asuntos con Estados Unidos, si de un lado estuvo la perspicacia y decoro de Castillo Nájera, de otro
lado quedó el embajador norteamericano Daniels, individuo
observador, cumplimentero y bonachón, sobre quien caía el
pecado de haber trasmitido las órdenes dadas por el presidente
Wilson, en abril de 1914, para el desembarco de la infantería de
marina de Estados Unidos en Veracruz.
Daniels, adviertiendo el deseo del Presidente de dirigir
personalmente las relaciones con Estados Unidos, procuró ser el
enlace entre el Jefe del Estado mexicano y el de Estados
Unidos; ahora que más efectiva fue la conexión por conducto
del Castillo Nájera, quien dado su carácter comunicativo y amable, pronto ganó la simpatía y confianza en el departamento
de Estado, de manera que los asuntos entre los dos países
adquirieron el tono de una correspondencia recíproca.
Dentro de ese reino cordial, el gobierno de México no halló
dificultades para los preliminares de un tratado de aguas
méxico-norteamericano ni tropezó con obstáculos para iniciar por
buen camino los asuntos pendientes con la República del norte;
pero como aquel digno y satisfactorio entendimiento provocó la
malicia del vulgo, el Presidente con considerado patriotismo,
dispuesto a ser inflexible en la política retroactiva, cambió de
rumbo, levantó el velamen del antiyanquismo y procedió a
reglamentar el artículo 27 constitucional sobre la adquisición de
bienes e inversiones extranjeras en sociedades mercantiles,
agrícolas o industriales, advirtiéndose que tal reglamentación
estaba enderezada en el fondo contra los intereses norteamericanos
radicados en México.
De este antiyanquismo de Cárdenas nació la idea de que la
piedra maestra del patriotismo mexicano era aquella marcada
con el marbete de anti-Estados Unidos; y tanta preocupación
tuvo el Presidente de que aquella polítíca se hincara en el alma
popular, que sin existir causa previa, procedió a la abrogación
del artículo VIII del Tratado de la Mesilla, según el cual México,
concedió posibles derechos de tránsito por su territrio a Estados
Unidos.
Otro reflejo de la polítita de Cárdenas en relación a los
asuntos con la República del Norte, fue la de cerrar el capítulo
de las exigencias de los antiguos terranientes norteamericanos
establecidos en el norte de México, enviando al Senado, que dio su
aprobación (27 diciembre, 1938), el convenio por el cual México
se comprometió a pagar un millón de dólares anuales a partir de
junio (1939) por indemnización de bienes agrícólas expropiados.
Cada paso, pues, que dio el Gobierno en los tratos con
Estados Unidos marcó, con exagerado tono enfático, como si no
bastasen al caso la inviolabilidad constitucional de la República
en su orden geográfico y político y la soberanía indiscutible y
por lo mismo absoluta de la Nación mexicana, la confirmación
anti-intervencionista; y en ese tono habló la delegación de
México en la reunión interamericana efectuada en Buenos Aires
(1° de diciembre, 1936); ahora que al mismo tiempo, la
diplomacia nacional correspondió con mucha largueza al
noviazgo del panamericanismo, elevándose entre las voces
principales, para convenir en el sistema de consulta continental
y confirmar la fidelidad de los países del Hemisferio a los
tratados de Gondra, Briand—Kellog, de Conciliación, de
Arbitraje y al Antibélico de Río Janeiro.
Más patente fue la devoción de México al panamericanismo,
durante la Octava Conferencia de los Estados Americanos
reunida en Lima (diciembre 27, 1938), en la cual quedó
reafirmada la solidaridad continental, y la determinación de la
defensa conjunta de los países continentales en caso de una
intervención extracontinental, que constituyeron los preliminares
de la Declaración de Lima, mandando el sistema de Reuniones de
Consulta de los ministros de Relaciones; reuniones de la cual
fue la efectuada en Panamá (septiembre de 1939), la primera.
En esta última, efectuada cuando empezaba la II Guerra
Mundial, el mundo americano, no obstante la amenaza que
representaba el hitlerismo, volvió a las ideas del pacifismo
convencional, de las zonas neutrales y de la moral cristiana
aplicada a las leyes de la beligerancia; y tan poderoso ciertamente
fue aquel ambiente de diplomacia romántica, que las idealizaciones
de la paz condujeron por momentos a aquella asamblea
consultiva a proposiciones, ya de paz perpetua, ya de condenación
y exclusión de bombardeos, ya prohibiendo la presencia
de aviones y submarinos de naciones beligerantes en aguas
nacionales americanas. En tales días, en los cuales el mundo
estaba amenazado por una dictadura universal, todo aquel
conjunto de proyectos en la reunión de Panamá, parecieron
ajenos a la realidad de la naturaleza humana. Las naciones,
indubitadamente, estaban en la obligación de requerir la
incolumidad de sus doctrinas domésticas; pero contrariaban la
razón al pretender elevar tales doctrinas a la categoría de
preceptos, en pueblos ajenos a las mentalidades regionales.
De aquí, que no obstante los elevados y llanos ideales de
México, éstos no fuesen comprendidos en el seno de la Sociedad de las Naciones; y en efecto, nombrado el licenciado Isidro Fabela para presidir la delegación mexicana en esa Asamblea de las Naciones, el Presidente le instruyó para que se dispusiera a defender la debilidad de los pueblos y a combatir el orgullo, altivez y pretendido dominio de los grandes Estados.
Para tal tarea, Cárdenas no pudo elegir un representante
mexicano más acoplado a una empresa tan generosa como
difícil; pues Fabela, aparte de sus conocimientos en letras
humanas era individuo de profundas emociones; y como estaba
hecho en la escuela de las ideas políticas románticas, nadie
mejor que él podía significar el carácter transitorio de una
opulenta mentalidad mexicana nacida con la Revolución.
Sin embargo, los ideales de Cárdenas, tan devotamente
consagrados a la compasión que inspiran las desgracias ajenas, no
podrían ser comprendidos en el campo universal a donde el
derecho de los Estados sobresale a las sensibilidades de la
aflicción; y aunque Fabela tomó posturas valientes frente a la
invasión de Italia a Etiopía, no por ello logró México hacer u
progreso dentro del concierto mundial de naciones asociadas.
El Presidente, posiblemente, más que poner a su patria en la
plataforma de la personalidad diplomática y jurídica internacional,
quiso que la delegación mexicana sobresaliese en la
condenación del intervencionismo y el anexionismo, que eran
males de los que México se había libertado en cruentas e
inolvidables luchas, y como si tales males fuesen a repetir. De
esta suerte, al tratarse en la Liga de Naciones sobre las sanciones a Italia por su invasión de Etiopía, el delegado mexicano fue instruido para pedir la aplicación de tales sanciones en el orden del castigo material, sin que tal idea lograse el apoyo de la asamblea, y levantase una oleada de indignación entre el pueblo
italiano, aún en los medios antifascitas.
No sucedió lo mismo en la concurrencia de México a la
guerra civil de España. En este asunto, la mentalidad mexicana
no halló los mismos tropiezos que en una lucha errónea e impreparada
con la mentalidad europea; y no halló tropiezos por la
contigüidad de orden lingüístico entre México y el pueblo
peninsular.
La vieja idea del supuesto de parentesco ético méxico-español, sirvió para que el Gobierno de México crease artificialmente
una identidad absoluta de México y España, de manera que
no tanto por partidismo, sino por amor y doctrina que se
estimaron comunes, la diplomacia mexicana hizo de los asuntos
españoles parte orgánica de los asuntos nacionales. La distancia,
la idiosincrasia, la historia, las ideas, las leyes que separaban con
profundidad a los dos países quedaron borradas súbitamente.
Con naturalidad extrema, sin malicias ni convencionismo, la
Guerra Civil española fue parte de México. La agresión al Estado
español hecha por una sublevación militar fue considerada como
agresión al Estado mexicano; y aunque tal consideración estaba
al margen de una tradicionalidad aislacionista de México, sobre
las normas de la Doctrina Estrada y el respecto de la Cancillería
nacional hacia los asuntos domésticos de otros países, si no en la
masa popular, sí entre el cardenismo se hizo manifiesta una
simpatía y asociación de fondo meramente de conversión hacia
una España republicana y revolucionaria, con lo cual, de hecho,
el Estado mexicano automáticamente quedó comprometido con
la situación española.
No escasearon, se dice, en esta actitud del gobierno presidido por Cárdenas, razones de un radicalismo político que
estaba de moda; pero fue más singular un apresurado y supuesto
amor al pueblo español, del cual había dado pruebas contrarias
la Guerra Civil mexicana, combatiendo y exterminando a los
hacendados, mayordomos y súbditos peninsulares; pues
numerosos castigos impuso la Revolución a los hispanos.
Ninguna liga previa, pues, existió para el pronunciamiento
del Estado mexicano en favor de la República y constitucionalidad
española. México y España habían ido separando sus
destinos más y más desde la primera mitad del siglo XIX.
Ninguna deuda que obligara a servir a los intereses políticos o
militares españoles tenía México. Así y todo, no sólo se hizo
invariable el teatro nacional con los republicanos, sino que
México fue vehículo para los abastecimientos de la República
española. Al efecto, el gobierno de México no sólo envió material
bélico a los republicanos, sino que envió comisionados a
Francia para comprar pertrechos de guerra que se suponían
estaban destinados al ejército mexicano pues ni Francia ni
Inglaterra los vendían a España; y los propios comisionados los
condujeron a suelo español.
Ahora bien: tan comprometida se vio la Nación con aquellas
determinaciones concernientes a una nueva política exterior,
que todos esos auxilios fueron considerados por el Gobierno
como propios de un sentido legal y humanitario. Legal,
porque la cuartelada española era incuestionable; humanitario,
porque el Gobierno de México con un desinterés sin límites,
mandó que la embajada en Madrid diese asilo a quienes estuviesen
amenazados por los odios de las facciones y partidos en
España, de manera que la Misión mexicana sirvió de amparo a
monárquicos y republicanos. Fueron así muchas e importantes
las vidas que la insondable bondad de Cárdenas salvó de la
muerte en aquellos días tormentosos de España, mientras que
por otro lado atizaba la guerra enviando material bélico.
En ese tren, las excelencias de Cárdenas no dejaron de tener
visos de excentricidades; porque sin previsiones de ningún
género, el Gobierno comprometió la responsabilidad del país,
haciendo que el gobierno de España confiara al de México la
educación y vida de quinientos niños españoles, arrancándoles,
sin la consulta de la patria potestad, de su suelo patrio.
Este y otros dislates fueron cometidos en el afán de glorificar el episodio de la ayuda a la España republicana; ahora que
no por ello se desviaba la luz de la política del Presidente. Tal
luz iluminó los días negros y amargos del pueblo peninsular;
porque en medio de los desmanes y brutalidades de la guerra,
ese pueblo pudo escuchar hora tras hora la palabra de consuelo
y auxilio de la Nación mexicana.
De esta suerte, como alivio a los males acarreados por tan
cruenta lucha intestina como había sido la de España, y como
protección a quienes huían de las venganzas políticas y militares,
el presidente Cárdenas no se detuvo para ofrecer el suelo
mexicano como asilo para los vencidos españoles; y de esta
manera, a pesar de las severas restricciones que existían a la
emigración, las puertas de México quedaron abiertas sin traba
alguna y con una tolerancia sin igual a cinco mil españoles.
No todos los individuos que entraron al país amparados por
la generosidad cardenista correspondían a hombres de ley y
capacidad. No pocos de aquellos inmigrantes violaron los
principios del asilo, ora tratando de inmiscuirse en los asuntos
políticos nacionales al través de la cátedra, ora llevando a cabo
lucros indebidos, ora tratando de servirse del suelo mexicano
para reiniciar operaciones bélicas en España. Así y todo México,
olvidando los males causados en la prerrevolución por los
intereses agrícolas y mercantiles hispanos, aceptó la fraternización
con los asilados españoles.
Además, la presencia en México de españoles ilustres, dio
prestigio a aquella inmigración con lo cual, el país se sintió
tranquilo; pues a las primeras órdenes del Gobierno en favor de
los refugiados, hubo repugnancia nacional. La idea de que
México pudiese regresar a los días de una inmigración española
que se apoderaba del comercio y se convertía en capataz del
peón de hacienda, no dejaron producir el justo azoro.
Para evitar que se desatara una nueva peste de antinacionalidad mexicana, sirvió el altruismo del general Cárdenas, el
silencio conmovedor de los primeros vencidos que desembarcaron
en las playas mexicanas y el espectáculo que dio el político
Indalecio Prieto, quien al visitar al Presidente de México y querer
expresarle el agradecimiento de sus connacionales se deshizo
en sollozos.
De esta suerte, en lo general, los refugiados españoles se
vieron amparados por la ternura, casi infantil, del pueblo de
México, y la bienvenida del Gobierno nacional.
Dentro de esa misma política, pero sin excluirse la vanidosa
pretensión de querer hacer ostensible la personalidad de
Cárdenas, el Gobierno de México, sin considerar el compromiso
y responsabilidad que contraía, ofreció asilo (enero, 1937) a Leo
Dadidovich Trotsky, derrotado caudillo de la Revolución rusa
quien expulso y perseguido no hallaba refugio alguno en el
mundo.
Trotsky, hombre de mucho talento y asombrosa laboriosidad,
llevó la hospitalidad de México con aparente respeto, aunque no
dejó de conspirar contra los directores del gobierno y partido de
la Unión de Repúblicas Soviéticas Socialistas, lo cual ocasionó
que aquéllos buscasen la manera de asesinarle, hecho que
ocurrió en Coyoacán, el 20 de agosto (1940).
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