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José C. Valades
HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA
TOMO QUINTO
CAPÍTULO 36 - POLÍTICA PRÁCTICA
NUEVO EXAMEN ECONÓMICO
Las innovaciones que introdujo el presidente Cárdenas, con el apoyo del partido cardenista, que con marcado gozo apoyó y aplaudió tales innovaciones, que proporcionaron un nuevo
matiz al Estado, dilatando sus esferas económica y política, de
manera que asociadas ambas el Estado tuvo todos los visos del
proteccionismo, tuvieron que producir efectos no únicamente
sobre el mundo oficial; también cerca de la vida popular, pero
con eminencia en la rural, de manera que esto todo hacía
determinante la marcha del Estado a un mundo burocrático y oclocrático.
En el orden político, ora porque el país comprendió los
requerimentos de un Estado fuerte como consecuencia de una
segunda época de la Revolución, puesto que no era posible la
consolidación de ésta sin una autoridad nacional, ora porque los
grupos selectos, convencidos de la inutilidad de sus luchas
contra la estabilidad de los gobiernos, prefirieron acomodarse en
los empleos y funciones públicos, el presidente Cárdenas pudo
asistir a la coronación de una obra iniciada por Obregón y Calles
y que se manifestaba como una jerarquía comprensible e indestructible.
No pudo decirse lo mismo de la economía. La temporada de
incertidumbres continuó al través del sexenio; ahora que el
general Cárdenas mantuvo una actitud impertérrita, pues daba
como únicos cimientos de la economía de México a las clases
ricas hacia las cuales sentía menosprecio. Esto, sin embargo, no
constituía el reflejo de la verdadera realidad; porque si ciertamente
la economía privada estaba dirigida por intereses ajenos y
también contrarios a las exageraciones estatistas del cardenismo,
también es exacto que la formación de una clase media, iniciada
al terminar las luchas armadas, quedó en un intermedio; pues
elevados los recursos de que disponía el Estado y los que vivían
y trabajaban en torno del Estado al auxilio de la población
rural, los pasos formativos de la clase media fueron muy cortos
y titubeantes.
Para un país dueño ya de una economía, la lucha de ideas o
partidos y los ensayos políticos o sociales más o menos novedosos,
no habrían ocasionado más que los males momentáneos
que traen consigo las acciones impensadas; pero en México a
donde las preocupaciones y ambiciones que suscitó la Guerra
Civil apenas estaban en el período de incubación, los sistemas
novadores, casi todos ajenos a la tradición nacional y a los
conceptos originales de la Revolución, tuvieron que ser causa de
depresiones económicas.
Esto todo, no fue obstáculo para que se detuviese el acrecentamiento del conjunto general de la riqueza del país; y ello
como probación de las leyes que determinan el progreso de
pueblos e individuos al margen de la vida fiscal y política del
Estado.
Al efecto, el desarrollo demográfico; la llegada al país de los ahorros mexicanos hechos en Estados Unidos por los emigrados
de los días revolucionarios, la incontenible vocación creadora de
la juventud que abandonaba los campos para acudir a las áreas
metropolitanas; la mayor capacidad de los consumidores nacionales;
las limitaciones populares y oficiales establecidas en el
norte y noroeste de la República a los giros mercantiles extranjeros
y la evolución orgánica que manda el determinismo social,
fueron los principales agentes de un desarrollo incesantes,
aunque paulatino, de la economía de México, que se hizo
manifiesto en el pequeño comercio de nacionalidad mexicana.
El número de establecimientos mercantiles, sin incluir los
ocasionales de los tianguis, ni los estacionarios en los mercados
públicos, ni los ambulantes, ascendió en 1939 a ciento noventa y
cinco mil ochocientos setenta y tres, representando un capital
de mil dieciocho millones de pesos. Tales comercios daban
empleo a trescientas ochenta y cinco mil ciento setenta y cinco
personas; y como a esto se añadían los doscientos veinte mil
individuos que vivían de comerciar en los mercados públicos, se
entenderá el valor alcanzado por los mexicanos en medio de los
intereses mercantiles.
Llegaron a servir al progreso de un comercio favorable al
desenvolvimiento de clase media dos agentes de la técnica de la
tercera década de nuestro siglo: el cinematógrafo y la radio.
Verdad es que la correspondencia nacional a esos dos ingenios
fue corta; pero la historia del desarrollo económico la llamó
substanciosa. La correspondencia no admitió comparación con
lo que durante los años que recorremos ocurrió en otros países;
porque la asistencia nacional a las salas de cine solamente
alcanzó (1939) a un diez por ciento de la población; a un ocho
la de radioescuchas.
Comparativamente, el progreso de la industria mexicana fue
menor al del comercio. Las cifras totales de la manufacturera no
adelantaron más de tres por ciento durante tal temporada, si son
cotejadas con las de 1924. Del total de fábricas y talleres que
existía en el país doscientos veintiún establecimientos eran de
hilados y tejidos de algodón, con ochocientos sesenta mil
husos, con un consumo de cincuenta mil toneladas de algodón,
produciendo trece mil toneladas de tela y empleando a cuarenta
mil individuos de ambos sexos.
Dentro de ese estado de cosas, tan incierto como de mera
mejoría orgánica, se halló la industria minera. La producción de
metales preciosos se manifestó con dos mil sesenta y tres
kilogramos de oro y doscientos setenta y un mil de plata; ahora
que la producción de minerales industriales, exceptuando la del
hierro, descendió.
El hierro mereció el interés del Estado. Cárdenas, en efecto,
con clarividencia advirtió la necesidad de organizar la siderurgia
nacional; y con excepcional pulso y sin poner restricciones a la
ayuda que podía proporcionar el Estado tanto en financiamientos
como en dispensas de impuestos aduanales, dio aliento a una
de hornos altos en Monclova, para aprovechar tanto los
yacimientos de carbón en Coahuila, como los de hierro en
Durango.
Ese espíritu de empresa del presidente Cárdenas tuvo tantas
irradiaciones en el país, que si de un lado sembró la idea de una
posible industrialización del país; de otro lado produjo la
denuncia de zonas carboníferas y ferruginosas, de manera que
intuitivamente se hizo la traza de un futuro técnico del país.
Pero a esos horizontes optimistas pronto respondían algunas
realidades económicas bien amargas para el país; y entre ellas la
conexiva a la condición monetaria, que sufrió una contracción
hacia la segunda mitad del sexenio de Cárdenas.
El hecho fue que los créditos sufrieron muchas mermas
provenientes de la desconfianza; y tanta, en efecto, fue ésta, que
ni siquiera fue posible atraer a los ahorradores hacia la inversión
en los hornos altos de Monclova, cuyo porvenir era incuestionable.
La escasez, pues, del dinero visible se acrecentó, haciendo
que el interés en las hipotecas urbanas ascendiese a 14.99 por
ciento de promedio anual.
De esta suerte, las inversiones en construcción de habitaciones, que siempre habían sido en las ciudad de México un
negocio de cuantía y de atractivo para el dinero pesimista,
sufrieron también una baja, dañándose por consiguiente las
operaciones de compra venta de inmuebles, que dentro del
Distrito Federal sólo alcanzaron, en 1938, a ciento setenta y
ocho millones de pesos.
Por todos esos motivos, que irradiaban sobre toda la República, el déficit de habitación se acrecentó en el país; fue casi
amenazante al bienestar social. Así, mientras en el estado de
Tlaxcala se registraron dieciocho mil trescientos setenta y un
jacales para ochenta y cuatro mil personas; en el de México,
trescientos veintiocho mil individuos vivían en jacales y en San
Luis Potosí, sesenta y cinco mil casas, en su mayoría de adobe
estaban destinadas a trescientas treinta y cuatro mil personas, en
tanto dentro del estado de Sinaloa, el promedio de almas por
casa de mampostería era de cinco.
Para el público ahorrador, que no sabía que hacer con su
dinero, la instauración de bancos llamados de capitalización,
que pronto tuvieron un gran atractivo por la eficaz propaganda
de su función bancaria a par de buena suerte, fue un pequeño
desahorro. Veintisiete millones de pesos entraron en rápida
circulación al través de los novedosos bancos.
Sin embargo, la inversión mayor en el país durante la
temporada que examinamos, y que mucho sirvió para acompasar
la circulación monetaria entre el proletariado, fue la
correspondiente al Estado. Así, el gobierno adquirió preeminencia
en la colocación de caudales para aplicaciones productivas.
Entre los años de 1935 a 1939, el Gobierno tomando dinero de
los ingresos normales del tesoro y de créditos extraordinarios
del Banco de México invirtió quinientos sesenta y un millones
de pesos que distribuyó en bancos semioficiales y oficiales,
ingenios azucareros, empresas hidraúlicas, ferrocarriles, aguas
potables y en otras aplicaciones improductivas.
Infortunadamente tales inversiones innovadoras con las
cuales el presidente Cárdenas quiso dar más realce a las sumas
gruesas, que a los resultados prácticos de aquel movimiento de
fondos extrapresupuestales, quedaron al margen de las informaciones precisas del Estado; pues como consecuencia de aquellas
primicias de una administración de Estado, se mezclaron los
valores gubernamentales con las aplicaciones crediticias de los
bancos oficiales, las obligaciones de presupuesto y las inversiones
recuperables.
Todo aquello que se manifestó en cifras de inversión por
sesenta y ocho millones de pesos para construcción de ferrocarriles
y ochenta y tres destinados a carreteras, constituye una
revolución dentro de la rutina administrativa, de manera que
también en presuposiciones se consideró que la deuda federal se
había acrecentado a mil trescientos cincuenta y siete millones
de pesos y que al monto de la deuda contraída por la Nación
con la expropiación petrolera, había que agregar doscientos
noventa y tres millones de pesos correspondientes al pago final
de la nacionalización de los ferrocarriles, cuyas deudas, en
firme, no pudieron ser totalmente contabilizadas.
A la vastedad de las cifras oficiales, se asociaron también los aumentos en los presupuestos de egresos, que durante el sexenio
que se estudia ascendieron a dos mil setecientos veinticuatro
millones de pesos; ahora que no estuvieron en la misma proporción
—y tal fue el resultado del comienzo de una centralización
fiscal que constituyó la base para la erección de un Estado
absorbente y centralizado— los ingresos y egresos de los estados,
que en 1937 daban idea de su significación con los tres millones
novecientos mil pesos de recaudaciones en Nuevo León y dos y
medio millones de pesos de los presupuestos en Hidalgo y Sinaloa.
Así, el forzamiento que hizo el Presidente con los valores y
bienes gubernamentales, llevado por el deseo de triunfar dentro
de una situación que, para explicarla, la llamó de justicia social
fue produciendo lenta, pero seguramente un ambiente de ánimo
y de cosas que, de no haber llegado al fin del período presidencial,
el país hubiese sufrido las consecuencias de aquellos
notables y generosos ensayos, que a la vez entrañaban graves
peligros para un país que apenas estaba integrando su ruralización;
y ello sin alterar su constitucionalidad, ni quebrantar las
instituciones, ni inventar sistemas específicos, ni aplicar las tesis
del Socialismo, sino solamente haciendo compatible un progreso
con otro progreso, a manera de hacer con todos aquellos una
evolución justamente orgánica.
Tal evolución, sin embargo, no estuvo exenta de momentos
angustiosos para la Nación y sociedad mexicanas, puesto que la
mayor parte de los intereses, movimientos y designios de la
comunidad nacional se vieron dentro de la vasta red de aquel
Estado preparatorio de una jerarquía constitucional por un
lado; de un presidencialismo absoluto, por otro lado.
Entre las angustias que padeció el pueblo estuvo la de un
incontenible aumento de precios y alquileres, que se hizo más
patente hacia mediados de 1939. Tales aumentos, en efecto,
empezaron a dañar profundamente a los filamentos más pobres
en las áreas metropolitanas; y ello a pesar de las disposiciones
proteccionistas del Gobierno.
Además como día a día era mayor la contracción crediticia,
más las importaciones, menos las exportaciones en razón de
nuevos gravámenes, muy incierta la producción y aumentados
los impuestos sobre la renta, el gobierno se vio obligado a
facultar al Banco de México para descontar certificados de
Tesorería y a abandonar, en vista de la presión ejercida sobre la
reserva monetaria, el tipo de cambio; también a establecer una
Junta Revisora encargada de restringir créditos e impedir el
aumento de la cartera en los bancos. De esta suerte, el tipo de
cambio sufrió no pocos vaivenes, hasta que el Banco de México
reanudó sus actividades de cambio al tipo de 4.99 por dólar,
quedando fija la reserva monetaria en treinta y dos y medio
millones de dólares.
Grandes fueron las vicisitudes financieras más que fiscales
por las que pasó el Estado durante los días que remiramos;
grandes asimismo, las amarguras y desazones que sufrió el país.
No con facilidad podía realizarse aquella evolución orgánica y creadora que constituyó el meollo del presidenciado de
Cárdenas. Aquellos ensayos del cardenismo más generosos que
pragmáticos; más optimistas que considerados, estaban llamados,
a despertar desconfianza entre la gente acomodada;
idealizaciones y apetitos entre los líderes del proletariado; y
aunque éstos representaban una gran mayoría popular, tampoco
podía ser despreciable la otra parte de la sociedad mexicana,
que era la minoría.
Ahora bien: en medio de aquella situación que nunca fue
caótica, como muy enfática y públicamente lo afirmaban los
adversarios del cardenismo, sino novedosa, noble y patriótica,
pues Cárdenas pretendía construir un mejoramiento mexicano
en cortos seis años de vida institucional; en medio de aquella
situación, sobresalieron dos personalidades. Una, la del propio
Cárdenas, quien con heroica perseverancia resistió, sin ejercer
violencias ni venganzas, el encuentro de una comunidad
azogada, todavía temerosa de nuevas luchas intestinas y sobre
todo de las consecuencias de éstas, que se creyó al borde de una
vida ajena a la tradición mexicana, por más que nunca se dudó
del patriotismo del Presidente. Otra, la del secretario de
Hacienda Eduardo Suárez, quien a pesar de los ímpetus, no
siempre normales y comprensivos del cardenismo, mantuvo el
equilibrio no sólo de aquel audaz embarnecimiento fiscal del
Estado, sino que manejó la hacienda pública con tanta disposición
de carácter y honorabilidad, que no obstante los afanes de
venturas presurosas a que dio lugar el progreso administrativo y
político de México, conservó inalterable la aplicación de los
fondos públicos.
Presentación de Omar Cortés Capítulo trigésimo sexto. Apartado 4 - Las lides internacionales Capítulo trigésimo sexto. Apartado 6 - Una revisión de ideas
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