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José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO QUINTO



CAPÍTULO 36 - POLÍTICA PRÁCTICA

UNA REVISIÓN DE IDEAS




Cuando el general Lázaro Cárdenas ejerció el último año del sexenio presidencial, pudo decirse que el país había escuchado, durante todo ese período una incesante propaganda del Socialismo marxista, que pronto, gracias a las actividades de los adalides Comunistas, sobresalió a la propaganda del Socialismo sin Marx, que había sido el tema anterior a aquel sexenio.

De las prensas oficiales, y de particulares subvencionadas por secretarías de Estado, salió un impreso tras de otro impreso, destinados todos a convencer al país de los bienes que podía otorgar el Socialismo de la escuela marxista-leninista. Además, si para convertir a la niñez al Marxismo no se hizo esfuerzo positivo alguno, pues el arma de la Escuela socialista fue meramente artificio de propaganda política, en cambio, para catequizar a la juventud y no irrumpir en la Universidad Nacional a donde el influjo del espiritualismo de Antonio Caso, la tradición liberal de Gabino Barreda y la estructura de moral cristiana que el rector Fernando Ocaranza dio a la Institución en tales días, el mundo oficial procedió a aumentar los subsidios a la Universidad Popular, gobernada por los marxistas presididos por el licenciado Vicente Lombardo Toledano. Salvóse así la Universidad Nacional de los efectos que el Socialismo marxista producía en esa temporada cardenista en la juventud literaria y política; porque como la propaganda leninista fue dirigida a censurar a la Revolución mexicana atribuyendo a ésta incapacidad para exterminar la pobreza económica a pesar de que los revolucionarios de México jamás pretendieron alcanzar tal quimera, las nuevas pléyades creyeron hallar el futuro bienestar de la República en el otorgamiento al Estado de todas las facultades físicas y humanas de la sociedad, de manera que la fundación y función de un Estado total empezaron a ser consideradas como un acontecimiento inevitable para el país.

Muy meritorio fue, pues, para el presidente Cárdenas haber excluido a la Universidad Nacional de influjo marxista-leninista; pues el hecho hubiese traído consigo el comienzo de una lucha social entre los estudiantes con perjuicio para el desarrollo de las profesionalidades que tanto requería el país en su desenvolvimiento técnico.

Esta idea de fortalecer tanto la enseñanza universitaria como la elemental y superior, constituyó un motivo invariable del presidente Cárdenas; y ello a pesar de los problemas en que se vio envuelta la escuela primaria en virtud del uso inadecuado que se dio a designación de educación socialista. Así, al final de 1939, el número de maestros de escuelas ascendió a cuarenta y cinco mil trescientos, de los cuales tres mil trescientos correspondían a planteles particulares; y en ese mismo año concurrieron a las escuelas oficiales un millón novecientos mil alumnos.

El presupuesto de la secretaría de Educación fue en ese mismo año de sesenta y cinco millones de pesos, es decir tres veces mayor al de la floreciente temporada vasconcelista, tres lustros anteriores a los días que estudiamos. También en los estados aumentaron los presupuestos para la enseñanza. En Veracruz, el gobernador Miguel Alemán destinó un millón doscientos mil pesos a tal objeto; el gobernador de Guanajuato Melchor Ortega, ochocientos ochenta y seis mil pesos.

Sólo la Universidad Nacional enflaqueció económicamente. Sus gastos en 1937 requirieron cuatro millones trescientos mil pesos, y debido a la cortedad de sus ingresos registró un déficit de dos millones ochocientos mil pesos; déficit que aumentó en los dos años siguientes, para alcanzar poco más de seis millones.

Ahora bien: si la Universidad quedó a salvo de la moda socialista, esto fue a cambio de la cortedad de subsidios que le otorgaba el Estado, que ahora, a manera de adular al proletariado y acrecentar la oclocracia, mandó fundar un instituto Politécnico, que dejando a su parte las funciones específicas del mismo, tuvo por objeto ser la fuente de la ilustración técnica para la juventud pobre de México.

Así, como el cardenismo no creyó en la Universidad ni el mundo popular en el Socialismo; y como entre tan desemejantes incomprensiones faltaba el punto de apoyo que hasta antes del sexenio era la Revolución, la pregunta qué es la Revolución volvió a ser el tema cotidiano, y con ello surgió la creencia de que se requeria una revisión de ideas revolucionarias, entendiéndose previamente que tan revolucionario era el pensar mexicano del Socialismo sin Marx, como el pensar sobre el Socialismo marxista.

Hacia los días que remiramos, debido a la anemia de las fuentes nacionales que vivieron agobiadas por la dominación extranjera al través del virreinato, poco es lo que se adelantó en el orden de la discusión y comprensión de ideas. Frente a los socialismos, ya mexicano, ya internacional, existió una barrera defensiva de las viejas culturas; pero esta defensa, representada, con los visos del clasicismo por Gabriel Méndez Planearte, Luis Cabrera, Salomón de la Selva, Alfonso Junco, Alejandro Quijano, Genaro Fernández MacGregor y Artemio de Valle Arizpe, se perdió en vaguedades, porque acercándose mucho a lo español se alejó demasiado de lo tradicional, de manera que no hizo fe de escuela ni llegó al alma del país.

Existió un segundo grupo ilustrado que, sin ser menos ni ser más que el anterior, emanó puesto que así lo señala su obra, de pensamientos versátiles y generalmente insustanciales. Este grupo es el que correspondió a una intelectualidad política o casi política, pero que yendo de un lado a otro lado no obedecía a determinada escuela, antes trató de dar forma a un eclecticismo, en ocasiones con mezclas del pasado y futuro. A tal agrupamiento, aunque sin hacer sociedad, correspondieron Carlos Pereyra y José Vasconcelos, Alfonso Reyes, Antonio Castro Leal, Nemesio García Naranjo y Martín Luis Guzmán.

De los primeros y los segundos, cuando se ha tratado de definir qué es la Revolución, han respondido Pereyra y Guzmán; Vasconcelos y Cabrera. Pereyra, con catilinarias enlazadas a sucesos de supuesta historicidad; Guzmán, con la novela extraordinariamente hazañosa, tejida en elegancias de lenguaje, pero dominada por los desengaños. Vasconcelos y Cabrera, en cambio, llevando la cabeza y cuerpo de la Revolución al análisis, si no científico, sí literario y racional; aunque ambos azogados por el pesimismo.

Sin embargo, a pesar de intentar el fondo de una lección humana y de una historia moral, ni el uno ni el otro advierte el meollo de la Revolución. No alcanzan a darle continuidad ni a marcar su evolución; y de esto se observa que tales políticos, no obstante que saben manejar las letras y dar tono y emoción de los parágrafos, cogen y examinan las materias al correr de los intereses y preocupaciones del momento, por lo cual, para las mentalidades que hacen la ley y la oscuridad del cardenismo, la Revolución fue un acontecimiento circunstancial. Había perdido, según tal concepto, la savia de sus impulsos y razones originales.

Y tan dependiente del tiempo y de los modos se hizo, en efecto, a esa Revolución que movilizó, ya a un lado, ya a otro lado a varios millones de individuos y que trasformó el interior y exterior de los mexicanos, que el general Francisco J. Múgica, consejero principal del general Cárdenas afirmó -no obstante lo contradictorio de los instrumentos— que el Himno Nacional y La Internacional eran cantos semejantes en lo referente a las reivindicaciones.

Tan confuso y también tan temeroso de discernir fue el hombre de esos días, que literatos como Samuel Ramos, relampagueando ideas, se dejaron seducir por aquel cercano imperio de extranjerismos que se opuso a hacer de la Revolución un círculo perfecto, puesto que pretendió adicionar -también subordinar— el gran acontecimiento mexicano al desarrollo del Socialismo marxista.

En la realidad, si el revisionismo de ideas no llega a fondo, puesto que continúan inéditas las fuentes del origen de la Revolución, sólo quedan incólumes dos culturas nacionales en las que no se ha hecho reparo, por parecer intrascendentes no obstante que fueron aliento patriótico y desahogo popular por muchos años. Tales culturas fueron la poética y la histórica.

Puede atribuirse a la primera el uso de muchas mieles. Así y todo, es innegable la existencia de una vida de pensamiento mexicano en el interior de la poesía de Enrique González Martínez y Ramón López Velarde, de Xavier Villaurrutia y José Gorostiza.

Irradiaron también pensamiento las obras jurídicas e históricas; aquéllas representadas por Roberto A. Esteva Ruiz, Agustín García López, Gabriel García Rojas y Antonio Martínez Báez; éstas hechas pasta en centros de estudio e investigación a par de publicaciones periódicas; ahora que esas manifestaciones de tan ilustres ciencias, se debieron a particulares o asociaciones de particulares. El Estado llegó a esos días para admitir congojosamente que no obstante los años transcurridos, no existía una verdadera preocupación oficial por la conservación y análisis de documentos, ora de la centuria del acontecimiento independiente, ora de los decenios revolucionarios. Tanto desestimó, en efecto, el Estado el cuidado y trato con las fuentes históricas, que el huertismo de 1913 halló siempre las puertas abiertas para dar explicaciones sin responsabilidad ni recato.

Al lado de los trabajos jurídicos e históricos y de las emociones que produjeron el redescubrimiento de Mariano Azuela como autor de la novela Los de Abajo y los trabajos literarios del misterioso Bruno Traven, en el horizonte de los altos estudios sólo se advirtieron fucilazos científicos: una asamblea de filólogos, la fundación de los institutos de antropología y psicopedagogía, un congreso llamado de plasmogenia y un renacimiento de propaganda esperantista; ahora que ya con magnitud de estudio y saber humanos, surgieron los adelantos en la ciencia médica, siendo los maestros en cirugía, el doctor Gustavo Baz; en gastroenterología Raoul Fournier; en cardiología, Ignacio Chávez.

Y si en las artes bellas, la música no tuvo (porque no pareció instrumento útil para engolosinar el ambiente de adulación al proletariado), como en otras épocas, un desarrollo evocador, en cambio, la pintura de partido, servilismo y chauvinismo, continuó manifestándose como azote implacable para los ricos y la religión, de donde se originó el afán de Clemente Orozco, para hacer más grotescas sus figuras y más fúnebres sus colores; de donde vino asimismo la poca originalidad de Diego Rivera, quien a pesar de ser maestro en dibujo, repitiéndose hasta producir hartazgo, sólo deformó a las personas y los acontecimientos históricos sin haber podido dar profundidad a sus pinturas y con ello valor humano. De esos días, la pintura en México hizo escuela de circunstancias; y con esto, en lugar de servir a un revisionismo de ideas que tanto requería el país, en medio de aquella segunda parte de la Revolución mexicana, fue útil a una moda que no sería perdurable y por lo mismo contraria a la inspiración creadora.

Grande, pues, fue el juego de ideas durante la temporada que remiramos. Poco, en cambio, lo sustancial.
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