Presentación de Omar Cortés | Capítulo trigésimo sexto. Apartado 6 - Una revisión de ideas | Capítulo trigésimo séptimo. Apartado 2 - Avila Camacho, presidente | Biblioteca Virtual Antorcha |
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José C. Valades
HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA
TOMO QUINTO
CAPÍTULO 37 - TREGUA POLÍTICA
LA SUCESIÓN DE CÁRDENAS
Con una calma de alta significación civíca, aunque sin ocultar sus recelos y temores de verse envuelto en una enésima conflagración doméstica, el país asistió a los acontecimientos políticos, sociales y económicos ideados y realizados durante el presidenciado del general Lázaro Cárdenas; y si permitió, no sin
desdoro para la respetabilidad de la República, la burla y deformación que el vulgo hizo de la figura del Jefe de Estado, esto
pareció a manera de trueque por las excentricidades en las que
muy a menudo incurrió el cardenismo.
Esa condición de tranquilidad observada en México al través
de los días referidos, estuvo siempre llamada a tener un límite
de tolerancia; y tal límite lo señaló idealmente el país en la
aplicación efectiva del Sufragio Universal; porque desaparecidos
los hombres de armas tomar; hecho un concepto práctico y preciso de la vida civil; excluida la violencia de la cotidianeidad
y surgida una generación que pensaba en la organización y fortalecimiento de una riqueza nacional privada, la Revolución,
que hacia los días anteriores a Cárdenas significaba guerra civil,
con el cardenismo se hizo correspondencia de una inspiración
creadora.
El propio gobierno cardenista, que en ocasiones pareció ser
un instrumento servil del Socialismo marxista, no fue, en el
fondo, más que una expresión, aunque desfigurada, de esa
vocación creadora que constituyó la más alta, ventajosa y menos
imperfecta etapa de la Revolución -quizás la etapa que podría
ser llamada de la Gran Revolución, tan elevada y manifiesta
representación de hombres, preocupaciones, clarividencias y literaturas vivieron en esos días de México.
Así, cuando a los comienzos de 1939, se suscitó la primera
interrogación acerca de la Sucesión presidencial de 1940, el
pueblo mexicano se convirtió en un enjambre de proclamaciones
civiles, políticas y electorales; y todavía bajo el sino de
los capitanes guerreros, el mundo popular se dedicó a buscar al
hombre que poseyese las virtudes cívicas para la presidenciabilidad con el deseo muy vehemente y firme de que fuese el
sucesor del general Cárdenas.
Esto no era tan fácil, porque los verdaderos capitanes guerreros que con sus hazañas de soldados o sus inspiraciones
políticas, habían dado tanto lustre a la Revolución y a la
República hasta universalizar aquélla y hacerla contribuyente de
los Derechos Humanos, o ya estaban muertos, o habían
aniquilado su vida física en la vejez, o en el apartamiento social,
o en el desinterés político. De toda aquella y memorable pléyade de revolucionarios que continuaba representando la edad guerrera e idealista de la Revolución, quedaba, dejando a su parte a quienes tenían
funciones o se hallaban cerca de las funciones del Estado, el
general Joaquín Amaro; pero éste era tan poco dúctil a los
imperativos de la política y a los móviles multitudinarios, que
no obstante su presidenciabilidad y los trabajos que en su favor
desarrollaba el partido llamado Revolucionario Anticomunista, -agrupamiento circunstancial— no alcanzaba la popularidad necesaria para una empresa electoral. El medio sufría del
sistema vicioso establecido por la demagogia, y por lo mismo,
una presidenciabilidad requería una anfictionía más propia a
una oclocracia que a una democracia.
Amaro poseía un talento huraño; y a su patriotismo desbordante asociaba una facilidad de entendimiento humano. Estaba
reñido con Cárdenas como consecuencia de la repartición de
tierras en La Laguna, y esto, no por ser contrario a los repartimientos
ejidales, sino porque como era hombre de mucho
método, le pareció que Cárdenas abusaba de su autoridad y que
el ejidismo al por mayor provocaría el fracaso moral y económico
de la Revolución.
Por sus ideales, honorabilidad y tradición, Amaro estaba
considerado como uno de los verdaderos herederos de la
Revolución; ahora que su modestia no le permitía brillar, por lo
cual prefirió, al acercarse las elecciones de 1940, apartarse del
escenario comicial. Además, Amaro ya no se hallaba, para la
nueva pléyade política, comprendido entre los individuos del
futuro. Para tal pléyade, los hombres de 1910, representaban un
pasado muerto y por lo mismo creía, con vanidad estólica, que la
verdadera Revolución empezaba con ella, con aquella pléyade.
Creyó asimismo que el sucesor de Cárdenas debería tener, sobre
las cualidades guerreras y políticas, un genio administrativo.
Entre tal progenie, que colateralmente exigía el espíritu de
empresa, se destacaban los generales Gildardo Magaña, Juan
Andreu Almazán, Francisco J. Múgica, Rafael Sánchez Tapia y
Manuel Avila Camacho; y aunque de los cinco sólo los tres
primeros correspondían a la tradición guerrera, los otros dos se
habían elevado en esfuerzos de categoría personal.
Múgica, Magaña, Avila Camacho y Sánchez Tapia aspiraban a
una Sucesión ensamblada y tranquila del partido de la Revolución.
Almazán, remiso en materia política, era tan ambicioso
como todas las empresas perseguidas y realizadas desde su
juventud. Gustaba asimismo de la popularidad; y como sabía
que durante el presidenciado cardenista el pueblo de México
había hecho muchos vapores antioficiales, consideró que él
podía ser el que acaudillara el descontento con lo cual, no sólo
ganaría popularidad, antes también abriría las puertas de un
triunfo electoral blanco y positivo.
Y esto a pesar de que había servido a grupos y partidos
antagónicos a la Revolución. Sin embargo, con una carrera
creadora y laboriosa creyó borrados una y muchas veces
aquellos puntos oscuros de su historia, como hombre de armas
tomar, puesto que se le permitió conservar un lugar distinguido
en los gobiernos de la Revolución a partir de 1920.
Enriquecido en negocios conexivos a obras públicas, pero
sin que los documentos consultados denoten deshonorabilidad
alguna, el general Almazán, como director de empresas, inauguró
al mismo tiempo de Abelardo L. Rodríguez, una época en la
economía nacional, en la cual se advirtió y se aceptó la necesidad
de fundar y desarrollar la riqueza privada.
Esta idea de Rodríguez y Almazán, no obstante que el
natural desenvolvimiento del país requería para su integración
económica la organización de un capital mexicano, conquistó
muchas y fuertes enemistades para ambos; pero mayores para
Almazán, a quien se tuvo como adversario del espíritu revolucionario
y del proletariado. Sin embargo, una parte selecta de
México admiró la desenvoltura de empresario que poseía
Almazán, y la llaneza con que realizaba sus proyectos, de
manera que fue de esa clase selecta, de la que surgió la presidenciabilidad de aquel general, a quien el acontecimiento llegó a
completar sus ambiciones.
De los otros candidatos, si Magaña tenía cualidades humanas
de alto valor, Múgica se significaba por ideas magnas y propias a
su audacia, en tanto Sánchez Tapia por su gran barniz de
cultura. A ninguno de los tres se le concedía aptitudes administrativas. Tales se las otorgaba Cárdenas al general Manuel Avila
Camacho, a quien el propio Cárdenas hizo candidato presidencial.
Este, aunque hijo de español y mexicana y por lo mismo
inhabilitado constitucionalmente para ser presidente de la
República, poseía innegables habilidades de hombre público. Su
actuación en la secretaría de Guerra, neutralizando a los viejos
soldados de la Revolución frente al influjo del callismo, dando
al ejército nacional un orden complementario; y en seguida su
pulso enérgico, pero prudente y conciliador, así como su trato
distinguido y afable, sirvieron para hacer olvidar su ascendencia
de sangre; y de esta suerte, pareció ser el más lógico heredero de
una situación que no podía continuar en los extremos políticos,
y que por lo mismo exigía un individuo ajeno a los radicalismos
por los que el país experimentaba molestia y repugnancia.
No era Avila Camacho persona con ilustración; pero
sustituía la cortedad de sus conocimientos con un macizo y
natural talento, que si no tenía disciplina para la reflexión, sí
tenía capacidad para la cautela. Poseía asimismo tal hombre, un
carácter entero de independencia conciliadora, por lo cual podía
llenar los huecos que, dentro de la conciencia nacional, iba a
dejar el general Cárdenas.
Un único conflicto se presentaba a la vista con la presidenciabilidad de Avila Camacho: la cortedad de éste para ser
popular, pues aparte de su escaso sentido de caudillo político, el
solo hecho de estar apoyado por Cárdenas, quien tantos enemigos
llevaba a la espalda, bastaba para hacerle impopular. Otro,
en cambio, era el caso de Almazán, quien se dispuso a ganar la
voluntad y simpatía de la gente enemistada con el mundo
oficial; y así, sin hacer distinción de clases, ni de partidos, ni de
intereses, agrupó en torno de él a individuos importantes en las
letras, artes, industria, banca, comercio y obrerismo; también a
personas correspondientes al clero, con lo cual, la lucha entre
los dos únicos candidatos, puesto que en esos días se retiraron
de la contienda los generales Magaña, Sánchez Tapia y Múgica,
tomó desde luego caracteres violentos.
Estos, sin embargo, dejaron de tener altavoces, debido a que
el presidente Cárdenas con el tino y parsimonia de un gobernante,
ofreció al país y particularmente al general Almazán, que las
elecciones serían libres y por lo tanto haría efectivo el Sufragio
Universal; y como la afirmación fue hecha de manera que no
dudaran Almazán ni el almazanismo, el mundo popular de
México empezó a dar mucho crédito a la palabra presidencial.
Otros, a pesar de aquella voz tranquilizadora, eran los
dispositivos del Gobierno; pues sabía Cárdenas, dado el tono
agresivo que empezaba a asomar en la campaña electoral, que el
almazanismo no sólo representaba un programa antagónico al
partido de la Revolución, sino también contrario a los principios
revolucionarios originales, de manera que consideró necesario
poner todos los medios, tanto para asegurar la paz del país,
como para evitar la frustración de las empresas del Estado
nacional.
En medio del torbellino electoral que produjo la rivalidad
entre los dos candidatos, el Presidente no dictó ninguna medida
pública ni privada llevada al objeto de burlar los comicios. No se
conoce, en efecto, ningún documento capaz de poner en duda
las rectitudes cívica y legal de Cárdenas; pero sí se conocen a
través de las fuentes oficiales, las órdenes que dio a fin de que
las autoridades civiles y militares estuviesen alertas para evitar
cualquier alteración del orden.
Así las cosas, llegado el 7 de julio (1940), día señalado por
la ley para las elecciones nacionales, los habitantes de las
ciudades se presentaron a las casillas espontánea y decididamente
dispuestos a votar por Almazán. El acontecimiento fue muy
particular, produciendo un extraordinario júbilo el acto comicial;
y esto con tantas alas, que el mundo oficial se sintió
desconcertado.
Tan numeroso y palmario fue el apoyo popular de las
ciudades a Almazán, que el general Avila Camacho estuvo a
punto de aceptar su derrota. El propio Presidente se hallaba
desazonado, y el partido de la Revolución, titubeante; pero en
esas horas de incertidumbre, el poder numérico y moral de la
población rural tan franca y abiertamente cardenista, había sido
olvidado; y tal poder se hizo patente en los arrestos de los
estados más campesinos, que pronto, bajo la dirección del licenciado
Miguel Alemán, jefe de la campaña ávilacamachista, se
dispusieron a manifestar su fuerza no sólo en cantidad, antes
también en violencia. No existían probaciones de que los
campesinos, hubiesen votado legalmente a Avila Camacho, pero
no había dudas políticas de que correspondían al candidato del
partido de la Revolución. Y no podía ser de otra manera,
máxime que Almazán regocijado y seguro de la simpatía casi
unánime de las ciudades, desdeñó, como hacen fe los documentos
de la época, a la clase rural que, de una manera que no era la
reglamentada, representaba el voto mayoritario manejado a
gusto e interés por el presidente Cárdenas.
Almazán, en franca inconformidad, puesto que los muñidores
del partido Revolucionario no tuvieron escrúpulos para dar
resultados electorales a su capricho, salió del país; y como
durante los trabajos de proselitismo advirtiera que se levantaría
en armas si el gobierno no hacía efectivo el Sufragio, los
almazanistas, en su mayoría novatos en política, creyeron que el
verbalismo electoral constituía el compromiso inquebrantable
del candidato, de acaudillar una guerra civil en pos de funciones
políticas y administrativas.
Así, mientras Almazán en Estados Unidos a donde se había
dirigido, huía de sus antiguos partidarios, éstos exigían, ya sin
eufemismo, que el propio Almazán se pusiese al frente de una
revuelta, sin considerar la grave responsabilidad de amenazar a
su patria con la violencia, sin el examen de los recursos de que
disponía el Estado nacional y sin apoyo de la clase rural, que en
cifras era el 71.8 por ciento de la población mexicana.
Tales exigencias, originaron, por un lado un brote sedicioso
en Monterrey que aniquiló, con marcada habilidad, el general
Miguel Henríquez Guzmán; de otro lado, la organización de un
supuesto gobierno almazanista acaudillado por el general Héctor
F. López a quien se dio el título de presidente interino.
Finalmente, el alzamiento de grupos almazanistas que pronto
rindieron sus armas. Todo esto quedó terminado no sólo por la agilidad con que
obró el Gobierno, antes también debido a que el general
Almazán, convencido de que no era factible ni patriótico
obedecer los designios de los apetitos, fue rompiendo los lazos
que de manera conminatoria llegaron a ponerle al cuello sus
principales colaboradores, mientras el Gobierno, ya vencidos los
temores que al general Avila Camacho le produjeron la tumultuosa y casi total manifestación de las ciudades contra el cardenismo, se fortaleció tan vigorosamente, que el Estado adquirió mayor dominio y preponderancia.
Terminó así, aunque en medio de ensordecedoras y precoces
críticas, el presidenciado del general Cárdenas, quien si es cierto
que dejó ingratos recuerdos, no por ello careció de entereza,
para establecer un nuevo sistema en la Sucesión presidencial,
conforme al cual, el Presidente saliente se hacía responsable
civil, pero austera y secretamente, de la designación de su
sucesor; sistema que si no corresponde con precisión a los
preceptos de una democracia constitucional, en cambio fija un
régimen de escalafón burocrático, frustrando las futuras
amenazas electorales para la paz, y barriendo la existencia de
límites en las facultades del Jefe de Estado; pues la aconstitucionalidad pareció más útil y muelle que las luchas intestinas.
A Cárdenas, seleccionando a su sucesor en la presidencia de
la República, debe la Nación mexicana, el hallazgo de un feliz y
fácil régimen político de Sucesión, para ahorrar sangre, intranquilidad
y dinero al país; ahora, que estando muy recientes las
subversiones de 1927 y 1929, se consideró que tal régimen de
Sucesión era transitorio; esto es adaptado como una medida de
emergencia, pero de ninguna manera como un sistema extra-constitucional, puesto que se entendía que al progreso del país
y de la nacionalidad y ciudadanía, correspondería un perfeccionamiento
institucional; y que por lo mismo la propia Nación
hallaría el camino para que la Sucesión dejara de ser un
problema de sangre y dinero.
Así y todo se debe al presidenciado cardenista que el feliz y
fácil hallazgo, se haya convertido más adelante en un condenable
instrumento contrario a las prácticas democráticas universales;
y que por lo mismo la Sucesión adquiriese los tintes del
peor de los vicios políticos.
Debióse también a las preocupaciones y disposiciones de
Cárdenas, la institución de los beneficios del Estado para un
inmenso número de individuos, con lo que dio fin a los
regímenes llamados de calidad. De esto se originó, para convertirse
en consuetudinario, el derecho absoluto de las mayorías
sobre las minorías; ahora que los recursos de la Nación no
siempre bastarían para hacer de esta doctrina una aplicación
sensata y efectiva.
Por último, el general Cárdenas totalizó la incorporación del
pueblo más pobre de México a la vida y necesidades del Estado,
de manera que la población rural, que anteriormente se sentía
exceptuada de los sucesos vitales del país, fue conducida a los
campos de la ambición política y social de la cual emergieron
hombres y prosperidades; aunque faltaron los pensamientos que
nunca deben escasear en las patrias, sobre todo cuando éstas no
corresponden a la potencia económica y política. Así quedó
sepultado el talento nacional, única defensa de un pueblo rural
y se dió vuelo al nacimiento de la mediocridad —mediocridad en
el Estado; mediocridad en la sociedad. De esto, es de lo que se
puede acusar al general Cárdenas.
Presentación de Omar Cortés Capítulo trigésimo sexto. Apartado 6 - Una revisión de ideas Capítulo trigésimo séptimo. Apartado 2 - Avila Camacho, presidente
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