Presentación de Omar CortésCapítulo trigésimo séptimo. Apartado 2 - Avila Camacho, presidenteCapítulo trigésimo octavo. Apartado 1 - La unidad nacional Biblioteca Virtual Antorcha

José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO QUINTO



CAPÍTULO 37 - TREGUA POLÍTICA

PANORAMA DE 1941




Cuando el general Manuel Avila Camacho inició su sexenio presidencial, la República mexicana tenía diecinueve millones seiscientos cincuenta y tres mil quinientos cincuenta y dos habitantes.

De tal suma, los agrupamientos humanos principales se hallaban en los estados de Guanajuato, México, Michoacán, Oaxaca, Puebla y Veracruz, cada uno de los cuales contaba con un millón o más de almas; ahora que la comarca más poblada, era la del Distrito Federal, con un millón setecientos cincuenta y siete mil quinientos treinta individuos, de ambos sexos.

Pero, así como existían grandes núcleos de población, que advertían el progreso demográfico del país, así también existían zonas, como los distritos norte y sur de Baja California y los estados de Campeche y Colima, que tenían menos de cien mil almas. Quintana Roo solamente poseía dieciocho mil setecientos cincuenta y siete habitantes, con lo cual enseñaba las escaseces de su suelo y pobladores; también el apartamiento de su vida.

Ahora bien: si esa cortedad de población en los lugares citados denunciaba las limitaciones a las que estaba obligada la gente que los habitaba, en cambio, el desarrollo demográfico en ocho estados del norte del país registró un aumento de doscientos diecinueve por ciento y advirtió un progreso incuestionable en tal parte de la República, dejándose ver cómo la inspiración creadora de la Revolución, había cambiado el rumbo de la vida nacional de la mesa central hacia el septentrión, puesto que en la altiplanicie, el crecimiento de la población sólo acusó un crecimiento de ochenta por ciento.

De este desenvolvimiento de la población mexicana, fijado en un aumento promedio de 43.5 de natalidad y un 23.3 de mortalidad por cada mil habitantes, que no consideró el sexenio administrativo y legislativo anterior, puesto que si primero limitó la inmigración -a excepción de la española—, y después quiso repatriar a los mexicanos residentes en Estados Unidos, y finalmente modificó los permisos de entrada a los refugiados hispanos; de ese desenvolvimiento demográfico, se dice, se originaron nuevas modalidades en la vida mexicana.

Una de las principales, en la cual no tuvo intervención el Estado, fue el decaecimiento de las lenguas nativas, de manera que el país iba perdiendo, sin tratar de evitarlo, los vestigios de la tradicionalidad indígena; porque en efecto, de tres millones setecientos cincuenta y un mil individuos que en 1865 sólo hablaban lenguas nativas, en 1940, únicamente quedaban un millón doscientos treinta y siete mil.

Esa suma de gente que no conocía el idioma español, y que en la superficie representaba ignorancia personal y rémora nacional, había sido durante cuatro siglos, el macizo y casi infranqueable muro defensivo de la mexicanía. Sin esa protección que la naturaleza dio a México con la conservación de lenguas propias, el país habría continuado, socialmente a manera de colonia, dentro de la cual se pierden o diluyen las características más notables de una mentalidad nacional, que sólo tiene manifestación universal en México, Centroamérica y otros pueblos de América del Sur.

Sin embargo, a esa gente que no hablaba español se la llamó indígena o india, y se atribuyó su pobreza, no a las miserias que proporciona una vida rural específicamente ruralizada, sino a la no adopción de una lengua invasora. Atribuyóse también su cortedad económica a la ignorancia; ahora que ésta fue muy a menudo confundida con el candor. Así, cuando un llamado chamula pidió al presidente Cárdenas un préstamo de sesenta y dos centavos, el hecho fue considerado como un acto de estupidez y no como un reflejo de ingenuidad rural. No tenía, pues, relación aquella petición sencilla y llana del chamula con la pobreza y pequeñez económica de la clase trabajadora que prestaba servicios en las fincas cafetaleras de Chiapas, a donde los peones recibían sus salarios en fichas de cobre y latón.

De esta suerte, la economía rural, a pesar de las empresas oficiales y agrarias, llevadas a cabo durante el sexenio cardenista, no había mejorado en el país: y la herencia que recibió Avila Camacho en este renglón de la economía nacional, no pudo ser más desfavorable, máxime que las estadísticas oficiales establecían que los recursos de la técnica del trabajo agrícola, estaba representada en ciento quince arados de acero y madera por cada mil hectáreas de tierras cultivadas.

No menor fue el legado de moral social que recibió el presidente Avüa Camacho. En efecto, un recuento del delito, señaló que el número de delincuentes, ya sentenciados, fue en la República, durante el año de 1939, de trece mil cuatrocientos nueve individuos, la mayoría condenados por abuso de confianza, fraude y estafa. Los homicidios en el Distrito Federal sumaron novecientos; y los coeficientes más bajos de personas conducidas a las oficinas de policía dieron un 27.6 por cada mil habitantes, en el estado de Campeche.

Dejó también el general Cárdenas, como herencia a Avila Camacho, la conclusión de obras de irrigación en las cuales era necesario invertir cuatrocientos setenta millones de pesos; y otros trescientos millones requerían los proyectos para la construcción de plantas hidroeléctricas y termoeléctricas. Además, la idea cardenista de organizar una economía burocrática y por lo mismo subsidiaria del Estado, a fin de que el propio Estado auxiliase al proletariado, motivó como se ha dicho, la fundación de empresas llamadas semioficiales. Entre éstas, la de candelilleros e ixtleros, que comprometía al gobierno de Avila Camacho con una inversión capaz de financiar la actividad laborable de ciento ochenta mil trabajadores.

De las industrias privadas, la de mayor desarrollo fue la apellidada de transformación, que estaba manifiesta con mil sesenta y dos establecimientos, en los que prestaban servicios ochenta y tres mil obreros.

No era, pues, el panorama económico nacional capaz de dar satisfacción a los mexicanos. El total de moneda circulante, representada en billetes, piezas contantes y sonantes y depósitos bancarios ascendía a mil ochocientos millones de pesos. Tenía el país, un sobregiro de ciento dieciocho millones de pesos, más un saldo anterior de cincuenta y un millones de pesos, que el Gobierno adeudaba al Banco de México.

Por otra parte, si los repartimientos de tierra se habían realizado sin traba alguna, los ejidatarios no daban respuesta estimulante a las necesidades de la producción, precio, trabajo y salario. El tema agrario recibió, en efecto, tantos auxilios oficiales que produjo un desnivel dentro de la producción general de México; y aunque todo esto no concedía razón al pesimismo, una remiración a tales días, advierte el escepticismo de la gente.

Además, el crédito exterior de México, siguió opuesto a las necesidades crecientes del país, de manera que si la vida marchaba en general normalmente, ello no se debía a la acción del Estado, sino a un natural desarrollo orgánico; también a la inspiración creadora de la Revolución, que no cesó de producir hombres e ideas.

No existió, ciertamente, agente humano que, bajo las condiciones de desconfianza que produjo el presidenciado cardenista, abandonase su responsabilidad social y doméstica; mas la ambición de los hombres no adquirió el poder y esplendor que aquellos años reclamaban, pues el mundo popular estaba ansioso de aprovechar la paz que el pulso y la tolerancia de Cárdenas, el cansancio y los desengaños del pasado, la organización de una edad nacional adulta y las conveniencias innatas a la Sociedad, habían dado a la Nación Mexicana. En efecto, México no ganó, en progreso físico y cultural, lo que pudo haber obtenido durante el presidenciado de Cárdenas.
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