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José C. Valades
HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA
TOMO QUINTO
CAPÍTULO 38 - SOSIEGO OFICIAL
PRELIMINARES DE LA GUERRA MUNDIAL
A partir de 1934, la política internacional de México, de hecho iniciada con la correspondencia mexicana a la Sociedad de las Naciones, tuvo las fases más disímiles, hecho que en su esencia, era explicable.
La diplomacia de México, acostumbrada como estaba a
concentrar todos sus asuntos en las relaciones con Estados
Unidos y Centro América; y en éstas, principalmente con
Guatemala, puesto que las misiones en Europa no tenían más
fin que lo conexivo a la presencia de México, carecía de escuela
y tradición, y por lo mismo era ajena a los grandes problemas
universales que se habían suscitado como consecuencia de la
Primera Guerra Mundial.
En efecto, los agentes diplomáticos mexicanos en los países
extranjeros, aunque ligados a la Revolución, no tenían preparación
conveniente y necesaria, y en muchos casos, su cultura de
origen no era la más apropiada para la función de su empleo
delegado. El propio representante de México en la Liga de las Naciones Francisco Castillo Nájera, no obstante su despejado y singular talento y su excepcional diligencia era, como médico y poeta, la antítesis de lo que se requería para una función de tal
categoría; y en igualdad de condiciones, como ya se ha dicho,
estaba el secretario de Relaciones ingeniero y general Eduardo
Hay.
Si a ese material humano, se agregan las actitudes desdeñosas
del general Cárdenas hacia la diplomacia y la política
exterior, se entenderá que el conducto nacional en el extranjero
no sólo era desfavorable, sino serpenteante. Tanto así, que
mientras Francia e Inglaterra firmaban un pacto de No intervención
en la Guerra Civil de España, empezada en julio de 1936, México, no obstante sus declaraciones y actuaciones pacifistas en el seno de la Liga de Naciones, tomó posición
beligerante, sin siquiera advertir que tal guerra, más que doméstica,
constituía el preliminar de una guerra europea o mundial.
México entró así, por ignorancia, en el gran juego bélico que
preparaba Alemania; y esto, llevado por el gobierno nacional en
las alas de un ideal romántico, del que estaban bien lejos las
potencias interesadas franca y abiertamente en las operaciones
militares que se desarrollaban en España.
En el torbellino de ese belicismo, al que no correspondía
una política internacional definida y sólo al capricho de ideas
circunstanciales, la diplomacia mexicana seguía, por otra parte,
aunque con discreción y decoro la corriente panamericana que
movía el gobierno de Estados Unidos, preparándose cautelosamente
a los sucesos que le llevarían los acontecimientos que en
Europa se hallaban a la vista del mundo.
De esto, se repite, no parecía darse por enterado el gobierno
de México, no obstante la organización de un ejército alemán
con todas las características del dominador, la invasión de
Austria (marzo, 1938), el fracaso de la conferencia de Munich
(septiembre, 1938), la función del Eje Berlín-Roma (mayo
1939) y la agresión nazi a Polonia (septiembre, 1939).
Así, aliado a un partido español de cuya existencia no sabía
el mundo popular mexicano, México asistía a los comienzos de
la Segunda Guerra Mundial, sin preparativo alguno, envuelto en
un aristocrático y desdeñoso alejamiento de los asuntos universales;
y esto, hasta el día en que fue decretada (octubre 1940) la
instrucción militar obligatoria; ahora que tal decreto, más
tendió a mediatizar las amenazantes actividades de los enemigos
de Estados Unidos que a cumplir con el compromiso belicista
adquirido en la aventura española; compromiso que contrarió
las proclamas neutralistas y pacifistas del propio Gobierno
nacional.
El decreto estableciendo la obligatoriedad de la instrucción
militar fue expedido cuando París estaba en poder de los
alemanes y éstos se presentaban amenazantes sobre Inglaterra;
cuando el Estado norteamericano hacía los preparativos para
entrar a la guerra; y uno de esos preparativos, cuya trascendencia
y compromiso envolvió a México, fue la Segunda reunión de
Consulta de ministro de Relaciones exteriores de los países
americanos, en La Habana (19 al 30 de septiembre, 1940),
convocada a petición de Estados Unidos, que se apoyó en la
iniciativa mexicana aprobada por la Primera reunión de
Consulta efectuada en Panamá (26 septiembre, 1939).
En ésta, y al igual de lo acontecido en la Sociedad de las Naciones, el secretario y general Hay hizo pública la disposición pacifista del Estado mexicano; y tal, mientras que en Europa los nazis avanzaban triunfalmente y todo hacía creer que las libertades universales quedarían ahogadas por el imperio político y militar de Adolfo Hitler. El general Hay, en efecto, apellidó
afortunado al Continente americano, afirmando que las
naciones de América no deberían tomar participación activa
en la guerra; y esto, se repite, cuando las actividades bélicas de
Estados Unidos, para defender las democracias, estaban en la
vecindad de México.
Así, otra sería la posición mexicana en la reunión de La
Habana; pues aquí, la delegación de México, presidida por el
licenciado Eduardo Suárez, no sólo ratificó un pacto de solidaridad
continental, sino que aprobó un compromiso de defensa
común, que constituyó, en la realidad, la antítesis del pacifismo.
En La Habana, enmendando juiciosa y discretamente su
emotiva política anterior, México ofreció poner al servicio de
la causa panamericana un definido propósito de intensa colaboración,
con lo cual en la realidad, correspondió a una alianza
sin declaración con Estados Unidos y los países centro y sud
americanos.
A esa alianza, sin declaración de tal, se la dio el carácter de unicidad panamericana; ahora que los documentos indican que
en propiedad se trataba de una unidad defensiva de Estados
Unidos, que se disponía a probar al mundo sus incontrastables
fuerzas militar e industrial.
La parte de este compromiso, en lo concerniente a México,
tuvo raíz tanto en los acuerdos de la junta de Cancilleres, como
en las empresas e ideas democráticas del embajador en
Wáshington Castillo Nájera, quien se había convertido, gracias a
la experiencia diplomática cobrada en Estados Unidos y a su
excepcional laboriosidad, en el consejero principal del presidente
Cárdenas.
En tan importante misión como estaba, Castillo Nájera
recalcó en el departamento de Estado en Wáshington, el interés
del gobierno mexicano, y específicamente del Presidente
Cárdenas, de cooperar con los Estados Unidos y con las demás
Repúblicas del Continente, de manera que el Gobierno de
México después de un pacifismo doctrinario, se asoció al belicismo
mundial del que no fue posible escapar a la mayoría de los
pueblos.
Así, llevado el Estado mexicano, al conocimiento y aceptación
de la existencia de una amenaza guerrera a el Continente,
hizo planes para emprender disposiciones militares continentales
concertadas, procediendo desde luego el propio Estado nacional
a construir en territorio de México aeródromos y bases
navales. Aceptó también el Gobierno, la organización de una
comisión de defensa militar mexicano-americana, lo cual constituía
el equivalente, aunque con voces políticas adecuadas, a
una alianza guerrera con países extranjeros.
Tales eran las funciones de la diplomacia mexicana, a las
cuales se agregó la gestión hecha al través del embajador en
Wáshington, a fin de que el gobierno de Inglaterra diese el
pasaporte comercial requerido por su legislación doméstica, para
lograr el transporte de la maquinaria que México tenía en
puertos de embarque italianos, españoles, holandeses y alemanes,
y que había sido adquirida en trueque con los países
citados, en los días anteriores a la guerra.
Todo lo explicado sumaba la política exterior de México,
cuando se inició el sexenio presidencial del general Avila
Camacho, y en los días que ya no se dudaba de que Estados
Unidos serían concurrentes a la Gran Guerra.
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