Presentación de Omar Cortés | Capítulo trigésimo octavo. Apartado 3 - Preliminares de la guerra mundial | Capítulo trigésimo nono. Apartado 1 - Consecuencias de la guerra | Biblioteca Virtual Antorcha |
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José C. Valades
HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA
TOMO QUINTO
CAPÍTULO 38 - SOSIEGO OFICIAL
MÉXICO EN LA GRAN GUERRA MUNDIAL
Uno de los primeros pasos del presidente Avila Camacho, llevados a embarnecer su Gobierno, fue el de iniciar una política exterior abrazando lealmente la causa de la Democracia. Pero para esto, se procedió a liquidar la improvisación y el
oportunismo que se habían dado a los asuntos con Estados
Unidos. Para tal tarea, de suyo delicada, Avila Camacho entregó
la cartera del Despacho de Relaciones al licenciado Ezequiel
Padilla, quien si sólo tenía una somera preparación diplomática,
le ayudaba, para servir eficazmente en aquella tan alta como
difícil función, lo definido y valiente de sus decisiones, lo distinguido de su porte, lo discreto de su ilustración y el brillo de su
inteligencia, fácil y vanidosa. Ahogábale, en cambio, su riqueza
personal, dentro de un medio proletarizado y mediocre, como
era el del postcardenismo.
Padilla empezó sus tareas en aquel ministerio que durante
tales días encerraba extraordinaria importancia para el país, suprimiendo el influjo que dentro de los asuntos exteriores de
México poseía el embajador Castillo Nájera, haciendo pública a
continuación, una política internacional de lealtad y asociación
hacia los pueblos democráticos. Además, Padilla delineó los
principios de una diplomacia fundada sobre una política de
llano entendimiento con Estados Unidos a fin de evitar los
excesos que, en las relaciones con los países extranjeros, suelen
llevar a condiciones compromisorias, generalmente adversas en
sus resultados a los intereses patrióticos de las naciones.
Para inaugurar esa política, tan contraria a la diplomacia
convencional y fortuita. Padilla halló el apoyo total de presidente
de la República, quien abundaba en las razones que exponía y guiaba su ministro, de manera que desde el comienzo del sexenio ávilacamachista, el país se sintió aliviado, no obstante el tradicional mito del antinorteamericanismo, con la normalidad que adquirieron las relaciones con Estados Unidos.
No desconocía Avila Camacho, al inaugurar esa política
exterior, lo inminente de una guerra mundial, y por lo tanto
advertía las obligaciones que tendría México, de ser parte dentro
de un estado bélico universal. Para lo mismo, dejó en condición
de preparativo cauteloso, que Padilla dirigiera directamente
las cada día más importantes relaciones con el gobierno de
Estados Unidos.
Al caso, el secretario Padilla hablaba con tanto énfasis de las solidaridad americana y de la defensa común del Continente,
que México empezó a expresar, casi con unanimidad, su
simpatía hacia la causa de las democracias; y esto, a pesar de
que los partidarios y propagandistas de Hitler, entre quienes
figuraban hombres tan significados en las letras nacionales como
José Vasconcelos y el Dr. Atl, no dejaban de sacudir al país,
incitando los sentimientos antinorteamericanos, tan fáciles de
hacer estallar como manifestación patriótica, haciéndose recordación
de la siempre condenable substracción de territorio
nacional, en 1847.
No dejaba el gobierno nacional, por otra parte, de dictar las
medidas más prudentes para acudir y cumplir a una acción de
asociación bélica con Estados Unidos y los pueblos centro y
sudamericanos. Al efecto. Avila Camacho dentro esas medidas
prudentes, decretó la incautación de los barcos de países beligerantes
surtos en puertos mexicanos; y casi simultáneamente a
tal medida precautoria, México y Estados Unidos firmaron (1°
de abril, 1941) un tratado para el uso militar recíproco de los
aeródromos de uno y otro país, lo cual de hecho equivalía a la
confirmación de la alianza de guerra sin declaración expresa,
con el pueblo y gobierno norteamericanos.
A continuación, el Gobierno de México autorizó la exportación
de productos estratégicos a los pueblos continentales, lo
cual significó un preliminar de guerra y concurrencia mexicana a
la misma.
Por su lado, el gobierno de Estados Unidos, en seguida de la
compra de los excedentes de plata que tenía México, y con lo
cual alivió la situación hacendaría y financiera del Estado, firmó
un convenio (25 noviembre, 1941), de acuerdo con el cual quedaron
consolidadas las deudas mexicanas por concepto de reclamaciones
generales, originadas, en su mayoría, por la Guerra
Civil. De esta manera, se realizaron los preliminares a las negociaciones para los primeros créditos del Banco de Exportaciones
e Importaciones, que constituyó la inicial cooperación
económica de Estados Unidos hacia los pueblos al sur del río
Bravo.
Abrió igualmente tal negociación, el camino para un nuevo
convenio con el Comité Internacional de Banqueros, consolidando
las deudas de 1922, en términos favorables al país, puesto
que ahora los débitos exteriores de México fueron liquidados a
razón de 4.85 pesos mexicanos por dólar.
La guerra, pues, se acercaba; ahora que en los compromisos
contraídos por México al través de las reuniones panamericanas,
no faltó el incentivo de las ventajas económicas para la República.
Por otra parte, dentro de las prevenciones bélicas del gobierno nacional no figuró la cooperación del ejército, debido a lo
cual, los instructivos para establecer el servicio militar, avanzaron
muy lentamente. La idea del Gobierno conforme a la cual
una concurrencia de México a la guerra se manifestaría en todas
las formas necesarias, menos en la de contribuir con sangre
mexicana, era definitiva; y esa decisión constituía, en la realidad,
lo único que sobresalía de la idealización pacifista del
general Cárdenas; idealización que en todos aspectos cuidaba
celosamente Avila Camacho, no tanto para corresponder a la
opinión pública que se mostraba huraña y aislacionista de las
determinaciones del Estado, cuanto a fin de complacer al ex
presidente y antiguo jefe.
De esta suerte, como Avila Camacho tenía resuelto no contribuir a la guerra con soldados mexicanos, quiso tener tan
apartado al ejército del teatro político nacional, que encargó de
la cartera de Guerra a un individuo ignorante y negligente como
era el general Pablo Macías. Ese propósito fue tan bien estudiado
y resuelto por Avila Camacho, que el presidente del
Congreso de la Unión, al contestar el mensaje presidencial del 1°
de septiembre del 1941, se vio obligado a no hacer referencia,
como era costumbre anual, a las gallardas y públicas preocupaciones
del ejército nacional.
Con muy buenos pasos, pues, caminaba el Presidente en la
dirección de aquella política conciliadora, cuando el domingo 7
de diciembre (1941) el militarismo japonés agredió violenta e
inesperadamente Pearl Harbor, con lo cual la guerra cruzó velozmente
los mares y se presentó a las playas del Continente
americano.
Ahora bien: como un ataque a un pueblo continental estaba
considerado previamente como una agresión a todos los países
del Continente, los sucesos de Pearl Harbor a los cuales se
sucedió la declaración de guerra de Estados Unidos a Japón,
cambió el pacifismo romántico de México en pacifismo beligerante;
y aunque el hecho no dejaba de ser contradictorio, el
presidente Avila Camacho obró con tanto valor y decisión, que
cuarenta y ocho horas después del asalto a la posesión
norteamericana del Pacífico, comunicó al país que estando en
guerra Estados Unidos y Japón, México cumpliría con sus compromisos,
en la defensa Continental.
A continuación, el Estado mexicano rompió sus relaciones
diplomáticas (11 de diciembre) con Alemania, Italia y Japón;
ahora que esto se llevó a cabo en medio del silencio un tanto
desdeñoso del mundo popular de México, que pareció siempre
seguro de que el poderío industrial y militar de Estados Unidos
acabaría con los ejércitos de Italia y Alemania.
Faltaba, sin embargo, explicar no sólo a México, sino al
Continente, el porqué de tan resuelta actitud de México; y al
efecto, el Presidente comisionó al secretario de Relaciones
Ezequiel Padilla, para que propusiese y concurriese a la misma,
una Tercera reunión de Consulta de cancilleres, en la cual, apenas
instalada en Río de Janeiro (15 enero, 1942), el ministro
mexicano, audaz e inteligentemente, se convirtió en el campeón
de la oratoria diplomática y política, e hizo de aquella asamblea
una junta con visos guerreros y financieros, dentro de la cual
sembró la doctrina de la solidaridad Continental y de una justicia
social que, comenzando por exigir la abolición del trabajo
barato, se dilataba para tentar las posibilidades de un bienestar
humano. Padilla ganó así, el galardón, un poco oportunista y
colaboracionista, para él mismo y para su patria.
Esto no obstante, los cancilleres reunidos en Río no pudieron
conducir sus empresas más allá de las limitaciones diplomáticas
y políticas ni sus acuerdos más adelante de las dos
reuniones anteriores; pues si enlazaron momentáneamente, con
mayor fuerza, el sistema interamericano, no fueron capaces de
fijar los instrumentos prácticos para desenvolver las necesidades
de defensa del Hemisferio Occidental.
Logróse, por otra parte, reunir en el panamericanismo a los
caudillos socialistas del Continente, quienes, no obstante su
pacifismo asociado al anticapitalismo elogiaron la junta de
cancilleres, aceptaron el inversionismo, la política llamada del
Buen Vecino y la guerra contra los regímenes totalitarios. El
temor a la dictadura nazi acercó a todos los hombres, aun a
aquellos que parecían estar animados por ideas estrafalarias y
por lo menos ajenas al sentido común. La acción bélica, siempre
detestable y brutal, convertida en realidad humana, obtuvo sin
discusión el bienacepto panamericano; y el gobierno de Avila
Camacho, ya sin reticencias, mandó integrar (12 de enero,
1942), la Comisión de defensa conjunta mexico-norteamericana.
De esta suerte, de día a día, y no tanto por los compromisos
continentales, cuanto por los errores de la diplomacia nazi,
México fue conducido al alma de la guerra; pues, en efecto, el
gobierno de Hitler, en seguida de pretender que México se
abstuviese de corresponder al sistema de las llamadas listas
negras y teniendo noticias de que la Cancillería mexicana
rechazaba los extraños designios, ordenó que el consulado
mexicano en París fuese clausurado, a lo cual repuso el presidente
Avila Camacho, mandando la cancelación del exequátur a
todos los cónsules alemanes en el país; y en ese estado de
tirantez se hallaban las relaciones de México con Alemania,
Italia y Japón, cuando el 13 de mayo (1942) un submarino
extracontinental, torpedeó y hundió en el Atlántico a un barco
cisterna de matrícula mexicana, que anterior al 1940, navegaba
con el nombre Lucifer y correspondía a la marina italiana, pero que estaba incautado desde 1941.
Como consecuencia de tal suceso, que ocasionó pérdida de
vidas connacionales, la Cancillería mexicana formuló una
protesta a los Estados totalitarios, entregada a éstos por medio
de las representaciones diplomáticas de Suecia que se habían
hecho cargo de los intereses mexicanos en Alemania, Italia
Japón.
México, al dirigirse a los países totalitarios, dio a éstos un plazo de siete días a partir del 14 de mayo, para que la Nación
agresora diese una satisfacción completa"; pero el plazo no
fenecía, cuando el buque-tanque ex italiano Faja de Oro, fue también torpeado y hundido (20 de mayo), por lo cual el
Gobierno nacional, después de una reunión de secretarios de
Estado, resolvió declarar la existencia de un estado de guerra
-dice el acuerdo— entre nuestro país y Alemania, Italia y Japón.
Tuvo tal declaración, los visos de la timidez y ambigüedad,
que no se compaginaba con el espíritu de vehemencia belicista
del Canciller mexicano; aunque se comprendió que con ese
proceder se amortiguaba el golpe al pacifismo del general
Cárdenas, y envolvía entre suaves pliegues, un acontecimiento a
cuya concurrencia había repugnado México pública y resueltamente.
Tan fuera de los preceptos de las guerras estuvo la declaración, que el propio Avila Camacho se vio obligado a dar una
explicación al Congreso de la Unión (mayo 28); ahora que el
hecho era que México se hallaba en el vértigo de una guerra
universal, aunque sin la contribución de hombres armados, no
obstante que desde esa hora estaba amenazado por el ataque de
los beligerantes, y ello sin que el país tuviese organizada un solo
reducto defensivo ni una verdadera organización militar.
De esta suerte, el mundo popular consideró que aquella
declaración, no obstante que mucho comprometía a la Nación,
era mera materia alegórica para sólo cumplir una obligación con
una República tan poderosa como Estados Unidos.
Pero si no se tomaron providencias de defensa bélica, en
cambio, el Estado procedió a la incautación (11 junio, 1942), de
doscientas cincuenta y ocho negociaciones italianas, alemanas y
japonesas que operaban en suelo nacional y que representaban
un capital de ciento seis millones de pesos.
Ahora bien: el Gobierno, como se ha dicho, rehusó dar un
ejército de sangre, para la guerra; pero procedió a proporcionar
a Estados Unidos —y únicamente a Estados Unidos— un ejército
de brazos, con lo cual, si ciertamente no se minoraba la responsabilidad guerrera de un pueblo pacifista como México, sí se
disfrazaba la concurrencia nacional a una alianza virtual con
Estados Unidos.
El ejército de brazos mexicanos empezó a ser alistado,
aunque con un trato (22 de mayo) previo, conforme al cual, los
trabajadores de México no podrían ser consignados a las filas
militares de Estados Unidos; ahora que ya en este tren, Avila
Camacho decretó que no sería pérdida de nacionalidad, el alta
de los connacionales residentes en suelo norteamericano en las
líneas beligerantes de la nación vecina. Decretó asimismo, la
organización de zonas militares especiales en la República; y
autorizó la expedición de Bonos de la Defensa por valor de
doscientos millones de pesos. Finalmente, el 1° de septiembre
(1942) nombró al general Lázaro Cárdenas secretario de la
Defensa.
Este, en efecto, se entregó, con su acostumbrado espíritu de
empresa a los quehaceres de la beligerancia, que ya había
iniciado como jefe de zona militar en Baja California, a donde se
opuso, con el deber que las patrias imponen a sus nacionales, a
la intrusión de oficiales norteamericanos en las instalaciones
militares de México; ahora que no dependió de esa patriótica
actitud de Cárdenas en Baja California, el que Avila Camacho le
hubiese llamado a colaborar cerca de él.
Un motivo mayor, que lidiaba con la tranquilidad nacional,
obligó al Presidente a requerir los servicios de Cárdenas en el
ministerio de la Defensa. Al efecto, como consecuencia de la
aplicación de ley del Servicio Militar que entró en vigor el 8 de
septiembre (1942), grupos campesinos, temerosos de ser
tomados de leva, empezaron a abandonar los pueblos y a remontarse
en actitud reservada; y como se temió que de tal proceder
se desprendiese una resolución levantisca. Avila Camacho, con
sentido común, consideró que el hombre capaz de apaciguar los
ánimos del pueblo rural, era el general Cárdenas; también el más
apto para convencer a los campesinos de que la juventud se
alistara en la reserva del ejército nacional.
Cárdenas, ciertamente, logró en pocos días tender las redes
de la confianza sobre la clase campesina, y sólo quedó en el
campo de la rebeldía negativa, la Unión Nacional Sinarquista, que faltando a los deberes patrióticos de aquella horas, propalaba las especies más desventuradas, con las cuales estimuló pequeños y anémicos alzamientos en las zonas rurales.
Así y todo, en medio de temores y hurañeces, cuatro meses
después de haber entrado en vigor la ley del Servicio Militar, la
juventud campesina empezó a presentarse en los lugares de
instrucción y acantonamiento. La presencia de Cárdenas en el
ministerio de la Defensa, sirvió para apaciguar los ánimos del
pueblo rural.
Presentación de Omar Cortés Capítulo trigésimo octavo. Apartado 3 - Preliminares de la guerra mundial Capítulo trigésimo nono. Apartado 1 - Consecuencias de la guerra
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