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José C. Valades
HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA
TOMO QUINTO
CAPÍTULO 39 - POSGUERRA
LAS ÁREAS METROPOLITANAS
El desarrollo de las áreas metropolitanas, observado hacia 1930, principalmente en Monterrey, Guadalajara, Veracruz, Mexicali, León, Torreón y México, cobró más auge e importancia desde los comienzos de la Segunda Guerra Mundial. El
temor, llevado maliciosamente al seno de la ingenuidad campesina,
a una leva general obligada por las necesidades de la
conflagración y en cumplimiento de la ley del Servicio Militar,
produjo una gran emigración rural, que en algunos pueblos
adquirió los caracteres de éxodo.
Además, los progresos del salario, siempre muy atractivos
para la gente de trabajo, registrados en las zonas urbanas,
acompañado de un crecimiento fabril que demandó un
incesante aumento de brazos, fueron verdaderos incentivos para
el embarnecimiento de las áreas metropolitanas.
Influyeron asimismo para tal desenvolvimiento, las inversiones que, ya en industrias, ya en bancos, ya en sociedades
mercantiles, hicieron los capitales extranjeros aislados en
México a los cuales se asociaron en muy importantes empresas,
los fondos que los emigrados españoles habían introducido al
país.
Por otra parte, las propias zonas agrícolas a donde el
maquinismo se presentaba batallador, empezaron a ayuntarse a
los grandes centros de población como Ciudad Obregón,
Mexicali, Culiacán, Matamoros, Hermosillo y Mochis.
Sin embargo, ninguna de las áreas urbanas alcanzó, tanta
fortuna, durante los días que remiramos, como la capital de la
República; pues entregada a la diligencia y previsión del licenciado
Javier Rojo Gómez, éste inició una extraordinaria era de
proyectismos que se reflejó en la realización de obras públicas.
Rojo Gómez, sin preparación en el gobierno y administración
de una metrópoli, que por razones migratorias comarcales
crecía sin número ni método, era ajeno a las ideas de urbanización,
por lo cual empezó sus tareas como jefe del departamento
del Distrito, con obras de carácter espectacular,
permitiendo, sin limitaciones, no sólo que la capital perdiera su
principal agrupamiento arquitectónico, que no obstante su
afrancesamiento poseía una dosis de propiedad nacional, sino
que también toleró el desenvolvimiento de barrios o colonias,
hechos al capricho e interés de empresas urbanizadoras, de
manera que la ciudad de México perdió la unidad de su origen,
máxime que a las excepcionales tareas de Rojo Gómez, se
agregó la ampliación y apertura de calles que no correspondían,
en rigor, a un verdadero orden urbanístico.
Como por otro lado, y en consonancia con los proyectos y
actividades de Rojo Gómez, los capitales asilados en el país
procuraban hacer inversiones en bienes raíces, los precios de la
propiedad tuvieron un ascenso vertiginoso, principalmente en
los barrios comerciales y residenciales, sirviendo todo esto a
grandes promociones de la industria de construcción, que se
convirtió en la primera del género industrial dentro del Distrito
Federal; ahora que con esto último, se originó una especulación
sin límites en las artes de la compraventa; y la ciudad continuó
afeándose con construcciones sin gusto, de fábrica improvisada
y hechas para el mejor aprovechamiento de capitales.
Tan pobre y antisocial fue la construcción de viviendas que
para justificarla, se le dio el nombre de funcional, de manera
que con ello, los propietarios de inmuebles pudieron establecer
una pauta mínima rental de doce por ciento anual, que constituyó
uno de los réditos de inversión mayores en el Continente
americano.
El beneficio que los inversionistas obtuvieron con este tipo
de fabricaciones, aumentó el número de licencias para construcciones,
que en un solo año (1944) acusaron una inversión de
ciento cincuenta y nueve millones de pesos, sobresaliendo en
tales construcciones, los inmuebles destinados a viviendas para
personas de clase media, lo cual indicó cómo y cuánto embarnecía
esta clase social tan desenvuelta como consecuencia de la
Revolución.
Dentro del progreso de la área metropolitana, las autoridades
del Distrito tuvieron que lidiar con grandes problemas;
pero sobre todo con el de la escasez de agua potable, por lo cual
entró en vías de trabajo la introducción de las aguas provenientes
del río Lerma; ahora que no se calculó previamente, si tal
abastecimiento era regular y bastante para el fin de las grandes
obras que con señalado empeño empezó Rojo Gómez.
Un segundo problema fue el del gradual hundimiento de la
ciudad de México a causa de la inestabilidad del subsuelo; pero
sobre la materia, el departamento del Distrito, dejó que el
capítulo se desarrollara de acuerdo con la iniciativa y capacidad
de los particulares.
Mayor que los anteriores asuntos, fue el azogamiento en que
vivieron los habitantes de la ciudad de México a partir de 1943,
debido a un incontenible aumento de precios para los artículos
alimenticios. Hasta 1944, todos los esfuerzos del gobierno
nacional, incluyendo la importación de trigo, grasas y frijol, la
congelación de alquileres y tarifas de carga en los ferrocarriles
Nacionales y las disposiciones para castigar a los infractores de
la ley de precios oficiales, resultaron insuficientes para detener
la llamada alza.
En estas condiciones, el presidente Avila Camacho endosó
tan delicada condición (26 octubre, 1944) al jefe del Departamento
del Distrito, a quien se autorizó para reglar los precios de
ventas al mayoreo y menudeo de artículos comestibles. Sin embargo,
no estaba en manos de Rojo Gómez obtener resultados
del acuerdo presidencial. Las causas de aquellas alzas no dependían
de la falta de decretos, sino del crecimiento urbano, por
una parte; de la fuga de brazos, por otra parte. Además, las
nuevas comarcas agrícolas abiertas a los cultivos como consecuencia
de los sistemas de riego y del desarrollo ejidal, en vez de
dedicarse a la siembra de productos destinados al consumo
doméstico, emprendieron una veloz carrera para obtener los altos
rendimientos de que gozaron durante la guerra los artículos
exportables.
Esto último, orilló a los gobiernos de Sinaloa, Sonora,
Tamaulipas, San Luis Potosí y Jalisco a decretar la obligación de
los agricultores, para destinar cuando menos el veinte por ciento
de las áreas de cultivo a la siembra de maíz y frijol, de lo cual
tampoco se conocieron ventajas para la alimentación nacional,
debido a que la emigración, cada vez mayor, de braceros a Estados
Unidos, mermaba el número de trabajadores del campo en
México.
Sin embargo, el crecimiento de la metrópoli que con la guerra
mundial llegó a su más alto nivel, se acopló al fortalecimiento
del Gobierno; pues si ciertamente la anemia oficial
había sido vencida desde años anteriores, la autoridad nacional
sobre los estados de la República, después de los ensayos de
democracia electoral realizados por la Revolución, no fue definitiva
sino durante el sexenio de Avila Camacho. Con éste se
inició la organización de un aparato electoral que, sin lesionar
aparentemente el principio del Sufragio Universal, sirvió a la
neutralización del propio Sufragio.
Al efecto, las promociones para una ley de partidos políticos, así como a fin de establecer un consejo electoral, no fueron
más que el reflejo de las características que se advertían en la
organización de una ciudadanía mexicana a la que no había sido
posible darle cuerpo dentro de una masa rural, cuya población
activa correspondía al setenta y tres por ciento de la población
mexicana.
Así, la guerra mundial, trayendo entre sus consecuencias
para México el desarrollo de las áreas metropolitanas, fue el
comienzo de una era de industrialización y movimiento de capitales
extranjeros; y habiendo ascendido la producción manufacturera
a un veinticinco por ciento sobre los agropecuarios que
habían constituido el dorso de la economía de México, el
Gobierno, expeditado gracias al talento político del secretario
Alemán tuvo oportunidad para abrir una nueva etapa política
aplicada a los negocios electorales. Los resultados, pues, de este
fenómeno, llevaron al país a otros estados en el orden civil.
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