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José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO QUINTO



CAPÍTULO 39 - POSGUERRA

LA VICTORIA ALIADA




Desde la expedición de la ley del servicio militar obligatorio y la declaración oficial sobre el estado de guerra entre México y Alemania, Italia y Japón, la Unión Nacional Sinrquista que en ocasiones era una manifestación de la masa popular más pobre e ignorante; que en otras ocasiones representaba una idiosincrasia política inficionada de fanatismo, pretendió significarse como un partido de oposición al Gobierno; y aunque al sinarquismo no le faltaban medios ni simpatías, para reunir grandes asambleas y disponer aparatosas procesiones callejeras, sus caudillos olvidaron dentro de sus disposiciones, que para impugnar los actos e ideas del Gobierno se requería talento; y como de talento eran ayunos tales caudillos, y por lo mismo la Unión Sinarquista, nacida en el pecado de no saber el porqué de su apellido, sólo era reflejo de una pobre mentalidad ranchera y pueblerina, no pudo organizar un cuerpo directivo del valimiento social o político.

Esto no obstante, mantenía un estado de sobresalto entre la masa rural, provocando dudas tras dudas sobre supuestas movilizaciones militares de México como contribución nacional a la guerra mundial.

De esta tarea, tan falsa como antipatriótica, los paladines del sinarquismo sembraron no pocos temores dentro del Gobierno, a pesar de que éste tradicionalmente, en épocas de paz, hostilizaba a las parcialidades contrarias a la Revolución; y ahora, en comprometidos días para la República, no sólo permitía los progresos organizados que el sinarquismo realizaba entre la multitud ignorante del campo, sino que seguía una política de disimulo hacia las actividades venenosas y antibizarras que realizaba tal partido contra el reclutamiento y los compromisos que el país tenía contraídos tanto internacionalmente como con sus propias doctrinas de libertad.

Esa actitud de encubrimiento que seguían las altas autoridades de México, servía para justificar la inexistencia de una política antimilitar que de otra manera hubiese sido incompatible con la lealtad y gravedad que contraen los Estados en sus tratos con otros Estados. De esta suerte, esto es, tolerando las sublevaciones auspiciadas por el sinarquismo, parecía como si existiese un partido pacifista que, apoderado del aparato militar de México, podía justificar la no contribución de sangre mexicana para la guerra, a pesar de que el país garantizaba sus libertades y bienestar con la sangre de otras nacionalidades.

El general Cárdenas, quien como se ha dicho, fue llamado a la cartera de la Defensa, precisamente para que a su influjo el mundo rural de México tuviese confianza en el Gobierno, daba la idea de ser el principal agente del disimulo hacia las actividades del sinarquismo. Así, como la guerra se prolongaba y todo estaba encaminado al envío de soldados mexicanos bajo la bandera mexicana a los campos de batalla, para evitar que los connacionales reclutados en Estados Unidos marchasen a los frentes sirviendo a un país extranjero, el general Cárdenas hizo públicas declaraciones sobre el abstencionismo beligerante de México; ahora que un mes después, la correspondencia nacional al decoro de sus compromisos y a la obligación de defender las libertades, hicieron que las afirmaciones de Cárdenas quedasen destruidas porque, en efecto, el Estado nacional mandó un escuadrón aéreo mexicano a las islas Filipinas.

Y en tanto llegaba el día de la contribución efectiva de México a la causa de la libertad universal y de la solidaridad americana las relaciones entre México y Estados Unidos se acrecentaban, en el orden del beneficio mutuo.

Continuaba guiando tales disposiciones del entendimiento exterior, tan necesario para el progreso de las naciones y sobre todo para el desarrollo del espíritu del mutuo apoyo humano, el secretario de Relaciones Ezequiel Padilla, quien a pesar de que en ocasiones era una yuxtaposición de lirismo, había ganado, y con razón y justicia, el mérito Continental, por la rectitud con que llevaba una política de guerra sin guerra; y gracias a tal mérito México halló un camino expedito no solamente para obtener ventajas en sus tratos con Estados Unidos, sino para evitar cualquiera duda del aliado norteamericano, que hubiese inclinado a éste hacia el dictado de medidas de defensa militar en los puntos que, sin corresponder precisamente al suelo mexicano, tenían gran contigüidad con la vida de México.

A ese anchuroso campo de una diplomacia patriótica, honorable y sobre todo sin eufemismos, correspondió el arreglo sobre las aguas internacionales (febrero, 1944) que sirvió a la transformación agrícola del norte de Baja California; correspondió asimismo, la concurrencia sobresaliente de México a la conferencia monetaria y financiera de Bretton Woods (julio, 1944), de la que no sólo emanó el Fondo Monetario Internacional, sino que constituyó el preliminar de las Naciones Unidas.

Ahora bien: si en Bretton Woods, México únicamente fue parte, aunque trascendente, de los grandes intereses angloamericanos, ahora Padilla llevando a proposición y jerarquía continentales un tema específico de propaganda bélica, como era el de pretender arreglar en plena conflagración, los problemas de la posguerra pudo hacer gracias a su recia política internacional, que se reuniera en México una conferencia que se suponía capaz de hacer una organización panamericana de la nueva paz, y en la cual, desde su origen, campearon un sin número de idealizaciones, aunque todas alimentadas por los más generosos propósitos humanos.

En efecto, tanto era el deseo de festejar la victoria aliada que ya se vislumbraba en Europa, que los países continentales se reunieron (febrero, 1945) en Chapultepec, firmando una Acta en la cual, hecha incuestionable realidad, se instituyó un sistema interamericano, que si denotaba tibieza en lo que se refería al establecimiento de los instrumentos convenientes o necesarios para su efectividad, no por eso dejó de ser una Carta, que además de servir a la solidaridad americana, abrió nuevos caminos a la diplomacia inaugurada por la República desde el primer día del sexenio del general Avila Camacho, así como esbozó la posibilidad de un parlamento panamericano, que si ofrecía los peligros de las asambleas deliberantes, no por ello perdía valor como magno ensayo de una asociación de democracias continentales.

Por otra parte, la Conferencia de Chapultepec fue aprobada con habilidad por la diplomacia de Estados Unidos, que después de Bretton Woods, y acercándose la reunión de San Francisco, pudo presentar a los países europeos y asiáticos un agrupamiento de mucha solidez en torno al propio Estados Unidos.

De esta suerte, la proeza imaginativa y también palmaria del gobierno de Avila Camacho, fue útil a una hazaña diplomática de la Casa Blanca, que muy a menudo sustituyó en sus tratos con México el genio de sus leyes e instituciones con un pragmatismo pedestre.

Así y todo, es difícil hallar en la política del gobierno de Wáshington, durante los últimos meses de la Gran Guerra, otro acontecimiento más vigoroso y definido que aquel en el cual después de los primeros síntomas de disidencia en la Conferencia de Yalta (febrero de 1945), los veinte Estados americanos, unidos a la política internacional de Estados Unidos, fueron los determinantes, dentro de un total de cuarenta y siete naciones, para la aprobación de la Carta constituyente de Naciones Unidas.

Esto no obstante, y en el círculo de la portentosa lucha que se iniciaba entre la Unión de Repúblicas Socialistas y Estados Unidos, las voces de México y de las Repúblicas Centro y Sudamericanas se fueron apagando, tanto así, que en el anuncio hecho por Avila Camacho ante el Congreso sobre la victoria Aliada, la palabra presidencial fue tan débil, que pareció como si existiese un arrepentimiento nacional por la correspondencia del país a la defensa de las libertades universales.
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