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José C. Valades
HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA
TOMO QUINTO
CAPÍTULO 39 - POSGUERRA
ÚLTIMAS CONSECUENCIAS DE LA GUERRA
La Segunda Guerra Mundial trajo a México, como ya se ha dicho, los capitales migratorios y de ventura connaturales a las conflagraciones, e hizo familiar el dólar.
Dos motivos concurrieron a realizar este último fenómeno.
Uno, que habiendo estado casi en suspenso las compras en el
extranjero, el país no tuvo exportación de dólares. Otro, que
hallándose en Estados Unidos un gran ejército de braceros
mexicanos, éstos hacían ingresar a su patria sumas que tuvieron
(1944) un promedio semanal de dos millones de dólares.
Además, las exportaciones de primeras materias mexicanas
acrecentadas desde los días que siguieron a Pearl Harbor,
proporcionaron a México un fuerte ingreso de dólares. Sólo por
concepto de ventas de cinc, plata, oro y plomo, las entradas
ascendieron a quinientos sesenta y nueve millones de pesos. Las
ventas de henequén durante tres años (1942-1944) sobrepasaron
a doscientos millones de pesos; y en 1944, las exportaciones de
cueros de res a Estados Unidos, sumaron cinco millones de
kilogramos. El total de las ventas al exterior fue de mil ciento
sesenta y nueve millones de pesos.
El desarrollo de materias exportables se reflejó en el
aumento de las reservas de oro y divisas del Banco de México,
que montaron a mil trescientos ochenta y dos millones de pesos;
y los depósitos y obligaciones en los bancos del país, alcanzaron
la suma de dos mil millones de pesos.
Agregáronse a esta prosperidad, los créditos que el Banco de
Exportaciones e Importaciones otorgó al Gobierno de México;
créditos que durante el sexenio de Avila Camacho fueron de
noventa y tres millones de dólares.
Gracias a ese desenvolvimiento en las exportaciones, depósitos y reservas, los créditos bancarios particulares aumentaron
durante la segunda mitad del sexenio dicho, en un cuarenta por
ciento; y también un progreso se observó en las instituciones
crediticias oficiales, puesto que solamente entre los Bancos
Ejidal y Agrícola, fueron prestados en 1945, cuarenta y cuatro
millones de pesos.
En esta historia sobre el desarrollo económico que México
alcanzó en los años de la guerra, los hechos favorables al país se
sucedieron uno al otro. Así, si la compañía de seguros Latinoamericana,
en solo un año vendió títulos por valor de doscientos
cincuenta y tres millones de pesos, el número de sociedades
mercantiles e industriales, fundadas en el periódo de 1941,
sobresalió en un 47 por ciento a las que fueron establecidas en
los años de 1935. Además, durante la Gran Guerra, se observó
un descenso de 28 por ciento de las inversiones destinadas a
hipotecas, y la circulación monetaria, por otra parte, alcanzó la
cifra de dos mil novecientos millones de pesos.
Dos años (1943-1944) bastaron para que el valor de la
propiedad urbana aumentara a un cincuenta por ciento en el
Distrito Federal; treinta y dos por ciento, en Guadalajara;
cuarenta y ocho por ciento en Monterrey, Mexicali y Ciudad
Juárez.
Dentro del tema y precio urbanístico, en la ciudad de
México se observó un nuevo tipo de propiedad a la que llamaron
industrial. Esta clasificación nació con la Guerra y anunció la
entrada del progreso mexicano a la era industrial universal.
Este nuevo tipo de predio urbano, agregado a las urbanizaciones que se llevaron a cabo en las cuatro direcciones de la
ciudad de México, sin plan fijo provechoso para la administración
municipal, hizo de la compra venta de terrenos, un negocio
de muchos alcances especulativos. No únicamente las empresas
urbanizadoras, sino los particulares amantes de los negocios de
ventura, labraron prontas y buenas fortunas de personas que, sin
tradición de riqueza ni ilustración alguna, vieron acrecentar sus
ahorros invertidos en lotificaciones en cuyo desarrollo no se
creía, pues todo hacía considerar que la capital mexicana no se
contaba entre las ciudades que en el mundo estaban llamadas a
progresar demográfica y socialmente.
Todo esto dio lugar no sólo al aumento de riqueza personal,
sino también a la evolución orgánica de la clase media. Entre
1942 y 1945, el Distrito vio florecer cuatro mil ochocientos
diez talleres, la mayoría correspondientes al orden automotriz o
conexivos a este ramo. Los obreros más aptos se convirtieron en
propietarios.
La venta de partes para vehículo de motor, el progreso de la
industria cinematográfica, los talleres de carpintería y ebanistería,
las herrerías, los de materiales eléctricos y los establecimientos
pequeños para la fabricación de artículos domésticos, fueron
las bases para el progreso de nuevos y ricos filamentos sociales.
Además, con el desarrollo de la construcción, que en 1945
significó un movimiento de seiscientos millones de pesos en
inversiones privadas para viviendas, ennobleció y retribuyó la
profesión del arquitecto; formó una considerable clase de
contratistas de obras; y revolucionó el medio del peón de
albañil, dando cuerpo a un oficio superior: al de maestro de
obras.
El enriquecimiento nacional que no siempre se efectuaba
dentro de un mismo movimiento, puesto que a veces enflaquecía
la inversión, otras acrecentaban los grados de la especulación,
mercantil, y más adelante escaseaban los brazos del
trabajo; el enriquecimiento nacional, se dice, no sólo se dirigió
hacia las ciudades; también tuvo parte la población rural.
En efecto, habiendo pasado el problema agrario a segundo
lugar en medio de la euforia que produjo la abundancia de
capitales, la velocidad del dinero y la facilidad individual para
tener acceso a los negocios, se hizo notorio el sosiego en los
campos. Además, como durante la segunda mitad del sexenio de
Avila Camacho sobrepasó al cuarto de millón el número de
mexicanos que marcharon a Estados Unidos, para ingresar al
ejército sin armas de fuego, pero con instrumentos de trabajo, el
asunto de los ejidos tuvo una tregua.
Tal no fue obstáculo para que en el departamento agrario
quedasen (1945) ciento sesenta y siete mil peticiones de tierra
pendientes de resolución, y para que en el período de 1942 a
1945, disminuyera en un veinte por ciento el número de dotaciones.
Esta política del gobierno, que denotaba cuán desemejante
era el reacomodo de la propiedad rural a la producción agrícola,
pareció servir al acrecentamiento de la ganadería (18 por ciento
en comparación al sexenio anterior), y al aumento casi en un
cuarenta por ciento de la producción de garbanzo, cacahuate,
azúcar, ajo, algodón y ajonjolí; ahora que estas materias estaban
estimuladas por las operaciones exportables determinadas por
las necesidades de la conflagración mundial.
Pero sin poderse hacer afirmaciones absolutas, debido a que
las noticias oficiales -las únicas de que se dispusieron para este
estudio— son muy deficientes, es manifiesto que de las nuevas
condiciones que prevalecieron en las comarcas rurales al través
de la Gran Guerra, se originó una nueva clase ranchera o
agrícola, que haciendo omisión de las distribuciones agrarias se
dedicó al comercio de cereales, legumbres y frutas, de manera
que pronto alcanzó prosperidad económica.
Nació también durante esa temporada agrícola y mercantil,
una importante clase, sin correspondencia aparente con el
monopolio de la superficie.
Fue tal clase la de muñidores de tierras, que fraguaron
instrumentos para parcelar subrepticiamente las superficies de
riego.
Es incuestionable que esta nueva clase rural rica, representó
el más elevado espíritu emprendedor, quebrantó las rutinas
agrícolas, inició el abastecimiento alimenticio de México,
acrecentó las ambiciones de los ejidatarios más pobres e hizo
que el ejido dejase de ser una mera porción de propiedad, para
que se colocara en condiciones de productor agrícola. Fue, en
fin, esa nueva clase, la que incitó al Estado a mayores inversiones
en los sistemas de riego, la que dio a México divisas
provenientes de exportaciones agrícolas y la que colaboró
eficazmente, aunque no siempre dentro de los preceptos legales,
para que al final de 1945, el país tuviese en activa producción
ochocientas mil hectáreas.
Los afanes agrícolas, en seguida de sentir las primeras
lozanías del acrecentamiento rural, y sin advertir los primeros
síntomas de la fiebre aftosa en la ganadería mexicana ni de
percatarse de los grandes males que tal peste iba a ocasionar a la
economía nacional, volvieron a reflejarse sobre la promoción
urbana, que si de un lado se solazó con proyectos magnos como
el de la construcción de un ferrocarril para barcos al través de
istmo de Tehuantepec; de otro lado, se hizo más capaz en el
orden de la empresa, y pudo empezar a desarrollar con todo
provecho la industria del mar. Al efecto, la pesca de tiburón en
la costa del Pacífico, fue de las más lucrativas durante los días
que remiramos; y junto a ésta estuvo la explotación de la sal
marina que se convirtió en materia exportable; después, la pesca
y conserva de distintas especies; y de esto último, se desprendió
el progreso de las cooperativas pesqueras en ambos litorales.
Por otra parte, la necesidad de acrecentar la producción del
hierro, hizo progresar la producción de carbón de piedra que en
1944, produjo novecientas cuatro mil toneladas métricas.
Ahora bien: dentro de todos esos adelantos, el Estado se
propuso desenvolver una de sus empresas más negativas: la del
Ferrocarril Nacional; y al efecto, se dispuso a rehabilitarlo
obteniendo del Banco de Importaciones y Exportaciones un
crédito de veintiséis millones de pesos, para la compra de
locomotoras y furgones.
La empresa proyectada por el Estado no pudo ser más
arriesgada. La comisión técnica norteamericana, que con su valer
y experiencia pretendió dar las bases para la rehabilitación de
los ferrocarriles, había fracasado, sus recomendaciones, tan
pueriles como sabidas, no dieron ni una esperanza para el
mejoramiento de los caminos de hierro mexicanos, de manera
que el naufragio de las comunicaciones en el país dio la idea de
ser inminente. Poner fin a una condición de pobreza y desorden,
parecía imposible. Los técnicos que la crisis ferroviaria se
originaba en un conjunto de agentes económicos, financieros y
sociales, casi invencibles.
Esto no obstante, con un alto espíritu de empresas, el
Gobierno, resolvió utilizar los créditos del banco citado; y en
seguida, se dispuso a aprovechar el movimiento industrial y mercantil que existía en el país como consecuencia de la guerra,
y con esto, los ferrocarriles acrecentaron sus fletes y si no
obtuvieron la prosperidad, sí asomó bien pronto, el equilibrio
en su maltrecha administración.
Ahora bien: aquellas consecuencias de la Guerra Mundial no
se reflejarían únicamente sobre la economía nacional; pues si el
belicismo no era capaz de producir las grandes corrientes de una
cultura que se hallaba en un intermedio, en cambio, la
prosperidad que se observaba en el país tenía que irradiar sobre
el talento nacional.
Y tan cierto y efectivo fue el suceso, que la pregunta ¿qué es la Revolución?, volvió a ser el tema, en medio de aquellas
fiestas de negocios lucrativos y de dinero.
No sería fácil rehacer el culto revolucionario al entrar la
cuarta década del siglo XX. La sombra de un escepticismo que
hizo presa principalmente a la clase selecta de México, tenía
empañada la brillantez de la inteligencia. Un excepcional orador
de aquella temporada, Manuel Moreno Sánchez, expresó una y
muchas ocasiones el pesar sobre los progresos que hacía la
incredulidad, sobre todo entre la juventud. La filosofía personable
del doctor Bernardo J. Gastélum, no fue más que otra
representación de la negra duda; de aquella que empieza a
afirmar que la verdad no existe; y no lejos de tal filosofía se
situó el literato Alfonso Junco, quien continuando envuelto en
la idea de Dios, tan abandonada al través del belicismo, sólo
pudo ascender con sus letras, al coro angelical; pues no se
entendía, en esos días, una beatitud terrena.
Así el propio Junco, rozando —aunque sólo rozando— los
capítulos históricos de México, tuvo que caer en el pesimismo
de la Historia, que es el peor de los pesimismos. Y otro tanto
ocurrió a José Vasconcelos, quien entregado a las negruras de la
filosofía escéptica, hizo de sus explicables y justas amarguras,
las amarguras de todos, con lo cual se vio precisado a refugiarse
en el seno del nazismo, que significó el arrepentimiento de sus
ideas de libertad.
Hacia esas mismas honduras caminaron los artistas mexicanos
de la pintura política, quienes sin recato, se llamaban a sí
propios autores de un renacimiento mexicano, al que pretendían
dar trono y mando con obras exentas de gusto y que sólo
ganaban prestigio entre el snobismo norteamericano.
No todo, sin embargo, estaba entregado a las negruras
filosóficas y estéticas. A esa época correspondió también una
luz de templanza y realización mexicana, representada en el
ramo jurídico por M. Borja Soriano, F. Tena Ramírez y Andrés
Serra Rojas, Mario de la Cueva, Francisco González, Angel
Ceniceros; en la rama de la literatura histórica por Héctor Pérez
Martínez, Alfonso Teja Zabre y José Bravo Ugarte; en las
disciplinas filosóficas Eduardo García Maynes y en las estéticas
Justino Fernández.
La vida nacional, pues, no sufrió en su esencia durante la
temporada bélica. Su organización y caracterizaciones fueron
inalterables. Sin embargo, era notorio que la República se
acercaba a una nueva era de la Revolución. La evolución
orgánica y anímica no estaba en el camino del deceso, sino
continuaba su orden nacional.
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