Presentación de Omar Cortés | Capítulo cuadragésimo primero. Apartado 9 - El nuevo presidente | Biblioteca Virtual Antorcha |
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José C. Valades
HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA
TOMO QUINTO
CAPÍTULO 41 - ESTABILIDAD
LAS TAREAS IMPORTANTES
Apenas inició su presidenciado, López Mateos se halló frente a un quebrantamiento en la economía nacional, que amenazaba al país con la desvalorización del peso.
En efecto, no sólo existia un desequilibrio en la balanza de
pagos, sino que la moneda perdía valor en el mercado interno.
Dos colaboradores acudieron al encuentro del mal. Tales fueron
Antonio Ortiz Mena y Raúl Salinas Lozano. Este último ministro
de Economía y maestro en la materia. De Ortiz Mena, ya se
han citado las prendas que le adornaban, acrecentadas en la
responsabilidad de la secretaría de Hacienda.
Así, mientras que un ministro restringió las importaciones y
amplió el terreno para el desenvolvimiento del plan industrial
iniciado por el genio de Alemán, el otro concertaba un convenio
con una institución mundial a fin de asegurar la estabilidad del
peso. Ortiz Mena quiso hacer de la moneda nacional una
moneda dura que significase la seguridad y prosperidad nacionales.
López Mateos buscó la rigidez del Estado y del burocratismo.
La población nacional no acompañó por entero a López
Mateos en la empresa que se proponía, y esto causó no pocos
atrasos. Sin embargo, la voluntad del Presidente llevó al Estado
a la conquista de la fuerza, y con la estabilidad del peso, la
República empezó a sentirse protegida.
Fortalecido el presidenciado de López Mateos, el secretario
de Relaciones Manuel Tello, diplomático de alta capacidad y quien sabía conducir la política internacional de México, pues
aparte de su experiencia poseía una notable perspicacia en los
asuntos extranjeros, consideró llegado el momento de que
México pidiera a Estados Unidos la ejecución del arbitramento
sobre la jurisdicción política del Chamizal.
López Mateos, impelido por los vientos de una mexicanía
colocada ya en el mapamundi, no desoyó a Tello, y aprovechando
la visita a México del presidente norteamericano John F.
Kennedy, y sin agenda específica, presentó a éste el delicado
asunto; y todo fue preparado con tanto tino, que el gobernante
de Estados Unidos dio su aprobación a la reintegración de la
zona del Chamizal a suelo mexicano.
Poco a poco López Mateos iba incorporando al orden y unidad del país los problemas que parecían insolubles, y entre
estos el trato del Gobierno a los ex presidentes. Así, y ya con
autoridad, López Mateos hizo funcionarios del Estado a sus
predecesores, comprometiéndolos políticamente como colaboradores
de la presidencia, de manera que ello sirvió para dar
mayor categoría a la autoridad nacional.
Pero no todas las cuestiones a la vista se presentaban en el
mismo nivel de concordancia. En efecto. La Revolución cubana,
no obstante ser un problema doméstico, de pronto abrasó al
Continente americano. El Gobierno de Estados Unidos creyó
tener una amenaza de guerra a sus puertas. La sola consideración
inconsiderada de que la República de Cuba era un instrumento
de Rusia Soviética para establecer el régimen comunista
en los pueblos americanos, hizo creer a los hombres de
Wáshington que Estados Unidos estaba al borde de una Tercera
Guerra Mundial.
El falso y ridículo temor, tuvo alcance continental; y aunque Estados Unidos y otros países rompieron sus relaciones
con Cuba, el presidente López Mateos mantuvo una posición
inalterable, sosteniendo el principio de la libertad de los pueblos
para tener el régimen político que ellos mismos determinasen.
Muchas desazones produjo la firmeza de López Mateos,
creyéndose que era cómplice de los revolucionarios cubanos;
pero el pulso del presidente mexicano siguió firme, y esto a
pesar de que había en el país una idea adversa, de gran preponderancia,
hacia las empresas que realizaba en Cuba el primer
ministro Fidel Castro.
Tuvo López Mateos en torno de este asunto que sortear una
crisis que pudo ser trascendental para el país, durante la cual
enseñó que la inflexividad, cuando se trata de doctrina, es
admirable en los gobernantes; detestable, en cuanto lidia con
asuntos humanos.
No todo fue venturoso para el Presidente. En efecto, las
públicas denuncias y visibles probaciones de que algunos
secretarios de Estado se enriquecían, y que el ejemplo de estos
servía a funcionarios inferiores, López Mateos que había
ofrecido durante su campaña electoral aplicar la ley de responsabilidad
a empleados de cualquier categoría, no pudo cumplir
sus propósitos, puesto que numerosos, y al parecer invencibles,
fueron los actos de prevaricación. Entre los más notorios, el
cometido por el director de la Lotería Nacional José María
González Urtusuástegui, causó indignación; pues el acusado
puso a la vista del país sus riquezas a pesar de que éstas eran
mermas a la beneficencia pública.
Así llegó el último día del presidenciado, sin que el Presidente hallara obstáculos a su final; aunque dejando intocado el
problema de la miseria económica campesina y pesando sobre
los hombros del Estado actos de represión violenta en Veracruz,
Oaxaca y Morelos. Aquí militares irresponsables y sin castigo
asesinaron alevosamente al líder agrarista Rubén Jaramillo, a su
esposa e hijos.
Sin embargo, tan bien fraguada fue la cimentación y prosperidad, como consecuencia del normal despertar de la
ambición mexicana, que el Estado adquirió mucha preponderancia,
de manera que López Mateos no tuvo tropiezo alguno para
designar a su sucesor; designación consagrada por la unanimidad
de una masa estatal de obreros, campesinos y empleados
públicos; pero humillante para la ciudadanía mexicana.
El sucesor señalado por López Mateos fue el licenciado
Gustavo Díaz Ordaz, quien comenzó su gobierno (1° de
diciembre, 1964) con grandes e innecesarios arrestos de autoridad
que le hicieron perder la confianza y simpatía públicas,
viéndose en sus actitudes prematuros proyectos cesaristas,
dirigidos a atemorizar a propios y extraños, constriñendo con
esto el espíritu de empresa, poniendo en fuga no pocos créditos
y provocando una huelga de médicos hacia la que no hubo
respeto, no obstante la categoría humana y científica de los
huelguistas. Los procedimientos seguidos en esos días por el
Poder público, fueron tan excesivos y tan ajenos a los preceptos
de una pureza funcional, que dieron la impresión de que el
propio Presidente temía una catástrofe nacional.
Un campo cubierto con muchos abrojos, pues, se extendió a
la vista del presidente Díaz Ordaz, máxime que entre las personas
lesionadas por los incomedimientos que nunca faltan en el
gobierno de las naciones, se halló la esposa del ex presidente
López Mateos, a la que el pueblo le rendía respeto, admiración
y cariño.
Mejoró esta situación, gracias al talento de Díaz Ordaz;
aunque éste no logró en los primeros años del presidenciado,
conquistar el bienacepto popular; porque aparte de la pequeñez
de sus directos colaboradores, éstos se encargaron de propalar
-faltando al respeto a que es acreedor el Jefe de Estado-la
idea de que Díaz Ordaz era persona de carácter irascible y
gobernante que hacía omisión de los juicios ajenos, para fijar así
una supuesta tradición de gobierno de absolutismo personal.
Acrecentóse esa infeliz idea sobre la mentalidad del Presidente, debido al cada vez más notorio divorcio del Estado y el
Pueblo; pues el concepto de embarnecer al Estado se hizo más
distante del propósito de fortalecer al Pueblo, designio incuestionable
del Código revolucionario de 1910; de manera que para
el país, la inclinación oficial de dedicarse, casi con exclusividad
a construir un Estado fuerte sobre las espaldas de una población
—sobre todo de la rural— anémica, advirtió que la década del
1960, caracterizaba, históricamente, los funerales de la Revolución.
Llegaron a acrecentar la separación del Estado y del Pueblo,
los desgraciados sucesos a cielo abierto ocurridos en la ciudad de
México a partir del 26 de julio (1968), y que azogaron al país
durante cuatro meses consecutivos.
Al efecto, en la fecha dicha, por cuestiones ajenas al bien
social y a los programas académicos, una riña entre estudiantes
motivó la intervención de la policía; pero tal intervención fue
tan brutal y sorpresiva que sublevó el alma de los jóvenes,
quienes procedieron a contestar a la violencia con la violencia
misma; y de aquí se originaron actos atropellados propios a la
ofuscación que forma en el séquito de los agravios y agresiones
mutuos.
El Presidente, que se hallaba a la sazón ausente de la capital; informado de las violencias estudiantiles, ordenó la intrusión del
ejército que empezó con un cañonazo a la puerta central de
la Escuela Nacional Preparatoria; y como el acontecimiento fue
considerado atentorio a la dignidad y existencia académica, los
maestros y estudiantes del instituto Politécnico, escuelas
Normal y de Agricultura y facultades de la Universidad Nacional
se pusieron en pie de huelga.
Los anteriores aconteceres, seguidos de imponentes procesiones protestatorias de catedráticos y alumnos de las instituciones
en huelga, hicieron creer al Presidente que estaba
amenazando el principio de autoridad del que era tan celoso
guardián desde el comienzo del presidenciado; y en consecuencia,
ordenó la ocupación militar de Ciudad Universitaria y
del Instituto Politécnico, lo cual llenó de congoja a la
República, que consideró que llegaba la hora final al ejercicio de
la libertad y a la gimnasia de la cultura, máxime que en meses
anteriores había sido destituido por medio indecoroso y violento,
el Rector Dr. Ignacio Chávez.
La ocupación de Ciudad Universitaria exacerbó los ánimos
no sólo de estudiantes y profesores, puesto que la sociedad
nunca antes había visto a los soldados del ejército nacional en
los lugares del estudio y la cultura ni los anales patrios
registraban la aprehensión de catedráticos, estudiantes y empleados universitarios dentro de recintos académicos, sino
que también contrarió profundamente a la población nacional,
con excepción de algunos grupos oficialistas.
Pero ya en esa carrera de voluptuosidad gubernamental,
el Presidente no pudo hacer alto; y como quiso desmalezar
el campo para cuidar la virginidad de los juegos olímpicos,
cuya fecha de inauguración se acercaba, mandó vigilar
las reuniones estudiantiles con el ánimo de suprimirlas;
y al caso, dio tal empresa a los soldados, quienes ajenos
a las contiendas civiles, y creyéndose en el deber de acallar
las disputaciones juveniles, asaltaron, como consecuencia
de un accidente fortuito, a una multitud reunida en la plaza de
Tlatelolco.
El asalto de la tropa, llevado a cabo con torpe y grosera
inhumanidad y sin medir el poder de las armas sobre una
inmensa mayoría inerme, alcanzó las proporciones de una
catástrofe nacional, pues un gran número de personas, entre las
que se hallaban jóvenes y ancianos, mujeres y niños, fue muerta.
De esta manera, el 2 de Octubre (1968) quedó grabado en
las losas de Tlatelolco como el de un día de lágrimas y sangre.
Y mientras tan triste acontecimiento vestía de luto a la
República, la capital, conturbada y huraña asistió a la Olimpiada internacional organizada a perfección, gracias a los
cánones universales, borrando momentáneamente las huellas del
dolor nacional.
Pero si los sucesos de Octubre —lo acaecido en Tlatelolco y
la Olimpíada— serán indelebles, también corresponde a lo
imborrable, las tareas hacendarías del presidenciado de Diaz
Ordaz, pues el país pudo columbrar un orden financiero y económico de magnitud, que si todavía no es historiable, fija la
seguridad de mejor vida social para México, siempre y cuando
no sea marginada la parte débil de la sociedad rural y no sea
abandonado el problema de la merma del poder adquisitivo del
peso.
Sin embargo, los vientos, cuya ruta señalan las fuentes
documentales, y que sin dudas han impelido al país hacia el
progreso, no obstante el gran equívoco de cimentar tal bienestar
sobre un hormigón estatal, acarrean frecuentemente la voz
presidencial, con las consideraciones que esta dispensa a la
veteranía de los hombres y que parece preanunciar la posibilidad
de que semejantes consideraciones se den también a la
veteranía de las ideas.
A pesar de estas embarazosas situaciones y de los extraños
fenómenos registrados en torno de un Estado hisopeado de
corporativismo, la República continuó en su desarrollo; y sólo
ha deplorado que el aliento de la inspiración creadora, que
contabilizaba los muchos agentes fundamentales que dan conciencia
humana e histórica a las Naciones, a fin de alcanzar una
menor imperfeccionabilidad en todos los órdenes de la vida,
sobre todo en aquellos capaces de sellar, para siempre, la
compatibilidad económica del pueblo mexicano, el equilibrio
político del Estado y la mutualidad social de la Nación, bajo las
soberanas e inequívocas normas del Derecho; y sólo ha deplorado,
se repite, que ese aliento de la inspiración creadora
estuviese pulverizándose.
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