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José C. Valades
HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA
TOMO QUINTO
CAPÍTULO 41 - ESTABILIDAD
DESENVOLVIMIENTO ECONÓMICO
El progreso económico del país, dentro del cual el Estado tuvo la misión de proteger la organización y consolidación de una riqueza nacional, correspondió desde los comienzos del presidenciado que examinamos a la disposición reservada y prudente de Ruiz Cortines hacia las individualidades. Los
impulsos que durante la presidencia de Alemán recibió la
economía, tuvieron dos efectos principales. Uno, fortalecer las
necesidades del Estado, de manera que éste, anteriormente
endeble y de hecho a merced de los poderes del inversionismo
extranjero, pudiese ser el verdadero poder público de México.
Otro, amparar y estimular a la empresa particular nacional,
que en años precedentes caminó por sí sola en medio de la
enemistad del Estado y del inversionismo exterior.
Como esa política económica a la cual se desenvolvió
paralela la correspondiente a la hacienda del Estado, fue posible
que el desarrollo económico del país fuese normal; esto es,
paralelo al crecimiento orgánico de un pueblo y de una nación,
aunque empezó a desenvolverse una peligrosa plutocracia.
Sin embargo, tantos vuelos habían tenido el auge de los
precios y salarios; tantos la circulación monetaria y el crédito;
tantos el ahorro y la inversión; tantos la ambición y la promoción,
que Ruiz Cortines halló frente a él sólo dos caminos a
seguir: o detener aquel movimiento que más parecía un
fenómeno extranatural o entregarlo a todos los atrevimientos
del ingenio humano; y como el nuevo Presidente no correspondía
a la escuela osada de Alemán y sintió sobre sus espaldas una
responsabilidad que daba la idea de estar más allá de las
posibilidades de México, no por contrariar a su predecesor, sino
a fin de dar un intermedio a aquella revolución del alma y organización industriales proyectada y puesta en marcha por
Alemán, optó por el primero de tales caminos. Así oficinescamente
no se movió la hoja de un árbol; sin la palabra de
orden del Presidente.
Mucho influyó en la determinación del Presidente la opinión
de su secretario de Hacienda Carrillo Flores, individuo pusilánime
y mezquino, quien por de pronto se encontró en los
negocios presupuestales y financieros, de los que sólo tenía
noticias, pues su formación personal la debía a su servilismo
oficial y era ajeno a las necesidades del Estado y a la composición
de la Sociedad. Carrillo, pues, no podía ser complemento
de una condición hacendaria dirigida, al través del fachendoso
Ramón Beteta, por el licenciado Alemán.
De valimiento doméstico fue la resolución de Ruiz Cortines;
pero una astringencia dictada frente a un mundo de alta producción
industrial como era la acrecentada después de la
Segunda Guerra Mundial en los países europeos y en Estados
Unidos, significó una pequeña demora en los niveles internacionales
de los cuales no podía deshacerse la vida de México.
Las cifras nacionales correspondientes a los años de 1937 a
1955 sólo registraron un aumento de quinientas veinte mil
toneladas de carbón, mientras que la siderurgia oficial y particular
tuvieron una capacidad de un millón doscientas mil
toneladas de hierro. El petróleo, que representaba las esperanzas
de México desde 1938, alcanzó un aumento de cuarenta y dos
millones de barriles en quince años de nacionalización.
Otras industrias, como la cervecera y la de hilados y tejidos, sobresalieron a la del petróleo en lo que respecta a progreso
cuantitativo. La de cerveza dio un producto de ochocientos
millones de pesos; la textil, de mil doscientos setenta y siete
millones.
Pero no fue Ruiz Cortines un Presidente con las reservas
mentales que produce la zozobra. Hubo en aquel una verdadera
disposición de Jefe de Estado, que observa, medita, calcula y
ordena, sin fiarse de las apariencias, sin dejarse guiar por las
murmuraciones y sin variar el principio de metodizar al tiempo
de evolucionar. De aquí que sus primeros tres años de presidencia
tuvieron la apariencia de inadvertimiento, cuando en la
realidad el Presidente vivía en extrema condición de vigilante.
Al través de sus informes al Congreso de la Unión, se deja
ver como el único temor que azogaba al Presidente era el de que
ocurriese una catástrofe capaz de dañar los intereses de la
hacienda pública, sobre todo en el caso de una nueva desvalorización
de la moneda nacional que parecía inminente.
Y en efecto, los primeros síntomas de un trance monetario,
exagerado por el espíritu inconducente, vacilante, apocado y
burocrático del secretario Carrillo Flores, no demoraron en
hacerse presentes en todas las esferas del país; y Ruiz Cortines,
teniendo a sus espaldas el consejo de tal ministro, quien no
estaba preparado al trato de las horas difíciles, resolvió poner
punto a tal situación y mandó que el precio de la moneda
nacional fuese fijado a razón de doce pesos con cincuenta
centavos por cada dólar.
Un fuerte impacto experimentó el país con esta medida;
pero los días de crisis, el Presidente detuvo los malestares con
excepcional decisión: y tan firme sintió el país el pulso presidencial,
que ello bastó para rehacer la confianza; y los negocios,
principalmente los mercantiles que fueron los primeros en
recibir las consecuencias de la desvalorización, volvieron en sí
pronta y sólidamente. Así, el acontecimiento que pudo poner
en duda la estabilidad del Estado, se salvó gracias a la entereza
del presidente.
La resolución, que mucho lesionó la moral de los mexicanos,
no esta justificada en los documentos oficiales ni
privados hechos públicos hacia nuestros días; y aunque es
verdad que se presentaron horas de compromisos hacendarios y
financieros, estos fueron de la naturaleza que aparecen rutinariamente
en todos los países. De aquí, que la función de un
ministro de Hacienda sea una garantía de confianza para el
Presidente; de optimismo para la sociedad. De aquí también que
el general Porfirio Díaz y dejando a su parte el cesarismo de sus
presidenciados hubiese considerado que el hombre más preparado
para la presidencia de la República era el secretario de
Hacienda.
La tarea principal y por lo mismo más meritoria de Ruiz
Cortines a la hora de dictar la desvalorización se dirigió a evitar
cualquier lesión a las clases trabajadoras, lo cual valió al Presidente un principio de popularidad. La pobretería de la ciudad,
advirtió las medidas de alivio que en su favor dictó y aplicó Ruiz
Cortines; y como éste, se repite, gracias a su natural perspicacia
siguió una política que dentro de los límites legales no dañara a
grupo o persona alguna, con mucho cuidado evitó que en la
clase adinerada quedase resentimiento en virtud de la caída del
peso. El Presidente sólo olvidó el drama que se desarrollaba en
el campo.
Ahora bien: para regularizar la situación que se originó de la crisis de cambios monetarios, el Presidente se vio obligado a
acrecentar las alas del Estado. Así, las moderaciones que dio a la
dilatación cierta y continuada del Estado, fueron objeto de una
modificación. Al efecto, el Presidente dispuesto a evitar las altas
y peligrosas especulaciones a las cuales tendió el ahorrador,
invirtiendo la moneda devaluada en la compra de solares
urbanos, ordenó que fuesen canceladas las concesiones de
lotificaciones. Detúvose con esto un descenso en el precio de la
propiedad urbana, que habría causado un alto en el progreso del
capital personal y una desazón en la moral social, puesto que el
país había convenido no únicamente en que el progreso era un
aumento de número para todos los órdenes de la vida, pero
sobre todo en lo que respecta al orden económico. No se tomó
en cambio ninguna providencia para favorecer a la clase rural,
que pareció constituir otro México entregado a los andrajos.
Procuró asimismo el Presidente que la desvalorización no perjudicara el nivel de precios y salarios, cuyo equilibrio era una
de las más sólidas bases para la seguridad dentro de los grandes
centros de población; y como esto se dirigió al acrecentamiento
de una política populista, Ruiz Cortines complementó su idea
central dedicando su iniciativa a favorecer los servicios públicos
y el embellecimiento de la ciudad de México. Consideró el
Presidente que un ambiente de mejoras materiales urbanas sería
para el entendimiento popular un signo inequívoco de
prosperidad; también de comodidad y dicha.
Al efecto, moviendo el brazo laborioso del jefe del departamento del Distrito Ernesto P. Uruchurtu, Ruiz Cortines prodigó
ánimo, entendimiento y adelanto al través de la Capital. Las
barriadas de la pobretería estuvieron bajo la mirada directa del
Presidente; los jardines y avenidas fueron objeto de las medidas
de hermosura y limpieza que daba personalmente el Presidente;
los abastecimientos de agua y luz eléctrica se acrecentaron bajo
la batuta del Presidente. La ciudad adquirió más proporciones
de metrópoli; y aunque el principal plano regulador había sido
hecho con la dirección de Javier Rojo Gómez, quien había
heredado las importantes y capaces lecciones del regente Aarón
Sáenz, Ruiz Cortines puso en práctica los programas precedentes,
de manera que la ciudad de México empezó a cambiar
de fisonomía, y con ésta a dar fe al vecindario en el futuro de
una gran capital nacional.
Uruchurtu siguió, al pie de la letra, las órdenes presidenciales, aunque en ocasiones con abuso de autoridad innecesario,
puesto que la población de la Capital comprendió, con facilidad,
la idea ruizcortinista y los planes uruchurtistas.
No era posible que la laboriosidad y talento de Uruchurtu lo
hiciese todo. Había problemas urbanos que el jefe del departamento
no conocía. En efecto, lejos estaba Uruchurtu del
concepto estético de la ciudad. De esta manera en el afán de
abrir calles, mandó destruir hermosos e históricos inmuebles del
siglo XIX, conservando en cambio los llamados coloniales, no
obstante que éstos sólo sirven a las crónicas del reinado español,
mientras que los primeros enseñaban el desarrollo de la nacionalidad
mexicana.
Tampoco fue posible a Uruchurtu ordenar el tránsito de
vehículos y peatones en la capital, no obstante que esta cuestión
era problema de primera magnitud, puesto que en el mundo
civilizado se ha comprobado que el tránsito en las ciudades lidia
con el trabajo y descanso del hombre; con la economía en
motores y combustibles, con la garantía para las vidas e
intereses de la población y con el orden y actividad urbanos.
Esto, no obstante, Uruchurtu se convirtió en brazo derecho de
Ruiz Cortines; y fueron tantas y tan vastas sus empresas, que
todo eso agrió momentáneamente su carácter y se hizo muy
localista, dejando de ganar la gran personalidad nacional que
merecía por sus notables empresas como organizador capaz y
honorable, que con toda lealtad dio lustre al presidenciado de
Ruiz Cortines.
Las atinadas y decisivas disposiciones presidenciales pudieron, pues, encauzar las corrientes de México; y como la
idea central del Presidente consistía en no producir males a
individuos y comunidades ni permitir que dentro de aquéllas y éstas se cometieran hechos contrarios al buen orden, el país
empezó a rendir simpatía a tal gobernante.
Además, el orden que se dio al desarrollo de la ciudad de
México hizo que se observara una nueva composición urbana.
En efecto, el viejo centro comercial de la urbe, quedó al alcance de la gente de barrio, mientras que los grandes almacenes movilizaban
sus sucursales de venta y distribución hacia el sur y
poniente de la ciudad.
Prodújose además un acrecentamiento del vehículo motorizado
de lance, que anteriormente estaba destinado a ser vendido
en las ciudades del interior (la compra venta de vehículo de
segunda mano pasó la cifra promedio de diez mil operaciones
mensuales); y aumentó la construcción de la habitación de clase
media.
Esto no obstante, el cinturón de pobreza humana que ataba a
la ciudad de México, si es verdad que a veces disminuía en sus
necesidades por los acomodos que obtenía el proletariado, luego
volvía su misma condición paupérrima a donde se desarrollaban
fácilmente miserias físicas y morales, debido a las oleadas de
gente rural desesperada que se establecía en la capital en busca
de trabajo y de mejores condiciones de vida, con lo cual la
alimentación y la vivienda dentro del Distrito Federal recaían en
las escaseces.
Estas últimas se hacían más patentes en el alimento. El
consumo mensual de carne en la metrópoli fue, durante los días
que remiramos, de nueve y medio millones de pesos mensuales
que, repartidos entre tres millones de habitantes significaba que
las posibilidades de compra alcanzaban un promedio de tres
pesos de carne por persona para cada treinta días. Y todavía era
menor el promedio de consumo de leche, que sólo dio durante
los años de 1953 y 1954 el promedio de un octavo de litro
diario per cápite.
Otros productos alimenticios habrían estado lejos del
alcance de las familias pobres de la ciudad, de no ser la hábil
determinación del Gobierno para subsidiar tales productos; y
aunque este procedimiento causó una cuantiosa merma en los
intereses económicos oficiales éstos pudieron recuperarse gracias
al aumento circulatorio de la moneda y gracias también al
auxilio indirecto de los préstamos exteriores.
Con todo esto, Ruiz Cortines dio al país un nuevo sistema
de gobernar, máxime que no por ello restó solemnidad y respeto
al Estado ni mermó su autoridad. Fue el Presidente con lo
suasorio de su gobierno un maestro para su sucesor; ahora que
éste le aventajaría en lo seductor que tendría su personalidad de
político.
Por lo que hace a los préstamos del exterior, el gobierno no
puso al alcance del país los movimientos de moneda importada,
pues procedió en este renglón, temiendo una reacción nacional,
como si se tratase de un gran secreto de Estado.
Esto no obstante, la nación no recurrió a protesta alguna y
fue público el consentimiento que los mexicanos dieron en
honor de la política económica del gobierno. Sirvió para ello, la
confianza que se tenía en la honorabilidad de Ruiz Cortines y
en el régimen de austeridad que se había impreso al país, a pesar
que el movimiento monetario estaba pasando de la velocidad
dirigida por Alemán al andar moderado del presidenciado
ruizcortinista.
Ahora bien: con motivo de la desvalorización, la circulación
monetaria en el país (1956) ascendió a once mil ciento cuarenta
y cinco millones de pesos, de los cuales cinco mil novecientos
once millones correspondieron a cuentas de cheques.
Correlativos a esas cifras fue el crédito que llegó en el mismo
año a doce mil sesenta y siete millones de pesos, de los cuales
ocho mil ochocientos ochenta y ocho estuvieron destinados a
las industrias fabril y ganadera y al comercio.
A lo anterior correspondió una producción nacional calculada
oficialmente en noventa y cuatro mil millones de pesos. De
tal producción, la principal correspondió a los metales, que en
cobre, plomo, cinc y plata sumó dos mil novecientos millones
de pesos, siguiéndola la de textiles, siderurgia y cerveza.
Y como se ha dicho que en el orden económico del país
entraron los préstamos extranjeros, éstos no correspondieron en
parte alguna a empréstitos de Estados ni de ahorradores, como
fue tan común en otras edades de México. Los préstamos
emanaron de instituciones norteamericanas de crédito semioficiales,
que en lo general estuvieron ligados a abastecimientos de
instrumentos de trabajo, de manera que el país sólo estuvo
ligeramente comprometido con el exterior. La responsabilidad
nacional se convirtió en una realidad incontrovertible y por lo
mismo la idea de nacionalidad quedó libre en todas sus aspiraciones
y funciones.
Paralelo a ese sistema de préstamos de cooperación universal,
el Estado mexicano continuó la política de apoyo y dilatación a las empresas descentralizadas, con lo cual el
Gobierno no se limitó a sus ingresos fiscales, sino auxiliado por
ese régimen que de un lado servía al progreso industrial y de
otro a la estabilidad económica del Estado; y aunque el dinero
originado en tales fuentes no ingresaba a la tesorería de la federación, entraba al movimiento y necesidades del Estado al través
de la Nacional Finaciera y otras instituciones de financiamientos
oficiales, que a su vez correspondían a negociaciones privadas
organizándose con la misma urdimbre de vastas dimensiones que
sirvió para evitar que el Estado dependiese de los azares de una
recaudación fiscal o de los compromisos de empréstitos extranjeros.
Todo esto, como es natural, no evitó que la República viviese
al margen de deudas interiores y exteriores; pero las deudas de
los años que estudiamos no significaban apuros hacendarios o
financieros remediados con dinero ajeno a la Nación mexicana.
Tales deudas representaban el pleno derecho que poseen todos
los países de gozar del crédito como probación de su estabilidad
y progreso. Un aislamiento del crédito mundial habría sido
incompatible con la universalidad ambicionada por México
como consecuencia del desenvolvimiento de su cuerpo y de su
sangre.
Las obligaciones, pues, contraídas por el Estado mexicano
lejos de señalar una situación congojosa para el país, eran
denotantes de lozanía y progreso. La deuda de México con
algunos bancos norteamericanos ascendió al final de 1955 a
cuatrocientos seis millones de dólares, ahora que de éstos
habían sido amortizados en el curso de diez años ciento setenta
y seis millones.
Para ese mismo 1955, la obligación nacional vigente incluyendo los créditos obtenidos durante el presidenciado de
Alemán era de doscientos treinta y un millones de dólares. Las
obligaciones de los dos últimos años de la presidencia de Ruiz
Cortines descendieron en un doce por ciento gracias a la
atención personal que el Presidente daba a los asuntos financieros.
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