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José C. Valades
HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA
TOMO QUINTO
CAPÍTULO 41 - ESTABILIDAD
EL NUEVO PRESIDENTE
Había en Adolfo López Mateos una inspiración de caudillo y una supremacía de diligencia, aunque ésta decaía notoriamente cuando se acrecentaba el mal que padecía y que ocultaba con numerosos y hábiles recursos de su sobresaliente talento, lo
cual, en ocasiones le daba las características de un histriónico.
Gracias a esa inspiración de caudillo sentó rigidez a su
carácter, aunque ello era momentáneo; pues más artista que
hombre de Estado desdeñaba lo tumultuario y recibía los
aplausos como un mero complemento a su politicismo.
Al llegar a la presidencia (1° de diciembre 1958), había
aceptado un programa cargado con numerosas y pesadas exigencias
públicas; y el país, advirtiendo la frondosidad del talento de
aquel nuevo Presidente se dispuso no sólo a observarle en todos
sus aspectos públicos y privados, sino también a exigirle demasiado.
A la condición de omnicompetencia que dio Alemán a su
sexenio, ahora se quería que López Mateos se convirtiese en una
omnipresencia. La idea de que sólo la persona del Presidente era
capaz de resolver los conflictos humanos sopló sobre toda la
República. López Mateos debería estar en todas partes, como si
sólo de esa manera se pudiese concebir la felicidad de los
mexicanos.
Cierto que los predecesores de López Mateos habían
recorrido el país con fines de observación; pero ahora se pretendía
que las excursiones del Presidente fuesen con propósitos
de trabajo y solución de asuntos generalmente accesorios. La
República quiso convertirse en un laboratorio, y aunque la
empresa no era de aquellas que correspondían a un solo
hombre, López Mateos aceptó esa nueva concepción del presidencialismo,
y haciendo omisión de los males físicos que
mermaban su vida, y abandonando las blanduras que proporciona
el Poder, se entregó a una extraordinaria laboriosidad.
No existía una idea específica acerca de esta modalidad del
Jefe de Estado. No hubo para ello compromiso precursor ni
anticipación de teoría. Tampoco era una resolución propia del
empirismo. Fue aquella la proporción que dio al Estado, el
resultado del burocratismo rutinario y la incuria de una política
de escalafón y amistad, semejante a la del Círculo de Amigos de
don Porfirio.
En medio de esas empresas, que a veces parecían ímprobas,
pero que nunca perdieron los visos de una responsabilidad,
López Mateos vio florecer, sin advertirlo, un mundo oficial,
servil e indolente que se colocó bajo las arcas del Estado.
Este, con la aparente rectoría personal de López Mateos
-aparente, porque la dirección de los asuntos políticos la
llevaba con señalada discreción, el secretario de Gobernación
Gustavo Díaz Ordaz, persona de señalado ingenio, pero un tanto
autoritario y profundo conocedor de la idiosincrasia de un
pueblo vencido y entregado a las necesidades monetarias—,
prosperaba en lo que respecta a centralismo y fortaleza;
aunque con palmarias manifestaciones de aconstitucionalidad,
que el Gobierno trataba de ocultar con mucho ingenio y audacia.
Esos nuevos visos, sin embargo, fueron proclamados como
una práctica moderna de política victoriosa, lo cual, si el país lo
aceptó silencioso, no por ello dejó de juzgar cuán pernicioso
podía ser aquel sistema oficial centralista e inconsulto. Además
consideró que tal procedimiento conducía a la época llamada
histórica a ser sepultada; porque la realidad era que la Revolución
estaba en agonía.
En efecto, todo cuanto Ruiz Cortines hizo para evitar el
deceso de la Revolución cayó en campo esterilizado. No se
trataba de seguir las huellas ni de usar los mismos instrumentos
del 1910, y sí de hacer más esplendente el espíritu de la
Revolución.
Colocado en el centro de aquella manera de vivir político,
López Mateos concurrió a los resultados de una y otra promoción,
ya educativa, ya financiera, ya soberana, ya jurídica, ya
diplomática, ya mercantil, ya agraria; porque no es exagerado
decir, que pocas veces un gobernante ha concursado en tanto
aspecto de la vida de su patria. Era el Presidente una esponja
mágica que absorbía tantos defectos como virtudes tenía el
Estado, para luego hacer a éste parte de los provechos de una
función de síntesis.
Y no se conformó López Mateos con su saber y hacer presidenciales dentro de la República. Su obra emprendedora,
durante la cual acarició las ideas románticas de una paz universal
y una desnuclearización mundial, fue dilatada a países europeos,
asiáticos y sudamericanos.
Esas empresas de López Mateos, mermadas por los males
físicos que le aquejaban, por su ligereza para juzgar a los
hombres y cosas dando valimiento a las intrigas palaciegas, por
su facilidad para contagiarse de métodos seguidos en la propaganda
mercantil y por la insignificancia de la mayor parte de sus
ministros quienes nunca supieron ni pudieron ponerse a la altura
del Jefe de Estado, no llevaron a México al gran estadio que se
proponía López Mateos.
No desmayó López Mateos ante los obstáculos que halló en
el desarrollo de su empresa; y al efecto, visitó países europeos
americanos y asiáticos con el guión de la nacionalidad mexicana,
de manera que colocó a México en el estrado universal. De
pueblo desorganizado que el país aparecía en el inventario del
mundo, ascendió al nivel del respeto y progreso.
Pero no serían las excursiones del Presidente, lo único que
significaría la incorporación de México a la universalidad
política. La cabeza de López Mateos, que en ocasiones se
acercaba al borde de lo fatal, pues mucho era lo que sufría en
silencio sin que se atormentara el alma individual, no descansaba.
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