Indice de Memorias de Victoriano Huerta de autor anónimo | CAPÍTULO TERCERO | CAPÍTULO QUINTO | Biblioteca Virtual Antorcha |
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MEMORIAS DE VICTORIANO HUERTA Autor anónimo CAPÍTULO CUARTO Sumario Mis diplomáticos y Mr. Lind.- La desorientación de Wilson.- El populacho.- La orgía huertista.- Un diálogo.- El ejército nuevo.- Mi amigo Rubio Navarrete.- De Chapultepec a El Globo.- La venta de los gobiernos.- La Cruz del 20° Regimiento.- Un beso a mi ahijada.- La familia real.- Charreteras y bandas.- El puente de Tlaxpana.- Mi compadre Urrutia.- Proposiciones desechas.- Mi reyismo.- La disolución de las Cámaras.- Mi enemigo Mr. Wilson.- Yo, el hombre de América.- El entusiasmo del pueblo.- A la guerra.- La labor revolucionaria.- El ultraje al suelo mexicano.- La lucha.- El heróico Veracruz. Mis diplomáticos y Mr. Lind. Cuando Mr. Lind me propuso el reconocimiento de los Estados Unidos con la condición de que entregara el Poder, rechacé tal proposición indignado. Yo creo que Lind estaba convencido de que yo podía salvar a México; pero era un buen partidario político y por eso su opinión fue la de su jefe, el señor Presidente de los Estados Unidos. Lind ayudó a muchos revolucionarios mexicanos, estando en mi país; Lind se mostró aliado de los revolucionarios:
ya he dicho que era un buen partidario político. Las dos notas sensacionales en que expuse al Gobierno de Washington que mi actitud sería la patriótica de no someterme a lo que me proponían, las lancé después de que hice el último esfuerzo para atraerme a Mr. Lind. Una de las notas, la primera, la escribió mi compadre el doctor Urrutia; la otra el Ministro de Relaciones, don Federico Gamboa. ¡Y bien, señores, la nota tan admirada por todos; la nota que le dió prestigio a Gamboa, era del doctor Urrutia! ¡Y la segunda nota, la que siguió aureolando a mi Ministro de Relaciones, fue la causante de mi fracaso! ¡Así son los prestigios en los Gobiernos de México! Pero decía que la segunda nota, que sólo era una tirada literaria, fue la que me perdió. Si yo no consiento en enviarla, hubiera obtenido un acercamiento con el Gobierno de Washington, hubiera podido intentar una transacción: después de aquella nota todo estaba perdido. No sólo había arrojado el guante a Wilson, había herido el sentimiento de los americanos. Todo estaba perdido. ¡Ya eran inútiles las gestiones diplomáticas: la literatura del señor Gamboa me había rematado! A todo esto la revolución crecía. ¡Los jefes que estaban en la campaña del norte obtenían triunfos; las derrotas que sufrían mis generales en Torreón, en Guaymas, en el sur, apresuraban mi caída! Yo disponía de un grupo de generales para los que siempre tuve todas las consideraciones y que me eran del todo útiles, pues además de ser completamente incompetentes para poder luchar contra mí en el caso muy remoto, de una insubordinación, de un nuevo cuartelazo, hacían todo lo que yo les mandaba. Estaban tan vinculados a mí, que eran como de mi sangre: pensaban en mi persona, como un hijo piensa en su padre; obraban contra los rebeldes como un hijo contra los enemigos de su padre; fusilaban como si con ello me quitaran enemigos mortales; sólo hacían una cosa para sí: enriquecerse. Joaquín (Maass) que puede haber soñado en ser Presidente; a Luis Medina Barrón, a Miguel Ruelas, a Angel García Hidalgo ... Pero no quiero distraerme del punto que estaba tratando y que se refiere a mi política internacional. Pensé que el Gobierno inglés me daría su apoyo, que no consistiría sino en esta única cosa: en dinero. Me hablaban de combinaciones de petróleo: me decían que con el petróleo se podía salvar al país de la ruina, a la que lo llevaba la deplorable situación que se prolongaba indefinidamente. La riqueza de la zona petrolífera, tentaba a todos los financieros, pero sin el reconocimiento de los Estados Unidos no podía conseguir absolutamente nada. Inglaterra y el Japón me hacían la corte, pero me convencí que sólo era por obtener concesiones para japoneses e ingleses, no para una alianza que me salvara del naufragio a que caminaba. La desorientación de Wilson En un principio llegué a suponer que mi actitud de reto a los Estados Unidos, me elevaría ante el mismo Wilson por la presión que sobre él hiciera su pueblo; pero el pueblo americano, me consideró como a cualquiera de los presidentes de Centroamérica. Se tomaba en los Estados Unidos el caso México como un asunto político para hacer fracasar al partido triunfante en aquella nación: el Demócrata. Se caricaturizaba a Wilson, se le destruía en su prestigio, pero al mismo tiempo se me destruía. Las caricaturas en que me pintaba como un ebrio, se reproducían en todos los periódicos de la Unión Americana. Ya hasta se consideraba como un acto humanitario aniquilarme, arrojarme del Poder. Entonces Mr. Wilson, del todo desorientado -porque es muy fácil desorientar a un soñador- ideó el golpe de muerte a mi Gobierno. El populacho Voy a hacer una confesión que descarga mi conciencia. Me convencí de que el pueblo de México me detestaba, en un momento de lucidez. Algunos datos aislados pude tomar de mis íntimos, pues se me ocultaba la verdad como se le ocultaba a Don Porfirio, por servilismo. Me odiaban ya hasta en la capital de México: todos los hombres que morían era por conspiración en mi contra; y en las Comisarias y en la Inspección de Policía, y en la Secretaría de Guerra se decretaban sentencias de muerte a centenares de conspiradores contra mí. Los ebrios y los que querían sacrificarse, gritaban: ¡muera Huerta! Las ejecuciones eran diarias y constantes. No se tenía predilección por la categoría de las víctimas: humildes y poderosos, ricos y pobres, eran fusilados en la misma forma que Don Francisco y Don Gustavo, a tiros de pistola y en la noche. El sistema de ejecuciones iniciado con la desaparición de Don Gustavo, se implantó como el mejor: nada de formalidades, nada de aparatos: se conducía a la víctima en un automóvil, se le hacía bajar y se le cazaba a balazos. Yo estaba satisfecho. Es decir estaba satisfecho del procedimiento, pero no del número de víctimas: necesitaba que cayeran más cabezas, necesitaba que el número de mis enemigos fuera igual al número de muertos ... Quería vengarme, para decirlo de una vez, vengarme de México que era todavía maderista, revolucionario, enemigo del orden y de la paz. Y entonces no tuve misericordia; entonces el asesinato lo tuve como pasión dominante ... ¡Ordené la organización de las pequeñas columnas, de fuerzas que habían de sucumbir bajo las carabinas de sus mismos amigos, de los revolucionarios! ¡El pueblo! ... ¡el pueblo! ¡No hay pueblo en México, hay populacho! ¿Cómo si existía el pueblo no me aclamaba a mí, no me tomaba por su Ídolo, no me consideraba su salvador? ¡Porque yo creí muchas veces, muchas, que yo era la nación, que yo era la Patria! ¡Así me lo decían todos los hombres, así lo pregonaban los sacerdotes en los templos! ¡El general Huerta es el salvador de México! ¡Es el Hombre providencial! ¡Es el Redentor de México! Dios ayude al general Huerta en su obra redentora. ¿Por qué el pueblo no lo comprendía así? Y bien, había que acabarlo: ¡no merecía vivir! ¡Fue entonces cuando decidí abandonarlo todo; repartir la República entre mis generales, embriagarme con mis ministros y con mis amigos, sacrificar por medio de la leva el mayor número de hombres, en tanto que Paredes, el Tesorero General de la Nación, me reunía una bonita suma para en su oportunidad marcharme al extranjero! Y desde entonces los campos de México se regaron de cadáveres de mexicanos que yo mandaba al matadero con la misión de sacrificarse, de sucumbir, en tanto que yo juntaba unos millones de pesos ... ¡Cayeron cien mil hombres para saciar mi venganza y preparar mi fuga! La orgía huertista ¡La orgía huertista! Así se trató de expresar el desorden de mi administración. Y en verdad, que se le designe de esa manera, está bien hecho, pues a la administración porfiriana se le aludía con estas palabras: el banquete porfiriano. La administración mía, fue, pues, una orgía de sangre, de robos, de lágrimas. ¡Ah, señores, nadie me comparó con los Césares de la decadencia romana! ¡Y, sin embargo, no ha habido un Gobierno tan semejante a aquellos, como el mío! ¡Yo paseaba por la ciudad grandiosa, por la capital de aquella hermosa República en medio de los vítores de mis amigos, ebrio y rodeado de poetas, de tribunos, de sabios! ¡Contaban los periódicos mis glorias guerreras y era frecuente que en mis paseos tropezara con una columna de soldados que iban al sacrificio por mí, sólo por mí, el amo de la República, el dictador! ¡Diariamente se sacrificaban en los pueblos que dominaban mis gobernantes, centenares de víctimas acusadas de anti-huertistas! En telegramas y cartas, mis hombres me ofrendaban aquellas vidas. Un diálogo No creí que hubiera entregado, nunca, la Presidencia de la República a nadie. Sin embargo, para dar una idea de lo que significó para mí la estimación que le guardé a Joaquín Maass, voy a referir algo que ha quedado en el misterio. Un día se trabó este diálogo entre Joaquín Maass, padre, mi cuñado y mi subordinado, pues era general de brigada, y yo. - Este señor (le dije señalando a Joaquín, su hijo), será superior a ti. - Me alegraré mucho -replicó el general. - Y he de hacer -añadí- que tú tengas que saludarlo, como corresponde a un inferior jerárquico en la milicia. - No está bien que digas eso delante de mi hijo -replicó entonces el general. - Yo soy el Presidente de la República y puedo decir lo que quiera -respondí. Y, señores, si no se muere, el general Maass, padre de mi sobrino, hubiera tenido que cuadrarse ante su hijo. Una vez me dijo el general Rubio Navarrete algo que se me quedó grabado y recuerdo tal vez mejor que él, que es de mala memoria. El Ejército nuevo Me dijo: es preciso hacer el Ejército nuevo, el ejército que represente la defensa de los intereses nacionales. Allí irán todos los jefes que se distingan por su honradez o por su inteligencia, de ellos se formará el gran ejército que un día, que yo no creo muy lejano, irá a combatir por la patria. Ese ejército tendrá una sola idea: servir a las instituciones dentro de la ley, con un amplio y serenísimo espíritu nacionalista. De ese ejército y no de los traidores haremos el verdadero ejército, el que prepare a la República para la gran crisis que presentimos todos esta muy proxima. Y me dijo algo más, porque para Rubio y para todos los oficiales del Ejército, yo no era de los traidores de la Ciudadela. Esto tengo que explicarlo, para que pueda entenderse. Los que me sostuvieron a raíz e triunfo, creIan que yo representaba al Ejército, creían que yo no había tenido arreglos con los hombres que estaban dentro de aquella fortaleza, sino en este sentido: en que depusieran su actitud para no comprometer a la República en una intervención. No creían que yo seguía meramente fines personales, Por eso a Rubio Navarrete yo no le dije nada de mis intenciones de aniquilar al Gobierno del señor Madero, porque Rubio Navarrete había dicho en todas las ocasiones que se le había ocurrido hablar (y esto tan frecuentemente que estuve a punto de fusilarlo varias veces), que el Ejército no debía mezclarse en asuntos políticos y que un militar que se mezcla en tales asuntos, ni es militar ni es político. Mi amigo Rubio Navarrete Rubio Navarrete encarnó, pues, en el seno de la División del Norte, la idea de la legalidad, la idea del perfecto militar, del que se abstiene de pensar en asuntos políticos para dedicarse exclusivamente a los asuntos militares. Frecuentemente se señaló a Rubio como uno de mis más adeptos. Son los errores que tuvieron siempre los revolucionarios: Rubio Navarrete, si no ha estado educado en el Colegio Militar y si no tuviera la conciencia de lo que es el cumplimiento del deber, se hubiera revelado en mi contra. Yo estuve a punto de fusilarlo en tres ocasiones. La primera cuando uno de sus oficiales que le debía toda su ciencia y toda su brillante situación, me delató a su jefe como conspirador. Ordené a Rubio que se me presentara en México a la mayor brevedad (estaba en Lampazos). Rubio vino sólo con un oficial de su Estado Mayor y estuvo a punto de ser muerto en el camino. Creo que di la orden de que lo ejecutaran, pero se apresuró demasiado y pasó antes que mi telegrama. En otra ocasión me demostraron, con testimonios que ahora sé que son absolutamente falsos, que estaba en tratos con los rebeldes. Se aprovechaban sus delatores; que eran dos señores generales, de que un oficial de las fuerzas de Rubio se había pasado al enemigo con unas ametralladoras. Y se aprovechaban de muchos otros datos. Y no obstante esto, los revolucionarios decían que Rubio Navarrete era mi más adicto amigo. En otra ocasión se me presentó indignado, en un arrébato de los que en él eran tan frecuentes y ante los que yo guardaba algún temor de que fuera a atentar contra su vida (antentando contra la mía) y me dijo que yendo con un periodista, Joaquín Piña, había logrado capturar a un policía que el general Bretón le había mandado por orden de la Secretaría de Guerra para vigilarlo. No lo maté. Pero lo hice sufrir en todo lo que él quería gozar. Las campañas que me pedía se las negaba; el mando de grandes unidades de fuerzas, se lo negaba; cuando en Santa Engracia, Tamaulipas, estuvo a punto de lograr una gran victoria, pues había vencido al enemigo el día anterior, ordené que se regresara a Monterrey inmediatamente. A Zacatecas lo envié con dos oficiales a que repararan la vía de aquella plaza a Torreón, vía sobre la que habían cultivado los rebeldes grandes sementeras. No le di un hombre. Y lo mandé el mismo día en que su madre agonizaba ... Sé que el día que lo hice general de división cayó en un sillón de su casa, estremecido de odio contra mí ... ... Se quejó públicamente de que yo hubiera ascendido a todos los que no lo merecían y se quejó de que yo lo hubiera ascendido sin merecerlo y dijo una verdad que me irritó: que yo lo que quería era desprestigiar a todos los hombres para ser yo el único. De Chapultepec a El Globo Así era como trataba yo a los hombres en mí Gobierno ... No despaché en el Palacio Nacional sino unos días. Después, cuando me convencí de que era inútil sujetarme a aquel encierro entre paredes tapizadas de sedas, convertí mi automóvil en Salón de Acuerdos. Despachaba a cualquiera hora y en cualquier lugar. Citaba a mis ministros y a mi jefe de Estado Mayor en el Restaurant de Chapultepec, en el Café Colón, en El Globo, en Tacuba. Tenía una casa en esta última población, una casa de campo, de aspecto muy humilde, pero en la que me dedicaba a beber coñac, y a la cría de gallinas. Cultivaba allí una pequeña hortaliza y recibía a mis íntimos, a mis generales y a mis ministros a horas indeterminadas, lo mismo a las tres de la madrugada que a las doce del día. Sin duda que del tiempo que duré en la Presidencia de la República, una gran parte, la mayor, la pasé en mi automóvil. De día y de noche andaba en aquel auto y era frecuente que me siguieran cinco o más automóviles llenos de mis amigos, de personas que querían hablarme, de diplomáticos extranjeros, etc. Desde muy temprano salía de mi casa y emprendía mis excursiones al Café de Chapultepec, al Colón, a Mixcoac o a San Angel. Era frecuente que me detuviera en una humilde cantina a tomar una copa; también en muchas ocasiones comí en los puestos de fritangas, a los que acuden los obreros más humildes y los mendigos. ¡Esto me daba cierta popularidad en los barrios bajos; pero solía adivinar en los rostros de los humildes, gestos de un odio feroz! Ministros, financieros, gobernadores, tardaban días y a veces hasta semanas en encontrarme. Yo los burlaba tomando distintos coches, ocultándome en cantinas o en casas, sin
importarme que no se resolvieran los más delicados asuntos administrativos o de guerra ... El desorden de mis amigos y administradores era más grande que nunca. La venta de los gobiernos Mi hijo Jorge vendía los nombramientos de gobernadores y de jefes políticos; en la Secretaría de Guerra había comerciantes amigos de Blanquet que se enriquecían vendiendo despachos de generales, de coroneles, de capitanes, o bien traficaban con los ascensos de los postergados o de los ambiciosos. Se remataban en otros ministerios las concesiones más grandes, donde se presupuestaban cifras enormes, millones de pesos; y de cada oficina salía una decena de automóviles a banquetes escandalosos de altos funcionarios con gente de trueno. En un rato de buen humor, yo regalé la Cámara de Diputados a uno de mis mozos a quien previamente disfracé de coronel, a Guasque ... De los banquetes a los que se me invitaba a diario, salían muchos de mis amigos a ordenar ejecuciones de sospechosos del crimen más castigado o él único castigado: anti-huertismo. En el Ministerio de Comunicaciones hubo escenas de bacanal; se violaron en las oficinas, por altos empleados, niñas que estaban allí colocadas como empleadas ... ¡A los gritos de ¡Viva el general Huerta! se acallaban las lamentaciones de millares de desventurados! ¡Así era la orgía huertista! La muerte de don Belisario Domínguez, senador por el Estado de Chiapas, se me ha criticado y se le llama el más grande de mis crímenes. Preguntadles a los militares y veréis que me dan la razón. Tuve hasta la prudencia de esperar el segundo discurso, pues el primero, que fue delatado por un gran número de senadores que capitaneaba el señor don José Castellot, lo consideré como obra del vino o de la locura. Pero el segundo lo entregó a la Cámara cuando ya estaba impreso y publicado en todas las esquinas de los barrios. Blanquet se resistió mucho a fusilarlo, pero al fin se cumplieron mis órdenes y Domínguez fue cazado a balazos. Más tarde he visto que cometí un error y hoy admiro a aquel hombre que ofrendó su vida generosamente por una idea. La Cruz del 29° Regimiento Otros muchos sucumbieron con menos abnegación que aquel hombre. Pero yo tenía que matarlos, pues me ponían en el dilema de dejar la Presidencia o acabar con mis amigos. Y yo siempre preferí lo segundo. Hubo un movimiento político, blanquetista. Algunos oficiales y jefes atraídos por los ascensos y por la palabrería Vidaurrázaga, habían hecho un núcleo fuerte de amigos políticos de Blanquet. Un hombre obscuro, admirable para hacer dinero (era discípulo de don Mucio de P. Martínez), llegó a capitanear aquella muchédumbre de muchachos. Yo no intervine, dejé que mis oficiales désbarataran aquello. No lo supieron hacer y entonces le quité a Blanquet todos sus amigos, todos absolutamente, enviándolos a la campaña. Bretón hizo en Morelos más estupideces que el mismo Rasgado. Debo decir, en abono de éste, que era más sanguinario Bretón, y tal vez más tonto. ¡Tuvieron suerte buena los zapatistas desde que dejó la campaña el general Robles! Volviendo al asunto, Blanquet se rodeó de nulidades y de ladrones. Los que se diferenciaban del grupo, se llamaban De Maure y Carmona. Cuando yo condecoré al 29° Regimiento, glorificando con ello la infidencia y la traición, uno de mis oficiales más adictos, temeroso de que en el momento del entusiasmo de la tropa me fueran a dar muerte, y a proclamar a Blanquet como Presidente de la República, colocó treinta ametralladoras en el Hipódromo de la Condesa. Al primer grito se hubiera acabado el 29° (¡el glorioso 29°!). Blanquet y sus amigos no se dieron cuenta de que yo había tomado precauciones. Un beso a mi ahijada En la prueba, Cepeda había dicho algo de lo que sabía de la Ciudadela, de mis tratos con Félix Díaz y con Mondragón y esto me irritó, me molestó algo. Una vez en la calle, Cepeda no tuvo otra misión que la que él se impuso: seguir mi automóvil. En la mañana, era madrugador como yo, seguía mi coche montando en el suyo, sólo la mayor parte de las veces, en los últimos tiempos con el licenciado Flores Magón que también me iba a pedir no sé qué cosa. Cepeda quería, también, algo, algún negocio; algo, que lo sacara a flote, pues no andaba muy bien de dinero. Yo le mostraba mi enfado, un enfado que siempre mostre a los que aparentaba querer, porque yo, señores, fuí como Porfírio Díaz un gran comediante; nada más que Porfirio Díaz tenía dos gestos: el de las lágrimas y el juramento falso. Lloraba y juraba con una facilidad que le envidiaría un comediante. Pero yo no tenía el gesto de las lágrimas: no necesitaba conmover a nadie; me bastaba asustar ... Y a mis amigos y mis enemigos me imponía sólo con palabras duras, con breves interjecciones que los desconcertaban. Desesperado de que yo no le hablara; fastidiado de seguirme y de no recibir ni mi saludo, Cepeda volvió a embriagarse. Ya he dicho que se había convertido en un hombre de bien durante su prisión y se necesitó que mi ingratitud trastornara nuevamente su cerebro para hacerlo enloquecer. Y Cepeda bebió ... Creo fue sólo una vez. Completamente borracho dijo que era hombre capaz de darme de balazos o de matarse conmigo. Y esta confidencia de los rencores de Cepeda, la hacía ... no puedo decir a quien. De la casa donde ocurrió tal escena no paró Cepeda hasta San Juan de Ulúa. Allí siguió hablando en mi contra, jurando que me mataría. ¡Y la verdad, señores, yo tuve miedo de aquel hombre, yo, el que no temía a nadie! Recuerdo que fue una mañana, en mi automóvil, cuando me leyeron el mensaje en el que se me comunicaba que se habían cumplido mis órdenes ... Me dirigí al instante a la casa del que había sido mi buen amigo y compadre. Subí las escaleras. Saludé cariñosamente a mi comadre viuda hacía una hora y puse un beso en la frente de la huerfanita ... La familia real El nepotismo, vicio de Gobierno en el que cayó Madero con tanta frecuencia, yo lo practiqué en más alta escala, no por el número de parientes favorecidos, pue el señor Madero tenía cinco mil y tantos, y los míos no llegaban a diez. (Por lo menos éste era el número de los que yo favorecía). A los señores que me han atacado porque ayude a los míos, a mis parientes y a mis amigos, debo decirles que para eso se lucha y que si un gobernante no ayuda a sus amigos está condenado a perecer. Las parrandas de mi hijo es lo que más se me ha criticado. Se dice que Jorge, un día antes de la Ciudadela, trabajaba como escribiente en una secretaría de Estado, con un sueldo de sesenta pesos mensuales, y que luego llegó a tener una fortuna de un millón de dólares. Y bien. Esta acusación es ridícula. Yo no había triunfado para que se enriquecieran los hijos de Villa, pongo por caso. Se llamaba la familia real a algunos de los oficiales de mi Estado Mayor que formaban un grupo de favorecidos. A Joaquín Maass, mi sobrino, se le denominaba con el mote de el príncipe heredero. Los militares empleaban siempre esta frase para explicar su postergación: - ¡Como no soy de la familia real! Charreteras y bandas Ya he dicho que hacía generales y coroneles a mis mozos o a los extraños que me lo pedían; pero no sólo a los que me lo pedían, sino a los que yo quería pagar algún servicio, les respondía con la banda del coronelato, o con las charreteras de generales. Alguien le regaló a no sé quién de mi familia unas marranas y unos quesos; por respuesta lo hice coronel. Se apellidaba el tal individuo ... ¿para qué lo perjudico? No diré su nombre. El general Blanquet también era pródigo en los ascensos, aunque, sin duda alguna, lo era en menor escala que yo. En un banquete un día de su santo, hizo no sé cuántos generales. Yo correspondía a los ascensos que me indicaba para mis amigos, con acuerdos para que ascendieran los suyos. Tan empeñados nos mostrábamos en tal empresa, que bien pronto pasó de seis mil el número de generales. El puente de la Tlaxpana Se llegó a llamar al puente de la Tlaxpana, el puente de la muerte. Era frecuente que los automóviles que seguían al mío, tal vez el mío, atropellaran a desventurados obreros, a humildes mujeres del pueblo, a niños y ancianos. Para llegar a mi casa, tenía que pasar por allí y los coches de la Secretaría de Guerra, igualmente tenían que hacer el mismo recorrido. La impunidad de que gozaban los choferes, que fueron camaradas de los generales en mi Gobierno, amigos de los altos funcionarios, partícipes de sus alegrías y de sus derrotas, les permitía caminar a toda velocidad por aquel lugar, que es el tránsito de mucha gente humilde. Las víctimas caían y nadie podía protestar. El muerto, el herido, era recogido por la policía, llevado al hospital y atendido, sin que se anotara la causa del accidente. En ese lugar fue donde vi aquellas miradas de odio feroz a que me he referido. Mi compadre Urrutia Otra de las personas que más favores me prestó y que, sin embargo vive, es el doctor Urrutia. Le debo la vista y le debo algunos favores que no se los pagaré yo, porque ya
no tendré oportunidad de hacerlo. Este hombre, que es un volcán de pasiones, quiso ayudarme, como quisieron Cepeda y tantos de mis amigos. Su primer fracaso, se debió a la falta de cumplimiento de la orden que le di de que ejecutara a los licenciados Manuel Calero y Jesús Flores Magón. Yo tenía aversión por estos dos hombres, por dos causas distintas. El primero me había pedido a Angeles (puede reclamar el señor Calero el servicio al señor general gUe hoy sigue los pasos de los señores Madero, pues si no ha sido por él, lo fusilo). No obstante se comprobó qqe este señor y su socio o amigo, para seguir la moda del zapatismo, estaban complicados con Emiliano Zapata. Ordené a mi compadre que los ejecutaran. El no pudo obedecer mis órdenes, porque el Jefe de la Policía, don Joaquín Pita, avisó oportunamente a Calero. ¡Con un grupo de amigos y de hombres muy respetables, la mañana en que debía haber amanecido muerto el señor Calero, se me presentó! El golpe estaba evitado. Con inteligencia, pues el señor Calero es muy inteligente, se había salvado. Accedí a la invitación que me hizo de un gran banquete de amigos y cuando el doctor Urrutia me reclamaba que yo fuera amigo de aquellas dos personas a las que había ordenado ejecutar, le contesté: ¡Quién le manda! Usted tiene la culpa por no saber hacer las cosas. El doctor Urrutia pactó ideológicamente, una alianza entre el Clero y mi gobierno. Las Cartas Episcopales o eso que hacen los curas, circularon profusamente y el Partido que creyó poder enfrentarse con el mío en las elecciones, fue encadenado por este medio a mi Gobierno. En lo de adelante el clero estaba comprometido en mi aventura. Tenía que esforzarse, pues su vida estaba ligada a mi vida. Olvidé los beneficios que me hizo el doctor Urrutia y ordené que se le fusilara, pues se había atrevido a decir en mi contra, palabras que indicaban que se rebelaría. Blanquet recibió la orden de ejecución. Al día siguiente se me presentó el señor Ministro de la Guerra diciéndome que había cumplido mis órdenes. Lamenté que mi compadre hubiera sido fusilado. Entonces el señor ministro, que había sido enemigo político del doctor Urrutia, me confesó que no había ordenado tal ejecución, seguro de que yo cambiaría de opinión. Lo felicité y consideré que Blanquet era un hombre incapaz de gobernar. Más tarde he sabido que el doctor Urrutia esperaba en su casa a los agentes de la policía que debían acabar con él, con un puñado de hombres armados y dispuestos a defender la vida del ex ministro. Esto quiere decir que mi compadre me ganó, que es cuanto se puede decir. Proposiciones desechadas Algunos amigos míos me propusieron transar, a fin de que saliera con bien de aquello que ellos consideraban como una ratonera, y yo con más puertas que una decoración de teatro. ¡Se me propuso dejar el poder en manos de don Manuel Calero y hasta de Fernando González! Yo jugué con todos los ambiciosos que querían escalar la Presidencia, pero creo que con ninguno fui más cruel que con Federico Gamboa. Lo hice creer que le entregaría el Poder y al mismo tiempo ordené una campaña en su contra. En alguna ocasión también hice creer a mi compadre el doctor Urrutia, que le dejaría el Poder en tanto que yo marchaba a la campaña. A Blanquet se lo propuse, pero Blanquet se había asustado y no quería ser Presidente de la República. Yo creo que mi Ministro de la Guerra es el único hombre que no quiere ser Presidente, entre todos los mexicanos. Mi reyismo Recuerdo que en una ocasión estuve a punto de rebelarme contra el Gobierno del general Díaz. Fue por el año de 1901, cuando el señor general Reyes, mi jefe, estaba al frente de la Secretaría de Guerra y Marina. Se recordará que en aquella época el general Reyes trató de militarizar a México, porque el ideal de mi jefe (que debo de decir que fue uno de los pocos hombres qUe sintieron el patriotismo muy hondo), fue enfrentarse a los Estados Unidos. El general Reyes en aquella ocasión se disponía a salir de su casa cuando me le presenté y le hablé claro. - ¡Mi general -le dije cuadrándome militarmente y procurando darle a mi voz la entonación de sinceridad más profunda-, si usted lo dispone, mañana, en la ceremonia cívica del 5 de Mayo caigo sobre el señor Presidente y con mis soldados lo elevo a usted a la Presidencia! El general Reyes se volvió a mí cariñosamente y metiendo su mano bajo mi brazo, se echó a andar por la estancia, silencioso, midiéndola a grandes pasos, arrastrándome en aquellos paseos en que tantas veces lo acompañé. - ¿Quiere usted? -insistí. - No, Huerta; cálmese. Y sonrió pensando no sé qué. En otra ocasión, hallándose el general Reyes en una hacienda del Estado de México, preparando algunos trabajos para presentarse candidato a la Presidencia de la República, enfrentando su candidatura a la de Madero, resolví ir a hablar con él, y para esto juzgué oportuno adoptar un disfraz. Para disfrazarme había ido primero a la casa de mi amigo el señor licenciado Herrera, a quien pedí una gorra y un saco viejo. Me los dió, llamó un taxímetro y salí de la casa completamente transformado. Llegué a la hacienda y por una vez más me ofrecí al general Reyes para sublevarme contra el Gobierno. No desechó de plano mi proposición. Me dijo que esperara, me prometió llamarme en su oportunidad. La delación que hizo mi amigo Herrera de tal viaje, originó su muerte, cuando fungía de Jefe Político de San Pedro de las Colonias, puesto en el que lo coloqué yo. Yo había ordenado a Joaquín Maass, mi sobrino, que lo ejecutara; pero no se cumplieron mis órdenes hasta que Herrera juntó cuarenta mil pesos que guardó en el forro de su chaleco. Tal vez sin estos cuarenta mil pesos, se hubiera salvado. Pero no siempre el dinero acarrea la felicidad ... La disolución de las Cámaras En la Cámara de Diputados había un grupo que conspiraba contra el Gobierno y otro en la Cámara de Senadores.
Con mayores odios contra Félix Díaz y seguros de poder dividir la opinión, los maderistas rechazaron la convocatoria a elecciones que yo envié a la Cámara para cumplir con una de las cláusulas del Pacto de la Ciudadela. Pero cuando obtuvieron este éxito los maderistas, éxito que era mío más que de ellos, siguieron laborando contra el Gobierno. Se pensó entonces en disolver el Congreso que me había electo Presidente y cuya legalidad era indiscutible. Todos los señores ministros opinaron por el golpe militar, contra aquellos dos grupos de civiles que conspiraban sin sentir la menor inquietud, en el seno de la representación nacional, amparados por el fuero y envalentonados por los fusilamientos de algunos de sus compañeros. Lozano me había propuesto la compra de la mayoría; había iniciado algunas gestiones, pero con poco resultado, pues las reuniones de los diputados hacían que éstos conversaran con más frecuencia de sus planes revolucionarios y se sintieran cada vez más fuertes. Se discutió la forma. Creo que Lozano opinaba porque se pusiera en libertad a los diputados después de cerrar las Cámaras. El licenciado Enrique Gorostieta se negó rotundamente a adherirse a aquella acción que a los ministros sus compañeros les parecía salvadora. Se encarceló a los diputados, después de clausurar la Cámara en una forma violenta, con fuerzas militares y policía. Las consecuencias de la disolución de las Cámaras fueron ineficaces para el reconocimiento de mi Gobierno. Gritos de protesta lanzó la Revolución. La prensa americana me atacó con más rudeza que nunca. El elemento civil vió el acto como un sacrilegio. Fue una jugada que no acredita a mis ministros como políticos. Mi enemigo Mr. Wilson La sospecha de que yo había sido el causante de la muerte de don Francisco I. Madero y las ideas propias de Mr. Wilson, Presidente de los Estados Unidos, me crearon el más grande de los obstáculos para poder triunfar en mi Gobierno. Me habían reconocido ya todas las potencias europeas y sólo la americana y las naciones aliadas a ella me negaban su reconocimiento. Esto hacía vacilar a los banqueros que ofrecían dinero a mi Gobierno y me ponía en condiciones muy difíciles para solucionar los problemas de aprovisionamiento de mis fuerzas. O Mr. Wilson quería a mi país, para ejercer sobre él un protectorado y con ello extender el imperio de los Estados Unidos por toda la América, o era que buscaba un ideal democrático en un pueblo extraño para él y donde sólo por la falaz diplomacia del dólar podía dominar. Se me pusieron todos los obstáculos y al fin se consumó la ocupación de Veracruz, en una forma contraria a todas las leyes de la guerra, violando la soberanía de un pueblo y asesinando inocentes con cañones que disparaban a salvo de ser tocados. Y todo para arrojarme del Poder, para satisfacer a Mr. Wilson y para darles el triunfo a sus amigos los revolucionarios que habían asolado todas las regiones que cayeron en sus manos. Yo, el hombre de América Señores, los pueblos son como las mujeres: poco les importa lo oculto; lo que les llama la atención es lo objetivo; lo que ven o lo que piensan que ven. Y lo que vieron en esta ocasión era que yo, el Presidente de la pequeña República de México, arrojaba el guante al coloso de América, al país odiado por todos los latinoamericanos. De un confín a otro del mundo, se supo la noticia. Todos los periódicos la comentaron, los pensadores y los gobernantes de Europa y de América fijaron su atención en la lucha que se iba desarrollando entre un indio que dominaba a un pueblo pequeño y bravo, y el Gobierno de los Estados Unidos. Hasta los países que me habían considerado como un usurpador, vieron en mi persona al hombre representativo de la América española, al indio que alzaba la honda de David contra el enemigo común: la Unión Norteamericana. En la lucha, estaba destinado a perecer: así lo comprendían todos; se esperaba el momento de mi caída definitiva; pero apasionaba al corazón de los pueblos ... ¡Y fue entonces cuando yo, el acusado de todos los crímenes y de todas las perfidias, me convertí en el hombre de la América española! Ya son conocidos los hechos: esperaba un cargamento de armas que me traía el Ipiranga, cuando la diplomacia americana inventó un ultraje a su bandera y reclamó una reparación deprimente para los mexicanos. El objeto era dejarme inerme ante el enemigo, según se ha explicado más tarde en documentos oficiales y por labios de los magnates de los Estados Unidos. El entusiasmo del Pueblo Señores, yo sé que soy incompetente para describir el entusiasmo de mi pueblo para ir a la guerra. Jamás podré dar una ligera pintura de aquel momento y nadie sabrá describir el entusiasmo de la gran ciudad el día en que se tuvo la noticia del desembarco de los marinos en el Puerto de Veracruz. México se estremeció aquel día como un joven león herido ... Copio fragmentos de una crónica que describe las más culminantes escenas que se registraron con motivo de la intervención. Las muchedumbres crecían ... En la Plaza de la Constitución convergían las oleadas humanas que acudían de todos los barrios de la ciudad, anhelantes de mostrar su regocijo, ebrias de entusiasmo patriótico. Obreros, niños, mujeres, graves funcionarios, empleados, profesores, burgueses, todos los habitantes de la ciudad, marchaban en son de triunfo, radiantes los rostros, agitando las manos en el aire, haciendo sonoras las calles con sus vítores a la Patria, a los Héroes, al general Huerta. De los balcones y ventanas caían lluvias de flores sobre los manifestantes y respondían desde allí, a los gritos de júbilo de las gentes entusiasmadas. Pronto las manifestaciones fueron ordenándose. ¡Los niños formaban de cuatro en cuatro; iban los obreros en filas apretadas; a su paso se pensaba que iban a ofrendar sus vidas en un último holocausto! Las madres llegaban a la Secretaría de Guerra a ofrendar a sus hijos, a sus esposos, para que marcharan a la lucha contra el invasor. A las cinco de la tarde, se alzó como ofrenda de amor, el Himno de la Patria. ¡Lo cantaban más de cincuenta mil voces y parecía que iba a hendir el cielo, hasta llegar a Dios, como un grito de protesta! ¡Y cuando cesaban los gritos, cuando se rompía la uniformidad de los coros que cantaban el canto de la Patria, miles de voces prorrumpían en vítores a Hidalgo, a Morelos, al general Huerta! Frente a la Secretaría de Guerra, pasaron millares de manifestantes a inscribirse para ir a la lucha inmediatamente. Se dió el caso de que niños de diez años de edad y algunos menores aun, se presentaran a inscribirse. En las oficinas telegráficas, se recibían noticias de toda la República, ofreciendo contingentes de hombres, de dinero y de elementos de boca. A la guerra Muchos generales revolucionarios, al llamado que les hice para que se unieran al Gobierno a emprender la guerra internacional, me respondieron patrióticamente. Creí en la guerra internacional. Creí en una campaña que el señor general Rubio Navarrete había planeado con todo el entusiasmo de su juventud; en una guerra de sacrificio que enalteciera el nombre de México ... Fuí, en aquellos dos días, un hombre que no he vuelto a ser; sentía que el corazón de México, que la sangre de mi raza, que las leyendas de mi pueblo, palpitaban con mi corazón, corrían por mis venas, llenaban mi cerebro. Y me sentí fuerte, con la fortaleza de los héroes y de los apóstoles; me sentí más grande que todos mis contemporáneos, más que Porfirio Díaz, que no supo nunca hacer vibrar el gran corazón de la República que sólo alienta en las crisis que preceden a las catástrofes. Y como dijera Un día a mi discípulo Félix, cuando descendió de su caballo de batalla para ir a abrazarme al Palacio Nacional, dije a todos mis generales y amigos: Dios nos saque con bien de esta obra patriótica. La Cámara había recibido con aplausos la noticia dé la guerra y me dejaba toda la acción en aquellos momentos, al mismo tiempo que me ratificó su confianza con un voto de adhesión al Poder Ejecutivo. Ordené al general Rubio Navarrete, que ya en otra ocasión me había expresado en un telegrama entusiasta su súplica por ser el primero que se batiera con el invasor, que hiciera un reconocimiento de las fuerzas que habían desembarcado y me diera ideas para un plan de campaña a fin de detener la marcha de los invasores. La labor revolucionaria La idea de la lucha contra los americanos se expresaban en esos días con esta observación: si los revolucionarios se unen, está salvado México. Era verdad. Los revolucionarios llegaban a cuarenta mil hombres y el Ejército pasaba con mucho aquella cifra. Así es que con cien mil hombres, aguerridos por una larga campaña y con cien mil voluntarios que se hubieran organizado rápidamente, la lucha era favorable para México. No había un cartucho, pero Dios estaría con nosotros. Villa expresó sus ideas diciendo que no consideraba como un ultraje a la Patria, el desembarco de los marinos americanos. Carranza protestó por el desembarco, pero sus políticos enviaron telegramas a los revolucionarios diciéndoles que no era cierta la ocupación de Veracruz y que todo era un plan ideado por mí para salvarme. De pronto, al tercer día de las manifestaciones, el pueblo se abstuvo de salir a la calle. La multitud se mostraba huraña. Los mensajes de los jefes federales que estaban batiéndose con los revolucionarios, expresaban el desconsuelo más profundo: los rebeldes no querían aliarse al Gobierno, querían continuar en la lucha. Unas hojas impresas circulaban profusamente, a pesar de los esfuerzos de la policía para impedirlo. En ellas se decía que era falso que las tropas americanas hubieran desembarcado y que todo se reducía a un ardid mío. La opinión pública, era ya adversa a la guerra. En el fondo, no había sino el hervidero de las pasiones políticas, de las ideas de partido que en aquel momento llegaron a ser más ardientes que la afrenta del desembarco de los marinos americanos, que el derramamiento de sangre de niños héroes, y el ultraje a la bandera nacional arriada para que ondeara en suelo mexicano la de las barras y las estrellas ... El ultraje al suelo mexicano El desembarco de americanos en Veracruz, se efectuó en la siguiente forma: Diez minutos antes de las once de la mañana, el Secretario del Consulado Americano, llamó al teléfono al Comandante Militar de Veracruz y le comunicó que el contraalmirante Fletcher tenía instrucciones de su Gobierno para desembarcar en el puerto y hacerse cargo de la plaza; que a la vez le indicaba que para evitar todo inútil derramamiento de sangre, no opusiera resistencia alguna, pues sólo trataba de apoderarse de la Aduana y que también le prevenía que no tomara ninguna disposición relativa al material rodante y máquinas que se encontraban en los patios de la Estación Terminal. El Comandante Militar se limitó a contestar que eso no lo consentiría y que rechazaría cualquier intento de desembarco hecho por los marinos americanos, así como que respecto a los trenes y. todo lo referente a la plaza, tomaría las disposiciones que juzgara (el, Comandante Militar) más convenientes. Se acababa de separar del teléfono, cuando el vice-cónsul de España, don Enrique Doller, acompañado del cónsul de Guatemala, así como de otras muchas personas, le participaron que los marinos americanos se dirigían en lanchas sobre los muelles y ya habían empezado a desembarcar. De manera que fue simultáneo el aviso telefónico del desembarco, con la ejecución de éste. La lucha Inmediatamente se ordenó que las fuerzas del 18° y del 19° Regimientos de Infantería (que no contaban ni con la mitad de sus efectivos) y que estaban dotados a lo sumo de ciento veinte cartuchos por plaza, se pusieran sobre las armas así como la batería fija. Ni un barco de la flotilla del Golfo, se encontraba en la bahía. El Comandante Militar envió las fuerzas citadas a rechazar el desembarco a los muelles. Al desembarcar estas fuerzas en la explanada situada frente al edificio de Correos y Telégrafos, fueron recibidas con una descarga de los marinos americanos que ya estaban posesionados de los dos edificios. Las tropas mexicanas, que iban comandadas por el teniente coronel Albino Cerrillo, se posesionaron de los edificios inmediatos y desde allí se batieron con denuedo, dando tiempo a que el teniente coronel Zayas y el mayor ingeniero Joaquín Pacheco, sacaran todo el material rodante y más de 26 máquinas que se hallaban en los patios de la Estación Terminal, quedando abandonadas solamente dos, una descompuesta y una apagada. Poco ante de las dos y media de la tarde, la Secretaría de Guerra ordenó al Comandante Militar que evacuara la plaza, retirándose con todos sus elementos. La orden le cumplió hasta las cinco de la tarde, por las dificultades del embarque de la artillería. A tal hora el Comandante Militar abandonó la plaza. La orden de evacuación se comunicó a la Estación Naval (que no llegó a recibirla), a la artillería, al servicio sanitario y a la fuerza que guarnecía Ulúa, quedando el teniente coronel Cerrillo sosteniendo la retirada. Cerrillo logró retirarse a su vez a la una de la madrugada del día siguiente. Durante el combate se distinguieron: la Escuela Naval, cuyos alumnos bajo las inmediatas órdenes de su director, rechazaron con éxito el primer intento de desembarco que hicieron los invasores por el muelle que se halla frente a la Estación y por cuya causa los norteamericanos se vieron obligados a sostener su nuevo intento de desembarco con la artillería del Chester, que bombardeó el edificio de la Escuela, donde los alumnos resistieron con denuedo, permaneciendo allí hasta las siete de la noche, hora en que emprendieron su retirada. El heroico Veracruz Por eso yo, señores, preferí siempre tratar con soldados y no con locos. Los locos me habían de ser fatales algún día: Madero, Cepeda, Belisario Domínguez, Wilson y Angeles. El general Rubio llegó a darme cuenta de su misión: había interrogado a la gente del puerto, había expuesto su vida yendo, personalmente, a servir de espía. Los hechos de Veracruz dejaban al pueblo jarocho en su lugar; los humildes se habían batido como nos sabemos batir los indios, y algunos soldados dispersos habían hecho el glorioso sacrificio de su vida. La campaña podía hacerse deteniendo a los americanos si intentaban avanzar hacia la capital de la República. El entusiasmo del pueblo de Veracruz encontraba un pregonero digno de él: el señor Rubio Navarrete que al tratarse de explicar la fe de los veracruzanos en el triunfo, me decía: Sólo con el pueblo de Veracruz podemos contener a los invasores; en el pueblo más humilde hay un puñado de hombres que se ofrecen generosamente para ir a la guerra; al pasar el tren militar rumbo a Veracruz, vitoreaban a la Patria, todos, todos los hombres; parecía que hablaban las montañas! ¡Yo estaba desalentado: me preocupaba ya sólo esta idea: irme con dinero! En un esfuerzo admirable habían logrado mis amigos desembarcar parte del cargamento de armas que estaba detenido en el Ipiranga. Pero no eran suficientes aquellas armas y tampoco había hombres que fueran a combatir, ni yo quería ya combatir. Sólo una idea me preocupaba: irme con dinero. Había hecho algunas buenas operaciones por conducto de Moheno, asuntos de petróleo y por otros conductos había logrado hacer, igualmente, algunos negocios. Todo no llegaba a un millón de dólares, y yo quería algo más, aunque ya fuera tarde. Entonces esperé el momento oportuno ... de mi huída. Di a Rubio Navarrete facultades para organizar la campaña contra la invasión, mando que era su ideal. A Blanquet le ordené que hiciera la reconcentración de fuerzas en la capital; a Paredes, a mi buen amigo Paredes, le urgí dinero ... Y aquellos días no perdí el buen humor. Seguí visitando Chapultepec, Colón, El Globo ...
Indice de Memorias de Victoriano Huerta de autor anónimo
CAPÍTULO TERCERO
CAPÍTULO QUINTO Biblioteca Virtual Antorcha