Índice de Manifiesto de Agustín Iturbide | Segunda parte | Biblioteca Virtual Antorcha |
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MANIFIESTO
AGUSTÍN DE ITURBIDE
Tercera parte
En contestación se pasó el tiempo hasta el 30 de octubre. A esta fecha, el descontento del pueblo amenazaba que iba a acabarse su sufrimiento, del que se había abusado; los escritores multiplicaron sus invectivas; las provincias se resistieron a contribuir con las dietas a unos apoderados que no desempeñaban su encargo (1).
La representación nacional ya se había hecho despreciable por su apatía en procurar el bien, por su actividad en atraer males, por su insoportable orgullo y porque había permitido que individuos de su seno sostuviesen en sesiones públicas que ninguna consideración debían tener del Plan de Iguala y Tratado de Córdoba, sin embargo que juraron sostener uno y otro a su ingreso en el santuario de las leyes y no obstante que éstas fueron las bases que les dieron sus comitentes (2).
A tamaños males ya no alcanzaban paliativos ni bastantes remedios. Aquel Congreso ni podía ni debía existir; así me pareció y del mismo modo pensaron todos aquellos con quienes consulté la materia en particular y una junta de notables que públicamente tuve en mi palacio, en la que convoqué a los hombres mejor reputados, los ministros, el consejo de Estado, los generales y jefes y setenta diputados. El 30 de octubre pasé un oficio al presidente del Congreso diciéndole que el cuerpo había concluido (3). Se lo remití con un jefe y sin otras formalidades, sin violencias y sin requisitos. El Congreso quedó reformado a las doce del día sin que nadie tomase parte en su desgracia; al contrario, recibí felicitaciones de todas partes y con este motivo volvieron a llamarme Libertador de Anáhuac y de los pueblos.
Para que un cuerpo tan respetable por su instituto no faltase y no se creyese que yo me arrogaba el poder de hacer leyes, lo sustituí en el mismo día por una junta que llamé instituyente, compuesta de individuos de su seno y cuyo número elegido de toda las provincias ascendió a cuarenta y cinco, y ocho suplentes.
Todos habían sido elegidos por sus respectivas provincias; de todas quedaron representantes. Su encargo estaba limitado a formar una nueva convocatoria y ejercer las funciones del poder legislativo sólo en los casos urgentes, teniendo presente en cuanto a lo primero evitar los grandes defectos de la que formó la junta gubernativa, aplicada su mayor atención a dejar al pueblo toda la libertad, precaviéndola de las cavilaciones de los que abusan de su sencillez.
Dichosamente, hasta aquí mis determinaciones eran seguidas por la aprobación general. También recibí felicitaciones por la instalación de la junta.
A esta época el imperio estaba tranquilo, el gobierno trabajaba por consolidar la prosperidad pública y enmendados los males anteriores, sólo restaba posesionamos de San Juan de Ulúa, único punto que ocupaban los españoles, que domina la plaza de Veracruz y que releva sus guarniciones con tropas de La Habana, y que por su proximidad a la isla de Cuba ofrecía todas las comodidades a los enemigos exteriores para una invasión.
El brigadier Santa Anna mandaba la plaza de Veracruz y era comandante general de la provincia, subordinado a Echávarri, capitán general de la misma. Ambos tenían instrucciones relativas a la toma del castillo. Se suscitaron entre ellos celos de autoridad hasta el extremo de intentar el primero que el segundo fuese asesinado en una sorpresa por los españoles, para lo que tomó también sus medidas. Echávarri debió la vida al valor de una docena de soldados y al aturdimiento de los que lo atacaron, según el testimonio del mismo Echávarri.
Con este motivo, unido a las repetidas quejas que tenía contra Santa Anna del anterior capitán general de la diputación provincial, del coronel del cuerpo que mandaba y de varios oficiales que declamaban contra la arbitrariedad del gobernador, me vi en la necesidad de separarlo del mando que le había conferido porque creí que tenía valor, virtud que aprecio en un militar, y esperaba que el rango en que lo colocaba corregiría los defectos que yo también le conocía.
Suponía igualmente que lo haría entrar en razón la experiencia y el deseo de no desagradarme. Yo había aprobado el grado de teniente coronel que le dio por equivocación el último Virrey, lo había condecorado con la Cruz de la Orden de Guadalupe, le había dado a mandar uno de los mejores regimientos del ejército, el gobierno de la plaza más importante en aquella época, el empleo de brigadier con letras y hecho segundo cabo de la provincia.
Siempre lo había distinguido, tampoco quise que en esta ocasión quedase desairado y en la orden de separación previne al ministro que fuese en términos honrosos y acompañado de otra llamándolo a la corte, a donde necesitaba de sus servicios en una comisión que debió de considerar como un ascenso.
Nada bastó para contener aquel genio volcánico. Se dio por ofendido, se propuso vengarse de quien lo colmó de beneficios aunque fuera con la ruina de la patria.
Voló a hacer su explosión a Veracruz, adonde no había llegado la noticia aún de su separación del mando y en donde una gran parte de la población es de españoles a quienes da influencia su caudal y están mal avenidos con la independencia, porque con ella se acabó el comercio exclusivo, manantial inagotable de sus riquezas, con perjuicio de las demás naciones no menos que de los mexicanos a quienes exigen precios a su placer.
Aquí fue donde Santa Anna proclamó República; halagó con grados a los oficiales, engañó con promesas a la guarnición, sorprendió a la parte honrada del vecindario e intimidó a los pueblos vecinos de Alvarado y La Antigua y a los de color de las rancherías inmediatas.
Quiso sorprender también la villa de Jalapa y fue abatido con pérdida de toda la infantería y artillería y total dispersión de la caballería que se salió por la ligereza de los caballos. Mientras Santa Anna atacaba Jalapa, Alvarado y La Antigua por sí mismos volvieron a ponerse bajo la protección del gobierno. Éste fue el momento de terminar la sublevación y castigar el general Echávarri y el brigadier Cortázar, que mandaban fuertes divisiones y que habían sido destinados a perseguirlo. Pudieron tomar la plaza de Veracruz sin resistencia e interponiéndose entre ésta y Santa Anna, aprehenderlo con los restos de caballería que pudo juntar o reunir después de su derrota, pero nada hicieron.
El suceso de Jalapa desengañó a los que habían creído las imposturas de Santa Anna, quedando éste reducido a sólo la plaza de Veracruz y al puente imperial, punto verdaderamente militar que quedó cubierto con doscientos pardos a las órdenes de don Guadalupe Victoria (4).
Encerrado en Veracruz, embarcó su equipaje y ajustó el transporte para sí y los demás comprometidos, que ya se disponían a huir luego de que fuesen atacados.
Aunque la apatía de Echávarri había sido bastante motivo para desconfiar de su probidad, no lo fue para mí porque tenía formado de ella el mejor concepto. Echávarri me había merecido las mayores pruebas de amistad, lo había tratado como a un hermano, lo había elevado de la nada en el orden político al alto rango que ocupaba, le había hecho confianzas como a un hijo mío, y siento verme en la necesidad de hablar de él porque sus acciones no le hacen honor.
Di órdenes para que se pusiese sitio a la plaza, faculté al general para que obrase por sí sin aguardar las resoluciones de la corte en todos los casos que lo considerase conveniente. Tropas, artillería, víveres, municiones y dineros, nada le faltaba. La guarnición estaba acobardada; los jefes, decididos a abandonarlo. La poca elevación y debilidad de las murallas hacían fácil un asalto cuando no quisiesen abrir brecha, y por cualquiera parte podía hacerse practicable en una hora. A pesar de todo, sólo se verificaron algunas escaramuzas y el sitio duró hasta el 2 de febrero, día en que se firmó el Acta de Casa Mata, por la que sitiados y sitiadores se unieron para restablecer el Congreso, único objeto que decían entonces proponerse.
La falta que cometí en mi gobierno fue no tomar el mando en el ejército desde que debí conocer la defección de Echávarri. Me alucinó la demasiada confianza. Ya conozco que ésta es siempre perjudicial en hombre de Estado porque es imposible penetrar hasta dónde llega la perversidad del corazón (5).
Ya se ha visto que no fue amor a la patria el que condujo a Santa Anna a dar el grito de República; júzguese si sería este amor el que sirvió a Echávarri de norma al saber que en aquel tiempo llegaron a San Juan de Ulúa comisionados del gobierno español para pacificar aquella parte de la América que consideraba en insurrección.
Echávarri se puso en correspondencia con ellos y con el gobierno del castillo; olvidó repentinamente sus justos resentimientos con Santa Anna, identificándose con éste en opinión; olvidó mi amistad, olvidó lo que debía a los mexicanos, olvidó hasta su honor, porque adherirse al partido de su enemigo, que lo era en el particular, capital con él, siendo muy superior en fuerzas, es un negro indeleble borrón para aquel general; ¿sería que Echávarri se acordó de su origen y quiso hacer a sus paisanos un servicio por el que olvidasen su conducta anterior? No quiero calificarlo fijando mi juicio, ya lo harán los que no pueden ser tachados de parcialidad.
Celebrada el Acta de Casa Mata y unidos sitiados y sitiadores, se pusieron como un torrente por las provincias de Veracruz y Puebla sin contar para nada con el gobierno y sin ninguna consideración a mí, sin embargo de que era capítulo terminante remitirme la expresada con una comisión que se redujo a un oficial, quien se presentó cuando el ejército estaba en movimiento, ocupados todos los puntos a que les alcanzó el tiempo y sin encargo de esperar contestación para saber si se admitía o rechazaba en todo o en parte. Se expresaba también en el acta que no había de atentarse contra mi autoridad y mi persona.
El marqués de Vivanco mandaba interinamente Puebla. También era de los agraciados por mí, nunca fue ni puede ser jamás republicano, aborrecía personalmente a Santa Anna y él era odiado del ejército por anti-independiente y por su carácter adusto. Con todo, también Vivanco se unió a los rebeldes y Puebla se negó a obedecer al gobierno.
Salí a situarme entre México y los sublevados con el objeto de reducirlos sin violencia, condescendiendo con cuanto no se opusiese a la felicidad pública, decidido a olvidar lo pasado y cuanto se dijese en relación con mi persona.
Quedamos convenidos en que se reuniese un nuevo Congreso cuya convocatoria, el 8 de diciembre, se vio en la junta instituyente e impresa inmediatamente ya iba a circularse (6).
Se fijaron límites a unas y otras tropas y se estipuló permanecer en aquel estado hasta que reunida la representación nacional decidiese, conformándose a someternos a su detenninación. Así quedó pactado por los comisionados que mandé al efecto y también se me faltó traspasando los límites señalados, despachando emisarios capciosos a todas las provincias para persuadirlos a que se adhiriesen al Acta de Casa Mata, como lo hicieron muchas de las diputaciones provinciales, quienes al unirse no dejaban de protestar el respeto a mi persona y que se opondrían a cuanto quisiese hacerse contra ella a pesar de las seducciones que se emplearon y de verse amenazados por la fuerza.
Dijeron que quería erigirme en absoluto, ya está probada la falsedad de esta acusación; que me había enriquecido con los caudales del Estado, siendo así que hoy no cuento para subsistir sino con los caudales que me debe la nación.
Si alguno otro sabe que en cualquiera banco extranjero hay fondos míos, le hago cesión de ellos para que los distribuya a su arbitrio (7).
Díjose que había sido un atentado detener primero algunos diputados del Congreso y reformarlo después; ya he contestado a esta acusación. Díjose que no había respetado la propiedad porque usé de la conducta de las platas importantes un millón doscientos mil pesos fuertes que salió de México con destino a La Habana en octubre de 22. El Congreso, instalado por el gobierno para que facilitase arbitrios que cubriesen las atenciones del erario, me facultó para tomar de cualquiera fondo existente; y me avisó en particular por medio de algunos diputados que habían tenido en consideración la conducta, y no se había expresado en el decreto por evitar que desde su promulgación hasta que se diesen las órdenes correspondientes la ocultasen los propietarios, retirando cada uno la parte que le correspondía. No había con qué sostener el ejército, los empleados estaban sin sueldos, agotados todos los fondos públicos; ya no había quien prestase; los recursos que podían solicitarse de alguna potencia extranjera exigían tiempo a lo que no daba lugar la necesidad (8).
A pesar de todo, sabiendo yo cuánto es respetable la propiedad de los ciudadanos, no habría convenido en la disposición del Congreso, si no hubiese tenido motivos fundados para creer que en aquella conducta iban caudales para el gobierno español bajo nombres supuestos y casi todos se dirigían a la península, adonde inconcusamente servían para fomentar el partido contrario a los mexicanos.
Creo que quedará bien probado éste mi sentimiento con asegurar que los extranjeros que probaron ser suya alguna parte de aquellos fondos obtuvieron luego órdenes núas para que se les reintegrara inmediatamente; pero permitiendo, sin conceder, que hubiese habido una falta en tomar los enunciados caudales, ¿a quién debería atribuirse? ¿A mí, en quien no había facultad para levantar contribuciones ni empréstitos, o al Congreso que en ocho meses no había sistemado las rentas ni formado un plan de hacienda? ¿A mí, que no podía menos que ejecutar una ley perentoria, o al Congreso que la dictó? ¿Por qué fatalidad pues ha de recaer sobre mi opinión lo que es efecto de la indolencia y malicia de otros?
El Acta de Casa Mata acabó de justificar mis determinaciones tomadas en agosto y octubre con respecto al Congreso.
El último trastorno no ha sido más que la realización del plan de aquellos conspiradores; no han dado un paso que no sea conforme a lo que resultó de la sumaria formada en aquel tiempo. Los puntos en donde había de darse primero la voz de alarma, los cuerpos militares más comprometidos, las personas que habían de dirigir la revolución, lo que había de hacerse de mi y de mi familia, lo que había de decretar el Congreso, el gobierno que había de establecerse, todo se encuentra en las declaraciones y resulta de la sumaria.
¿Qué mayor demostración de que ni la detención de los diputados, ni la reforma del Congreso, ni la toma de la conducta fueron las verdaderas causas del último trastorno?
Solicité repetidas veces tener una entrevista con los principales jefes disidentes, sin que hubiese podido conseguir más que una contestación en carta particular de Echávarri.
El delito los retraía y confundía su ingratitud. Desesperaban de que los tratase con indulgencia y éste es otro testimonio de su debilidad, a pesar de que no ignoraban que siempre estuve pronto a perdonar a mis enemigos y que jamás me valí de la autoridad para vengar ofensas propias.
El suceso de Casa Mata había reunido a los republicanos y borbonistas, que jamás pudieron conciliarse sin otro objeto que destruirme. Convenía pues cuanto antes que se les quitase la máscara y fuesen conocidos. Esto no podía verificarse sin mi separación del mando. Volví a reunir al mismo Congreso reformado, abdiqué la corona y solicité expatriarme, haciéndolo decir al poder legislativo por el ministro de Relaciones.
Dejé el mando porque ya estaba libre de las obligaciones que violentamente me arrastraron al obtenerlo. La patria no necesitaba de mis servicios contra enemigos exteriores que por entonces no tenía y con respecto a los interiores, lejos de serle útil, podría perjudicarle mi presencia, porque ella era un pretexto para que se dijese que se hacía la guerra a mi ambición. Y la patria estaba sin motivo para que permaneciese oculta por más tiempo la hipocresía política de los partidos. No lo hice por miedo a mis enemigos; a todos los conozco y sé lo que valen (9). Tampoco porque hubiese perdido en el concepto del pueblo ni me faltase el amor de los soldados; bien sabía que, a mi voz, los más se reunirían a los valientes que me acompañaban y los pocos que quedasen lo verificarían en la primera acción o serían derrotados. Con mayor razón contaba con los pueblos cuanto que los mismos me habían consultado sobre la conducta que debían observar en aquellos acontecimientos y que todos ellos no hacían más que obedecer mis órdenes, reducidas a que permaneciesen tranquilos porque así convenía a sus intereses y mi reputación.
En el Ministerio de Estado y Capitanía General de México se encontrarán las representaciones de los pueblos y mis contestaciones, todas dirigidas a la paz y a que no se vertiese sangre.
El amor a la patria me condujo a Iguala; él me llevó al trono, él me hizo descender de tan peligrosa altura y todavía no me he arrepentido ni de dejar el cetro ni de haber obrado como obré.
Dejé el país de mi nacimiento después de haberle procurado el mayor de los bienes, para trasladarme a ser extranjero en otro, con mi familia numerosa y delicada y sin más bienes que los créditos indicados y una pensión, con lo que poco puede contar el que sabe lo que son revoluciones y el estado en que yo dejé a México.
No falta quien me impute falta de previsión o debilidad por la reposición de un congreso cuyas nulidades conocía y cuyos individuos habían de continuar siendo mis enemigos decididos. La razón que tuve fue el que quedase alguna autoridad reconocida porque la reunión de otro congreso exigía tiempo y las circunstancias no admitían dilación. De otro modo la anarquía era infalible al descubrirse los partidos, y segura la disolución del Estado. Quise hacer el último sacrificio por la patria.
A este mismo Congreso quise que me señalase el punto que quería que ocupase y las tropas que fueran de su agrado para la escolta que había de acompañarme hasta el punto de mi embarque; para esto se designó uno del seno mexicano y quinientos hombres por escolta que quise que fuesen de los que se habían separado de mi obediencia mandados por el brigadier Bravo, que yo elegí también de los disidentes (10) para hacer conocer que no había dejado de batirme por miedo de las armas para entregarme a ellos, cuya mala fe se había experimentado.
El día que me pensé salir de México no lo pude verificar porque me lo impidió el pueblo. Cuando entró el ejército que sin saber por qué se llamaba libertador, ninguna demostración se hizo que manifestase ser bien recibido. Se vieron en la necesidad de acuartelar las tropas y colocar la artillería en las principales avenidas.
En los pueblos por donde transité, que fueron pocos porque se procuró llevarme de hacienda en hacienda, me recibieron con repiques, y a pesar de la violencia con que eran tratados por mis conductores, los vecinos corrían ansiosos por verme y a darme los más sinceros testimonios de su amor y respeto.
Después de mi salida de México, la fuerza contuvo al pueblo que me aclamaba. Y cuando el marqués de Vivanco, en calidad de general en jefe, arengó a las tropas que dejé en Tacubaya, tuvo el disgusto de oírles gritar viva Agustín primero y que oyeran su arenga con desprecio.
Estas y mil otras que parecían, si se dijese, pequeñeces, son demostraciones de que no fue la voluntad general la que influyó en mi separación del mando supremo.
Yo había dicho que luego de que conociese que mi gobierno no era conforme con la voluntad de todos o que el permanecer al frente de los negocios era un motivo de que la tranquilidad pública se alterase, descendería del trono gustoso; que si la nación elegía una clase de gobierno que en mi concepto le fuese perjudicial, yo no contribuiría a su establecimiento porque no está en mis principios obrar contra lo que sea justo y conveniente; pero tampoco haría oposición aunque pudiese y abandonaría para siempre mi patria.
Así lo dije en octubre de 21 a la junta gubernativa y repetidas veces al Congreso (11) y a la junta instituyente, lo mismo que a las tropas y a varios particulares en lo privado y en lo público. Llegó el caso. Cumplí mi palabra y sólo tengo que agradecer a mis perseguidores que me hayan dado ocasión de manifestar de un modo inequívoco que estuvieron siempre en consonancia mis palabras con mis sentimientos (12).
Mi mayor sacrificio ha sido abandonar para siempre una patria que me es tan cara, un padre idolatrado cuya edad octogenaria no me permitió traer conmigo, una hermana cuya memoria no puedo recordar sin dolor, deudos y amigos que fueron los compañeros de mi infancia y de mi juventud y cuya sociedad formó, en tiempos más felices, los mejores días de mi vida ...
Mexicanos, este escrito llegará a vosotros. Su principal objeto es manifestaros que el mejor de vuestros amigos jamás desmereció el afecto y confianza que le prodigásteis. Mi gratitud se acabará con mi existencia.
Cuando instruyáis a vuestros hijos en la historia de la patria, inspiradles amor al primer ejército trigarante; y si los míos necesitan alguna vez de vuestra protección, acordaos que su padre empleó el mejor tiempo de su vida en trabajar por que fuéseis dichosos.
Recibid mi último adiós, y sed felices.
Casa de campo en las inmediaciones de Liorna a 27 de septiembre de 1823.
Agustín Iturbide
Nota.
No habiéndose podido imprimir esta memoria en Toscana en el tiempo que ha transcurrido desde su conclusión, me da lugar para observar que los acontecimientos de México, después de mi salida, añaden justificación a lo que llevo dicho del primer Congreso. Se ha visto que se quería prolongar el término de sus funciones para continuar siendo el árbitro de todos los poderes y formar la constitución a su propio placer contra las facultades que le habían sido concedidas, despreciando de este modo la voluntad general y las representaciones terminantes de las provincias para que se limitase a hacer una nueva convocatoria. Así fue que éstas,para obligarlo, presentaron de nuevo su solicitud hasta llegar al extremo de negar la aquiescencia y obediencia a las disposiciones y órdenes de dicho Congreso y del gobierno creado por él. Esto prueba de un modo inequívoco el desconcepto del mayor número de diputados para con sus comitentes. La nueva convocatoria exigía más tiempo y gastos y ciertamente no habrían éstas (las provincias) adoptado tal partido si hubieran tenido por sabios, firmes y virtuosos al mayor número de aquéllos; o si la conducta que los mismos diputados observaron después de su reposición en el santuario de las leyes hubiera sido conforme a la voluntad de los pueblos y no a sus miras particulares y fines tortuosos.
Notas
(1) El diputado que no tenía otra subsistencia que las dietas, sin embargo de haberlos yo auxiliado de la tesorería general con calidad de reintegro con cantidades considerables, vivía lleno de escasez y de acreedores. Los que tenían caudal propio u otra clase de rentas para subsistir no por eso se desdeñaban de recibir las dietas de sus respectivas provincias, cuando éstas pudieron contribuirles, y recibieron también las veces que se repartió el caudal de tesorería, dando pruebas de su poca generosidad y poco amor al bien común, ya sea de la sociedad en general, ya del cuerpo a que pertenecían.
(2) Trataban con desprecio el Plan de Iguala cuando no pudieron hacer otra cosa porque yo lo sostenía como la expresión de la voluntad del pueblo. Falté y ya no se contentaron con hablar sino que procedieron a anular una de sus bases fundamentales usando un sofisma: para anular el llamamiento de los Borbones, anulan la monarquía moderada, ¿qué conexión tiene uno con otra? En 8 de abril acordaron un decreto cuyo tenor es, a la letra, como se copia en el documento en que se dice: Que no subsiste el Plan de Iguala y Tratados de Córdoba en cuanto a la forma de gobierno y llamamiento que hace, quedando la Nación en plena libertad para constituirse. En efecto, ninguna fuerza tenían ya aquellos documentos con respecto a lo que anula el Congreso sobre el llamamiento de los Borbones. Empero su fuerza la perdieron no porque tal fuese la voluntad de la nación al conferir a los diputados sus poderes, sino porque el gobierno de Madrid no quiso ratificar el tratado firmado por O'Donojú, ni admitir el llamamiento que en ningún tiempo hubo derecho para obligar a la nación mexicana a sujetarse a ninguna ley ni tratado, sino por sí misma o por sus representantes, etc., pues aunque la proposición aisladamente es verdadera, es falsísima refiriéndose al Plan de Iguala y Tratados de Córdoba. Primero, porque uno y otro eran la expresión de la voluntad general de los mexicanos, como ya dijimos en el manifiesto; segundo, porque los poderes que se les confiaron y el fundamento estaban fundados en estos principios y apoyados en estas bases. Conforme el Plan de Iguala y Tratados de Córdoba se les dice por sus comitentes que constituyan el gobierno del Imperio bajo sus bases fundamentales. Si pues estas bases no estaban conforme a la que exije el derecho público de las naciones libres, ¿de dónde les vino a los diputados formar el Congreso y a éste las facultades de legislar? Muchos de los decretos de aquel cuerpo están dictados con tan poco discernimiento como éste. Pudieron decir muy bien que el llamamiento de los Borbones era nulo porque ellos no lo admitieron; pero decir que en esta parte es nulo el Plan de Iguala y Tratados de Córdoba es desatinar, y es tocar al extremo de la ignorancia o de la malicia añadir que no pudo ser obligada la nación a establecer como base la clase de gobierno que creía conveniente por los mismos que al Congreso lo hicieron Congreso. Si hubiese sabido lo necesario la mayoría y obrado con honradez y buena fe, habría respetado el Plan de Iguala como el origen de sus facultades y el cimiento del edificio.
(3) Este oficio lo entregó al presidente en mano propia el brigadier Cortázar, que entonces dio las gracias por habérsele honrado con tal comisión. Él fue el que cerró las puertas del edificio, volviendo lleno de satisfacciones por haber desempeñado encargo que le era tan grato, Y fue de los primeros pronunciados por la República.
(4) Don Félix Fernández era llamado y cuando tomó partido en la insurrección anterior adoptó voluntariamente el de Guadalupe Victoria. TIene la virtud de la constancia pues aunque con sus guerrillas no logró ventaja alguna a favor de la patria, no se presentó en solicitud de indulto. Se mantuvo errante por los montes con auxilio de pocos amigos suyos. El último gobierno de México, después de mi separación del mando supremo, le dio el título de general sin designarle grado y lo nombro el Congreso miembro del poder ejecutivo.
(5) Era Echávarri capitán de un cuerpo provincial, olvidado del Virrey y sepultado en uno de los peores territorios del Virreinato. En poco más de un año lo ascendía a mariscal de campo, caballero de número de la Orden Imperial de Guadalupe, mi edecán y capitán general de las provincias de Puebla, Veracruz y Oaxaca. Este español era de los que yo colmaba de beneficios y uno de los que destinaba a que formase el vinculo de la unión y fraternidad que siempre me propuse entre americanos y peninsulares, tan conveniente para ambas naciones.
(6) El Acta de Casa Mata no se verificó hasta el 2 de febrero. A principios de díciembre ya estaba concluida la convocatoria del nuevo congreso; de aquí se sigue que ni yo había pensado en reunir el poder legislativo, ni la reunión del cuerpo que debía ejercerla fue la verdadera razón de levantar el sitio de Veracruz y proceder a formar la expresada acta.
(7) La mejor prueba de que no me enriquecí es que yo no soy rico. No tengo ni lo que tenía cuando emprendí la independencia. No sólo no abusé de los caudales públicos pero ni aun tomé de tesorería las asignaciones que se me hicieron. La junta gubernativa mandó que se me entregara un millón de pesos de la extinguida inquisición y se me pusiese en posesión de veinte leguas cuadradas de tierras en las provincias internas. No tomé ni un real. El Congreso decretó que se me facilitase para mis gastos por la tesorería todo lo que pidiese y la junta instituyente me señaló millón y medio de pesos anuales. Nada percibí sino lo muy preciso para mi subsistencia en cantidades parciales que recibía mi administrador cada cuatro o seis días prefiriendo las necesidades públicas a las mías y las de mi familia. Otra prueba de que no es mi pasión el interés: cuando la junta instituyente me asignó el millón y medio de pesos destiné la tercera parte de este caudal para formar un banco que sirviese al fomento de la minería, ramo principal de industria en aquel pais y que por las convulsiones pasadas se hallaba muy arruinada. Ya estaban escritos los reglamentos por hombres instruidos en los ramos comisionados al efecto. Ni enriquecí a mis parientes dándoles empleos lucrativos; a ninguno coloqué. Los que tenían algún destino dado por mí es porque correspondía en la escala de sus ascensos o porque se los proporcionó la revolución, según el estado en que se hallaba en los días de la variación del gobierno sin que hubiese sido mejor su suerte por mi elevación al trono. Un cuñado mío se hallaba de alcalde en Valladolid cuando los sucesos de Iguala; faltó el jefe político y la constitución lo llamaba a ejercer las funciones de este destino; continuó desempeñándolas hasta mi entrada en México que fue confirmado en él por la regencia como lo fueron el de Puebla, Querétaro y otros que níngún parentesco tenían conmigo.
(8) Se trabajaba en aquella actualidad sobre un préstamo de los ingleses. La negociación presentaba buen aspecto, pero su conclusión no podía tardar menos de cinco a seis meses y las necesidades eran del momento.
(9) He sabido vencer con cincuenta hombres a más de tres mil, con trescientos setenta a catorce mil. Jamás me retiré en campaña sino una sola vez que, como he dicho, fui mandado por otro. Y con sólo ochocientos hombres emprendí quitar al gobierno español el dominio en la América del Septentrión cuando él contaba con todos los recursos de un gobierno establecido, con todos los caudales, con once regimientos expedicionarios europeos, siete de veteranos y dieciséis provinciales del pais que se consideraban como de línea, y setenta u ochenta mil patriotas o realistas que habían obrado con firmeza contra los secuaces del plan de Hidalgo, ¿y teniendo miedo habría incurrido en la necesidad de dejarme matar por no defenderme?
(10) De las tropas que existían a mi lado en Tacubaya llevé sólo dos hombres por compañía, para darles una prueba de mi gratitud y calmar el entusiasmo de los demás, que no encontraba medio de persuadirlos a que me dejasen marchar con la escolta designada.
(11) Siempre hablé con franqueza, sirva de prueba lo que dije al Congreso restablecido al separarme del imperio por conducto del ministro de Estado.
(12) Consecuente a la rectitud de mis principios no quise, como pude, ponerme a la cabeza de la revolución última. A ello me invitaron sus principales corifeos, entre quienes baste citar a Negrete, Cortázar y Vivanco. Si hubiera verificado lo que éste quería, conservando el mando supremo con un nombre o con otro, y si hubiera tenido ambición, retenido el mando el tiempo me habría dado mil ocasiones de ejercerlo a mi parecer, pero los negocios eran odiosos, pesado el cargo y finalmente era como ponerme a la cabeza de aquel partido.
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