HISTORIA DE UNA INFAMIA
Documentos referentes a la Junta de Notables de 1863
Dictamen de la forma de gobierno
SEGUNDA PARTE
La Comisión, pues, con toda la entereza que produce la fe santa del deber, con todo el valor que infunden las risueñas esperanzas con que se alimenta el más puro y desinteresado patriotismo, va por fin a pronunciar la palabra mágica, el nombre de la institución maravillosa que en su concepto encierra todo un porvenir indeficiente de gloria, honor y prosperidad para México.
Esta palabra, esta institución es la Monarquía ...
Si, la monarquía, esa combinación admirable de todas las condiciones que las sociedades necesitan para asentar el orden sobre bases indestructibles; en que la persona sagrada que se eleva a la altura del trono, no es en verdad el Estado, pero sí su personificación más augusta; en que el Rey y, más fuerte que todos, más poderoso que todos, superior a las maquinaciones de los anarquistas, de nadie necesita, a nadie teme, y así puede recompensar al mérito sin bajeza, como ser justiciero, cerrando los oídos al espíritu de venganza. Sin temblar por las intrigas de los partidos, siempre más débiles y que se agitan inútilmente en su propia impotencia, se entrega exento de zozobras a la realización de los planes más atrevidos de engrandecimiento nacional, los cuales llevan siempre a cumplido término, porque puede lo que quiere, y quiere la gloria de su pueblo, vinculada en la gloria de su nombre.
Huye de la tiranía, porque está seguro de que sin ella serán obedecidos sus mandatos, y porque el despotismo es sólo el último recurso a que apela el poder, cuando presiente que se aproxima irremisiblemente su fin.
Sistema asombroso, debe repetirse, que entrañando en su naturaleza todos los principios, y todos los gérmenes del bien, aún las malas pasiones del monarca, deja intacto su esplendor, que queda como un faro de esperanza que la tempestad será pasajera, y de que cambiando de piloto se restablecerán la calma y la tranquilidad; institución, en fin, cuyo influjo benéfico se hace sentir en los pueblos a pesar de la perversidad de los hombres, a diferencia de otras que ejercen su maligno poderío, no obstante las altas virtudes de los que gobiernan.
Así es como se explica la majestuosa marcha de las monarquías, a través de una multitud de siglos y de este modo es como con verdad puede decirse que lo que suS enemigos llaman su decrepitud, no es más que la larga y gloriosa serie de avances que hacen los pueblos en la escala indefinida de la civilización y del adelantamiento.
Así es como igualmente se descifra el portentoso problema que ofrece el Imperio del Brasil, dichoso, próspero, y pacífico en medio de ese fraccionamiento infinito de la América del Sur en microscópicas Repúblicas, que hierven y se agitan todas en el fuego de la anarquía que las devora, y de la horrible discordia que las consume.
En vano la demagogia en sus invectivas envenenadas, apellida tiranos de las naciones a todos los reyes de la Tierra, y gobiernos dignos de hombres libres a los que rigen las Repúblicas democráticas.
Si la libertad consiste en el albedrío limitado por las prescripciones del deber; si la dignidad y decoro del ciudadano están fincados en la obediencia estricta de la ley y el profundo acatamiento a la autoridad, si las garantías sociales sólo existen allí, donde en vez de revoltosos y conspiradores se mira una masa compacta de verdaderos patriotas, en cada uno de los cuales la tranquilidad y el orden cuentan con un celoso y vigilante centinela; venid y decidnos vosotros los que habéis gastado vuestra vida en visitar las lejanas comarcas del antiguo mundo, haciendo un estudio filosófico de la particular fisonomía de aquellos pueblos felices: venid y decidnos: ¿dónde, como en esas naciones, en cuyo centro se levantan tronos. que no han podido carcomer la inexorable guadaña de los tiempos, son los hombres más libres, más dichosos y más civilizados?
Mientras que la corriente de unas cuantas generaciones ha venido a derribar el lema paradógico E pluribus unum, que ostentan, en su frente lás federaciones modernas, la acción de las edades sólo sirve para cimentar más sólidamente las firmísimas bases de los tronos. Las condiciones de la servidumbre nunca pudieran ofrecer este brillante tipo de perpetuidad, a menos que sufriesen un trastorno profundo las leyes morales que rigen las inteligencias.
¡La libertad! ¡La libertad, señores, no puede ser absoluta en los individuos, y esta utopía, constituído el Estado de las sociedades, fuera preciso traducirla por la esclavitud ignominiosa de los débiles!
El dique robusto que pone límites a la libertad natural y protege a los pueblos contra la venenosa influencia del libertinaje, se encuentra en la eficacia de las leyes, la cual a su vez reposa sobre la fuerza moral de la autoridad y del poder. Estos últimos elementos conservadores también encuentran en las monarquías modernas los límites que demanda una voluntad inclinada alguna vez al abuso, y un corazón que no pocas ocasiones se entrega al exceso de pasiones ambiciosas.
No, no son los monarcas como en otros tiempos se llamaban, dueños absolutos de las vidas y haciendas de sus súbditos; sobre ellos se encuentran los estatutos para moderar el absolutismo; estatutos cuya incolumidad se halla encomendada a diferentes cuerpos del Estado, entre quienes se distribuyen las altas funciones del poder público; en estos se ven representados todos los intereses y derechos de las clases que componen la comunidad, y no pocas veces se da al noble y al pechero, al opulento y al mendigo, una influencia directa en la política del país, según lo exigen sus verdaderas necesidades. Ya no van las leyes allá donde los reyes quieren. Ellas se preparan, se inician, se discuten, se expiden y se sancionan, pasando por el tamiz de diversos poderes, sin cuyo concurso nada puede ser establecido.
Es, pues, de todo punto falso, es un invento de la impostura, y de la mala fe, que los monarcas de nuestros tiempos sean unos déspotas, que oprimen y tiranizan a los pueblos; esta es una de tantas aserciones que aventuran los demagogos a cada paso en sus escritos y discursos, y que admitidas sin examen llegan con el tiempo a ocupar entre el vulgo la categoría de axiomas indisputables.
Ni es tampoco exacto que bajo este sistema la democracia bien entendida, deje de tener acceso a las más elevadas regiones. El vicio, la ignorancia, la infamia y el deshonor, no es lo que se entiende en ninguna parte por democracia verdadera, y hallarán siempre cerradas las puertas, no ya para tener participio en los graves negocios del Estado, sino aún para su simple recepción en la intimidad de la sociedad doméstica.
La aristocracia de los títulos, de los privilegios, de la ilustre sangre, y de los viejos pergaminos, no es tampoco una condición indispensable para el decoro y brillo de las monarquías, porque ellas pueden subsistir, y pueden subsistir con gloria, buscando su apoyo, tomando su explendor en esa clase que deriva sus timbres de la fortuna formada por un trabajo honesto, del talento desarrollado por el cultivo, del mérito contraído por hechos extraordinarios, en una palabra, por esa clase que es aristócrata respecto de la democracia del vulgo, y que es demócrata con relación a la aristocracia hereditaria.
Pero las costumbres de nuestro pueblo rechazan la monarquía, exclaman los rojos tribunos de nuestro tiempo: los hábitos republicanos han enraizado hondamente en nuestra sociedad, y el trono sería hoy tan repugnante para ella, como se asegura que fue el sistema federativo al establecerse.
Señores, la Comisión, después de un examen detenido, busca por todas partes y no encuentra esos hábitos y esas costumbres que se dicen opuestos a la erección de un trono en México, y, ¡cosa singular!, cree descubrir que a pesar de que las costumbres se han corrompido notablemente, aún no han llegado por fortuna a hacerse republicanas en el sentido de la demagogia.
Esta es la hora en que los mexicanos no han podido amoldarse al llamamiento periódico que se hace de sus comicios, para depositar en las urnas sus votos en la elección de los funcionarios públicos.
Y nótese que su resistencia a la popularidad de esos actos, no ha sido dable vencerla ni aún empleando contra los reacios las medidas coercitivas más eficaces, y adviértase también que si no se quiere confesar que sólo han sido torpes farsas estas fingidas luchas en el escrutinio, será preciso que se convenga que en ellas se ha presentado, siempre vigoroso, el principio de autoridad, porque jamás el éxito fue contrario a las miras del poder existente. Si de estas funciones pasamos a las de más elevada esfera, y nos detenemos un poco para observar lo que acontece en los cuerpos legislativos, llegará nuestra admiración hasta el asombro, contemplando las inmensas dificultades que tienen que vencerse para reunirlos.
Ni los medios indirectos que afectan sólo la delicadeza de las personas, ni los muy directos que constituyen una verdadera pena, y acaso una pena infamante, bastaban ya en estos últimos tiempos para docilitar a los delegados del pueblo y obligarlos a concurrir a las sesiones de las Cámaras. ¿Prueban estos hechos hábitos contraídos por la inoculación de un dominante republicansimo? ¿Tendrían acaso motivo para envidiar estas virtudes los Atenienses y los Espartanos?
No hablaremos de la igualdad de que tanto mérito hacen nuestros demagogos, y que jamás ha existido sino en sus labios y en los artículos de los periódicos, porque los infinitos privilegios otorgados así en la constitución como en las leyes secundarias prescindiendo aún de muchos de hecho que también sabía prodigar el despotismo, están desmintiendo en alta voz semejante paradoja.
Las guardias pretorianas circundando siempre a los próceres populares; los numerosísimos y brillantes estados mayores, corriendo entre una nube de polvo tras la magnífica carroza de los altos jefes; los costosos uniformes, placas, cruces y condecoraciones de los oficiales generales del ejército; los diamantes, oro y plata que ostentaban nuestros principales demócratas, y de que aparecían cubiertas hasta sus cabalgaduras; todo esto será necesario conceder que se aleja un tanto de la decantada igualdad y sencillez republicanas.
A nuestros condes y marqueses, se añade, y a los hijodalgos de los tiempos añejos, les vemos ocupar las sillas curules, un modesto asiento en nuestras poco importantes municipalidades, o prestar sus servicios gratuitos en el ejército. ¿Mas qué quiere decir esto, señores? ¿En qué se hace consistir aquí la fuerza del argumento?
En verdad que la Comisión no la alcanza; en la época de los Virreyes ¿acaso no eran alcaldes y regidores los más distinguidos personajes, o mejor dicho, eran sólo ellos los que aspiraban a tan alto honor?
Sí, sin duda, porque entonces las rentas de los ayuntamientos se empleaban exclusivamente en las necesidades comunales. También hoy conocemos condes y marqueses de soldados rasos en las filas del ejército francés, que por cierto no es el de una República, y, si las asambleas han recibido en su seno a algunos vástagos de la antigua nobleza, bueno fuera que se probase que son y han sido partidarios de los congresos, todos cuantos han tomado parte en nuestros cuerpos deliberantes.
Si la consecuencia y la buena fe fuesen los distintivos de los que ponen el grito en el cielo contra la monarquía, vendrían a confesarnos aquí que en los cuarenta años que llevamos de soportar el régimen republicano, no han cesado ellos de declamar por la existencia de un partido fuerte, numeroso y astuto que suspiraba por el establecimiento de un trono en el país, y que apegado a los usos y costumbres del sistema colonial, dirigía todas sus maquinaciones contra la forma de gobierno adoptada por la nación; vendrían a confesarnos aquí que ese partido, compuesto de las más notables inteligencias, y representando los más fuertes intereses, se mostró cara a cara, a pesar de los graves peligros que le amenazaban, apoyando el pensamiento de la monarquía a fines del año de 45, en que ocupó la Presidencia el general Paredes; vendrían a confesarnos aquí, que sus quejas más frecuentes y sentidas se referían a la inmensa desgracia de no haberse podido aclimatar, a causa de las preocupaciones coloniales, las formas republicanas; vendrían a confesamos aquí que no fue la perspectiva de la República, que casi nadie en el país comprendía qué cosa era, la que sublevó las informes masas revolucionarias acaudilladas por el Cura Hidalgo en 810, en cuya bandera sólo se veía el lema supersticioso y sanguinario de: ¡Viva la Virgen de Guadalupe y mueran los gachupines! Vendrían a confesamos aquí, que en aquel logogrifo político, si tal nombre hubiera de merecer, aunque pudiera adivinarse que se proclamaba el cambio de las personas, nadie era dable que trasluciese proclamados la suplantación de las instituciones, pues que por el contrario, los documentos históricos de la época suministran multitud de datos de que los hombres prominentes de aquellos tiempos, nunca fueron enemigos de la monarquía; vendrían a confesarnos aquí que el Plan de Iguala y los Tratados de Córdoba, pacto inolvidable de alianza entre la antigua y nueva era de México, y legado precioso del inmortal D. Agustín de Iturbide, reunió todos los corazones bajo el imperio de una voluntad, y recibió los votos de todos los mexicanos; de todos los mexicanos, señores, frenéticos de entusiasmo, que venían a sellarlo con su juramento ante el insigne caudillo, cuyos pies regaban con sus lágrimas; vendrían a confesarnos aquí que la idea que entrañaba aquel programa feliz, aquel pensamiento mágico, aquel imán fortísimo de todas las opiniones, no era otro que el de la monarquía, bajo el cetro de un príncipe extranjero; vendrían, por último, a confesarnos aquí que sus imposturas en este punto no tienen ni aún el mérito de verosimilitud porque los hábitos y costumbres criados y robustecidos en un pueblo por una paternal y bienhechora administración de trescientos años, ninguno alcanza concebir que se destruyesen por el imperio pasajero de otras, que no han logrado establecerse, ni crear intereses, ni dominar un sólo momento pacíficamente, y que por el contrario sólo han dejado dolorosas llagas y acerbos recuerdos de miseria, desolación y exterminio.
¡Ah, si alguna memoria grata, como la de los placeres de la niñez, queda todavía para la nación mexicana, ciertamente que pertenece a los tiempos de la monarquía! Como involuntariamente, en medio de las hondas congojas y de la intensidad de los males que han sido el triste patrimonio de estas últimas generaciones, volvemos nuestros ojos llenos de lágrimas a esos siglos que nuestros tribunos llaman de oscurantismo y de opresión, de grillos y cadenas, y exhalamos de nuestros pechos suspiros lastimosos tras el bien perdido de la paz, de la abundancia y de la seguridad que entonces disfrutaron nuestros predecesores.
¿Ni cómo pudiera ser de otra manera, cuando tenemos delante de nuestra vista el contraste que nos presentan estas dos edades sucesivas? No juzguemos, señores, los beneficios de la dominación española, a la luz de la civilización inmensa desarrollada en la primera mitad del presente siglo; la justicia exige que los apreciemos conforme a los adelantos de la Madre Patria en la época que queremos sujetar a nuestro examen. Errores de política, desaciertos de gobierno, defectos de administración, que hoy, ex pos facto, nos proporcionan materia para darnos aire de profundos filósofos e ilustrados censores de nuestra primitiva historia, no fueron culpa, no, de España en su mayor parte, sino de los tiempos que aún no traían consigo la madurez de las ciencias políticas. Esto no obstante, ¡cuánta gloria derrama la inmortalidad sobre la nación señora de dos mundos, que plantando el estandarte de la cruz encima del ara de los humanos sacrificios, difundió sobre un gran pueblo el esplendor divino de la civilización evangélica!
Conteniendo, pues, los arranques de nuestra ingrata severidad, y colocándonos fuera del alcance de las pasiones, como cumple a críticos imparciales, ¡cuánto no tenemos que admirar entre las huellas que nos dejaron esa serie de soberanos que extendían hasta México su cetro protector, a través de la inmensidad de los mares! Una legislación especial, llena de prudencia y de sabiduría, colocó a los indígenas al abrigo de las tentativas de la malignidad, que nunca dejaría de hacer presa y de sacar sus ventajas, de una nación humillada por la Conquista, débil, ignorante y supersticiosa.
No fue el cuidado de un príncipe, sino la esmerada vigilancia de un padre, la que pudo descender en las leyes hasta el nivel de las costumbres y de los vicios habituales de los indios, para dulcificar las unas y precaver los otros, atenuando al mismo tiempo el extremo rigor de las penas ordinarias.
El individuo, la familia, las comunidades, las congregaciones, los pueblos formados por gente nativa del país, todo fue objeto del celo de los monarcas, constituidos hasta cierto punto en tutores de las personas y defensores de los bienes de una raza que consideraron digna de su amparo y de su asistencia.
Hospicios, hospitales, colegios exclusivamente erigidos para proveer a las necesidades físicas y al cultivo de la inteligencia de sus nuevos súbditos, no fueron los menores beneficios que les prodigó la solicitud del gobierno peninsular.
Ahora, si paseamos nuestras miradas por la ancha superficie de nuestro suelo; si recorremos los caminos; si bajamos a la profundidad de nuestras minas; si observamos el aspecto de nuestros poblados, por todas partes veremos impreso el sello de una autoridad que se desvelaba por mejorar en todos sentidos la condición de las colonias.
Los puentes y calzadas, las principales vías de comunicación, la fundación de ciudades magníficas, los soberbios acueductos, las majestuosas Basílicas, los bellísimos palacios, los multiplicados colegios e instituciones para todos los ramos de enseñanza, los grandiosos establecimientos de beneficencia para el alivio de todas las llagas de la Humanidad ... interminable, señores, sería la Comisión, si intentara enumerar los gloriosos timbres de la sabiduría, piedad y munificencia de los soberanos españoles.
¿Y qué cosa siquiera semejante debemos a la República, al decantado progreso, a esa fantástica reforma con que atruenan nuestros oídos novadores sin genio y sin patriotismo?
O para ser exactos, ¿cuál de estas obras de filantropía que revelan un verdadero espíritu de adelantamiento, ha dejado en pie el torrente desolador de las ideas inmorales, protegidas por el perpetuo desconcierto en que hemos vivido bajo el yugo de ominosos gobiernos? ¿Serán las vanas declamaciones de los energúmenos, que celebran sus festines de sangre, sobre las reliquias humeantes de estos espléndidos monumentos de la monarquía, respuestas satisfactorias a una cadena de pruebas materiales que todos pueden contemplar, que todos pueden tocar con sus manos?
No nos fatiguemos inútilmente, y convengamos, ya para concluir este punto, en que los recuerdos de la Independencia; los vestigios de tres siglos que nos ligaron a la Madre Patria; la memoria tradicional de la felicidad que disfrutaron nuestros abuelos; las aptitudes contraídas por la educación, y digámoslo así, por la herencia de nuestros ascendientes, y las innumerables heridas que aún están abiertas en nuestro pecho, resultado de escandalosos desórdenes y de ensayos sin cordura, son otros tantos elementos que existen en el pueblo, y que a pesar de los supremos esfuerzos de los demagogos le hacen clamar hoy por el establecimiento de la monarquía.
En verdad que aun cuando el país nunca hubiese estado dispuesto para la aceptación de este sistema saludable, nada hubiera podido preparar más los ánimos en su favor, que los aciagos experimentos que hemos hecho en el tiempo que llevamos de soportar, mal nuestro agrado, el régimen republicano.
Mas en el supuesto de que en México deba levantarse un trono sobre los pavorosos escombros de la Federación, ¿de dónde tomar el príncipe que haya de ocuparlo?
¿Ceñiremos con la corona la frente, e impondremos la púrpura en los hombros de algún ilustre mexicano?
¿Iremos a ofrecer el cetro de nuestra patria a alguno de los vástagos de una dinastía extranjera?
He aquí otra faz de la cuestión gravísima que tiene que resolver esta Asamblea, en caso de que acepte el modo propuesto para definir la anterior. La Comisión, sin embargo, cree que este es el punto que ofrece menos espinas, porque un examen comparativo sobre nosotros mismos y la naturaleza de la institución de que se trata, y una ojeada dirigida al episodio más trágico de nuestra historia contemporánea, al suplicio de Padilla, han bastado para uniformar las ideas en contra del pensamiento de un monarca mexicano.
El brillo, la majestad, y el prestigio inmenso que es indispensable que rodeen al solio, no son por cierto cosas que se improvisan, no son circunstancias que se fundan y se establecen por un lance feliz obtenido en las urnas electorales, si muchos y muy gloriosos antecedentes no se agrupan en tropel alrededor del candidato. Esas eminencias, que no dependen dé la voluntad poderosa de los pueblos, sólo son por lo común el resultado de la acción siempre lenta de los siglos cuando pasan sin dejar una sola mancha sobre aquella ilustres dinastías, que casi se pierden en las misteriosas oscuridades de la Historia.Entonces el espontáneo acatamiento de todos los hombres, tributado a una raza siempre privilegiada, y cuyo destino parece ser el de reunir los homenajes de mil generaciones, revisten a las personas del augusto y sagrado carácter que, hiriendo fuertemente la imaginación, domina y subyuga los espíritus, y a través de las mayores distancias, arranca de todos los hombres un involuntario tribúto de admiración y de respeto.
El especial cultivo y la educación esmerada que reciben desde su niñez, dirigida a infundir en su corazón las virtudes, y en su espíritu las luces que deben adornar a los predestinados para empuñar un cetro; los enlaces de familia que los entroncan con los soberanos reinantes en naciones poderosas; el apoyo físico y moral de las principales potencias para sostener la fama de su nombre, y el alto decoro de su persona; he aquí lo que constituye un rey; he aquí el solo conjunto digno de personificar un gran pueblo.
Casi nunca bastan los eminentes servicios prestados al país; no tampoco el patriotismo y abnegación heroicos, que saben anteponer la felicidad nacional a las prosperidades y engrandecimiento propios; no el talento; no la virtud; no la supremacía que proporciona la victoria; tan inestimables prendas, nadie se atreverá a negar que se reunieron en el magnánimo y desventurado D. Agustín de Iturbide, el cual no obstante no pudo sostener la incolumidad de un trono sin raíces en su suelo, sin apoyo en el exterior, sin precedentes ni tradiciones históricas.
Después de él, después del inolvidable Padre de la Independencia, señores, la Comisión entiende que en vano os fatigaríais, buscando entre los mexicanos una cabeza en que colocar la diadema; hallaríais, sí, hombres de distinguidísimo mérito, de virtud y de honradez acrisoladas, de profundo talento, de vasta y de sólida instrucción; pero, señores, no por esto encontraríais un príncipe.
Infundadas alarmas cunden entre la gente poco entendida, a la simple enunciación de la idea de que haya de ser extranjero el soberano de México; creyendo que por esta circunstancia queda de hecho perdida la Independencia nacional.
Pero ¿en qué pudiera influir para perderla o conservarla el origen, es decir el lugar del nacimiento de la persona que empuñe las riendas del gobierno? Si en cualquiera de las malhadadas Constituciones que han estado vigentes en el país, se hubiese omitido entre las calidades del Presidente de la República la de haber de ser mexicano por nacimiento, y en esa virtud hubiese sido electo para la primera magistratura un inglés o un italiano, ¿pudiera decirse por eSto que México, desde ese momento, no era ya un pueblo soberano, sino sometido y dependiente de los gobiernos de Italia o Inglaterra?
Cuando un Estado arregla, como le place, su organización interior, resuelve a su arbitrio todas las cuestiones económicas, establece su legislación sobre todos los ramos, y la deroga cuando lo tiene por conveniente; o en otros términos, cuando un Estado no se gobierna por otro Estado, entonces se dice que es libre, que es soberano, que es independiente. La Comisión, en verdad, creería ofender el buen sentido de tan ilustrada Asamblea, descendiendo a probar que aquellas inapreciables prerrogativas quedarán intactas en nuestra nación, aun cuando planteadas las instituciones monárquicas, venga a sentarse sobre el trono un príncipe extranjero.
Resta ahora resolver la última cuestión subordinada a las precedentes, esto es cuál haya de ser el príncipe en quien convenga que se fije la nación para fundar en México la monarquía.
Inútil parece a la Comisión explayar las razones políticas que existen para no dirigir la vista a ninguno de los príncipes de las dinastías de Francia, Inglaterra y España, porque son demasiado conocidas para todo el mundo, y muy principalmente para todos los miembros de esta numerosa Asamblea. Debatido este punto importantísimo muy ampliamente por toda la prensa de Europa, no ha podido serlo aquí, en donde la libertad de escribir, como todas las otras garantías que establecía la Constitución, era una fábula y una solemne mentira.
Sin embargo, bien sea porque las discusiones de allende los mares hayan llegado a esclarecer lo bastante la materia, o bien que ciertas ideas ofrecen de tal suerte patentes caracteres de conveniencia, que desde luego reciben aceptación, sin necesidad de propagarse por otro medio que por el de las conversaciones habidas en los círculos privados, lo cierto es que el juicio público se ha anticipado, y que hay casi un general acuerdo en el candidato para el nuevo trono.
En efecto, basta mezclarse en los grupos que se ocupan preferentemente en la cuestión política; es suficiente observar el giro que se da a las opiniones en las concurrencias públicas, para oír en los labios de todos el nombre de S.A.I. y R. El Archiduque Fernando Maximiliano de Austria.
¿Mas será esta especie de unanimidad, una de tantas preocupaciones que sorprende el espíritu del público, y que son acentadas sin darse lugar al ejercicio del criterio?
Oh, no, señores; nadie hay en México hoy que no conozca históricamente al esclarecido personaje de que se trata, y cuyas altas prendas y relevantes virtudes tiempo ha que han atravesado el Atlántico sobre las alas de la fama. Vástago excelso del insigne linaje de la casa de Austria, una de las más antiguas dinastías de Europa, y hermano de S. M. el Emperador reinante Francisco José, desde su primera juventud se consagró a cultivar en su espíritu aquellos conocimientos que debían hacerlo digno de los supremos destinos a que estaba llamado.
Como se consagrara con especial esmero a la carrera de la marina, después que con el estudio de los clásicos puso término a los afanes de su primera educación, comprendió que en los viajes es donde la parte práctica de las ciencias morales viene a formar al hombre de mundo, por medio de la comunicación con diferentes pueblos, y las observaciones filosóficas a que dan pábulo las distintas costumbres.
La Grecia, la Italia, la España, el Portugal, Tánger y la Argelia, el litoral de la Albania y la Dalmacia, las costas de la Palestina, el Egipto, Suecia y la Sicilia, la Alemania septentrional, Bélgica y Holanda, Lombardía e Inglaterra, las Islas Canarias y Madeira, y por última el Imperio del Brasil, fueron sucesivamente el objeto de sus más profundas observaciones, enriqueciendo más y más el ya abundante depósito de su memoria, las fuentes de su ardorosa imaginación y el caudal extraordinario de sus conocimientos. Tal fue el complemento de su educación como literato y como príncipe; de manera que en las propensiones generales del espíritu humano, y en el movimiento actual que agita las sociedades modernas, ha podido aprender el arte de gobernar los pueblos en este siglo de anómala fisonomía, pero de indisputable adelantamiento y civilización.
Al nivel de todas las mejoras administrativas, de los más importantes descubrimientos, y de las útiles reformas que tan diferentes pueblos han llevado casi a la perfección ciertas instituciones comenzó, al volver a su país natal, por poner en obra las modificaciones que había visto planteadas con buen éxito entre los extraños. El reglamento de las fuerzas destinadas a la marina; la fundación de establecimientos hidrográficos; la de museos especiales; la introducción de un nuevo sistema de abastos; la adopción de la lengua alemana en el mando y la correspondencia; he aquí algunas de las principales iniciativas con que logró la mejora y el aumento considerable de la marina del Imperio.
A este príncipe es deudora también la ciudad de Pola, de su renacimiento, de la fundación de varios notables edificios, de la construcción de un gran dique, de arsenales y astilleros, y de no pocos buques de diferentes portes, y por disposición suya se emprendió un viaje de circunnavegación, y se mandaron comisiones exploradoras de la América del Sur, de la costa del Africa occidental, no menos que de otras, con el fin de hacer estudios especiales en los puertos de España, Francia, Inglaterra, los Países Bajos y la Alemania del Norte.
Nombrado por el Emperador para el gobierno político y militar del Reino Lombardo Véneto en los tiempos azarosos de las borrascas políticas, el Archiduque supo captarse el aprecio y benevolencia de los italianos, y no es fácil enumerar los beneficios que derramó en aquel territorio en el cortísimo tiempo de dos años que estuvo al frente de la cosa pública.
Hasta aquí, señores, la Comisión, sin tomar nada de su propio fondo, se ha reducido a hacer un compendio del trabajo biográfico del Archiduque Maximiliano, que todos conocen, y que es debido a la pluma de nuestro compatriota el infatigable y benemérito D. J. M. Gutiérrez de Estrada; mas llegando a esta época importante de la vida pública de aquel ilustre príncipe, ha creído necesario copiar literalmente dichó escrito, que reflejará con más viveza que un extracto imperfecto, las preciaras virtudes y talento del augusto protagonista.
En efecto -dice el Sr. Gutiérrez Estrada-, a pesar de las vivas aspiraciones de emancipación y unidad que agitaban al pueblo lombardo-véneto, no pudo resistir a la evidencia de los beneficios que con mano generosa le prodigaba el Archiduque. Y con sobrada razón, pues cada día de su gobierno se señalaba con alguna empresa útil, una reforma saludable, la supresión de algún gravamen o la abolición de un privilegio. Habíase nombrado una comisión de catastro para la repartición equitativa de las contribuciones; preparado la exoneración de los feudos y diezmos, y suprimido el privilegio fiscal establecido en tiempo del primer Napoleón; un nuevo reglamento había mejorado notablemente la condición de los médicos concejales, al paso que algunas obras bien concebidas y ejecutadas en el puerto de Venecia habían facilitado la entrada de buques de mayor calado.
Como ya se había comenzado el ensancha del puerto de calado por medio de un nuevo dique, y la misma ciudad debía ya a los desvelos del Archiduque un gran servicio, el mayor indudablemente con que puede un príncipe favorecer a una población.
Tal fue el haber hecho desaparecer la malaria que infestaba la extremidad del lago; mandó secar el pantano llamado Piano de Spagna, y con el desagüe del Valle Grande Veronese se obtuvo un terreno extenso y feraz. Se había encargado igualmente al ingeniero Bucchia la formación de un proyecto para el completo desagüe de los pantanos en las lagunas vénetas y el riego artificial de las llanuras del Friuli, conduciendo a ellas el río Ledra, y todo con la posible economía.
Durante este mismo período se hermoseó Venecia con la prolongación de la ribera hasta el jardín imperial, y en Milán se dio más extensión a los paseos públicos.
Ante la energía constante y generosa del Príncipe hubo de ceder la municipalidad, que largo tiempo se había resistido a hacer una plaza pública entre el Teatro della Scalla y el Palacio Marino, y se restauró la Basílica de San Ambrosio.Pero si es bueno que circulen en una ciudad el aire, la luz y la vida, y ostentar ante los extranjeros suntuosos monumentos, grandes fundaciones y bellas iglesias, aún hay para el jefe de un reino otras obligaciones y deberes más imperiosos. El joven Archiduque no los desatendió, haciendo en el sistema de beneficencia pública reformas útiles y necesarias. Las poblaciones indigentes de la Valtelina fueron objeto de una asistencia material más liberal y constante; se hicieron, además, estudios profundos para proporcionar los medios más seguros de combatir la miseria de aquellos pueblos empobrecidos por los estragos del oidium en los viñedos.
Innumerables son, por desgracia, las causas de los males que sufre la Humanidad. Apenas se consigue acabar con una, cuando surge otra. El Po salió de madre, causando formidables inundaciones, y el Príncipe, siempre activo y denodado, acudió a los puntos de mayor peligro, salvó a los habitantes y los socorrió en sus necesidades más imperiosas, implorando en su favor los auxilios del Gobierno Imperial.
La vida intelectual de las naciones, es decir las artes, las ciencias y la instrucción pública que la constituyen, tuvieron siempre en el Archiduque un ardiente y generoso promovedor.
El Conde Giulini, con la publicación de sus Memorias, había empezado a levantar un verdadero monumento de la historia nacional, y el ilustre Príncipe miró como punto de honra para Italia su continuación, favoreciéndola cuanto pudo. Se dio igualmente a una comisión el encargo de publicar los Monumentos Históricos y Artísticos de las Provincias Lombardo Véneto (1).
No bastan las nobles aspiraciones y los instintos caballerescos a los príncipes llamados por su nacimiento y por la confianza pública al ejercicio de la autoridad; necesitan, además, una razón serena y firme. Esta la posee en alto grado el Archiduque Fernando Maximiliano, como bien lo acreditó durante su gobierno en Italia. En un despacho dirigido a Lord Loftus, representante de la Reina de Inglaterra en la Corte de Viena, escribía el Ministro de Negocios Extranjeros, Lord Malmesbury, el 12 de enero de 1859, poco antes de estallar la guerra contra el Austria, lo siguiente:
El gobierno de S.M. reconoce, con verdadera satisfacción, el espíritu liberal y conciliador que ha presidido al gobierno del Reino Lombardo-Véneto, mientras estuvo encomendado al Archiduque Fernando Maximiliano.
Se ve, pues, que el Archiduqué se distingue por la inapreciable ventaja de haber acreditado su aptitud, aún a los ojos de la Inglaterra, para el gobierno de un pueblo, en circunstancias las más difíciles.
No será por demás añadir que el Archiduque Fernando Maximiliano tiene un aspecto personal que previene en su favor, de modo irresistible: una frente espaciosa y pura, indicio de una inteligencia superior; ojos azules y vivos en que brillan la penetración, la bondad y la dulzura: la expresión de su semblante es tal, que nunca se puede olvidar. El alma se refleja en su rostro; y lo que en él se lee es lealtad, nobleza, energía, una exquisita distinción y una singular benevolencia.
Dotado de una disposición natural para las artes, las ciencias y las letras, las cultiva, con ardor y lucimiento.
Su actividad y laboriosidad son prodigiosas; en todas las estaciones el día empieza para él a las cinco de la madrugada. El estudio es, puede decirse, su idea fija. Habla seis lenguas con gran facilidad y corrección.
Hermano de un Emperador ilustre, Gran Almirante del Imperio, colocado muy cerca del trono, objeto del respetuoso amor y admiración de todas las clases de la sociedad, conocido y estimado en toda Europa, está rodeado de cuanto puede lisonjear la ambición más elevada.
En medio de tan graves negocios, de tanto esplendor y tanta gloria, ha escrito sus impresiones de viaje, varias obras científicas, y algunas no publicadas aún, en que ha pagado también su tributo a la poesía.
¿Qué más pudiera añadir la Comisión, que no debilitase los vivos coloridos con que tan bien se trazan las dotes morales de un soberano, que a los 31 años ha alcanzado la madurez de conocimiento, la prudencia en el consejo, el tacto en la política, y la gloriosa nombradía en el reinado, a que apenas tendrían derecho de aspirar los genios más felices, allá en el último tercio de la vida?
Sólo agregaremos que por un enlace feliz con la Princesa María Carlota Amalia, le ligan los más estrechos vínculos con la dinastía que reina actualmente Bélgica, y que modelos ambos esposos de piedad cristiana, educados desde la cuna en el catolicismo, la pureza de sus costumbres, su celo ardiente por la religión, y el constante ejercicio de la caridad evangélica, los constituyen tipos de aquellas relevantes virtudes, que no podrán menos que reflejarse en los pueblos que gobiernen.
Resumiendo, pues, en breves palabras, todo lo que lleva expuesto, juzga la Comisión haber demostrado plena y satisfactoriamente:
1° Que el sistema Republicano, ya bajo la forma federativa, ya bajo la que más centraliza el poder, ha sido el manantial fecundo en muchos años que lleva de ensayarse, de todos cuantos males aquejan a nuestra patria, y que ni el buen sentido, ni el criterio político, permiten esperar que puedan remediarse sin extirpar de raíz la única causa que los ha producido.
2° Que la institución monárquica es la sola adaptable para México, especialmente en las actuales circunstancias, porque combinándose en ella el orden con la libertad, y la fuerza con la justificación más estricta, se sobrepone casi siempre a la anarquía, y en frena la demagogia, esencialmente inmoral y desorganizadora.
3° Que para fundar el trono no es posible escoger un soberano entre los mismos hijos del país (el cual, por otra parte, no carece de hombres de un mérito eminente); porque las cualidades principales que constituyen a un rey, son de aquellas que no pueden improvisarse, y que no es dable que posea en su vida privada un simple particular, ni menos se fundan y establecen sin otros antecedentes por sólo el voto público.
4° Y último. Que entre los príncipes ilustres por su esclarecido y excelso linaje, no menos que por sus dotes personales, es el Archiduque Fernando Maximiliano de Austria en quien debe recaer el voto de la nación para que rija sus destinos, porque es uno de los vástagos de estirpe real más distinguido por sus virtudes, extensos conocimientos, elevada inteligencia y don especial de gobierno.
La Comisión, en tal virtud, somete a la resolución definitiva de esta respetable Asamblea, las proposiciones que siguen:
1° La Nación Mexicana adopta por forma de gobierno la monarquía moderada, hereditaria, con un Príncipe Católico.
2° El Soberano tomará el título de Emperador de México.
3° La Corona Imperial de México se ofrece a S.A.I. y R. el Príncipe Fernando Maximiliano, Archiduque de Austria, para sí y sus descendientes.
4° En el caso de que por circunstancias imposibles de prever, el Archiduque Fernando Maximiliano no llegase a tomar posesión del trono que se le ofrece, la Nación Mexicana se remite a la benevolencia de S.M. Napoleón III, Emperador de los franceses, para que le indique otro príncipe católico.México, Julio 10 de 1863.
Aguilar.
Velázquez de León.
Orozco.
Marín.
Blanco.
Puesto a discusión el Artículo Primero que dice: La Nación Mexicana adopta por forma de gobierno la monarquía moderada, hereditaria.
Después de un prolijo debate fue aprobado en votación nominal por doscientos veintinueve vocales, contra los Sres. Cuevas D. Santiago y Serrano D. José Rafael, quienes en el acto expusieron no haber disentido de la opinión de los demás señores Notables, sino por encontrar propuesta en el Artículo la monarquía moderada y no la monarquía constitucional.
Suspendida la sesión a las cinco de la tarde, continuó a las siete de la misma, en la que la Comisión presentó como adición al Artículo primero: Con un Príncipe Católico.Después de una detenida discusión fue aprobado el Artículo con su adición en votación nominal y en medio de singulares demostraciones de regocijo, por doscientos veintiséis individuos que estaban presentes en ese momento.
Se dio lectura al Artículo Segundo, que dice: El soberano tomará el título de Emperador de México.
Sin discusión se declaró con lugar a votar, y fue aprobado por la aclamación y el voto unánime de los doscientos veintiséis individuos presentes a la sesión.Se leyó el Artículo Tercero, que dice: La Corona Imperial de México se ofrece a S.A.I. y R. el Príncipe Fernando Maximiliano, Archiduque de Austria, para sí y sus descendientes.
Sin discusión se declaró con lugar a votar, y fue aprobado en votación nominal por los mismos doscientos veintiséis señores presentes.Se dio lectura al Artículo Cuarto, que dice: En el caso de que por circunstancias imposibles de prever, el Archiduque Fernando Maximiliano no llegase a tomar posesión del trono que se le ofrece, la Nación Mexicana se remite a la benevolencia de S. M. Napoleón III, Emperador de los Franceses, para que le indique otro Príncipe Católico.
Suficientemente discutido se declaró con lugar a votar, y fue aprobado en votación nominal por doscientos once vocales contra los nueve siguientes: Bejarano, Jiménez D. Ismael, Jiménez D. Miguel, Hidalgo Carpio, Serrano, Mier y Terán, Pérez Marín, Villaurrutia D. Eulogio y Saldívar.
En seguida se dio cuenta de la siguiente proposición suscrita por los Sres. Velázquez de León, Vergara, Domínguez, Arango, Lares, Ulíbarri, Arroyo, Aguilar D. Ignacio, Orozco y Blanco: La Asamblea de Notables del Imperio Mexicano ofrece un voto de gracias a S.M. Napoleón III, Emperador de los franceses, por la noble y generosa protección que ha dispensado al pueblo mexicano poniéndole en libertad para constituirse.
Admitida a discusión y dispensados los trámites, fue aprobada por aclamación por el voto unánime de los mismos doscientos veintiséis vocales presentes, acordándose que fuese suscrita por todos los señores que la habían aprobado.
Se dio lectura a una comunicación del Sr. Notable D. José María Sardaneta, en que manifestando no poder asistir a la Junta por el estado valetudinario en que se encuentra, declara, sin embargo, ser su opinión en favor de la monarquía hereditaria y la persona elegida para soberano de México, S.A.I. y R. Fernando Maximiliano de Austria.
Se dio lectura a la minuta siguiente, que quedó aprobada, acordándose fuese firmada por todos los vocales.
La Asamblea de Notables ha tenido a bien decretar:
1° La Nación Mexicana adopta por forma de gobierno la monarquía moderada hereditaria con un Príncipe Católico.
2° El Soberano tomará el título de Emperador de México.
3° La Corona Imperial de México se ofrece a S.A.I. y R. el Príncipe Fernando Maximiliano, Archiduque de Austria, para sí y sus descendientes.
4° En el caso de que por circunstancias imposibles de prever el Archiduque Fernando Maximiliano no llegase a tomar posesión del trono que se le ofrece, la Nación Mexicana se remite a la benevolencia de S.M. Napoleón III, Emperador de los franceses, para que la indique otro príncipe católico.
Dado en el Salón de Sesiones de la Asamblea, a 10 de julio de 1863.
A moción del Sr. Woll se acordó un voto de gracias a los señores que forman la Comisión encargada del dictamen de que en esta acta se hace referencia.
Con lo que concluyó este acto que fue frecuentemente interrumpido por prolongados y entusiastas aplausos de la Asamblea, habiendo faltado a él, por enfermedad, los Sres. González de la Vega, Rosales y Ortigoza, quien acompañó certificado de un facultativo a oficio que remitió a la Secretaría, excusándose de concurrir; el Sr. Sota Riva que se halla ausente de la Capital por causa del servicio público; haber renunciado los Sres. Cuevas D. Luis, Fonseca, Olloqui, Ramírez D. Fernando, Echeverría, Villa y Cosío, Iturbide, Morales, Río de la Loza y Orozco y Berra; y sin aviso ni causa conocida, los Sres. Escudero y Echánove, Yáñez y Riva Palacio.
Notas
(1) Al Archiduque Fernando Maximiliano se deben la Iglesia Votiva de Viena y el Palacio de Miramar. La primera fue erigida a consecuencia y en conmemoración del odioso atentado cometido contra Su Majestad Imperial Apostólica. Por medio de una excitación al patriotismo austriaco, consiguió el joven Príncipe los fondos al efecto necesarios.
S.A.I., que había concebido la idea y promovió su realización, dirigió la empresa ocupándose en todos los pormenores que a ella se referían.
El Palacio de Miramar, construido por él, se halla situado sobre una roca escarpada a la orilla misma del Golfo de Trieste, no lejos del ferrocarril de Laybach. Es notable por su bella arquitectura y por la colección que encierra de cuadros y otros objetos de gran valor y gusto, recogidos por el Príncipe en sus largos viajes.