INSTALACIÓN Recopilación, selección y notas de Diego Arenas Guzmán INTRODUCCIÓN UBICACIÓN HISTORICO-SOCIOLÓGICA DE LA POLEMICA A los diez meses de instaurado el señor Francisco I. Madero en la presidencia del gobierno que sucedió al interino del licenciado Francisco León de la Barra, el ámbito político donde aquél ejercía sus funciones le era asaz ingrato, y una atmósfera de inquietud, incertidumbre y confusión, daba fundamento racional a los vaticinios de catástrofe que en diversas ocasiones y por diversos medios hicieron llegar a oídos del Presidente no pocos de quienes habían ayudado a su exaltación, con ejemplar desinterés personal. Desafortunadamente para el futuro inmediato de la República, el señor Madero -víctima de un complejo de bonhomía, ingenuidad, inexperiencia en el arte de gobernar, escaso conocimiento psicológico de los hombres que se le acercaban y sentimental sumisión a las sugestiones de amigos tan ingenuos e inexpertos como él- no atinaba a percibir el móvil de aquellos vaticinios y obstinadamente veía en ellos manifestaciones de envidia, ambición, despecho o deslealtad. Fue así como progresivamente iba quedando más alejado de sus naturales aliados, los revolucionarios, y más aprisionado en las redes de la intriga e inquina que le tendían los hombres del viejo régimen, hábilmente conducidos por talentosos y experimentados guías. En su anhelo de restablecer rápidamente la paz perturbada por la revolución de 1910 y bajo la influencia de consejeros empeñados en hacerle creer que el contenido social de aquel movimiento sería satisfecho por medios evolutivos, la divisa del señor Madero podría ser expresada en estos términos: No hay vencidos ni vencedores; pero la aplicación de tal divisa, en la práctica resultó así: Los vencidos son los vencedores, y conforme a ese absurdo sociológico, el señor Madero se esforzaba por gobernar para la Revolución con un grupo de colaboradores que en mayoría representaban la Contrarrevolución. No por eso los porfiristas y los oligarcas que con aquéllos compartieron el poder público por espacio de varios lustros se resignaban con la derrota que, más a su vanidad que a sus intereses políticos y económicos, les habían inferido los revolucionarios antirreeleccionistas, y con el propósito de recobrar en plenitud el control de la administración pública, actuaban divididos en dos alas: La aparentemente gobiernista que desde los puestos clave de las oficinas gubernativas y administrativas se dedicaba a entorpecer la acción progresista del Presidente y de su pequeño círculo de colaboradores revolucionarios. Y la desembozadamente oposicionista que en la tribuna, en el aula, en el cuartel, en las columnas de las publicaciones periodísticas, esparcía la ponzoña de una crítica inteligentemente aderezada, iracunda, mordaz, incisiva, intransigente. Por su parte, los revolucionarios también habían fraccionado su frente de lucha, y mientras unos volvían a empuñar las armas, que depusieron o estuvieron a punto de deponer en obediencia a las estipulaciones de paz entre el gobierno del general Porfirío Díaz y el provisional revolucionario en 1911, otros, decepcionados, se alejaron políticamente del señor Madero, pero sin cejar en su afán de excitarlo a prever el riesgo inminente a que se exponían él en persona, su gobierno y la secuela del proceso revolucionario, como resultado de contemporizaciones que en muchos casos iban más allá de las fronteras de la transacción y tomaban naturaleza de entrega; otros más se apartaron no sólo del señor Madero y de su gobierno, sino de toda actividad política y volvieron a sus ocupaciones habituales de antaño, lasa la voluntad y quebrantado el espíritu, ante lo que suponían un fracaso irreparable y doloroso de sus ideales, y otros, finalmente, continuaron al lado del Presidente y de su régimen, esperanzados en que, sin violencias peligrosas para la salud de la nación y aun para su ser de pueblo autónomo, los postulados revolucionarios irían siendo convertidos en normas jurídicas y en realidad social. Aliados políticos de los revolucionarios que se arrojaron de nuevo al campo de la rebelión armada eran los hombres de algunos círculos que durante la pelea contra el régimen porfiriano giraron alrededor de personalidades destacadas del antirreeleccionismo o del antiporfirismo; tales, el doctor Francisco Vázquez Gómez, su hermano don Emilio y los vazquistas; el señor Fernando Iglesias Calderón y los animadores del Partido Liberal, que se estimaban, y no sin razón, los auténticos precursores del movimiento acaudillado por Madero. Al cobijo de las banderas del credo democrático que predicaba el señor Madero -apóstol de una democracia ortodoxa y romántica-, los herederos políticos del antiguo partido de Religión y fueros, que nunca estuvieron cabalmente complacidos con las concesiones anticonstitucionales que el régimen porfiriano les dispensó, resolvieron cerrar su largo lapso de abstención electoral y presentarse a cara descubierta en la palestra de la política, agrupándose con el nombre de Partido Católico, que en sus primeros días de actuación se exhibió amigo y aliado del señor Madero, para cambiar muy pronto esta postura por la de conmilitón de las agrupaciones más sañudamente opositoras al Presidente y su gobierno. No hemos de extrañarnos, por tanto, si a menudo vamos a mirar a los diputados de ese Partido unirse en las votaciones con los diputados independientes que no eran en realidad sino abogados de la restauración científica- y con los diputados liberales, que paradójicamente, y en muchos casos sólo por aversión al Partido Constitucional Progresista y al gobierno de Madero,ayudaron al feliz éxito de las maquinaciones contrarrevolucionarias en el seno de la XXVI Legislatura del Congreso de la Unión. Por lo demás, la alianza del Partido Católico con el grupo llamado independiente dentro de la Cámara de Diputados, debe ser explicada bien, no por afinidad política, sino por identidad de los intereses económicos que representaban los altos mandos de ambos conglomerados: En uno, en el de los independientes, se hacía oír la voz de la banca, de 10s comerciantes ricos, de industriales en mayoría subsidiarios de poderosas negociaciones internacionales y en el otro, en el de los católicos, predominaba el pensamiento de los grandes terratenientes, de la aristocracia semifeudal, creada en tiempos de la Colonia. Más difícil de explicar por nexo económico sería la alianza de diputados liberales con diputados católicos, pues gran porción de aquéllos eran hombres de una clase media que logró mantenerse en cierta posición de independencia decorosa respecto a la plutocracia adherida al régimen del general Díaz; otros, como Juan Sarabia, al llegar a la Cámara llevaban aún la pavura de las tinajas de Ulúa en las retinas, y en el espíritu la justa cólera del precito político de la época porfiriana. Parece más cuerdo, por tanto, fijar en motivos de raíz psicológica la razón de dicha alianza. Como quiera que sea, el ambiente social de aquel momento histórico propiciaba en demasía la confusión de ideas y el extravio de los sentimientos, dando aliento a desconcertantes coaliciones políticas y a sorpresivas escisiones dentro de grupos de hombres que poco tiempo antes habían actúado unidos por común decisión abnegada y valerosa. Dentro de lo ilógico, en concepto abstracto, de aquellas coaliciones y de estas escisiones, aparece lógico el apoyo que prestaron algunos de los líderes del Partido Liberal y la simpatía con que otros vieron, al movimiento de inspiración definidamente reaccionaria y restauradora que capitaneó el jefe ex revolucionario Pascual Orozco en el Estado de Chihuahua y que puso en peligro la existencia del gobierno que presidía Madero, al correr de los meses de febrero a mayo de 1912. Menos lógicas aparecen la sumisión del tenaz agrarista Emiliano Zapata a la jefatura de Pascual Orozco y su adhesión a la proclama con que éste trataba de justificar su rebelión contra Madero, y en la que enjuiciaba a la revolución de 1910 -misma que lo había tenido y había tenido a Zapata en rango de arrojados defensores- como un movimiento nocivo a la patria, porque desde que se inició fue incubada en gérmenes de traición; porque llevaba como principales elementos de combate el dinero yankee y la falange de filibusteros que sin ley, sin honor y sin conciencia, fueron a asesinar a sus hermanos. Pero la crítica de historia no deberá ser excesivamente severa hacia un hombre de la contextura psíquica de Zapata, a quien hemos de colocar más adecuadamente dentro del tipo de los intuitivos que dentro de la clase de los cerebrales, y al hacer citación de sus errores justo es dar su valor exacto a la influencia de aquel medio confuso y convulsivo en que se movió. Influencia a tal extremo presiva, que no permitía delimitar con precisión los campos que eran escenario del dramático episodio: Tramonto de un Viejo Régimen; Aurora de un nuevo Estado Social. Hombres mucho mejor preparados intelectualmente que el general Zapata reforzaron una o varias ocasiones, consciente o involuntariamente, las posiciones de lucha de la restauración oligárquica. Don Emilio Vázquez -para citar un ejemplo individual-, que fue hasta cierto punto el más empeñoso animador del movimiento cívico de los antirreeleccionistas, precursor inmediato de la revolución de 1910, pero que fue asimismo pertinaz opositor a la transformación del movimiento cívico en movimiento revolucionario, y estorbó cuanto pudo esa transformación, logró polarizar, en los días inmediatos a la instauración del gobierno presidido por De la Barra, los anhelos de revolucionarios inconformes con la transacción que dio cuerpo a los tratados de Ciudad Juárez, y de los revolucionarios cuya diferencia de opinión con la del señor Madero cabe puntualizarse así: Reforma Social como consecuencia del Gobierno Democrático que era el postulado de Madero; Gobierno Democrático, como resultado de la Reforma Social, que era la antítesis de los revolucionarios radicales. Muy de acuerdo con el proceso dialéctico de las acciones y reacciones políticas se nos presenta el hecho de que don Emilio Vázquez haya sido entonces a manera de aguja de pararrayos que atrajese para sí fulminadoras descargas de cólera, escarnio y de intriga, provenientes del campo contrarrevolucionario, ora estuviese ubicado éste en la oposición, ya se hallase como punta de flecha en los círculos ministeriales, o bien, protegido por camuflaje sentimental, ocupase una amplia zona -la de los afectos familiares- en el corazón del señor Madero. Difícil sería concordar las actitudes del licenciado Vázquez en funciones de secretario de Gobernación del presidente De la Barra, donde representó la tendencia revolucionaria radical, con las del licenciado Vázquez, pretendiente a la jefatura política del movimiento que, bajo la garantía de las firmas de Pascual Orozco, Inés Salazar, Emilio Campa, Benjamín Argumedo, etc., afirmaba una tendencia radicalmente restauradora. La tendencia restauradora de la rebelión orozquista estaba manifiesta en las airadas condenaciones a la revolución de 1910 y en los loores al general Díaz, a quien se le daba el título de Gran Desterrado; condenaciones y loores que el lector puede conocer si consulta la proclama con la que Orozco anunció la rebelión. Y para imaginar cuál habría sido la composición política encarnada en los hombres que hubiesen integrado el gobierno nacido del orozquismo en armas, basta fijar la atención en las cláusulas resolutivas de la propia proclama que declaran el desconocimiento de Madero -electo por impecable votación popular- como titular del Poder Ejecutivo y en contraste proponen la prórroga del ejercicio de las Cámaras, cuyos miembros habían recibido sus credenciales de diputados y senadores por merced del supremo elector que fue el general Díaz. Sin embargo, como antes se ha dicho y como quedó afirmado con documentación irrefutable en la obra Del Maderismo a los Tratados de Teoloyucan, Zapata se adhirió al movimiento orozquista, rompió en alabanzas para la reaccionaria proclama de Orozco y se sometió a éste reconociéndolo por jefe de la revolución contra el gobierno de Madero; la mayor porción de los intelectuales del Partido Liberal ayudaron en diversas formas a la expansión de la asonada orozquista, y el licenciado Emilio Vázquez, que se ufanaba de ser estimado como jefe de la extrema izquierda de la revolución de 1910, procuró ser reconocido en carácter de presidente provisional de la República por los orozquistas. La ligereza, la inquina, la pasión irreflexiva, encontrarán en esas actitudes motivos para declarar traidores a la Revolución a Zapata, a los liberales de Iglesias Calderón o de don Carlos Trejo y Lerdo de Tejada y a don Emilio Vázquez; pero el historiador, que en modo alguno debe desatender el examen de los factores sociológicos y psicológicos que influyen sobre la conducta de los hombres públicos, pecará contra sí mismo si, imitando a los libelistas que con tanta prodigalidad expiden títulos de traidor a quien quiera que no sea o no haya sido de su partido o de su capilla política, excomulga del partido revolucionario al licenciado Vázquez, a los liberales de 1912 y al general Zapata. En la actitud de unos y otros debemos apreciar síntomas del estado de confusión cuyo panorama se trata de dibujar en este capítulo; confusión a la que contribuían muy intensamente la heterogeneidad política del personal llamado por el presidente Madero para colaborar en las tareas de gobierno, y la innegable pericia de los líderes contrarrevolucionarios, que en muchos casos hacían aparecer responsable al Presidente de actos tramados por ellos mismos para perjuicio de los revolucionarios y del propio Presidente. Quizás más temibles que sus bien definidos y sañudos opositores, eran para el régimen maderista los tortuosos enemigos que bajo la apariencia de colaboradores y amigos aprovechaban los cargos públicos o las comisiones que el Presidente les había confiado, para conspirar, para dar aliento a los alzados en armas y para desatar injustas persecuciones contra personas que habían donado contingente de dinero, de sacrificio o de sangre a la revolución, cuidando, eso sí, de que la responsabilidad de aquellas persecuciones recayese totalmente sobre el mismo señor Madero, quien muchas veces, como en el caso del ingeniero Alfredo Robles Domínguez y varios amigos de éste, entre ellos el autor de la presente obra, venía a enterarse de que algún golpe arbitrario y alevoso, disparado desde tal o cual oficina de gobierno, había herido a leales y ameritados revolucionarios, cuando ya éstos se hallaban tras las rejas de un penal, y las columnas de los periódicos adversarios a la Revolución habían salido henchidas de escándalo, y las notas informativas habían sido aderezadas en forma que la opinión pública descargase sobre la cabeza del Presidente los anatemas de ingrato y déspota. A tal extremo era absurdo el clima político de aquellos días, que el señor Madero y los pocos funcionarios de extracción revolucionaria que actuaban cerca de él, llegaron a estar convencidos, y de esta convicción daban demostraciones deplorables, de que los únicos sostenes de que podía disponer el gobierno para hacer frente a las crisis peligrosas, eran los hombres y las entidades o corporaciones que estuvieron asechando, desde el día mismo en que don Porfirio puso pie en la escala del Ipiranga, el momento de su desquite, cruel, terrible, brutal. Ardua es, por tanto, la tarea de trazar una sinopsis de aquella caótica situación, auténtico laberinto en donde Madero y los colaboradores sinceros que compartían con él la responsabilidad del gobierno nacional, más se enredaban a medida que más se esforzaban por dar con el hilo de Ariadna. Pero los otros, los del otro bando, bien que sabían adónde iban, qué querían y cómo lo querían. Madero y sus adictos amaban la paz, deseaban la concordia, predicaban el perdón de pasados agravios y el estrechamiento de todas las manos; los coreaban los otros, porque la paz, la concordia, el perdón y el estrechamiento de manos eran eficacísimos recursos para exterminar a los revolucionarios que no habían caído en el garlito de los tratados de Ciudad Juárez, y para reducir a la nada la influencia de los revolucionarios que aún permanecían al lado de Madero. En nombre de la paz, de la concordia, del perdón, del estrechamiento de manos, eran remachados los grilletes que aprisionaban a Madero como rehén que la Revolución inconclusa había entregado al viejo régimen; a nombre de la paz, de la concordia, del perdón, del estrechamiento de manos, se postulaba la santidad intocable del latifundio; la perpetuación de la esclavitud en las haciendas henequeneras de Yucatán, la conservación del sistema negrerista en los campos del Valle Nacional, en las selvas chicleras de Quintana Roo y en los ingenios azucareros de Veracruz y Morelos; y en nombre de la paz, de la concordia, del perdón, se gritaban exorcismos y reprobaciones para el más nefando de los crímenes: cualquier esfuerzo de los trabajadores de empresas industriales por un salario remunerativo y una jornada humana de labor. Cada vez que el señor Madero abría la boca para afirmar que la revolución había terminado y que los adversarios de ayer no eran ya sino mexicanos arropados con una misma bandera: la bandera de la patria, los señores feudales del latífundio, los esclavistas, los negreros, los capitanes de una industria deshumanizada, clamoreaban su enternecimiento y ... hacían chistes soeces a costa del Presidente. Entre los más diestros sembradores de confusión, atinado es citar a los órganos de prensa, casi en totalidad controlados por los líderes de la restauración y, destacándose entre aquéllos, a dos periódicos de afiliación francamente católica: El País y La Nación. De las columnas de ambos diarios partian las informaciones y las consejas mejor meditadas para producir o espesar el desconcierto entre los hombres del partido revolucionario; para ahondar el desacuerdo de éstos con quien había sido su caudillo hasta pocos meses antes; para ridiculizar al Presidente, a sus secretarios de Estado leales a la Revolución y enaltecer a los que realizaban obrá contrarrevolucionaria; para frotar con cantáridas de adulación las ambiciones de potenciales jefes de asonada o cuartelazo que derrumbasen al gobierno; para atraer la indignación pública sobre los revolucionarios que dotados del suficiente valor civil, dijesen en voz alta que la Revolución no sólo no habia terminado, sino que apenas empezaba y que esa Revolución tendría que ser consumada como quiera que fuese: por medios pacíficos o por el uso de la violencia en sus aspectos más tremendos. Pero estos revolucionarios carecían de una tribuna con resonancia hacia todos los ámbitos del país, porque la Revolución en el gobierno había descuidado la creación de órganos periodísticos que contrarrestasen la propaganda contrarrevolucionaria de los bien escritos y magistralmente dirigidos periódicos católicos y científicos, y se conformaba con haber dado vida al diario Nueva Era, que más se dedicaba a las limitadas funciones de órgano ministerial que a las trascendentes de órgano de divulgación de la ideología revolucionaria. Uno que otro abnegado paladín se esforzaba por cumplir esta función, pero no conseguía dar el ser sino a pequeños intersemanales de circulación exigua. Culminación del hábil plan llevado al cabo por los conductores de la restauración para dejar a la revolución sin órganos expresivos fue ésta: Un año después de que el general Díaz renunció a la presidencia de la República, la mentalidad media del pueblo mexicano era rotundamente hostil al gobierno de Madero. Más aún: sobre las clases sociales -campesinos y obreros- que deberían ser comulgantes lógicos del partido revolucionario, reinaban tanto la desorientación y el desconcierto, que frecuentemente eran impelidas a servir de refuerzo a la minoría restauradora. Bajo estos signos de caos en las almas y en las mentes nació la XXVI Legislatura del Congreso de los Estados Unidos Mexicanos, y fue desde luego la Cámara de Diputados la tribuna de magna resonancia que los revolucionarios anhelaban; el gran campo de pelea de la Revolución y la Contrarrevolución; el ágora donde la Revolución tornó a deletrear su programa de reformas social-económicas, y la atalaya desde la cual avizoraron la proyección histórica del movimiento revolucionario empezado en 1910, Luis Cabrera, Serapio Rendón, Jesús Urueta, Félix F. Palavicini y otros varios líderes del grupo que meses más tarde fue constituido con el nombre de Bloque Renovador. Historia mutilada será cualquiera que se elabore sobre la Revolución Mexicana si deja en hueco o pasa de prisa ese trance dramático, apasionante, gestativo, que son los debates habidos en la Cámara de Diputados entre los meses de septiembre de 1912 y octubre de 1913. La Historia General o Historia Política -como quiera que se la llame- de la Revolución Mexicana, requiere indispensablemente la consulta del Diario de los Debates de la XXVI Legislatura, especialmente el de la Cámara de Diputados, y como la colección completa de ese Diario es casi un documento incunable por su rareza, y como la reedición de aquélla implicaría un costo muy por encima de la posibilidad adquisitiva del lector común, y como la función específica del Instituto de Estudios Históricos de la Revolución Mexicana, consiste en divulgar todos los documentos que ayuden al conocimiento del hondo fenómeno sociológico ocurrido en nuestra nación a partir del año de 1908, el autor de este libro aceptó con gratitud el encargo de sus compañeros que forman el Patronato de dicho Instituto, para seleccionar y coordinar con comentarios preferentemente explicativos, sin excluir los apreciativos, las crónicas de las asambleas sucedidas en la Cámara de Diputados dentro del período arriba señalado. Ha sido necesario dividir en cuatro volúmenes el trabajo encomendado al autor, para que la angustia de espacio no prive a los lectores del conocimiento minucioso de episodios cuyo eslabonamiento dio énfasis dramático a la polémica sostenida por los partidos en la tribuna parlamentaria. El primero de aquellos volúmenes comprende las versiones taquigráficas -expurgadas de detalles baladíes que harían cansada su lectura- y las apostillas del autor, que se refieren a las Juntas Preparatorias y a las sesiones de Colegio Electoral, dedicadas a la discusión de credenciales de los presuntos diputados. En los siguientes volúmenes serán reproducidas aquellas actas de las sesiones de la Cámara de Diputados que a juicio del compilador contengan valor histórico y cuya situación cronológica esté dentro de los límites del 14 de septiembre de 1912 y el 19 de febrero de 1913, fecha esta última en que los diputados aceptaron las renuncias de los señores Francisco I. Madero y José María Pino Suárez a la presidencia y vicepresidencia de la República, respectivamente, y luego de admitir también la del licenciado Pedro Lascuráin al cargo de presidente interino, recogieron la protesta del general Victoriano Huerta previa al desempeño de este último encargo. En el transcurso de aquellos días, la Revolución halló voces claras y expresivas para entregar su mensaje a la Historia. Tal es la razón del título general que se ha dado a este trabajo de selección del Diario de los Debates de la XXVI Legislatura. Diego Arenas Guzmán
DE LA
XXVI LEGISLATURA