Indice de Instalación de la XXVI legislatura Recopilación y notas de Diego Arenas GuzmánCAPÍTULO DECIMOCTAVO - La Revolución abomina del régimen de latifundio en la persona de Don Manuel Cuesta Gallardo CAPÍTULO VIGÉSIMO - ¡Viva la Constitución!, grita el diputado católico Francisco ElgueroBiblioteca Virtual Antorcha

INSTALACIÓN
DE LA
XXVI LEGISLATURA

Recopilación, selección y notas de Diego Arenas Guzmán


CAPÍTULO DECIMONONO

LA REVOLUCIÓN NECESITA CONCIENCIAS QUE NO SEAN BANDERA DE ALQUILER

Tanta o quizás más intensa expectación que el debate relativo a la credencial del señor Cuesta Gallardo, suscita la lectura del siguiente dictamen:

El 5 de julio del año en curso, en Zinacantepec, municipalidad del mismo nombre, y cabecera del 2° distrito electoral del Estado de México, se verificó con las formalidades legales, la elección para diputados propietario y suplente de ese mismo distrito electoral, recayendo la elección en favor de los señores licenciado Francisco M. de Olaguíbel, por 3,147 votos, para propietario, y para suplente, el ciudadano Ramón Díaz, por 2,773 votos.

La citada elección fue protestada por diversos vecinos de la localidad, entre ellos, el candidato oponente ya mencionado, doctor Ignacio Aguado y Varón, quien se reservó -dice en su escrito- concurrir ante la Cámara de Diputados a reclamar su derecho.

Y, en efecto, así lo hizo en memorial de fecha 6 de julio del año en curso, con el cual exhibió los comprobantes que menciona, con objeto de acreditar que el licenciado Francisco M. de Olaguíbel no tiene los requisitos de vecindad exigidos por el artículo 116 de la Ley Electoral; esto es, que no es nacido en el Estado de México, que no tiene bienes en el propio Estado y que no ha residido en él tres meses, por lo menos, antes de la elección.

Prescindiendo de las irregularidades en la elección, que motivaron capítulos de protesta de los vecinos del distrito electoral, y del propio doctor Aguado y Varón, la Comisión que suscribe cree de preferencia, y como punto principal, ocuparse de la objeción más seria, que es la que se refiere a la falta de vecindad del electo, licenciado Francisco M. de Olaguíbel, quien, advertido por la propia Comisión, del hecho, presentó un memorial tendiente a demostrar que sí tiene esa vecindad. Los fundamentos que aduce son, en substancia, el artículo 56 de la Constitución general de la República, que dice: La vecindad no se pierde por ausencia en desempeño de un cargo público de elección popular.

Presenta el señor licenciado Olaguíbel los comprobantes de que fue electo diputado al Congreso de la Legislatura del Estado de México en el período que debía terminar el 1° de marzo de 1909, y antes de que terminara, fue elegido diputado al Congreso de la Unión, en 14 de julio de 1908.

Pero lo que no dice el señor licenciado Olaguíbel, es que, estando fuera del Estado de México, o sea con residencia en esta ciudad, en el desempeño de los empleos que menciona, sucesivamente, de defensor de oficio y agente del Ministerio Público, fue elegido diputado al Congreso de la Unión, pero por el Distrito Federal; esto es, no fue electo por el Estado de México, y que en el desempeño de su cargo hubiera venido a esta ciudad al Congreso de la Unión, sino residiendo en este distrito como vecino de él, fue elegido diputado al Congreso de la Unión.

Resulta, pues, que su ausencia del Estado de México no se debe al desempeño de un empleo, de un cargo público, o, lo que es lo mismo, su ausencia no es de las que no hacen perder la vecindad por desempeñar cargo público de elección popular, a que se contrae el artículo 56 de la Constitución, sencillamente porque esa vecindad la tenía ya perdida desde el momento en que vino a radicarse al Distrito Federal y en él desempeñó los empleos que él mismo menciona, que son sucesivamente el de defensor de oficio y el de agente del Ministerio Público, lo cual demuestra que por esa época su domicilio era este Distrito Federal, toda vez que, conforme al artículo 28 del Código Civil, de este Distrito Federal, y como el correlativo Código del Estado de México, el empleado tiene su domicilio en el lugar en que desempeña sus funciones.

Aparte de lo que procede, la Ley Electoral, en su artículo 116, es absolutamente precisa en su fracción III, cuando dice como requisito indispensable: ... para los efectos del artículo 56 de la Constitución, que el electo haya residido en el Estado, distrito o Territorio por lo menos tres meses antes de la elección. Y consta por el certificado del prefecto político de Coyoacán que presentó el doctor Aguado y Varón, que el señor licenciado Olaguíbel, es vecino de esta población desde hace más de un año, con residencia en la Avenida Hidalgo número 9. Lo rectifica el hecho que confiesa en su memorial el propio señor licenciado Olaguíbel, de haber sido diputado al XXV Congreso de la Unión; y si, pues, fue electo y desempeñó ese cargo, es indudable que su residencia y, por lo mismo, su vecindad ha sido y es la ciudad de México.

El artículo 116 de la Ley Electoral se refiere al artículo 56 de la Constitución, que invoca el señor licenciado Olaguíbel, de donde se infiere que los razonamientos que aduce están en plena contradicción con el texto legal atendible, por cuya causa carece de eficacia.

De la propia suerte, nada prueba y a nada conduce la cita que hace de la Constitución del Estado de México, en sus artículos 90 y 10, que invoca, porque la Constitución indicada no está sobre la Ley Electoral, que fue expedida por el Congreso de la Unión, y, por otra parte, el artículo 10 mencionado, dice que nO se pierde, por comisiones en servicio público de la nación o del Estado fuera de su territorio, su vecindad. Pero como el señor licenciado Olaguíbel era vecino de México, cuando fue electo diputado al Congreso de la Unión por el Distrito Federal, es claro que había perdido la vecindad en el Estado de México y no cabe la aplicación del texto constitucional de este Estado, que cita, tanto más cuanto que la comisión que tenía no emanaba de elección popular de los habitantes del Estado de México, ni de comisión de su Gobierno.

Careciendo, pues, del requisito de vecindad el señor Francisco M. de Olaguíbel, tiene impedimento legal para ser electo diputado por el 2° distrito del Estado de México, en conformidad con el artículo 116 de la Ley Electoral en vigor, y como las elecciones de ese distrito fueron hechas legalmente, no están viciadas de nulidad respecto a ellas, sino exclusivamente por lo que se refiere al señor licenciado Olaguíbel, y la consecuencia es que séa designado para desempeñar el puesto, en calidad de propietario, el que le sigue en votos inmediatamente, que lo es el doctor don Ignacio Aguado y Varón.

La subscripta Comisión no se ha ocupado para nada de si el señor licenciado Olaguíbel tiene comercio o industria establecido en el Estado de México, o bienes raíces tres meses antes de la elección, para acreditar su requisito de vecindad, porque él, en su memorial, nada dice a este respecto, lo que tácitamente indica que su vecindad no la funda en estos capítulos.

Y si alguna duda cupiere, el mismo señor licenciado Olaguíbel se encarga de alejarla en el punto 4 de hechos de su memorial, al decir que fue elegido diputado al Congreso de la Unión, en 14 de julio de 1908, o, lo que es lo mismo, desde hace cuatro años es diputado al Congreso de la Unión por este Distrito Federal, dato que él omite, pero que comprueba su vecindad en esta ciudad, que, de otra suerte y conforme a la ley, no habría podido ser elegido diputado al Congreso de la Unión por este Distrito Federal.

Estimando lo que precede, la subscripta Comisión concluye proponiendo:

I. Son de calificarse como buenas y legales las elecciones para diputados propietario y suplente, del 2° distrito electoral del Estado de México.
II. Es diputado propietario por el segundo distrito electoral del Estado de México, el doctor Ignacio Aguado y Varón, y diputado suplente el ciudadano Joaquín M. Madrid y Pliego.

Sala de Comisiones de la Cámara de Diputados del Congreso General
México, septiembre 10 de 1912.
Serapio Rendón.
Licenciado V. Moya y Zorrilla.
Jesús Urueta.

Se hace constar que el ciudadano Vicente Pérez, miembro de la Comisión, se excusa de votar en este dictamen, por disentir de él.

Se hace constar igualmente que el ciudadano licenciado Pascual Luna y Parra, también miembro de la Comisión, se excusó de votar por igual motivo.

Como resultado de una moción de orden que presenta el señor Olaguíbel, en el sentido de que la Comisión de Poderes amplíe verbalmente los fundamentos de su dictamen, el diputado Urueta dice:

Vengo a hacer, más que una ampliación, algunas explicaciones.

La Comisión ha debido atenerse, porque éste es su deber, a la ley, y sólo a la ley de una manera estricta. Desde el punto de vista legal, la Comisión cree que su dictamen es fundado; pero a la Comisión no se le escapa que existe un argumento de orden moral en la causa del señor Olaguíbel, que es muy serio, que es muy poderoso, y, en consecuencia, digno de que sea tomado en consideración por la Asamblea.

Yo he creído siempre, como mi buen amigo Arias, que nuestra Ley Electoral es defectuosa, sobre todo en lo que se refiere al requisito de vecindad; pero desde el momento en que la ley fija cuándo y cómo se pierde el requisito de vecindad, la Comisión no ha podido hacer otra cosa que atenerse a las reglas mismas que marca la ley, y en consecuencia, dictaminar en sentido adverso al señor Olaguíbel.

Pero, señores, yo creo que, a pesar de esto, el señor Olaguíbel, que, en mi concepto, carece legalmente del requisito de vecindad, es vecino, y muy vecino del Estado de México, si consideramos la cuestión desde el punto de vista moral.

En efecto, señores, el señor Olaguíbel ha pasado largos años de su vida en el Estado de México; entiendo que diez y siete años ha vivido en el Estado de México.

Su abuelo fue un hombre grande, alto educador consagrado a iluminar el entendimiento de la juventud y a formar el corazón de la niñez; ha sido declarado benemérito por el Estado de México, y su nombre se conserva como uno de los más altos que haya producido el Estado de México. Su padre, hombre de letras, hombre de cultura, se consagró también ampliamente a la enseñanza, y no desmereció en nada de los gloriosos títulos que el anterior le había legado.

El señor Olaguíbel estudió en el Colegio de la ciudad de Toluca: allí se le dio una beca, y entiendo que el señor don Manuel de la Hoz fue algún tiempo su profesor de literatura en el Instituto, y allí el señor Olaguíbel formó una familia, allí nacieron algunos de sus hijos; fue diputado una o dos veces a la Legislatura local; en consecuencia, los vínculos morales que tiene el señor Olaguíbel con los habitantes del Estado de México son muy estrechos, y son muy fuertes, y por eso decía yo que, desde este punto de vista podemos considerar al señor Olaguíbel como vecino del Estado de México. El argumento de orden moral es, en mi concepto, más fuerte que el argumento de orden legal.

Justamente esta mañana, señores, leía yo en la prensa una noticia que hizo asomar la sonrisa a mis labios. Nuestro altisonante embajador don Manuel Calero, para adquirir el requisito de vecindad en el Estado de México, compró una magnífica y hermosa propiedad en la suma de $25.00 (risas); después, aquí hemos visto que el señor Vidal y Flor compró una, en el Estado de Veracruz, en $200.00; que el señor Pascual García compró otra, en el Estado de Michoacán, en $200.00. Fueron más espléndidos que nuestro embajador; pero de tal suerte, el señor Galindo y Pimentel decía: Sí, yo he comprado la propiedad, porque quise ser vecino, puesto que es uno de los requisitos de la ley. Todo esto es muy bueno, no es posible negarle la vecindad al señor Vidal y Flor, en lo que al Estado de Veracruz atañe, ni al embajador Calero respecto del Estado de México, porque legalmente son vecinos; pero así como dije, tratándose del señor don Pascual García, que en lo íntimo de mi conciencia estaba que aquello era un simple ardid que realmente no tenía ese carácter de vecindad que se queria atribuir, así digo hoy, al contrario tratándose del señor Olaguíbel que, a pesar de que legalmente no puede ser considerado vecino del Estado de México, moralmente sí, por sus antecedentes de familia, por sus antecedentes personales. El señor Olaguíbel está, pues, en aptitud de comprender las necesidades de aquel pueblo, de sufrir con sus dolores y de alentar con sus esperanzas. La Comisión ha tenido que atenerse a lo estricto de la ley, y por eso hizo su dictamen en esa forma; pero yo pienso, con mucho gusto, que la Asamblea -que en estos casos se ha olvidado de que más que un tribunal, que un jurado es una asamblea de conciencia-, vería yo con mucho gusto que le diera entrada en su seno.

El señor Olaguíbel es un hombre digno, es un letrado de mérito, poeta finísimo y orador elocuente; algunas veces tendría yo gusto en discutir con él, sabiendo, como sé, que un viejo afecto -porque el señor Olaguíbel y yo somos viejos, aunque él no lo parezca- nos hará tratar la cuestión con el respeto que siempre nos hemos tenido, por ese cariño, por el aprecio mutuo. En consecuencia, señores, nosotros, la Comisión, que tiene que votar a favor de su dictamen abre las puertas al señor Olaguíbel, y si el señor Olaguíbel, como lo espero, llega a los escaños con objeto de prestar la protesta, yo seré el primero en tenderle la mano y en abrirle los brazos (aplausos nutridos).

El diputado Gurrión consigue que se le permita decir:

No quiero juzgar si es buena o mala la actitud del señor licenciado Urueta; no quiero decir que el señor licenciado Olaguíbel tenga o no entrada a la Cámara, únicamente quiero declarar ante la Asamblea que el señor licenciado Urueta no ha hablado en pro del dictamen (siseos, risas).

El licenciado Moheno usa de la palabra en contra del dictamen. Sus razones polémicas son éstas:

Señor: Francamente, declaro que me siento perplejo al comenzar; no sé por dónde hacerlo, pues diferentes vías solicitan mis pensamientos. Comenzaré por rendir mi tributo a la galantería, dando las gracias más rendidas al señor Palavicini por el subido e inmerecido elogio que me dispensó desde esta tribuna; y debo agradecerlo, porque yo no estoy acostumbrado a esas finezas (risas).

Su señoría decía que, gracias a una pintura que yo hice de los jefes políticos, se salvó la credencial del señor Villaseñor. Yo quisiera que ello fuera cierto; pero desgraciadamente no lo es; se salvó aquella credencial por la rectitud de vuestra soberanía. Y agregaba el señor Palavicini que, si yo hubiera venido aquí a hacer la pintura de los caciques, el hoy náufrago señor Cuesta Gallardo, habría zozobrado mucho antes. Tampoco esto es cierto, y yo lamento que no lo sea, porque si tal fuera la fuerza de mi palabra, la hubiera puesto al servicio del señor Cuesta Gallardo y no lamentaríamos ahora su ausencia: yo siempre quise que todos los que comenzamos juntos, hubiésemos acabado juntos, sin otros huecos en nuestras filas que los que va sembrando la implacable muerte. Repito, pues, a su señoría mi agradecimiento más efusivo, porque sus elogios no son sino hijos del afecto que me profesa y que yo le correspondo cordialmente.

Repito que mi pensamiento es sumamente desordenado por ahora, y yo ruego a ustedes excusarme. La cuestión en sí es tan apasionante que bien vale la pena de que me excuséis, pero yo, más que nadie, estaba obligado a venir a esta tribuna. Lozano, Villaseñor, Olaguíbel, García Naranjo, Aspe, Vidal y Flor, y todos los que aquí quedan del anterior Congreso, recuerdan que a fines de mayo, desde el asiento que ocupa su señoría el señor Ramírez Martínez, me decía nuestro prestigioso compañero -hoy residente en los Estados Unidos-, Carlos Pereyra, que si yo formaba parte del XXVI Congreso, echaría de menos la honradá oposición que ellos hacían -¿no es esto cierto?-; y yo honradamente le contesté que era verdad y que yo, primero que nadie, procuraría por que sus señorías volviesen aquí. De manera que vengo a cumplir ese compromiso.

No se en qué momento de mi peroración voy a hacer uso de este decreto; pero necesito que lo conozcáis desde luego.

En 1889 la Legislatura del Estado de México concedía una pensión, un puesto de gracia al señor Olaguíbel, y no por las gracias suyas, sino por las de sus antepasados; y decía aquel decreto en la parte relativa, lo que vais a oír: (Leyó). A su debido tiempo me referiré a este interesante documento.

Tratemos ahora de entrar un poco, y desde luego, al corazón del asunto. El señor Urueta viene a decir aquí que el señor Olaguíbel legalmente no tiene derecho de venir a ocupar uno de estos bancos; pero que, moralmente, tenía sobra de derecho para sentarse en esta Asamblea y prestarle el prestigio de su palabra y de su nombre. Yo vengo a demostrar que el señor Urueta está profundamente equivocado; que, si moralmente el señor tiene derecho de sentarse entre nosotros, legalmente lo tiene también. Y esto es tanto más necesario, cuanto que aquí, tan pronto se nos habla de la moral como se nos habla de la ley, y, en este caso, vamos a poner a la curul del señor Olaguíbel el debido cimiento de la legalidad y de la moralidad.

Yo no quisiera, señores, atacar de nuevo a la Comisión; la veo tan vencida (risas) que, francamente, casi es una crueldad (risas). Un espíritu intensamente original, un gran pensador ha dicho estas o parecidas palabras: Todo culto sincero tiene una belleza esencial, independiente del dios a quien se tributa; y yo verdaderamente admiro a la Comisión que, para mí sobre todo, se suma y se sintetiza en el señor Rendón; yo admiro el culto, porque es un verdadero culto; yo admiro la unción con que ha venido a oficiar aquí tarde a tarde. Con profundo respeto lo veo subir a esta tribuna a cada momento, trepar este vía crucis -porque para él ha sido un vía crucis (risas)-, afirmarse sobre los talones, y lanzar la frase sacramental: Honorable Asamblea (risas, aplausos). Y esa admiración la tengo yo, la siento por ese culto, independientemente del dios a quien se tributa, que es el Partido Constitucional Progresista; pero es fuerza ir allí, por más que mi anhelo sea no lastimar a nadie, y menos que a nadie al señor Rendón, quien parece que se ha sentido lastimado con mis razones. Yo le presento aquí mis excusas más sinceras; yo tengo verdadera estimación por él, yo lo considero uno de los elementos más valiosos de esta Cámara; pero por encima del señor Rendón y por encima de la Cámara misma, que para mí es lo más respetable, está la verdad, que yo he de decir, aun cuando sea origen de escándalo que, por fortuna no va a serlo; y ya lo veis; no solamente el señor Rendón se siente lastimado por mí, sino que levanta la voz y viene a acusarme de alguna falta que yo no he cometido; de que en días pasados yo salí prófugo por esos pasillos para no votar por una credencial, sólo por no votar contra la Comisión. No es verdad, señores. El señor oyó campanas -no me refiero a las de Chocano--, pero no supo dónde. Es cierto que me salí, es cierto que dije que no votaba, pero no por los motivos que me atribuye su señoría; si hubiese votado, lo habria hecho contra la Comisión, y el diputado Olaguíbel, el presunto señor diputado Olaguíbel, es testigo de que aun le insinué algún procedimiento para atenuar la injusticia de la Comisión; no pudiendo, como no podía, por razones fundamentales, votar en favor del presunto diputado a quien atacaba la Comisión, tampoco quise votar en contra, no quise hacer peor la condición de un reo cuya causa era enteramente buena y a quien yo podía dañar con la fuerza de mi voto.

El delicioso satírico Laboulaye, en su bien conocido Príncipe Caniche, habla de algún ministro cuya especialidad era tratar con igual éxito el pro que el contra de los asuntos; pero no sólo eso, sino que podía tratarlos como la Comisión con el famoso paquete, antes de conocerlos; de manera que pensabais una iniciativa y el famoso ministro os improvisaba un maravilloso discurso en pro y luego en contra, y resultaba que estos discursos le venían a la iniciativa exactamente como al dictamen del 3er. distrito electoral de Zacatecas le viene el paquete de marras. Esto no debe sorprendernos en un país como el nuestro que fue el inventor del juego aquel que nuestro pueblo designa de esta manera: ¿Ya lo viste seco? Míralo mojado. (Risas).

Tal es el caso de su señoría el señor Jasso: él se asomó por las alturas de la Comisión, y lo vio seco, y luego vino aquí, y lo vio empapado; pero no tenga cuidado su señoría, que, andando el tiempo, lo hemos de dejar más seco que una yesca. Asi, la Comisión unas veces dice: La ley, la letra de la ley; la moral está de un lado, pero la ley no está de ese lado, y debe respetarse la ley. Y esa Comisión, que muestra tanta repugnancia para abrir las cosas y penetrar al fondo; que no quiere abrir la ley y penetrar a su espíritu, sino sigue los intereses muy honorables, pero a veces muy equivocados que ella defiende, ahora que se trata del señor Olaguíbel, pretende aplicar la letra de la ley a secas. No te podemos admitir -dice-, porque la ley te cierra la puerta; pero esa misma ley la abrió al pobre don Narciso Fernández para salirse; ¿recuerdan ustedes? La ley no decia, no dice, ni ha pensado nunca en decir que los humildes secretarios de jefaturas políticas -pobres chícharos, como decimos en lenguaje corriente- no puedan ser electos diputados; sin embargo, la Comisión, valiéndose del espíritu de la ley, sacó a empellones por esa puerta al señor Narciso Fernández; pero ese mismo espíritu, ese espíritu, nos va a servir para cerrar esa puerta, quedarnos con Olaguíbel y decirle al espíritu, probablemente chocarrero, de la Comisión: ¡vade retro!

¿Qué es lo que la ley, señores diputados, se ha propuesto al establecer el requisito de vecindad? La ley no ha querido que se viniera con un documento de a $25.00, como dijo el señor Urueta; no, para documentos de esos, Olaguíbel y yo podríamos haber hecho media docena a su favor, aun cuando ni él ni yo tengamos propiedades en México; pero al fin la Comisión no es escrutadora y no iba a ocuparse de averiguarlo; de manera que su señoría podría traer aquí, no digo una propiedad, sino todo un latifundio; pero como el señor Olaguíbel es un hombre honrado, se os presenta como es, sin papeles mojados, sino sencillamente diciéndonos: Si tal como soy, ustedes me aceptan, bien, y si no, cojo mis bártulos y me marcho; pero no se marchará su señoría, porque sus bártulos son buenos.

Lo que la ley ha querido, señores diputados, cuando ha hablado de vecindad, es que en el alma del candidato palpite, con palpitaciones formidables, un gran interés o un gran afecto. El afecto, señores diputados, desde el punto de vista de la vecindad, vale infinitamente más que todos los predios no cultivados y no conocidos de sus dueños. Tal es el caso de Olaguíbel: Olaguíbel no tiene predios de ninguna clase, no nació en el Estado de México, tampoco vive en el Estado de México; y sin embargo, señores, el señor Olaguíbel es, ante todo, vecino del Estado de México; pero la Comisión dice: Olaguíbel no es de México, Olaguíbel en México es un forastero.

No, señores diputados, no se es extraño en el pueblo aquel en el cual, cuando se vuelve, al divisar desde la última colina el campanario de la aldea podemos escribir un nombre sobre cada puerta; no se puede ser forastero, no se puede ser extraño en un pueblo en donde a nuestra vuelta se tienden brazos trémulos y amistosos a estrechamos y donde en cada hogar hay un leño crepitante de regocijo por nuestra vuelta, donde en cada limpio mantel hay un cubierto que nos brinda el pan y la sal del cariño y del amor; no se puede ser extraño donde, al contemplarnos, cada cara se ilumina con la luz radiante del cariño, porque allí, más que en el sitio donde se nos dio a luz, palpita toda nuestra existencia; no se puede ser extraño en el lugar, en aquellos lugares cuya tierra fecundaron el sudor y la sangre de nuestros abuelos; no se puede, en fin, ser extraño en un lugar del cual, cuando nos despedimos, dejamos intensos afectos y, en el andén o en la playa, multitud de pañuelos blancos empapados en lágrimas que nos envían su cariñoso adiós, hasta que nos perdemos en el recodo del camino o nos anegamos en las brumas del horizonte. Y este es el caso de Olaguíbel, señores diputados: id a cada uno de los lugares del Estado de México, y os dirán que Olaguíbel es de allí, y sólo de allí; id a preguntar cuál es la casa solariega de Olaguíbel, y os dirán que no tuvo ninguna otra que el Estado de México. ¿Cómo vamos a negarle a Olaguíbel entonces el derecho de vecindad, señores diputados?

No es verdad que la ley cierre su puerta ante motivos tan hondos, causas tan eficientes y finalidades tan altas como las que radican en sentimientos de esa índole.

Señores, ¿podremos poner en parangón un título más o menos colorado, según la vieja clasificación jurídica, frente a esos títulos que no se han escrito en ninguna parte, porque no se debe escribir lo que está grabado en los corazones? ¿Podremos poner una escritura pública frente al afecto de todo un pueblo? Y ¿hay ley, señores diputados, se concibe que haya ley tan absurda que borre todo lo que palpita, todo lo que vive, todo lo que entusiasma, todo lo que mueve y todo lo que decide la voluntad humana, y se conforme, en cambio, con un papel frío, que puede ser evidentemente fraudulento? Una ley así, señores, sería tan monstruosa, que por monstruosa es radicalmente inadmisible. Hay que decirlo nuevamente -y en esto también estaba el señor Urueta con nosotros-: lo que la ley ha querido es que el diputado, el futuro representante, pueda llorar aquí con las lágrimas del distrito que representa y pueda entusiasmarse y elevarse con sus anhelos y con sus esperanzas.

Pero, además, señores diputados, hay aquí fuera del terreno legal, otro motivo político para aprobar esas credenciales; y ahora aludo también a García Naranjo, porque en el orden político las dos credenciales vienen íntimamente enlazadas, y hablar políticamente de la credencial de Olaguíbel es hablar también de la credencial de García Naranjo: son dos suertes las suyas, que en el Parlamento vienen estrechamente unidas, y no ya con la de Lozano, porque Lozano pasó ya el Rubicón del dictamen.

Yo hablé la otra noche, señores diputados, de las grandes necesidades del país, a las cuales tiene que atender esta Asamblea. Yo he sostenido que esta Asamblea no puede ser de un color medio; esta Asamblea tendrá que ser, para cumplir con sus altos fines, de un color necesariamente radical en un sentido, o radical en otro. Esto no excluye necesariamente la función de los grupos moderadores; pero la acción total de la Asamblea tiene que ser radical en uno o en otro sentido, y para acometer con éxito los grandes problemas que solicitan vuestra atención, necesitáis una autoridad que no ha de darnos la Constitución de 57, autoridad que no da la Ley Electoral, autoridad que sólo puede conferirnos el pueblo en pleno, confiriéndonos al mismo tiempo su confianza. Estamos, decía yo, profundamente necesitados de prestigio, prestigio que, por fortuna, va la Asamblea recuperando a grandes pasos.

Es absolutamente cierto que si la credencial de Olaguíbel-que para mí viene limpia y blanca-, viniese más negra que la conciencia de un avaro, también debíamos votar por ella, en nombre de la salvación nacional, porque absolutamente nadie, allí afuera, entre el pueblo, que no entiende sino de sentimientos y emociones, nadie iba a creer que habíamos hecho justicia: siempre se creería que en el fondo, no sin cierta vaga razón, no habíamos procedido con la ley en la mano, que no habíamos hecho lo estrictamente justo, sino que habíamos ejercido en estos honorables caballeros una venganza.

Señores diputados:

En nombre de la moral, en nombre de la ley, en nombre del prestigio que vamos a necesitar para acometer de frente el porvenir nacional, debemos votar por esa credencial y, a su tiempo, votar también por la de García Naranjo, porque el prestigio ha de dar a esta Asamblea todo lo demás. Aquí, señores, como en la vida religiosa, es necesario recordar y practicar la gloriosa y divina palabra: Buscad primero el reino de los cielos, y lo demás se os dará por añadidura (aplausos).

La causa del señor Olaguíbel parece ganada y los discursos en su defensa antójanse animados por intereses vanidosos de exhibicionismo oratorio; pero el propio Olaguíbel viene a reforzar los argumentos de su defensores.

Si hubiera de seguir -son las palabras con que inicia su alegato- los primeros movimientos de mi espíritu, después de las palabras cordiales de mi viejo amigo el señor licenciado Urueta, después de la poderosa ayuda que a mi pobre causa ha prestado mi adversario de ayer -mi amigo de siempre- el señor Moheno, enmudecería, porque estoy seguro de no aportar al debate sobre mi insignificante persona ninguna luz, después de lo que se ha dicho desde el punto de vista moral y desde el punto de vista político; pero un compromiso contraído con un pueblo que me llama suyo, como yo lo llamo mío; un pacto que obliga, por honrado y por leal, me impulsa a venir a esta tribuna a procurar completar la obra espontánea, sincera y franca del 2° distrito electoral del Estado de México, que no sabe de mí sino que lo amo, que no duda de mi afecto, que me conoce desde hace mucho tiempo y que creyó -y creyó bien, señores diputados- que, al mandarme aquí como su representante, mandaba a un hombre que aquí, y fuera de aquí, es y será enteramente suyo.

El señor licenciado Urueta, que conoce por vínculos fraternales mi existencia, ha dicho, y es la verdad, que moralmente estoy capacitado para representar al Estado de México, no obstante que desde el punto de vista legal se susciten dudas en su espíritu cultivado y luminoso, por interpretaciones de la ley, que yo no censuro -yo nunca he censurado a Urueta-, pero que me voy a esforzar en desvanecer para él y para vosotros. Pero ante todo, permitidme vuestra benevolencia, de la que no quisiera abusar, que diga algo, siquiera sea breve, respecto a la elección que aquí me trajo.

Yo presenté mi candidatura como diputado independiente en el Estado de México, y el Partido Liberal organizado allí y funcionando plena y activamente, la acogió -y me ufano en decirlo- con los brazos abiertos, me inscribió en su lista de candidaturas, propagó mi nombre entre los electores del distrito de Zinacantepec, me acompañó en la gira que emprendí a esa región, e hizo, en suma, todo lo que un cuerpo colegiado puede hacer por uno de sus miembros. El Partido Católico entonces, que tenía ya un candidato elegido, designado para ese mismo distrito, lo suprimió de su lista, y con una hidalguía que yo estimo y me complazco en hacer pública, me dijo: Conocemos vuestras ideas liberales, sabemos cuál es vuestra filiación liberal; pero sobre todos los abismos de partido, sobre todas las diferencias de opinión, queremos ver, y no vemos únicamente más que vuestra honradez; y el Partido Católico inscribió mi nombre en su candidatura, y la sostuvo, y colaboró en gran parte a darle el triunfo sonoro que obtuvo y que hoy se me quiere arrebatar.

No quedaba en el Estado de México ningún otro partido, pues no hay allí sociedades políticas, ni religiosas que se opusieran; pero quedaba algo, quedaba la ambición de un individuo de quien no me ocuparé mucho, por respeto a la Asamblea, y que buscaba la curul, el fuero, la Tesorería, sobre todo la Tesorería, al amparo del señor gobernador del Estado de México. El señor gobernador del Estado de México no es precisamente un hombre malo; tampoco es un hombre bueno. En Toluca, en donde el buen sentido tiene agudezas satíricas, llaman al alto funcionario la medicina casera, porque han descubierto que si no hace bien, tampoco hace mal (risas). Pues la medicina casera ha comenzado a hacer mal efecto, y tengo la desgracia de que me haya elegido por su primera víctima.

El señor gobernador Medina Garduño tiene un criterio muy especial y muy suyo sobre todas las materias políticas, que le han sido totalmente ajenas, porque antes era un rico industrial especialista en la confección de casimires baratos, y entró a raíz de la revolución a ocupar este puesto, que, a decir verdad, le viene un poco holgado; tiene muchos amigos y parientes, y con un amor por su familia, que es una de sus prendas más relevantes, y con una efusión por sus amigos, que es uno de sus merecimientos más puros, el señor Medina Garduño tomó en sus manos los dieciséis distritos electorales del Estado de México en vísperas de los comicios, y procediendo con más largueza que Teodosio, que sólo dividió su imperio en dos grandes fracciones, él dividió el Estado de México en diez y seis amigos, parientes y compadres. Mala suerte tuvo el señor Medina Garduño, porque de todos a los que él asignó como feudo un distrito, yo no he tenido el gusto de ver en estos escaños a ninguno (risas).

En el distrito de Tenango, postuló y apoyó a un primo suyo; y el distrito de Tenango se honra aquí con la representación del señor doctor Demetrio López. En el distrito de Tlalnepantla, quiso poner a su abogado consultor, el señor licenciado Eduardo Viñas, y Tlalnepantla, no tan dócil como su gobernante creyera, a la insinuación oficial, mandó a estos escaños al señor licenciado Antonio Aguilar. En Jilotepec, apoyó decididamente al rico terrateniente -ese sí tiene muchos terrenos en el Estado de México- don José de Jesús Pliego; y por escamoteo del sufragio, que no quiso seguir esa corriente, tenemos el gusto de que en la Asamblea haya tenido cabida el señor licenciado don Vicente Pérez, a quien aprovecho la oportunidad de hacer un público testimonio de agradecimiento, porque él no quiso firmar el dictamen de la Comisión, que, entre paréntesis, viene nada más por mayoría.

Cuando los parientes y los amigos más cercanos se agotaron, entonces entró lo que se puede llamar la segunda reserva, y en la segunda reserva apareció en primera fila el leader del medinismo en el Estado de México, que además de su profesión de médico, que ejerce no sé con qué éxito -me imagino que no será mucho-, es secretario particular del señor gobernador del Estado. Este es el señor doctor don Ignacio Aguado y Varón, a quien la Comisión, en un rasgo de longanimidad que le honra, quiere obsequiar la credencial que yo con mi esfuerzo he conquistado.

El señor Aguado creía tener la credencial en la bolsa, porque contaba con la voluntad oficial; yo no tenía nada, ni una recomendación, ni una influencia; nada, en suma, más que mi deseo de servir al Estado. Con el cariño que allí se me tiene y la ayuda que mis amigos pudieron impartirme, y que fue sumamente eficaz, yo, desprovisto de todas armas, emprendí una gira a mi distrito; visité todas las municipalidades; hice competencia a los vendedores de drogas en los días de tianguis y ocupé el kiosco del zócalo; expuse mi programa; procuré ponerme al alcance de aquellas poblaciones, que son tan ingenuas como honradas, y que merecen que se les llegue al corazón, que se les penetre al alma. El señor Aguado, mientras tanto, manejaba el amplio teclado de las claves oficiales, y recomendaba, en nombre del señor gobernador, su propia candidatura. Si salía, él no cabalgaba. en el rocín escueto de las páginas del Quijote; él iba en el automóvil del gobernador. El no llevaba un guía alquilado; él se acompañaba con los ayudantes del señor gobernador. El no tenía que pagar un propio para llevar las boletas a su destino; él las mandaba con una pareja de gendarmes del Estado. El no iba a pedir por favor un local en donde decir dos palabras a sus futuros electores; él iba acompañado por la banda del Estado, que rimaba, con las notas picarescas de las operetas vienesas, las promesas de redención, las promesas de salvación y las promesas de engrandecimiento de los pueblos (risas, aplausos).

Pero, señores, el resultado no favoreció al señor Aguado. Las juntas, las casillas, sufragaron con una mayoría extraordinaria en mi favor; y cuando se congregó la Junta Electoral de mi distrito en la cabecera, aquella reunión de labriegos, de hombres rudos, buenos y honrados, que no me conocían, que no tenían motivo ninguno para favorecerme, dio su voto, dio su fallo en toda regla a mi favor, y la credencial que obra en el expediente no asienta una sola protesta; hace una anotación: que las boletas del señor doctor Aguado y Varón presentadas en el pueblo de Metepec, están todas escritas a máquina y llevan el sello de la jefatura política. Es que el señor Aguado había, por un conjuro misterioso, derramado toda la civilización en aquel pueblo de indígenas humildes, y era de ver en las chozas y en los jacales cómo las máquinas de escribir funcionaban día y noche (aplausos) escribiendo el nombre ilustre de su próximo benefactor.

El señor Aguado no protestó jamás; es decir, él dice que presentó ante la Presidencia Municipal de Zinacantepec una protesta viril -yo quiero creer que esa protesta sea sumamente viril, porque el candidato se apellida Varón-; pero lo que digo es que no se debe protestar allá, sino ante el Colegio Municipal, y que esa protesta, en suma, no era más que el ejercicio de lo que llamaba Pancho Bulnes, en esta tribuna, el socorrido derecho del pataleo. La protesta única vino a presentarla ante la Comisión, y es de advertir que esa protesta no está fundada en ninguna anterior; y como a mí no me gusta interpretar ni recurrir a lo que en estrados oficiales se llama la mente del legislador, porque el trabajo es arduo y mis fuerzas son pequeñas, yo recurro, no a la mente del legislador, sino al legislador. Ahí está el señor licenciado Macías, que es uno de los autores de la ley y que en esta tribuna ha sostenido, con motivo de una de tantas credenciales discutidas, que es preciso, que es necesario, que es indispensable, para que una protesta tenga efectos de validez, que se cumpla con la fracción I del artículo 115 de la Ley Electoral; es decir, que se haya protestado por escrito, y en el acto mismo de la elección, contra la elección correspondiente. Ahora bien; el señor Aguado no protestó en el Colegio Municipal; ¿para qué iba a protestar, si contaba con el gobernador? La protesta es para el pobre, para el humilde, para el que no tiene influencias, para el que tiene que luchar a brazo partido para obtener justicia. Para él no; para él todo era fácil y todo era llano.

¿El requisito de vecindad? El señor Aguado sabía muy bien que yo no soy hijo del Estado de México, sabía que yo vivo en Coyoacán, me conoce hace muchos años, y sin embargo de que mi candidatura se lanzó en los primeros días del mes de junio, no protestó; ¿qué hizo entonces el señor doctor Aguado? Correr al teléfono y expedir una circular a los jefes políticos y a los presidentes municipales insuflándoles la sabiduría de su opinión. El Partido Católico me postuló, y el señor Aguado no protestó; ¿qué hizo? Publicar entonces una hoja anónima, en la que insertaba un discurso jacobino que yo pronuncié en mis mocedades, y que dedicaba a los católicos, para decirles: ¡He ahí a vuestro candidato! ¡He ahí un hombre que se comerá un cura todos los días! El Partido Católico contestó con una hoja llena de mesura y de moderación, diciendo que no tenía el derecho de investigar mi pasado, que no quería inmiscuirse en mi presente, que sólo miraba el porvenir, y que veía en mi un hombre honrado. Doy las gracias al Partido Católico (aplausos).

Después, aquí, el señor Aguado ha protestado, y dice -ya es tiempo, porque no deseo fatigar vuestra atención- que carezco del requisito de vecindad, y para eso fue al Registro Civil y trajo una copia de mi acta de presentación; fue a la Prefectura de Coyoacán y trajo un certificado de mi residencia allí; y todo eso es inútil; si yo soy el primero que lo digo: no nací en el Estado de México, no soy habitante del Estado de México, en la actualidad me considero y sigo siendo vecino moral y legal de él, y tengo derecho, como tal, a representarlo aquí. ¿La moral es la que me ampara? no, la ley; ¿y qué ley? Todas las leyes aplicables al caso; la más directamente aplicable: la Ley Electoral; la que mejor define el punto: la Constitución del Estado de México; la Ley Suprema, la que está sobre todas las leyes: la Constitución de la República.

Dice la Ley Electoral en el inciso II de la fracción I del artículo 112: El desempeño de un cargo de elección popular fuera del lugar de la residencia, no hace perder el requisito de vecindad para los efectos electorales, cualquiera que sea la duración de la ausencia.

Ahora bien, señores; yo residí diecisiete años en el Estado de México Están muy lejos ya las mañanas de mi juventud en que yo ingresé al Instituto Científico y Literario, no ciertamente por merecimientos propios, sino por respeto al nombre ilustre de mi abuelo; y cito como testigo, que fue mi compañero en el Instituto, al señor diputado Ordorica, que se sienta allí.

El diputado Ordorica afirma: Es cierto.

Y cito como testigo -agrega el señor Olaguíbel- tan intachable como el anterior, al señor licenciado De la Hoz, que más de una vez puso su alta sabiduría al servicio de una réplica en un examen que sustenté.

Es cierto, asienta el señor De la Hoz, y el señor Olaguíbel prosigue:

Viví diecisiete años, durante los cuales, después de aquellos de mi vida de estudiante, desempeñé todo lo que en una carrera más o menos de periquillo puede desempeñar un hombre: cargos en la Secretaría de Gobierno; un cargo de confianza junto a mi querido, inolvidable y paternal amigo el señor general Villada; el puesto de director del periódico oficial; unas cátedras en el Instituto, una de ellas ganada por oposición; por último, defensor de oficio, profesor y diputado a la Legislatura local.

El día 4 de marzo de 1907, en que salía del Estado de México por cuestiones personales, llevando conmigo y en mi peregrinación a mis hijos, nacidos en el Estado de México, venía yo amparado por una credencial de diputado a la Legislatura, que obra en el expediente y que pueden ver los señores diputados que gusten; esa credencial era un mandato, un mandato que debía durar dos años; yo no pude obtener esa credencial sino cumpliendo con los requisitos que establece la Constitución del Estado, que dice: Para ser diputado, se requiere ser ciudadano del Estado, vecino y residente dentro de su territorio al tiempo de las elecciones, y no ser ministro de ningún culto. Vine a México, y la Comisión -no la Comisión; si la Comisión para mí no existe, porque el licenciado Pérez ha disentido del dictamen, porque el señor licenciado Luna y Parra no ha firmado el dictamen, porque el señor Urueta ha firmado el dictamen, pero ha firmado para mí un acto de justicia que vale más que el dictamen; la Comisión: el señor licenciado Rendón y el señor licenciado Moya Zorrilla-, la Comisión dice que cuando vine yo aquí, desempeñé un puesto de defensor de oficio, y luego otro de Agente del Ministerio Público, y es verdad; pero esos puestos que yo desempeñaba no empequeñecen ni atacan en nada el derecho que yo tenía, el derecho que tenía vívo, palpitante, como diputado a la Legislatura del Estado de México, y antes de que expirara ese mandato, que tenía que durar dos años, ocho meses antes fui electo diputado al Congreso de la Unión y reelecto en el período siguíente, y lo he sído hasta el 16 de septiembre último.

Ahora bien, señores; la Constitución de la República, en su artículo 56, claramente, y sin dejar lugar a duda, dice que la vecindad no se pierde por la ausencia en desempeño de cargos públicos de elección popular; pero dice la Comisión: No; defensor de oficio y agente del Ministerio Público no son cargos de elección popular; es verdad, no son cargos de elección popular: Yo era en el Distrito Federal defensor de oficio, y era diputado a la Legislatura del Estado de México; y antes de que ese mandato expirara fui electo diputado al Congreso de la Unión.

Vemos, pues, que la Constitución de la República no establece cómo se gana y cómo se pierde el requisito de vecindad; se considera que esta facultad la declaró reservada a los Estados; se entiende que esta facultad la deja a la Constitución del Estado. Veamos conforme a la Constitución del Estado de México, cuáles son los artículos aplicables:

Son vecinos del Estado de México ... (Leyó).

La Comisión dice: No era usted diputado por el Estado de México; es verdad, era yo diputado por el Distrito Federal; pero dice el artículo 16: Tienen suspensos los derechos ... (leyó). Yo era diputado por el Distrito Federal, cargo público de elección popular en la Federación.

Ahora bien, señores; una vez desvanecido el argumento legal, que dependió de que la Comisión no quiso fijarse en mi escrito, en donde todo esto que he dicho está asentado con la claridad y precisión posibles ...; pero que, ¿no sé lo que tantos han hecho? ¿Por qué no me presenté con un título de propiedad? Es verdad que, no obstante mi rabiosa situación de científico prominente, no tengo bienes de fortuna; pero también es cierto que si yo no hubiera comprado el vasto latifundio que adquirió el señor Vidal y Flor, por ejemplo, sí pude con algún sacrificio, adquirir la rústica propiedad en donde pasará sus ocios diplomáticos nuestro embajador Calero, $25.60 de una vez y una módica contribución de $0.60 mensuales, no hubiera sido ciertamente un problema insoluble, aun para hombre tan pobre como yo. ¿Por qué no lo hice, señores? Porque no lo necesitaba; yo tengo la convicción, como espero la tendréis la mayor parte de vosotros, de que soy vecino del Estado; y, además, no me quise presentar alterando mi condición de vecino con procedimientos que no culpo, que no tacho, que no censuro, pero que, francamente, no me agradan. Yo me sentí y me siento vecino del Estado, porque yo llegué allí a los catorce años; y salí ya con canas en la cabeza a los treinta y tres, porque he vivido allí diecisiete años largos; porque allí me inicié en todas las formas de la vida; porque allí sufrí las primeras vicisitudes de la existencia; porque allí formé mi hogar; porque allí se meció la cuna de mis hijos; porque allí celebro mis fiestas de familia; porque allí, a falta de un título colorado, como decía el señor Moheno, están el retrato de mi abuelo y su título de benemérito en la Sala de Gobierno; está en el Palacio de Justicia el dosel bajo el cual mi padre, que vivió como un sabio y murió como un pobre, ejerció justicia con toda la honradez de su corazón sin mancha, porque allí está la casa en donde yo oí, con las entrañas deshaciéndose de ternura, el primer vagido de mi primera hija. Por eso soy vecino del Estado de México. Todo lo demás, señores, son interpretaciones frías de una ley más fría todavia; qué, ¿si yo tuviera un predio, querría más al Estado de México que lo que lo quiero ahora?; ¿sería yo más popular allí? Preguntad al señor Jasso, que ha visto cómo se me quiere, cómo se me tienden los brazos cuando voy a Toluca; preguntad allí si no soy considerado como uno de los hijos de la capital que no se separan, porque no pueden separarse. Este, es el punto de vista legal y es el punto de vista moral.

En cuanto al punto de vista político, yo no lo tocaré, yo no quiero que mi personalidad se discuta sino bajo el aspecto con que se presenta aquí: el aspecto de un hombre honrado que trae un título que va a examinarse. Todo lo que yo pudiera decir, dicho está y comprobado también. El porfirismo, para mí -y lo dijo el señor Moheno- es uno de los pactos que no se rompen, porque es un pacto de gratitud, y porque la gratitud en las almas bien nacidas, no es una belleza del espíritu, sino un santo y un ineludible deber; todo lo demás, campañas periodísticas, palabras en la tribuna, todo eso lo sabéis, lo conocéis; no necesito decirlo, porque no quiero que se convierta en una bravata gascona lo que es una honrada y sencilla aceptación de una responsabilidad.

Nos queda el punto de vista político; no lo tocaré. Yo vengo armado por un título que es bueno, vengo con un pasado que es limpio, vengo con un porvenir que no tiene por qué inspirar sospechas, y, en consecuencia, ni a mis amigos ni a mis enemigos -no a mis enemigos, que no creo tenerlos en esta Asamblea-, a mis adversarios, no les pediré gracia, porque la gracia se le da al culpable, y yo no tengo culpa de amar al Estado de México, cariño que ha sido correspondido con una credencial que vais a juzgar. Yo os pido lo único que se puede pedir con la frente alta y sin manchar el decoro: os pido justicia; y yo os aseguro que si me hacéis justicia abandonaré este salón si así lo queréis, pero no daréis tampoco una credencial al señor Aguado y Varón; y ya que esto es preciso, vamos al punto de vista político.

¿Cuál es mi mancha?, ¿el porfirismo?, ¿el corralismo? ¡Corriente! ¿Y quién va a sustituir a este vitando y excomulgado porfirista y corralista?; ¿un hombre de la revolución, un renovador, un ciudadano que las últimas convulsiones han hecho surgir a la vida pública? No, señores. Si el señor Aguado y Varón era corralista y era porfirista; el señor Aguado y Varón presidía en Toluca un club que se amparaba bajo esta dualidad: Club Díaz-Corral, y dirigía un periódico que se llamaba La Opinión, para el cual el Centro Reeleccionista -del que era yo secretario- le pasaba cien pesos cada mes. Ya veis, señores, que la personalidad es la misma. El señor Aguado, en el último documento -y vaya la mot de la fin- que me escribió, el 24 de agosto de 1909, cinco días antes del santo de don Ramón Corral -lo tengo aquí y acaba de delinear su personalidad-, me decía: Muy estimado don Francisco (no discutíamos entonces por credenciales): Espero con ansia el artículo que me ofreció usted y que debo publicar en el número especial que La Opinión dedicará al señor Corral con motivo de su onomástico.

Aquí, señores, si optáis por el cambio -permitidme esta falta de modestia-, no os felicitaré, porque vosotros necesitáis como todos los hombres de buenas intenciones, tener enfrente amigos o adversarios, pero hombres honrados; necesitáis, no a mí, que no soy nadie; necesitáis conciencias que no tengan bandera de alquiler, necesitáis criterios que no estén radicados en una veleta; necesitáis hombres que sepan permanecer fieles en sus convicciones y no las truequen a su agrado cuando se trate de ir a sopear en la olla gorda del nuevo régimen o calentarse a los rayos del sol que nace. A mí me conocéis; nada soy ni nada valgo; soy un ciudadano electo legalmente que trae aquí su credencial y que espera vuestro fallo, y cualquiera que él sea, en los escaños de esta Cámara, en mi hogar, en las riberas de mi proscripción, en el abatimiento de la miseria, no me habréis dejado solo, ya que no me quitáis lo único que no podéis quitarme: la conciencia de mi dignidad y de mi honradez (aplausos).

Desechado en votación económica el dictamen de la Comisión, ésta presenta en seguida otro, reformado, que dice:

Es diputado propietario por el 2° distrito electoral del Estado de México, el ciudadano Francisco M. de Olaguíbel, y suplente el ciudadano Joaquín M. Madrid y Pliego.

Puesto a votación este nuevo dictamen, los diputados en mayoría absoluta se ponen de pie para expresar su aprobación, y la Presidencia suspende la junta de Colegio Electoral, para que, en sesión ordinaria de Cámara, el señor Olaguíbel, acompañado por los diputados Urueta, Lozano, Hurtado Espinosa y el secretario Adolfo Orive, otorgue la protesta constitucional, de conformidad con el artículo 8° del Reglamento.

Reanudada la sesión de Colegio Electoral, el licenciado Cabrera hace notar:

En primer lugar, creo que no tenemos quorum; en seguida, ha pasado la hora reglamentaria y la Asamblea no ha aprobado que continuemos la sesión. Suplico a la Secretaría se sirva consultar si continúa la sesión.

El presidente indica al secretario que consulte el sentir de la Asamblea, y numerosas voces declaran:

¡No hay quorum!

Faltan muchas credenciales -advierte el presidente-. Supuesto que la voluntad de la Asamblea es que ya termine la sesión, antes de levantarla, voy a suspender la sesión del Colegio Electoral y abrir la de la Cámara, con el objeto de nombrar una comisión que en cumplimiento de lo ordenado por el artículo relativo de la Constitución de la República, pase al Senado, a fin de invitarlo para que mañana el Congreso reciba la protesta de los nuevos señores magistrados. Esa comisión quedará integrada en la forma siguiente: ciudadanos diputados De la Hoz, M. F. Villaseñor, Macías, Lozano y secretario Rendón. La sesión será a la hora de costumbre pero la protesta se recibirá a las cinco de la tarde.

Indice de Instalación de la XXVI legislatura Recopilación y notas de Diego Arenas GuzmánCAPÍTULO DECIMOCTAVO - La Revolución abomina del régimen de latifundio en la persona de Don Manuel Cuesta Gallardo CAPÍTULO VIGÉSIMO - ¡Viva la Constitución!, grita el diputado católico Francisco ElgueroBiblioteca Virtual Antorcha