Índice de Apuntes de mi vida pública (1892-1911) de José Yves Limantour | PRIMERA PARTE - CAPÍTULO SEGUNDO | PRIMERA PARTE - CAPÍTULO CUARTO | Biblioteca Virtual Antorcha |
---|
Apuntes sobre mi vida pública
(1892 - 1911)
José Yves Limantour
PRIMERA PARTE
CAPÍTULO TERCERO
Liniamientos generales del plan hacendario que me propuse seguir
Hacer la historia detallada y completa del Ramo de Hacienda durante el tiempo que estuve al frente de esa Secretaría de Estado sería obra de muchos volúmenes que ya no podría escribir, por carecer de los datos necesarios que perdí en el cataclismo, y por la imposibilidad en que me encuentro, hallándome en el extranjero, de consultar los que existan en México. Traspasaría además, y con mucho, los límites que me impuse al resolverme a hacer estos apuntes, cuyo objeto especial queda explicado al principio. Me propongo solamente exponer en este lugar las ideas generales que me sirvieron para formular el plan desarrollado gradualmente en una serie de años, después de maduras reflexiones, y en vista de los resultados que iban dando las providencias tomadas en los primeros tiempos de la gestión administrativa que nos fue confiada, conjunta y sucesivamente, al señor Romero y a mí. Hablaré también, un poco más adelante, de bastantes asuntos del Ramo que han sido materia de observaciones o de crítica severa en las manifestaciones de todo género de la opinión pública.
Para el arreglo de todo organismo administrativo, sea oficial o privado, lo primero que se ocurre es averiguar cuáles son las cargas que indispensablemente deben cubrirse, y cuáles los recursos con que se cuenta para ese objeto. En unas y en otros hay que distinguir los que son normales y constantes de los que sólo se hacen efectivos una sola vez, o temporalmente, o de una manera irregular, y que cuidar de que no sean puestos, unos frente a otros para la comparación, sino cargas y recursos de una misma índole, las cargas ordinarias con los recursos ordinarios, y las cargas extraordinarias con los recursos extraordinarios. La labor fundamental, aunque no sea siempre la más apremiante, es sin duda alguna la de nivelar los ingresos con los egresos normales, porque dicha labor consiste nada menos que en asegurar el buen funcionamiento de los órganos y servicios esenciales de la Institución. Sin esto, todo lo demás que se haga en materia de administración y de crédito no podrá ser más que efímero y poco beneficioso, cuando no resulte contraproducente.
A lograr este equilibrio de los recursos y gastos ordinarios debían tender, por lo mismo, y desde un principio, nuestros más constantes y vigorosos esfuerzos; y mi convicción ha sido siempre tan arraigada en este punto, que, aun después de logrado el fin propuesto, no he vacilado, en el curso de mi larga vida ministerial, en aplazar la realización de proyectos útiles, y hasta en asumir responsabilidades de diverso orden, con tal de no quitar de los cimientos de los Presupuestos ni la más pequeña piedra cuya falta pudiese menoscabar su solidez.
Como elemento necesario de todo plan de reorganización, y para dar mayor firmeza y precisión a los Presupuestos, era de todo punto indispensable abordar sin tardanza el intrincado problema del arreglo de la Deuda Pública. Por extraño que parezca, pensar en llevar de frente un trabajo de esta importancia, cuya solución trae naturalmente consigo un fuerte aumento de gastos, y esto cuando se vive de recursos insuficientes y aleatorios, y se dejan de pagar adeudos considerables, lo mismo los corrientes que los atrasados, no hay temeridad en la empresa, ni falta de lógica, sino al contrario. Meditando bien las cosas, no se puede menos que convenir en que para salir de una situación hacendaria casi desesperada no hay otro medio que el de procurar inspirar confianza de que se hará, con entera buena fe, todo lo que humanamente fuese posible para distribuir con equidad las cargas del Erario entre los contribuyentes y los acreedores de la Nación, sin cegar las fuentes de la riqueza pública. Pagar íntegramente a estos últimos, nadie, ni ellos mismos lo creyeron practicable; pero llamando a todos a composición, suprimiendo el agio y las preferencias indebidas, poniendo orden en la recaudación de los ingresos y en los gastos de la Administración afín de poder aplicar los sobrantes o parte de ellos al servicio de toda la Deuda, y tomando otras medidas conducentes, se acumularían muchas probabilidades de obtener la aprobación y el concurso de todo, o de casi todo el mundo, creando así poco a poco la confianza general en la gestión de los intereses nacionales, base esencial del Crédito Público.
Mis borradores y papeles sueltos de 1893 y 1894 revelaban mis preocupaciones e ideas dominantes sobre este particular. No faltaron personas caracterizadas que al saber que se preparaba una serie de disposiciones relativas a la Deuda reconocida y a la diferida, procuraban disuadirme de acometer tal empresa antes de que se consiguiese de modo efectivo la nivelación de los ingresos y egresos del Erario. Fue también este asunto materia de sugestiones confidenciales hechas al Presidente, muchas de las cuales, bajo la apariencia de consejos sinceros y desinteresados, encubrían verdaderas intrigas fraguadas en contra mía. Y es que, sin tomar en cuenta a estas últimas, de las que no quiero ocuparme aquí, puede decirse que las personas de buena fe, al creer que procediendo como queda dicho se expondría la Hacienda Pública a caer en un abismo más profundo que aquel en que se hallaba entonces, demostraban no conoCeL para nada el lado psicológico del crédito, ni sospechar siquiera la trascendencia de los actos de un Gobierno, que logran infundir en el espíritu público, nacional o extranjero, la esperanza, que poco a poco se transforma en convicción, de que se ha encontrado y se seguirá, con firmeza y acierto, el camino que conduce a la salvación. Entre estos actos figuran en primera línea los que revelan una voluntad honrada y enérgica de establecer el orden y de pagar cumplidamente a quien se debe.
No he creído que puedan fijarse reglas para proceder de preferencia a la nivelación de los Presupuestos, o al arreglo de la Deuda Pública. Tan importante es una tarea como la otra para la restauración hacendaria de un país, y después de tantos años de haber emprendido y llevado a cabo la de nuestro Erario, no tengo motivo para arrepentirme de haber atendido a la vez los Presupuestos y la Deuda Nacional. Antes, al contrario -vuelvo a decirlo-, estoy convencido de la necesidad de hacerlo así, porque uno y otro trabajo se completan y se perfeccionan, y el resultado se obtiene más pronto y con mayor seguridad.
El programa de realización inmediata comprendía también un tercer elemento esencial. No hubieran bastado, para levantar la situación económica, los esfuerzos enormes que requerían, por una parte, la ingrata labor de aumentar en muy fuerte proporción los impuestos reduciendo al propio tiempo los gastos al mínimum posible, y por la otra, la no menos desagradable empresa de desenmarañar y poner en vía de pago nuestra interminable deuda nacional, si no se cuidaba por parejo de moralizar el personal y los procedimientos administrativos, obrando con la justicia, la resolución y el tacto necesarios para ir formando un Cuerpo escogido de empleados de Hacienda, perseguir el fraude, y destruir las corruptelas que nos dejaron a profusión tres cuartos de siglo de revoluciones, bancarrota y desórdenes de todo género. No cabe duda alguna; el buen éxito de la campaña emprendida para la conquista del Crédito dependía en buena parte de la depuración del personal y de la remoción de las prácticas viciosas.
En suma, la nivelación efectiva de los ingresos y egresos normales, el arreglo de toda la Deuda Nacional, y la reorganización a la vez que la moralización de las Oficinas de Hacienda, fueron los tres puntos fundamentales del programa que desde los primeros días, y de toda preferencia, me propuse llevar a efecto, sin perjuicio, se entiende, de otras reformas de menor importancia que más o menos directamente concurriesen a los mismos objetos. Pensé también desde entonces en abordar otros dos problemas de cuya solución esperaba yo mucho para el desarrollo de todo el país: la abolición de las alcabalas y la legislación bancaria, pero estos problemas eran de tanta magnitud, y me hallaba yo abrumado a tal grado por el cúmulo de trabajos, que habría sido positivamente temerario echarse encima semejante responsabilidad sin la preparación debida, aumentando las dificultades por demás graves de aquella situación, y exponiendo a un fracaso la suerte de dichas reformas, por falta de fuerzas y de tiempo para consagrarles la atención que demandaban.
Retrotraer a la época a que me refiero el propósito de emprender la reforma monetaria y algunos otros de los grandes trabajos ejecutados posteriormente, sería exagerado y ocioso. Que al escudriñar los datos cuyo estudio se imponía para remediar los males que nos agobiaban, se nos hubiese presentado en la mente, no una sino muchas veces, la necesidad de afrontar el problema monetario que como espectro se nos aparecía por todos lados, es cosa de la que nadie dudará; pero que en algún momento hubiésemos tenido la intención de hacer con él lo que estábamos haciendo con los del equilibrio de los Presupuestos y del arreglo de la Deuda Nacional, esto es, de estudiarlos a fondo para resolverlos enseguida, eso no. Mi política hacendaria se contrajo, por de pronto, como queda dicho, a las dos materias que acabo de mencionar, juntamente con la reorganización de las Oficinas del Ramo, y dejando para el segundo lugar, con el propósito de no llevarlas al terreno de la práctica antes de asegurar el buen resultado de las primeras, la reforma exigida por la Constitución para suprimir las trabas que el sistema alcabalatorio imponía a la circulación de mercancías en toda la extensión de la República, y por último, la cuestión bancaria.
MÉTODOS DE TRABAJO
Expuesto el programa, procede decir algunas palabras sobre mi manera personal de trabajar, antes de hablar de la ejecución de dicho programa.
A riesgo de pasar por pretencioso escribiendo sobre este punto, como si recomendara a los demás, a título de modelo, la imitación de mis procedimientos, voy sin embargo a tocar el asunto en volandas, sólo porque creo sinceramente que la manera de organizar y desempeñar mis trabajos tuvo alguna influencia sobre el rendimiento, en calidad y cantidad, de mis actividades en el Ministerio, y porque, lo mismo sus defectos que sus ventajas pueden tal vez servir, a los que se dediquen a labores parecidas a la mía, para procurar huir de los inconvenientes de los primeros y sacar de las últimas alguna enseñanza útil. Es cierto que los resultados dependen, en gran parte, de los hábitos y las aptitudes de los individuos, y que suele suceder también que el trabajo sea más productivo, aun ejecutado en malas condiciones, si estas provienen espontáneamente de la idiosincracia de cada persona, que sujetando dicho trabajo a reglas, observaciones, o costumbres ajenas, por buenas que sean generalmente reconocidas.
Esto no obstante, no hay que perder de vista que la conducta, las actitudes y los procederes de un Ministro no son cosas que sólo a él conciernan, sino que muchos de sus actos, por no decir la mayor parte, tienen íntima conexión con los intereses, los deseos, las comodidades, las preocupaciones, y hasta con los simples caprichos del público, y que, por lo mismo, ejercen influencia más o menos marcada sobre el crédito y el prestigio del Gobierno, así como sobre su autoridad moral y la manera como sean aceptados sus proyectos y sus decisiones.
Desde que he vuelto a la vida privada me he dado mejor cuenta que antes, de los motivos de rozamiento que en cierta parte del público causaron mi modo de ser y mis genialidades. Esto sucedía con bastante frecuencia cuando mis innovaciones contrariaban añejas costumbres, especialmente si aquéllas limitaban o reglamentaban usos que parecían haber constituido en favor del público una especie de derechos, a juzgar por la resistencia que los interesados oponían a todo cambio. Acercarse a los funcionarios y altos empleados a toda hora del día, y aun en horas extraordinarias de trabajo; formular peticiones abiertamente contrarias a la ley y al sentido común; solicitar empleos que no estén vacantes, o para cuyo desempeño no se tengan las aptitudes necesarias; llenar a manera de club las antesalas del Ministerio; y otras muchas costumbres por el estilo, eran corruptelas que entorpecían las labores del personal de Hacienda y provocaban al desorden. Las combatí rudamente, y esto me valió no pocos malquerientes.
Fui siempre veraz y lacónico. Por naturaleza he odiado siempre la mentira, y nunca he soportado perder el tiempo tontamente. Por esto es que no existía para mí mayor suplicio moral que el de las audiencias públicas donde el Ministro tiene que escuchar la dolencias y peticiones más fantásticas expuestas con rodeos sin fin y cuajadas de mentiras. El carácter quisquilloso de nuestra gente, que se agravia fácilmente de que se le diga con rudeza la verdad, creyendo ver sin duda en ella un engaño, hacía más penosa todavía esa parte de mis funciones públicas, por la gimnasia intelectual a que me forzaba la necesidad de buscar, en mis palabras, la forma que menos hiriera esa prevención general en contra de la verdad desnuda.
Por de contado que con igual o mayor escollo se tropezaba uno en las relaciones con el público, al tratarse de dar respuestas desfavorables a pretensiones de cierto género. Me temo no haber tenido siempre en esa línea la paciencia suficiente para cuidar de la forma de mis frases, porque si a la pérdida de tiempo en oir cuentos interminables se agrega la impertinencia con que se solicitan favores y se alegan recomendaciones, mi poca condescendencia no ha de haber podido resistir a tan fuertes pruebas en más de una ocasión. Un hombre político bien adiestrado en el arte de hacerse de popularidad no habría cometido semejante falta, ni en el fondo, ni menos en la forma; pero como nunca pretendí halagar las multitudes, ni los individuos, con palabras vanas o engañadoras, sino que, por lo contrario, me he negado claramente a hacer o a no hacer lo que no debo o lo que tengo la obligación de hacer, mi camino estaba bien trazado, y consistió en esforzarme por convencer, a los capaces de comprender, de la justicia o conveniencia pública de las medidas o decisiones que creía yo deber tomar, y si desgraciadamente no lo lograba, después de agotar todo género de explicaciones, en usar del único recurso que me quedaba, el de dar a mis respuestas negativas la forma más suave y cortés posible aplicando la sentencia bien conocido de Quintiliano: Suaviter in modo, fortiter in re.
No tengo, en verdad, por qué arrepentirme de haber obrado así, pues si no conseguí evitar resentimientos en todos aquellos cuyas gestiones cerca de mí resultaron frustradas, en cambio, me consta que numerosas personas desahuciadas en sus pretensiones no me guardaron rencor, por mucho que, al juicio de ellas, sufrieran sus intereses; y es que llegaron a convencerse de que en el Ministerio de Hacienda se procedía sin pasión, honradamente, y con el mayor deseo de obrar con equidad y sin preferencias para nadie.
Esta última circunstancia, la de no hacer distinciones, dio los mejores frutos en la trascendental labor de transformar ventajosamente la aversión que se tenían el Fisco y el Público desde tiempo inmemorial; y si la desconfianza, la mala disposición de ánimo, y hasta el estado de guerra latente que existían, muy arraigados por cierto, entre dichas entidades sociales, fueron desapareciendo poco a poco, débese en parte, sin duda alguna, al tratamiento, igual para todos, sin distinción de categorías ni de personas, que comenzó a darse a cuantos acudían a la Secretaría, y que las llegó a persuadir de que, cualesquiera que fuesen el peso de la carga impuesta, o el grado de severidad de las disposiciones dictadas, nadie sería favorecido de manera subrepticia en la aplicación de tales leyes y resoluciones, sino que todo el mundo sería tratado por parejo, locución característica de la delicada sensibilidad de nuestro pueblo sobre este punto.
Una anécdota, al parecer trivial, servirá de ilustración a lo que acabo de señalar poniendo de relieve al propio tiempo el buen juicio del protagonista.
A mediados de 1893, cuando las condiciones del Erario eran las más aflictivas, y la Cuenta de la Tesorería en el Banco Nacional arrojaba un saldo considerable en contra del Gobierno causando un rédito de 10%, la Secretaría de Hacienda expidió la circular del 28 de junio declarando terminantemente que a nadie y por ningún motivo se harían anticipas de fondos en lo sucesivo. El general don Sóstenes Rocha, hombre temible, de mucho valimento, a quien todos los gobiernos procuraban halagar por su temperamento impulsivo y sus grandes ambiciones personales, pretendió obtener de mí, pocos días después de la circular, que la Tesorería le adelantara una cierta cantidad de dinero a cuenta de su sueldo, petición que fundó con suma insistencia en los precedentes establecidos por los Ministros anteriores siempre que se dirigió a ellos con igual objeto.
Viéndome resuelto a no infringir la mencionada circular, y a pesar de mis explicaciones persuasivas y afectuosas, se retiró bruscamente profiriendo palabras duras y amenazadoras, y rompiendo desde ese momento sus relaciones personales conmigo al grado de negarme su saludo en la calle.
Pasaron así tres o cuatro meses, y un día se me presentó de nuevo en el Ministerio con un aire jovial y abriendo los dos brazos para darme un estrecho abrazo.
Procurando disimular mi sorpresa le pregunté a qué debía yo la honra de su visita, y me refirió que habiendo averiguado, por los numerosos amigos que tenía entre los empleados de la Secretaría de Hacienda y de la Tesorería general, que durante todo el tiempo trascurrido no se había expedido orden alguna de anticipo en favor de nadie, esa conducta estricta del Ministerio, distinta por completo de lo que había pasado hasta entonces, lo había dejado enteramente convencido de que mi negativa a consentir en lo que pedía obedecía a mi inquebrantable resolución de aplicar la ley a todo el mundo, y no a mala voluntad hacia él.
Al terminar, y a guisa de resumen, me dijo tendiéndome la mano: Así me gustan los hombres; parejos.
Y nunca volvió a pretender que se le hiciera favor alguno. En México el funcionario que desee disfrutar de confianza general tiene que ser parejo.
Una particularidad de mi modo de trabajar en el Ministerio fue la de que, cosechada la idea en cualquier campo, propio o ajeno, cuando me parecía utilizable, su desarrollo y las transformaciones por las que pasaba hasta alcanzar su forma definitiva fueron casi siempre obra personal mía. Puedo afirmar sin temor de cometer inexactitudes de importancia, que no ha habido proyecto de ley, informe a las Cámaras o al Presidente de la República, resolución de carácter general, que lleven mi firma, que no hayan sido elaborados y redactados por mí.
Naturalmente, al decir esto no pretendo significar que ninguna otra persona ha tenido intervención en los aludidos trabajos, pues nadie más que yo ha buscado y apreciado la colaboración de quienes podía esperarse una ayuda benéfica para el buen nombre y los intereses del país, y he disfrutado de la satisfacción y de la honra de contar con el concurso de hombres inteligentes, laboriosos y abnegados, pertenecientes al personal de la Secretaría de Hacienda, o de auxiliares eminentes extraños a ella, que no me han escatimado los consejos que sus luces y su experiencia les dictaban. No; mi afirmación antedicha se refiere solamente a la labor de entresacar de todos los pensamientos y datos acumulados, los que consideraba aprovechables para mis fines, y de formarme, con ellos y el producto de mis meditaciones, un criterio personal cuya expresión procuraba yo formular con la claridad debida, retocándola y perfeccionándola varias veces para obtener un resultado que me satisfaciese.
Los múltiples, variados y complicados trabajos de la Secretaría, que con frecuencia eran de carácter urgente, me obligaron a valerme constantemente de taquígrafos para recoger sin tardanza las ideas que me venían del estudio o de la reflexión, o las que me inspiraban las conversaciones con otras personas y la lectura de libros, periódicos o manuscritos. Estos taquígrafos, que no se separaban de mí en el Ministerio, recogían las palabras que yo les dictaba de manera informal y mal hiladas unas con otras, las ponían en claro, y un momento después -que solía convertirse muchas veces en días o semanas-, volvía yo a hacerles un dictado sobre el mismo asunto, corrigiendo y ampliando el primero, y así sucesivamente repetidas veces hasta alcanzar, en cuanto al fondo, un grado de convicción personal suficiente, y obtener, en materia de forma, una redacción capaz de trasmitir las ideas con precisión a los demás.
Llegada a este punto la elaboración de un proyecto, de una resolución o de un informe, era mi costumbre someterlos al criterio de los altos empleados de la Secretaría de quienes podía esperar un concurso útil; y mediante estos procedimientos fue como logré conciliar mi propósito de imprimir mi personalidad en todas las disposiciones y actos de la Secretaría de Hacienda, con la conveniencia de escuchar la opinión de personas competentes, y con la imposibilidad manifiesta de consagrar mucho tiempo a las inumerables atenciones del Ramo.
Excusado es decir que antes de lanzarme, en la preparación de mis trabajos, por el laborioso camino que acabo de describir, recababa la conformidad del Presidente con el pensamiento fundamental que se trataba de traducir en hechos, y consultaba a mis colegas del Gabinete sobre los puntos que de alguna manera les concernían. Alguna vez se me echó en cara que en el desarrollo de mis proyectos me apartara algún tanto de las ideas primitivas expuestas a mis colegas del Gabinete. Esto debe, seguramente, haber sucedido en más de una ocasión, supuesto mi modo de trabajar y el empeño que tuve siempre de escudriñar a fondo las cuestiones por resolver; pero no creo que tal proceder pueda dar lugar a censuras justificadas, ya que he cuidado en todos los casos de dar cuenta minuciosa al Presidente con el texto definitivo de los documentos del género indicado. Más por una cierta intuición que por razonamiento sobre la utilidad de conservar los borradores de los taquígrafos, donde constaban las diversas transformaciones que sufrieron mis trabajos durante su elaboración, mandé coleccionarlos y expedientarlos cuidadosamente, y así los guardé en mi biblioteca particular. Desgraciadamente se extraviaron con otras muchas cosas, en 1916, durante la ocupación de mi casa por jefes militares y otras personalidades de la Revolución.
Los taquígrafos me fueron también muy útiles para salvar tiempo en las audiencias públicas. Todo el mundo conoce las exigencias de nuestros peticionarios para ser recibidos por los altos funcionarios y los Jefes de Oficina, por insignificante e impertinente que sea el negocio que se propongan tratar. Entre más elevado es el funcionario a quien quieran hablar, más concurridas se ponen las antesalas de las oficinas, y mayores son la importunidad y las mañas de los impetrantes. Las pretensiones de éstos no tienen límites, y puede decirse sin exageración que casi todos ellos (1), van a las audiencias a pedir, con insistencia sin igual, cosas absurdas o contrarias a las disposiciones legales, cuya concesión consideran punto menos que obligatoria cuando el interesado trae recomendaciones, casi siempre arrancadas por conmiseración o compadrazgo, o cuando alega supuestos servicios prestados a la patria o a los prohombres del día. Tal tendencia, muy caracterizada por cierto en el público de las audiencias, constituye una verdadera calamidad para los Ministros, quienes, viéndose en la imposibilidad de distinguir prima facie los concurrentes que traen negocios serios, de aquellos que vienen a solicitar favores, tienen que aguantar las impertinencias de tanta gente, so pena de arrostrar las consecuencias de una gran impopularidad y de levantar un tole sin fin, basado en las más viejas y arraigadas tradiciones.
De pie, en la alfeiza de uno de los balcones, y con el taquígrafo al lado, recibía yo, cada tarde de audiencia, al público que con esa esperanza había llenado los cuatro costados de los dos grandes salones de la Secretaría de Hacienda. En orden perfecto desfilaban los interesados, uno a uno y a cierta distancia del que precedía, y exponían su asunto con los rodeos y digresiones tan comunes en nuestros paisanos, pero refrenados, sin embargo, por el aparatoso cuadro que presentaban tantas personas ansiosas de que les llegara su turno, y por la mortificación de verme todo el tiempo en pie. Me quedaba también el recurso, cuando la entrevista se alargaba demasiado, de hacer un ademán que invitara a la siguiente persona a acercarse a mí. El taquígrafo tomaba nota de lo que yo le indicaba como sustancial de cada petición, y lo que escribía pasaba después de la audiencia con los papeles que frecuentemente dejaban los interesados, al Sub-secretario o al Oficial Mayor para los trámites a que hubiere lugar, excepto los asuntos cuyo examen me reservaba yo hacer personalmente. Así es como logré disminuir, a costa de no poca fatiga, la pérdida de tiempo que ocasionan las audiencias públicas, y quitar todo pretexto de queja a los numerosísimos concurrentes que insisten, con una tenacidad digna, por lo general, de un mejor objeto, en ser escuchados por el Jefe de un Departamento de Estado.
Por temor de que carezcan de interés para los que lean estos apuntes, otras muchas cosas que pudiera yo dejar escritas sobre la organización de mi trabajo personal, pongo aquí punto final al asunto, a reserva de tocar de nuevo, incidentalmente, esta materia, si llego a ocuparme más adelante de la reforma de las Oficinas y de la moralización de los empleados de Hacienda.
Notas
(1) Una estadística, hecha por orden mía, durante un mes en varias ocasiones, acusa un promedio que fluctúa entre 80% y 92%.
Índice de Apuntes de mi vida pública (1892-1911) de José Yves Limantour | PRIMERA PARTE - CAPÍTULO SEGUNDO | PRIMERA PARTE - CAPÍTULO CUARTO | Biblioteca Virtual Antorcha |
---|