Índice de Apuntes de mi vida pública (1892-1911) de José Yves LimantourSEGUNDA PARTE - CAPÍTULO PRIMEROSEGUNDA PARTE - CAPÍTULO TERCEROBiblioteca Virtual Antorcha

Apuntes sobre mi vida pública
(1892 - 1911)

José Yves Limantour

SEGUNDA PARTE

CAPÍTULO SEGUNDO

Movilización de las tropas y de la flota de los Estados Unidos hacia la frontera y los puertos de México. Estados de la opinión americana con respecto al gobierno del General Díaz


Mi regreso de Europa por los Estados Unidos no tuvo más objeto, como acaba de decirse, que de acudir al llamado del Presidente por la vía más rápida posible. Ni por asomo me vino la idea, antes de desembarcar en Nueva York, de hacer otra cosa más que informarme brevemente del estado de los espíritus en aquel país con respecto a México, y llevar al general Díaz los informes confidenciales que pudiera yo recoger, y que tuviesen alguna importancia para la campaña contra los revolucionarios.

Cuál sería mi sorpresa cuando al fondear el [en blanco en el original] de marzo en la bahía de aquel puerto el buque que me llevaba, subieron una multitud de periodistas que me asaltaron llevándome dos noticias de gran sensación: la gravedad del general Díaz y la orden de movilización del ejército y de la flota americanos hacia la frontera y los puertos de México. Por fortuna, un telegrama que recibí momentos después al desembarcar, me demostró la falsedad de la primera de dichas noticias.

Entre los amigos que me recibieron, estaba nuestro embajador en Washington licenciado don Francisco L. de la Barra, quien me informó en el acto de todo lo relativo a la movilización, así como del estado de nuestras relaciones diplomáticas con el gobierno americano, y de las últimas gestiones hechas por nuestra Embajada con motivo de tantos incidentes que habían dado lugar recientemente a un cambio muy activo de notas entre las dos cancillerías.

De las conversaciones que tuve con él sobre esos puntos, me quedó en los primeros momentos una impresión tranquilizadora, la cual, por desgracia, fue cambiando en sentido pesimista, a medida que entraba yo en contacto con el mundo de los negocios y con ciertos personajes políticos, y de que me imponía de la mala disposición que en algunos casos llegaba a ser hostilidad de la prensa hacia nuestro Gobierno.

Todo juicio sobre las múltiples causas del cambio sobrevenido en la opinión americana tiene que carecer naturalmente de bases seguras, porque los procesos psicológicos, especialmente los que tienen lugar en el alma de las naciones escapan casi siempre a toda investigación precisa, y sólo dejan el campo libre a las hipótesis y a la especulación. Sin embargo, si se reflexiona en la serie de conflictos que en los últimos tiempos surgieron, por varias partes y en diversos terrenos, entre los intereses de ambos países, y que no por haber sido resueltos amistosamente dejaron de patentizar cierto antagonismo en las tendencias de uno y otro, se comprenderá que en el fondo existía de una manera latente un germen peligroso de hondas desavenencias que un día u otro tendrían que estallar.

En los Estados Unidos se fue formando desde muchos años la idea de que México debía girar dentro de la órbita de influencia americana la que acabaría por absorber todos los ramos de nuestra actividad transformando al país en una dependencia económica e intelectual de aquella poderosa Entidad. No se necesitan exponer aquí con detalles las numerosas razones que dieron lugar a esa creencia, pues son bien conocidas de todo el mundo. Basta tenerlas presentes para comprender la decepción que fue causando ahí la larga serie de incidentes que demostraban, no el propósito de alejarse de sus vecinos, sino la independencia con que venía moviéndose nuestro país en sus esfuerzos para conquistar su bienestar y prosperidad.

El haber recobrado la posesión de la Bahía de la Magdalena tan codiciada por ellos; las laboriosas negociaciones a que dio lugar la presa del Río Colorado (1); la insistencia con que defendimos los terrenos del Chamizal; la protección concedida a la persona del Presidente Zelaya para que pudiera salir de su país; nuestra oposición a celebrar tratados especiales de comercio que significaban la invasión de nuestros mercados por los productos americanos; la negativa terminante de modificar nuestra legislación comercial y bancaria en el sentido que deseaban nuestros vecinos para favorecer sus operaciones comerciales con México, destruyendo en provecho de ellos nuestro comercio con Europa, y dificultando la inversión de capitales procedentes del Antiguo Continente; la resistencia a poner trabas a la inmigración japonesa en México, para evitar que los súbditos del Mikado pudieran pasar a territorio americano; la ejecución de grandes obras públicas como el Ferrocarril de Tehuantepec y sus puertos terminales, con total independencia de los intereses americanos, que desde hace más de medio siglo pretendían echar mano sobre el Itsmo; la serie de operaciones que consolidaron en poder de la Compañía de los Ferrocarriles Nacionales más de la mitad de las líneas férreas del país, arrancándolas del dominio de las compañías americanas que las poseían y explotaban; todos estos actos e incidentes y otros muchos de que no es necesario hablar aquí, fueron impresionando al público americano y dando origen a un disgusto latente que aumentaba todos los días y que despertó en las masas el deseo de que se sustituyese el personal directivo de la política mexicana, que había logrado constituir un gobierno fuerte e inspirado exclusivamente en las conveniencias de su país, por otro más dócil a las indicaciones de Washington y mucho mejor dispuesto en favor de los intereses yanquis.

En terreno tan fértil, el libro y el periódico fueron los instrumentos con mayor eficacia, para favorecer esa evolución de los espíritus. Mucho me culpo ahora de haber abogado siempre, estando en el Gobierno, porque se desdeñaran las censuras y las falsedades que por ignorancia o mala intención se propagaban por esos medios, creyendo yo que bastarían, para que imperase la verdad, la publicación de informes, documentos y estudios razonados, en los órganos oficiales u oficiosos. ¡Funesto error! Cuando menos lo pensamos, todo lo que se dijo en las publicaciones sensacionales y de escándalo sobre la barbarie de los mexicanos, la esclavización de nuestro pueblo, los horrores cometidos por las autoridades, y la desmoralización de los funcionarios y empleados del Gobierno, pasó en autoridad de cosa juzgada para los lectores americanos.

México no era considerado ya como nación digna de encomio por el rápido adelanto moral e intelectual que realizó en los últimos lustros. Los hombres y las cosas de nuestro país no se veían con los ojos imparciales de antes, sino con los del Barbarous Mexico, con los de Fornaro de López de Lara, y otros varios autores de obras, opúsculos y artículos profusamente circulados, que pintaban a México en la más miserable de las condiciones, oprimido, vejado y explotado por sus gobernantes y por una camarilla infecta, contra los que se habían levantado en armas hombres valerosos, honrados y abnegados, que luchaban por las libertades del pueblo y los principios de la más pura democracia.

Así se formó, por desgracia con la ayuda de algunos mexicanos desafectos a la Administración del general Díaz, una atmósfera de prevención contra el Gobierno de México, dentro de la que germinaron y se desarrollaron una multitud de incidentes que conducían poco a poco e insensiblemente a ambas naciones a un conflicto armado, el cual asomó por primera vez la cara con expresión amenazante el día que fue expedida por el presidente Taft la famosa orden de movilización.

¿Cuál sería el verdadero fin que se perseguía al dar ese paso imprudente? Para mí, está fuera de duda que fue, como lo dijo el mismo Taft en una de sus varias explicaciones, el de alistarse a intervenir en México en un momento dado en caso de que se juzgase indispensable hacerlo para la protección de las vidas e intereses americanos, y para poner en quietud al vecino molesto. Nadie tomó en serio el tema de que usó en el canje de Notas con nuestro Gobierno, de que era una medida destinada a evitar la entrada clandestina de hombres y de armas a nuestro territorio, ni menos todavía el otro de las supuestas maniobras militares que iban a poner de manifiesto la buena organización y el grado de adelanto del Ejército americano.

El envío de buques a los puertos mexicanos, la distribución de las fuerzas en unos cuantos puntos de la frontera, el gran acopio de armamento y proyectiles, el enorme material de la Cruz Roja concentrado en Texas, y otros muchos hechos que todos pudimos observar, demuestran la futilidad de estas últimas explicaciones. Pero tras del Gobierno, o mejor dicho, del Presidente y del Secretario de Estado, quienes es posible que no hayan tenido intenciones muy belicosas, estaba la opinión general, tan poderosa en los Estados Unidos, y que notoriamente empujaba al Gobierno en el sentido de una política exigente, reducida para unos, a usar sólo de medios pacíficos, y que según los más, debía apoyarse en la coacción militar. Estos últimos aumentaban cada día en número y actividad, y eran tan peligrosos como ellos ciertos desapasionados que ignorando nuestras condiciones económicas y político-sociales, deseaban la intervención en toda forma para establecer en México un orden de cosas que respondiera mejor a las ideas americanas sobre felicidad de los pueblos y bienestar material de las naciones, y quitar a la vez todo motivo de perturbación de la paz pública en nuestro territorio, muy especialmente en la zona vecina de los Estados Unidos en la que se cometían tantos atentados.

Mis entrevistas con los representantes de la Prensa, publicadas en los principales periódicos, durante los ocho o nueve días que me quedé en Nueva York, marcan bastante bien la evolución de mi juicio sobre la situación de esos días a medida que recogía las impresiones de personas pertenecientes a diversas categorías sociales, y recibía informes confidenciales de procedencia más o menos directa del mundo oficial referentes a los actos u opiniones de los más altos funcionarios.

En momentos de gran inquietud fue cuando pronuncié, hablando en Nueva York con un periodista de marca, aquellas palabras que dieron motivo a tanto comentario: la intervención significaría guerra, calificadas que fueron de imprudentes por algunos, y aplaudidas calurosamente por otros, sobre todo en México.

El efecto momentáneo que hicieron dichas palabras, de calmar los duros ataques de la Prensa contra nuestro país, no alcanzó a impedir que los ánimos volvieran a caldearse con las noticias que llegaban a diario de incidentes fronterizos en que las personas o los intereses de ciudadanos americanos eran víctimas de nuestros desórdenes.

Estas noticias, así como la presencia en el Gobierno de Washington de hombres notoriamente hostiles a México, contribuía a aumentar mucho el peligro. De varios personajes me llegaron emisarios para darme a entender sin mucho disimulo, que la paciencia del pueblo americano estaba a punto de agotarse, y que era preciso que se pusiese pronto remedio a la situación.

Los banqueros y demás hombres de negocios que nos habían sido favorables me hablaron en el mismo sentido. De todas partes, en los últimos días de mi estancia en Nueva York, estuve recibiendo indicaciones precursoras de tempestad. El Subsecretario de Estado Hunttington Wilson, que siempre mostró gran animadversión contra nosotros, fue uno de los que más atizaron el fuego en esos momentos delicados. El Embajador Lane Wilson, no obstante las demostraciones de simpatía que me prodigaba, no dejaba de intercalar consejos amonestadores, en frases de apariencia tranquilizadora. En su conversación deslizaba comentarios agridulces de las más altas personalidades, decía él, sobre nuestra política y modo de ser, y acompañaba dichos comentarios con sugestiones un tanto apremiantes relativas a la conveniencia de hacer reformas y concesiones que desarmaran a los revolucionarios. El fue, según supe de buena fuente, quien abogó con más calor en favor de la idea de movilizar el Ejército Americano, no como medida de protección de la frontera, sino como advertencia a nuestro Gobierno.

Involuntariamente he unido después muchas veces en mi mente los nombres de los dos altos funcionarios a que acabo de aludir, con el de la persona que sustituyó a Taft en la Presidencia de los Estados Unidos y tomó una ingerencia tan escandalosa e irritante en nuestros asuntos. La asociación de ideas que despierta en mí el apellido Wilson de esos tres señores, en relación con nuestro querido México, me deja siempre, por más que procuro borrarla, una impresión funesta.

No me fue posible averiguar, de una manera precisa y del todo convincente, los propósitos de los principales directores de la política americana con respecto a nosotros, así como tampoco, si en sus tendencias contrarias a nuestro Gobierno el impulso partía de ellos mismos, o si la opinión pública los arrastraba. Por supuesto que a medida que la jerarquía de esas personas era más elevada en el mundo oficial, más se disimulaban las intenciones y los sentimientos bajo las formas melifluas usadas especialmente en las relaciones internacionales, y esto es lo que a primera vista pudo dar una falsa idea del objeto que perseguía el Gobierno de Washington, mientras no puso a descubierto, en la orientación general de los actos de la Administración, sus verdaderos propósitos y sus preferencias.

Desde la famosa conferencia de los Presidentes Taft y Díaz en El Paso y Ciudad ]uárez, comenzó a evolucionar la política mexicana de la Casa Blanca, al principio con tanta lentitud, que nadie consideraba como sintomáticas de un cambio desfavorable las diferencias de opinión que surgieron entre las dos Cancillerías en diversos incidentes; pero al reflexionar sobre dichos incidentes y otros sucesos al parecer extraños, se advierte que aquellas diferencias no eran el resultado natural de una simple diversidad de intereses, sino la consecuencia de un cambio de política. Si este cambio fue determinado por miras imperialistas, en el terreno económico y en el político juntamente, o sólo en el primero; o bien, si algunos de los prohombres de Washington se inclinaban por simpatía a la causa revolucionaria, es cosa que no podrá probablemente ponerse en claro sino después de mucho tiempo; pero ya no es permitido dudar, por lo dicho anteriormente, y porque los acontecimientos posteriores lo han confirmado, de la mala disposición hacia la Administración del general Díaz que en el mundo oficial americano se transparentaba en los comienzos de 1911.

No en vano se recorrerá un día la serie de obstáculos que encontró nuestro Gobierno de parte de las Autoridades de los Estados Unidos en la represión de los disturbios de la frontera, y la evidencia que resalte de esa conducta confirmará seguramente la alusión que acaba de hacerse a los acontecimientos posteriores. No son sin embargo esos obstáculos de cada día, ni la parcialidad manifiesta a favor de los revolucionarios, ni la oposición a que pasasen nuestras tropas por territorio americano, permiso que concedieron años después al Gobierno revolucionario, ni la negativa de hacer otras concesiones que las naciones vecinas se otorgan unas a otras cuando se trata de sofocar movimientos insurrectos, ni la tolerancia del contrabando de guerra, ni la resistencia a cumplir con ciertas obligaciones que impone el Derecho Internacional, las únicas pruebas que nos dieron las Autoridades Federales y Locales Americanas de su deseo de ayudar en su obra a los que procuraban derrocar al Gobierno establecido. Esa misma parcialidad censurable e injusta, del alto personal oficial de los Estados Unidos, quedó también perfectamente demostrada después, no una sino muchas veces, con el muy diverso trato que dieron a varios de los Gobiernos revolucionarios, apoyándolos abiertamente y a pesar de los precedentes creados por Washington en contra del general Díaz. Finalmente, están todavía presentes en la memoria de todo el mundo, las revelaciones hechas por la prensa, especialmente las del New York Herald de 1914, sobre las escandalosas intervenciones y complicidades favorables a los trastornadores del orden público, de parte de funcionarios americanos, magnates de ferrocarriles y del petróleo, hombres influyentes en todos los ramos de actividad, que fueron una de las causas más eficientes de la violencia y de la prolongación de nuestras luchas intestinas.

En suma, puede decirse que el gingoismo generai, el imperialismo razonado de muchos, el idealismo y sentimentalismo de algunos, y el apetito de lucro de los más, fueron los factores que en los Estados Unidos contribuyeron principalmente a que se alterara la buena opinión que de México se tenía, y a que se redujera considerablemente la simpatía de que disfrutaba en aquel país la Administración del general Díaz. Y en cuanto a la gravedad de la situación de entonces, no es cosa que pueda ponerse en duda. Si la actitud posteriormente pacífica observada por el Gobierno Americano y por una gran parte de la nación con respecto a México, puede a primera vista servir de argumento a los que sostienen que los temores de intervención violenta en la época a que me refiero eran infundados, poco quedará en pie de esos argumentos si se somete la historia de nuestras relaciones con los Estados Unidos, desde tres o cuatro años anteriores a 1910 hasta la fecha, a un análisis reposado, que tome en cuenta todas las circunstancias ocurridas en ese largo lapso de tiempo.

El peligro que corrieron la soberanía e independencia de México no fue imaginario. Decir lo contrario es incurrir en un grave error de apreciación de los hechos, imperdonable en los escritores serios que no deben desentenderse del medio ni de la época en que éstos pasaron; y si de parte de los resueltos adversarios del Gobierno ha habido tendencias muy marcadas a quitarle importancia a la amenaza de una intervención americana, debe buscarse la causa de dichas tendencias en la necesidad de disculpar a los revolucionarios de haber recibido del otro lado de la frontera del Norte una eficaz ayuda, material y moral, para la ejecución de sus planes, y de justificar también la conducta extremada, intransigente, y atentatoria de la mayor parte de ellos, que llegó a exponer al país a que el extranjero vecino se hiciese justicia por sí mismo de los males que le originaba el desorden, o lo que es peor, aprovechara alguna de tantas ocasiones que le proporcionaron de satisfacer sus insaciables apetitos territoriales y de dominación económica y política.



Notas

(1) Según persona muy bien informada, en una de las conversaciones del Presidente de la Compañía del Southern Pacific Railway con el Presidente Taft sobre el cobro del costo de las obras que ejecutó la Compañía para salvar de la inundación al riquísimo valle de Arizona llamado Imperial Valley, obras que fueron ordenadas por el presidente Roosevelt, Taft le dijo al Presidente de la Compañía que el asunto de la indemnización no debía preocuparle porque pronto recibiría la Compañía una compensación de sus servicios mucho más importante que el dinero gastado en dichas obras, pues los Estados Unidos tenían la imprescindible necesidad de comprar la Baja California en donde el Southern Pacific Railway podría dar una extensión considerable a sus líneas, y que él creía que ofreciendo a México el precio elevado que el Gobierno de Washington estaba dispuesto a pagar por aquel territorio, no nos opondríamos a la venta, pero que en caso de resistencia, no le faltarían medios a los Estados Unidos para obtener lo que deseaban, siendo esa adquisición indispensable no solo para desarrollar el tráfico americano en el mar Pacífico, sino para poseer una base de operaciones navales y militares, que no estuviera tan lejos del Canal de Panamá, como lo están los puertos de la Alta California.

(Hay motivo para considerar las anteriores especies como verídicas, porque provienen de persona muy respetable que las recogió del mismo Presidente de la Compañía, y me las comunicó muy poco tiempo después). Nota del autor.

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