Índice de Apuntes de mi vida pública (1892-1911) de José Yves Limantour | SEGUNDA PARTE - CAPÍTULO SEXTO | SEGUNDA PARTE - CAPÍTULO OCTAVO | Biblioteca Virtual Antorcha |
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Apuntes sobre mi vida pública
(1892 - 1911)
José Yves Limantour
SEGUNDA PARTE
CAPÍTULO SÉPTIMO
Tentativas de pacificación por medio de arreglos en los que el gobierno tomo parte. Negociaciones oficiales
Con lo dicho anteriormente basta para hacerse carga de la dificilísima situación en que se hallaba el Gobierno a principios de abril para dominar la insurrección, bien fuese por las armas, o por medio de reformas políticas y medidas administrativas. El efecto calmante que produjeron en general el cambio de Ministerio y los primeros pasos dados por el Gobierno en el nuevo derrotero político, duró apenas una o dos semanas. A poco se hicieron sentir, cada día con mayor fuerza, el descontento general y el empuje de la revolución. Las amenazas de un rompimiento con los Estados Unidos crecían a cada momento con el sinnúmero de incidentes que ocurrían en la Frontera del Norte y en otras partes del país, donde las personas y los intereses de americanos sufrían las consecuencias del estado de guerra y de los desórdenes de todo género provocados por la revolución. Semejante situación no permitía esperar indefinidamente el resultado de las medidas políticas y militares; de aquellas, porque faltaba tiempo para que pudiesen producir sus frutos; y de esta última, por las razones que se han dado al hablar de las condiciones de nuestro ejército y de la manera como se había conducido la campaña militar. No le era, pues, lícito al Gobierno desechar las oportunidades que se le presentaban de procurar por medios indirectos explorar el ánimo y las pretensiones de los jefes de la revolución, a fin de colocar el problema del restablecimiento del orden legal en un terreno práctico que permitiera llegar pronto a una solución favorable, por remoto que esto fuese.
El que un Gobierno procure, sin tomar la iniciativa, ponerse en contacto con los que se levantan en armas contra él, para poner término a la insurrección, es cosa que comúnmente se interpreta como señal de que no confía en su buen derecho ni en su fuerza. A pesar de eso, y basándonos en los argumentos que en contra de esa interpretación se pueden alegar, sacados de numerosos precedentes de revoluciones dominadas por medios pacíficos, el Presidente y yo no juzgamos prudente ni debido rechazar las buenas voluntades de personas caracterizadas que se ofrecieron a hacer el papel de intermediarios oficiosos, sin llevar, se entiende, ningunas instrucciones, indicaciones, o siquiera simples ideas del Gobierno. Por este motivo se acogieron los ofrécimientos hechos por los señores licenciado Rafael L. Hernández, Oscar Braniff y licenciado Toribio Esquivel Obregón. En el mismo sentido había aceptado ya el Presidente, antes de mi llegada a México, el concurso del coronel Fausto Beltrán y de otros señores, que obraban en combinación con él, para apagar la insurrección que había estallado en algunos lugares de los Estados de Guerrero y Morelos.
A medida que fueron presentándose estas oportunidades, y en vista de la acefalía de la Secretaría de Gobernación, el Presidente me iba pidiendo que tomara yo la dirección de la correspondencia con los respectivos intermediarios, cosa a que opuse al principio algunas objeciones motivadas principalmente por la esterilidad de los esfuerzos que hice en Nueva York para obtener del agente de la revolución proposiciones susceptibles de servir de base para una negociación. Mi resistencia provenía también del temor de que, después de lo que pasó en Nueva York, con razón o sin ella, los revolucionarios interpretaran mi intervención en esos asuntos, en el sentido desfavorable para el Gobierno de que acaba de hablarse en el párrafo anterior. Como por otra parte estos asuntos debían tratarse en una forma enteramente extraoficial, no tuve ya reparo, ante la insistencia del Presidente, en aceptar provisionalmente el encargo de ayudarlo en la colosal tarea que lo abrumaba.
Con respecto a los levantamientos de Guerrero y de Morelos, la tentativa de sofocarlos pacíficamente no presentaba grandes inconvenientes, y sí podía traer resultados favorables, porque esos movimientos no estaban ligados al principio con los del Norte, sino que respondían a cuestiones de personas y de rencillas locales. El Gobernador del Distrito Federal, como ya se ha dicho, había comenzado esas gestiones antes de mi llegada a México, y el conducto fue el coronel Fausto Beltrán, hombre de alguna influencia en aquellas regiones agitadas. Hube de encargarme entonces del propio asunto, y se llegó a obtener que los hermanos Figueroa de Guerrero, y Emiliano Zapata de Morelos, consintieran en un armisticio, y se manifestaran dispuestos a someterse de nuevo al Gobierno, en cambio de ciertas concesiones y garantías que en realidad poco significaban para el Gobierno. Infortunadamente, en los momentos de firmarse el armisticio llegó un comisionado de los sublevados del Norte que convenció a los hermanos Figueroa y a Zapata de que no debían dejar las armas por ningún motivo, sino hacer causa común con Madero, dando a sus aspiraciones, que hasta entonces se contraían a asuntos más bien locales, el carácter de nacionales.
Se han dicho ya algunas palabras en el capítulo tercero sobre las gestiones emprendidas, cerca de los revolucionarios del Norte, por los señores Oscar Braniff, licenciados Toribio Esquivel Obregón y Rafael L. Hernández, y por el mismo señor Ernesto Madero que fue solicitado personalmente por el general Díaz para desempeñar una delicada misión, todas ellas con el fin de dar satisfacción a los deseos de la inmensa mayoría de los mexicanos, ansiosa de ya no ver a la Patria desgarrándose en luchas intestinas, y acabando con la enorme prosperidad y el crédito de primer orden que se había logrado conquistar en un tercio de siglo; pero antes de seguir adelante y de hablar de la misión del representante oficial del Gobierno, el señor licenciado Francisco S. Carvajal, entonces Magistrado de la Suprema Corte de Justicia, dedicaré dos líneas a la tentativa del doctor Vázquez Gómez de abrir negociaciones directamente con el señor Ministro de Relaciones don Francisco L. de la Barra.
Con fecha 18 de abril, cuando ya se acercaban a don Francisco I. Madero los señores Braniff y Esquivel Obregón por un lado y Hernández por el suyo, el mencionado Agente confidencial de la revolución dirigió un telegrama al señor de la Barra anunciando que Madero con tres mil hombres estaba listo para atacar a Ciudad Juárez, y que para evitar complicaciones, pérdida de vidas y propiedades, el Gobierno sólo podía hacerla ordenando que las tropas federales evacuaran la plaza, después de lo cual podrían entablarse abiertamente negociaciones de paz. Al mismo tiempo que envió este telegrama el doctor fue a ver a nuestro Embajador en Washington, don Manuel Zamacona; para confirmar el expresado mensaje y pedir que se le comunicara lo más pronto posible la respuesta del Secretario de Relaciones.
El señor de la Barra contestó en términos favorables pidiendo proposiciones, a fín de que si estas fuesen consideradas aceptables por el Presidente y el Gabinete se celebrara inmediatamente un armisticio.
Esta contestación lo mismo que las posteriores fueron dirigidas por conducto de la Embajada. El doctor replicó diciendo que comunicaría al Gobierno las proposiciones tan pronto como las recibiera de Madero; y después de varios incidentes, en los que intervinieron ciertas susceptibilidades, el día 23 se recibieron las bases del armisticio que envió V ázquez Gómez a la Embajada por conducto de un periodista, y en las que se proponía con bastante reglamentación una suspensión de hostilidades por dos semanas; pero como al propio tiempo se cambiaban en Ciudad Juárez cartas el Jefe de las fuerzas del Gobierno y el de la revolución, pactando una suspensión de hostilidades de cinco días sobre bases algo distintas, el doctor hizo saber, que, en su concepto, las conferencias de paz debían celebrarse lejos de la familia Madero, y por personas extrañas a ella, a fín de que los partidarios de la revolución no pudieran alegar que el arreglo se había hecho con la familia Madero, y no con el partido revolucionario. Todavía insistía el día 25 en arreglar el armisticio en Washington, hasta que fue llamado por Madero a Ciudad Juárez (1).
De los primeros pasos dados por el licenciado Hernández a los pocos días de mi llegada a México, no hay gran cosa que decir si no es que, inducido en error, sin duda por los términos que empleaban mis interlocutores de Nueva York al hablar de las famosas bases que me presentaron, hizo uso alguna vez en un telegrama que me dirigió de San Antonio Texas, de las palabras bases convenidas, refiriéndose a las susodichas bases propuestas por el doctor Vázquez Gómez en su memorándum de 14 de marzo, telegrama que motivó una aclaración de mi parte que envié al licenciado Hernández en los siguientes términos:
Deseo aclarar que bases Nueva York no han sido aceptadas por mí y sólo expresan ideas de personas que hablaron conmigo.
Los señores Ernesto Madero y licenciado Hernández, unidos ya, y después de una serie de contratiempos que entorpecieron su marcha al encuentro del Jefe de la revolución, lograron su objeto el 21 de abril al día siguiente de que los señores Braniff y Esquivel Obregón hablaron, también por primera vez, con el expresado Jefe de la revolución. La impresión que tuvieron estos últimos señores difícilmente podría ser más pesimista pues ya me habían telegrafiado que Madero exigía para celebrar un armisticio que el Presidente presentase su renuncia y que don Francisco L. de la Barra fuese nombrado Presidente interino, a lo que yo contesté que nada había que hacer entonces.
Por la entrevista de Hernández con Madero se vino al conocimiento de que las ideas intransigentes de este último se habían modificado. Sin mantener las exigencias de que se acaba de hablar, estaba dispuesto a suspender las hostilidades para procurar un arreglo, y aun a discutir las condiciones de paz sobre las bases propuestas por Vázquez Gómez en Nueva York y las últimas de que se trató entre el Ministro de la Barra y el doctor Vázquez Gómez. Este cambio de actitud parece haber sido motivado por la gravedad de la situación interior del país y por los temores de guerra con los Estados Unidos.
Un paso importante se hábía dado, el que consintieran los revolucionarios en suspender las hostilidades. La decisión de sostener las proposiciones de Nueva York nos hizo, sin embargo, vacilar en aceptar el armisticio, pero una vez puesta a un lado por ellos la idea de exigir la renuncia del general Díaz, todo lo demás, que sólo debía ser materia de una discusión posterior, nos pareció secundario, con tal de calmar la efervescencia americana que se traducía en una actitud cada día más desfavorable para nosotros del Gobierno de Washington, el cual nos amenazaba ya con tomar en territorio mexicano ciertas medidas de protección en favor de sus nacionales, y se oponía a darnos las facilidades que a ningún Gobierno amigo se niegan, para aprovisionar a las fuerzas federales de la frontera de lo que necesitaban para el restablecimiento del orden.
Cuán imperfecto sería el juicio que se formulase sobre la indicada tregua con los rebeldes, sin tomar en cuenta la apremiante influencia que ejerció en el ánimo del Gobierno la aparente contradicción de la conducta de nuestros vecinos que por una parte se quejaban con dureza de los daños y perjuicios que les ocasionaban los rebeldes, y por la otra negaban al Gobierno el permiso para transportar por suelo americano las fuerzas, los pertrechos de guerra y hasta el dinero, destinados a evitar o a reprimir los desórdenes de que se quejaban. Y si se dice que la contradicción era aparente es porque esa conducta y las facilidades de que disfrutaban los rebeldes en algunos puntos de la línea fronteriza para proveerse de aquello de que carecían las fuerzas federales, se explican por las simpatías de que gozaba allende el Bravo la revolución, y por el deseo de que triunfara.
Aceptada la idea de la suspensión de hostilidades, el Gobierno comunicó las instrucciones correspondientes al general Navarro, Jefe de las fuerzas federales que se hallaban sitiadas en Ciudad Juárez, a fín de que procediese a lo que hubiere lugar tan pronto como Madero tomara la iniciativa notificándole la suspensión de sus operaciones militares. El día 23 de abril se canjearon las cartas respectivas el Jefe de la plaza y el de la revolución haciendo constar las condiciones del armisticio.
El mismo día 23, antes de que se tuviera el aviso del general Navarro de haberse suspendido las hostilidades, telegrafié al licenciado Rafael Hernández contestándole sobre algunos puntos interesantes de sus mensajes anteriores y procurando que las conferencias a que iba a dar lugar el armisticio se verificasen en un lugar intermedio entre Ciudad Juárez y la Capital.
Con el armisticio comenzaron las verdaderas negociaciones de paz. Hasta entonces sólo habían tenido lugar gestiones oficiosas e informales, llevadas a cabo por particulares bien intencionados que pusieron sus servicios a la disposición del Gobierno para procurar una inteligencia con los autores del movimiento armado y poner fin al caos que ya se dibujaba. Si para este único objeto no había inconveniente mayor en que uno de los miembros del Gabinete se entendiera confidencialmente con los intermediarios, por orden y con instrucciones del Presidente, no así desde el momento en que, establecido el contacto, se iba a tratar de sacar provecho de la nueva situación imponiendo o aceptando condiciones que ligaban al Gobierno y cuyos resultados, buenos o malos, tendría que reportarlos la Nación.
Me fue, pues, indispensable recabar del Presidente un acuerdo por el cual se sirviera encomendar a la Secretaría de Gobernación, o en defecto del Secretario del ramo a cualquiera otro de los Ministros, la dirección de las futuras tentativas de arreglo, y determinar desde entonces la línea de conducta que debía de seguirse en las discusiones y gestiones a que hubiere lugar. Por oficio de 25 de abril la Secretaría de Relaciones Exteriores me comunicó que el Presidente me había designado para seguir interviniendo en su nombre en todos los arreglos susceptibles de restituir la paz a la República.
Ante la necesidad imperiosa de poner fin en seguida a la interminable cadena de acontecimientos desastrosos que a paso veloz orillaban al país a su ruina, el primer punto que se imponía a la consideración de todo aquel que hubiese tenido que determinar la conducta del Gobierno era la posibilidad de restablecer en corto plazo, por medio de las armas, la tranquilidad pública en todo el territorio nacional, a fin de apartar cuanto antes los inminentes y continuos peligros de un choque internacional y de la pérdida definitiva, en el interior, del poco prestigio que le quedaba al Gobierno.
Del examen minucioso de la situación militar así como de los elementos materiales y morales con que se contaba en aquellos momentos para enderezarla, resultó que, no obstante la tendencia optimista del Presidente y del Ministro de la Guerra en sus juicios sobre el resultado final de la campaña, tuvieron que convenir en que este resultado no podía obtenerse sino después de largo tiempo, cuando se recogieran los frutos de las medidas tomadas ya, y de otras que se había resuelto tomar, en materia de reclutamiento, reorganización, táctica, armamento, nombramientos de jefes, etc., etc. Yo que notaba la persistencia de los males y de las prácticas que debían haberse remediado ya, y que además se incurría cada día en otros más graves y trascendentales, propuse sin ambajes que puesto que se reconocía la imposibilidad de dominar pronto la insurrección por la fuerza de las armas, se entrara francamente por el camino de las negociaciones directas y oficiales con Madero, que tal vez nos conduciría a un resultado inmediato, y que tendría además la ventaja de mostrar, ante propios y extraños, que la sangre que se seguiría derramando si concluía el armisticio sin provecho, no podía ser la consecuencia de la ambición personal de los gobernantes, ni de una obstinación infundada en mantener sin cambio alguno el orden de cosas existente.
Era de toda evidencia que al entrar en pláticas con los sublevados habría que hacer sacrificios de amor propio, de intereses de partido, y hasta de ideas en materia de prácticas políticas, pero esos inconvenientes, por graves que fuesen no podían ponerse en parangón con los que traería inevitablemente la guerra civil prolongada por la intransigencia del Gobierno; y esa consideración bastaba por sí sola para aconsejar las negociaciones.
Mas, ¿merecerían discutirse las condiciones que pondrían los revolucionarios para consentir en rendir las armas? ¿No estaban las negociaciones condenadas de antemano a un completo fracaso? Ya sabíamos por los intermediarios oficiosos, que las pretensiones expuestas por el doctor Vázquez Gómez en el memorándum de Nueva York eran las escogidas por Madero para servir de base a las discusiones; y por cierto que no nos sonreía mucho tener que tomar de nuevo en consideración los puntos que un mes y medio antes el Gobierno había juzgado que no merecían una respuesta. Esto no obstante, y bien vistas las cosas, era un hecho que de esos puntos, tres de los principales, mutatis mutandis, habían sido desde entonces llevados ya a la práctica motu proprio por el Gobierno, a saber: la reforma constitucional de la no-reelección, la iniciativa de una nueva ley electoral sumamente liberal, y el cambio del Gabinete en el que fueron sustituidos los Ministros salientes por personas ajenas a la política activa.
Se habían también suspendido ya las hostilidades de mutuo acuerdo entre las dos partes; y sólo quedaban como materia de discusión para la conferencia, la renuncia y sustitución de algunos Gobernadores de los Estados, la amnistía de los presos políticos, ciertas reformas en la Administración de Justicia, y la cuestión de indemnizaciones por los perjuicios ocasionados por la revolución, materias todas que no podía decirse a priori que fuesen de imposible solución.
Faltaba por último el punto relativo a la renuncia del Vicepresidente, que habría constituido sin duda un obstáculo de los más graves para las negociaciones si el general Díaz no hubiese tenido razones especiales, que yo ignoraba pero que no tardé en sospechar cuáles eran, para asegurarme, sin más decir, que por de pronto no debíamos parar mientes en esa condición.
En realidad, el problema esencial que se nos presentaba, para determinamos a ir a la conferencia, era el de si se debía, o no, dar entrada a los elementos revolucionarios dentro del organismo de los Gobiernos Federal y de los Estados, pues seguramente la cuestión de personas sería de la más alta importancia, para la solución pacífica del conflicto. Ahora bien, no cabe la menor duda de que la renovación del personal político y la admisión del elemento joven en el seno del Gobierno, constituían una verdadera necesidad pública que las pasiones y la impaciencia de muchos hicieron estallar precipitándolos al movimiento revolucionario.
Dadas esas circunstancias, ¿era cuerdo aplazar, según opinaba un cierto número de personas, la realización de esa aspiración nacional, hasta que todo el país hubiera vuelto a su estado normal? Nosotros creímos que no debíamos rehusamos a admitir cambios que permitieran utilizar los servicios de algunos simpatizadores de la revolución, siempre que no hubiesen acentuado su actitud hostil al Gobierno.
Por sorprendente que parezca a sus detractores, el general Díaz no sólo estuvo de acuerdo con esta línea de conducta, sino que procedió, y por desgracia, con demasiada festinación, a moverse en el sentido de obtener el concurso de hombres más o menos adecuados al caso, y de quienes antes desconfiaba, razón por la cual no los había admitido hasta entonces en el círculo de sus colaboradores.
En el campo de la política local fue donde mayor agitación produjeron los cambios efectuados o intentados por él, y es tanto más de sentirse, cuanto que hechos en una forma y oportunidad propicias, habrían sido muy útiles para tranquilizar los espíritus.
Pesadas todas las circunstancias del caso, el Presidente acordó que se nombrara un comisionado oficial que se pusiese al habla con el de Madero y procurase llegar a un acuerdo con él, conforme a las instrucciones que al efecto se le pasaran; y el 27 de abril fue designado para esa delicada misión el Magistrado de la Suprema Corte de Justicia licenciado don Francisco S. Carvajal, cuyos antecedentes y dotes personales lo hacían acreedor a esa honrosa distinción. En el mismo nombramiento se le indicó que podía utilizar los servicios de los señores Oscar Braniff y licenciado Toribio Esquivel Obregón.
En el intervalo surgió la dificultad de designar el lugar en donde se verificaría la conferencia. Hubiéramos preferido que fuese en un punto intermedio entre la Capital de la República y la Frontera del Norte; pero en el campo revolucionario tuvieron sus disenciones abogando unos por Monterrey y otros por un lugar inmediato a Ciudad Juárez.
El Gobierno, que quería dar pruebas de buena voluntad y de que no deseaba perder tiempo, se adhirió a la última proposición de Madero de que él y el general Navarro designasen de común acuerdo una localidad entre Ciudad Juárez y el campamento de aquél. Estas vacilaciones de los Jefes revolucionarios dieron lugar a que el licenciado Carvajal, que se puso en camino el mismo día de su nombramiento, fuese detenido por mí al día siguiente en Saltillo, hasta que veinticuatro horas después, al celebrarse el acuerdo relativo al lugar de las futuras conferencias, se le ordenó que continuara su viaje a Ciudad Juárez.
Consigno estos detalles por haber dado lugar a comentarios malévolos la detención del licenciado Carvajal en el Saltillo.
El capítulo de las instrucciones dadas al comisionado oficial merece unos cortos comentarios. Por los intermediarios oficiosos y por otros conductos fehacientes se sabía que las pretensiones de los jefes que rodeaban a Madero ya no se limitaban a las bases del memorándum de Nueva York, y que todos los días eran mayores. A riesgo de encontrarnos en una situación sin salida, teníamos que ocuparnos de aquellos puntos en que cabía hacer concesiones, pero por grande que fuese el deseo del Gobierno de entrar por ese camino para obtener una paz inmediata, las instrucciones dadas al licenciado Carvajal tenían forzosamente que mantenerse dentro de límites muy distantes de las exigencias revolucionarias. Nos animó sin embargo la esperanza de que, en vista de los poderosos argumentos que el comisionado del Gobierno hiciera valer en Ciudad Juárez en pro de la necesidad de buscar soluciones prácticas que dejaran en buen lugar el prestigio del gobierno y de la misma revolución; y en vista también de la acritud creciente de las relaciones oficiales entre México y los Estados Unidos, los jefes revolucionarios se persuadieran de que seguían por mal camino promoviendo cuestiones de interés personal y pidiendo cosas contrarias a las leyes, con lo que incurrían en el mismo reproche de falsear las instituciones y prácticas democráticas, que, sin fundamento, le habían ellos echado en cara al Gobierno. Desgraciadamente no sucedió así.
Para vencer este obstáculo se le recomendó a Carvajal que cuidase mucho de separar los puntos que eran materia de convenio oficial, de aquellos que, por el contrario, tenían necesariamente que tratarse de manera confidencial y en una forma que no chocase abiertamente con los preceptos constitucionales. A realizar este fin tendían las instrucciones relativas a varios puntos de difícil manipulación que, según los informes recibidos, iban seguramente a ser suscitados, aunque en mengua de su propia causa, por los Jefes revolucionanos.
Los comisionados de Madero fueron el doctor Francisco Vázquez Gómez, el licenciado José María Pino Suárez, y don Francisco Madero, padre.
Desde el primer contacto del comisionado del Gobierno con esos señores brotaron las dificultades. Comenzó por pedir e! doctor Vázquez Gómez la renuncia del señor Presidente de la República como preliminar de las conferencias, y no obstante que Madero se había manifestado anuente la víspera a que no se tocara ese punto. Declaró entonces el licenciado Carvajal que si se mantenía esa condición suspendía las conferencias; y e! Gobierno aprobó su actitud telegrafiándole que era un punto respecto al cual no podía admitirse decorosamente ninguna condición, agregando que había causado una sorpresa dolorosa el que los Jefes de la revolución hubiesen promovido ese asunto, que, de no haber quedado eliminado desde las pláticas que precedieron a las negociaciones oficiales, el Gobierno no habría aceptado el armisticio.
Los días 5 y 6 de mayo fueron empleados por los Jefes maderistas y por los intermediarios oficiosos en buscar combinaciones y fórmulas para conciliar el deseo de aquéllos, de que el general Díaz se separase de la Presidencia, con la resolución contraria del Gobierno, y los telegramas que aparecen en la Sección de documentos relativos a las negociaciones con Francisco I. Madero y con los representantes de la Revolución (Colocados al final de la presente edición cibernética, véanse. Precisión de Chantal López y Omar Cortés), dan sobre el particular los informes suficientes para darse cuenta de lo acontecido en este período tan laborioso de las negociaciones.
No creo que merezca censura la firmeza con que mantuvimos la puerta cerrada a toda transacción sobre este punto, y si cabe alguna, sólo puede ser por no haber dado inmediatamente las órdenes a Carvajal de que regresase a México. Y no se dieron tales órdenes, porque infortunadamente, los acontecimientos se sucedían en aquellos días con vertiginosa rapidez, y todos ellos desfavorablemente para la causa del Gobierno. Las cuestiones oficiales con los Estados Unidos se caldeaban con los miles de incidentes a que daban lugar las peripecias de la lucha armada y de la mala composición de las fuerzas sublevadas; Washigton observaba con nosotros una neutralidad rigurosa, como si se tratara de una guerra entre beligerantes igualmente reconocidos como tales; nuestras guarniciones de la Frontera se debilitaban más y más por la imposibilidad de abastecerles de dinero, víveres y municiones; las fuerzas federales no podían aumentar ni siquiera reponerse, por la falta de reclutamiento; los focos de disturbios estallaban por todas partes; y en general la situación empeoraba de una manera alarmante. No era ya permitido desentenderse de tan graves acontecimientos, y no había que pensar en retroceder por el camino sembrado de espinas que habíamos recorrido. Por tales motivos se prefirió agotar toda la paciencia y todo el espíritu de conciliación compatibles con la dignidad y el decoro del Gobierno, antes de tomar una resolución extrema.
En este estado las cosas, el Presidente -deseoso de hacer constar ante el mundo entero que su permanencia en el poder no era el fruto de sus ambiciones personales, sino la consecuencia de un sagrado deber para con la Nación, cuyo gobierno, que había desempeñado durante más de un 'tercio de siglo, no debía él entregar en momentos de agitación y de desorden, y mientras contara con la opinión y el apoyo de la mayoría de los mexicanos-, publicó su famoso manifiesto del 7 de mayo, haciendo un llamamiento caluroso a todos sus compatriotas para salvar al país del caos que lo amenazaba. Con la esperanza de que las declaraciones tan sinceras y expresivas del manifiesto impresionaran favorablemente a los hombres de buena fe y patriotas afiliados a la revolución, encargué al licenciado Carvajal que señalase a Madero la importancia capital de ese documento que ponía de manifiesto la alteza de miras del Presidente, y abría la puerta a las soluciones más favorables. En ese mismo sentido telegrafié a los señores Braniff y Esquivel Obregón. La esperanza por desgracia salió fallida. Los Jefes revolucionarios contando con el triunfo, no pensaron más que en dar libre vuelo a su imaginación y a sus pasiones, creyendo que todas sus exigencias debían ser aceptadas, y apartando de su mente todo aquello que reclamaba el honor, el bienestar y el porvenir de la Nación. Tan creyeron que todo les era permitido, que dos días después violaron abiertamente el armisticio atacando a Ciudad Juárez bajo fútiles pretextos y tomando prisioneros al general Navarro y a toda la guarnición federál. Los detalles de esos lamentables sucesos son demasiado conocidos para que me ocupe en relatarlos.
Merced a los intermediarios oficiosos que no desmayaron en sus esfuerzos por alcanzar la paz, no obstante la mala fe de que acababan de dar una nueva prueba la mayor parte de los Jefes revolucionarios, pudimos venir en conocimiento, en términos bastante precisos, de las condiciones definitivas que éstos pensaban imponernos en los momentos en que se desarrollaron los sucesos de Ciudad Juárez.
Causará sorpresa y bastante pena a los que estudien más tarde este período de nuestra historia, ver la lamentable desnudez del programa de aquellos hombres que no vacilaron en trastornar el orden social en la República, con gravísimo peligro de comprometer la soberanía de la Nación, dizque para beneficio del pueblo y de las instituciones liberales y democráticas. Ese programa consistió, en suma, en echar mano del Gobierno de los Estados por medio del nombramiento de Gobernadores interinos; conseguir cuatro Carteras de las ocho que formaban el Gabinete del Presidente; tener libertad de acción plena y exclusiva en los Estados del Norte de la República; proporcionarse varios millones de pesos para repartirlos entre sus fuerzas a título de indemnización; obtener la renuncia del Vicepresidente y de los Diputados y Senadores para que se convocase a nuevas elecciones; eximirse por medio de la amnistía de toda responsabilidad por hechos conexos con el levantamiento en armas. En materia de principios liberales, o de reformas políticas, sociales y administrativas ... nada, absolutamente nada.
¿Y qué podrá alegarse para justificar la ausencia de todas esas condiciones de interés verdaderamente público y nacional en las reivindicaciones del llamado Partido Renovador? El único pensamiento que se encuentra en las contestaciones de Madero y de sus secuaces, que pudiera servir de explicación, es que ante todo deseaban la separación del general Díaz del poder por la falta de confianza en el cumplimiento de sus promesas. ¡Peregrina ocurrencia de parte de hombres que arrojaron al país al abismo sin más garantía para levantarlo de nuevo, que las pobres alusiones al bien público contenidas en el Plan de San Luis Potosí, y que como testimonios de capacidad y buena fe sólo exhibieron: la suma versatilidad de que dieron prueba durante todas las negociaciones; una falta absoluta de unidad en las ideas directivas; la intrusión de todo el mundo en las deliberaciones; la carencia completa de discreción; la entronización de la indisciplina; y, como coronamiento de todo, la violación del armisticio de Ciudad Juárez!
¿Y al Gobierno, qué podían reprocharle a ese respecto?
En el transcurso de cuatro o cinco semanas el Presidente modificó su Gabinete llevando a su lado hombres nuevos, inteligentes, honrados, y sin ligas políticas; en los Estados varios Gobernadores de los más atacados por la revolución presentaron su renuncia y fueron sustituidos también por hombres nuevos; la reforma constitucional de la no-reelección fue votada por la Cámara; y la nueva ley electoral, inspirada en las prácticas más liberales, se puso a discusión; todas las demás cuestiones, entonces de actualidad, y reclamadas por la opinión pública, fueron materia de serios estudios de parte de los Poderes constituidos. ¿Podía dar el Presidente de la República mejor garantía de su determinación de satisfacer en lo que de él dependía las aspiraciones justificadas de la Nación?
No, la verdad es que otros eran los fines que buscaban los revolucionarios, pues de no ser así debían haberse conformado con el papel bastante honroso de haber servido de estímulo para que se llevaran pronto a la práctica aquellas reformas.
Como último testimonio de nuestro empeño por buscar una solución que conciliara, en cuanto le permitieran los preceptos legales y la dignidad del Gobierno, con las condiciones fundamentales de Madero y sus comisionados, dirigimos con fecha 14 de mayo, por acuerdo del señor Presidente, al licenciado Carvajal, el telegrama que se transcribe en la Sección de documentos relativos a las negociaciones con Francisco I. madero y con los representantes de la Revolución y que concluye con las siguientes palabras textuales:
Hasta ahora el Presidente ha cumplido extrictamente, guiado siempre por innegable patriotismo, todas las promesas contenidas en su último informe a las Cámaras; ha hecho un llamamiento a la opinión pública para contrarrestar la revolución y sofocar las manifestaciones de anarquía que asolan al país. Si la Nación no responde a las esperanzas del Presidente, si la revolución alentada por este silencio insiste en la ilegalidad como única solución para el Gobierno constituido, el general Díaz abandonará definitivamente el camino de las negociaciones y al tomar su última resolución, echará sobre la revolución y sus Jefes, ante la sociedad y ante la historia, toda la responsabilidad por los irreparables males que sobrevengan.
No pasó mucho tiempo sin que nos viésemos en el caso que preveían las últimas palabras del mensaje anterior. La imposibilidad de entenderse con los representantes maderistas era ya manifiesta por su insistencia en mantener condiciones personalistas y abiertamente contrarias a las Instituciones y a las Leyes.
Perdida la esperanza de llegar a un acuerdo decoroso, agravándose a pasos agigantados la exaltación de los ánimos en toda la República, y hallándose el Presidente en el lecho del dolor con una larga y grave enfermedad, no quedaba otro recurso, ante las manifestaciones desfavorables e inequívocas de la opinión general, que desistir de la idea de obtener la sumisión de los revolucionarios, y entregar el Poder a la persona designada por la Constitución para los casos de ausencia o falta del Vicepresidente de la República.
En razón de las dificultades de las que se ha hablado en otro lugar y que no habían podido allanarse para cubrir la vacante del Secretario de Gobernación, el Presidente designó, a instancias mías, el día 13 del mismo mes de mayo, al licenciado Jorge Vera Estañol, Secretario de Instrucción Pública, para que también se hiciese cargo de aquel Ramo, aunque a título de interino. Una vez integrado el Gabinete en esa forma, correspondía al licenciado Vera Estañol llevar las negociaciones, pero el Presidente acordó que éstas continuaran bajo la dirección del expresado Secretario y de la mía, lo que efectivamente se hizo obrando ambos en la más perfecta armonía. Además, vista la suma gravedad de la situación, Vera Estañol y yo suplicamos a nuestros demás colegas que nos reuniésemos todos los días, por la mañana, la tarde y la noche, en casa del Presidente a fin de deliberar juntos sobre los incidentes que surgían a cada momento, y de recabar del ilustre valetudinario, sin pérdida de tiempo, los acuerdos a que hubiere lugar. Así fueron tomadas, en aquellos días aciagos, todas las determinaciones relativas a la Revolución.
Previa una detenida y minuciosa discusión sobre la nueva orientación que a Vera Estañol y a mí nos pareció indispensable dar a las negociaciones, cambio que en realidad equivalía a una ruptura, el Consejo de Ministros unánimemente me dio el día 17 de mayo, el encargo de manifestar al Presidente que había llegado el momento en que debíamos, él, el Vicepresidente, y los Ministros, separarnos de nuestros puestos, a lo que accedió el general Díaz sin dificultad. En seguida fueron enviadas al licenciado Carvajal las instrucciones necesarias para anunciar a Madero esta resolución, y procurar entenderse con él sobre las providencias que convenía tomar para asegurar la trasmisión pacífica del Poder y la organización del Gobierno Provisional. El licenciado don Francisco I. de la Barra, Ministro de Relaciones, consintió patrióticamente, pero no sin resistencia, a permanecer en su cargo con el exclusivo objeto de que pudiera realizarse la entrega del Gobierno con arreglo a la Constitución.
Notas
(1) Telegrama de la Embajada en Washington.
Abril 24 de 1911.
Sccretaría de Relaciones.
México.
Doctor declaróme hoy lo siguiente: Si la pacificación se arregla en Juárez donde hay ocho miembros de la familia Madero tomando parte activa en las negociaciones, pues según prensa hasta su mujer entérase de los mensajes y emite opiniones, podría suceder que el arreglo limitárase sólo a los muy inmediatos a Madero, y que sus partidarios en el resto de la República, lo desconocieran, calificándolo de arreglo con la familia Madero y no con el Partido. Sería muy conveniente que conferencias celebráranse lejos de la familia Madero y por personas extrañas a ella ...
Zamacona.
Washington, abril 25 de 1911.
Secretaría de Relaciones.
México.
Confidencial.
Doctor dice: Favor de comunicar señor de la Barra que acabo de recibir autorización para ratificar armisticio provisionalmente Juárez. Que se le llama para ultimar arreglos de paz; pero antes de salir necesito dejar arreglado lo del armisticio, el cual necesario porque de otro modo me iría yo después de transcurridos los cinco días.
Espero contestación inmediata para si o no. Deseo saber qué lugar prefiere el Gobierno para las conferencias de paz. Aquí termina. Díceme doctor tiene autorización no sólo para ratificar sino también para convenir términos armisticio, y cree que con esa representación debe firmar aquí algún documento ...
Zamacona.
Índice de Apuntes de mi vida pública (1892-1911) de José Yves Limantour | SEGUNDA PARTE - CAPÍTULO SEXTO | SEGUNDA PARTE - CAPÍTULO OCTAVO | Biblioteca Virtual Antorcha |
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