Índice de Apuntes de mi vida pública (1892-1911) de José Yves LimantourSEGUNDA PARTE - CAPÍTULO SÉPTIMOAPÉNDICEBiblioteca Virtual Antorcha

Apuntes sobre mi vida pública
(1892 - 1911)

José Yves Limantour

SEGUNDA PARTE

CAPÍTULO OCTAVO

Renuncia del General Díaz de la Presidencia de la República. Algunos antecedentes. Su manifiesto del 7 de mayo a la Nación. Entrega del gobierno. Responsabilidades


El curso de las negociaciones fue para el Presidente y para nosotros un verdadero viacrucis, por la cadena interminable de tormentos morales que sufrimos, al ver que la Nación se separaba cada día más del Gobierno sin tener probabilidades de que sus anhelos fuesen mejor realizados por los hombres levantados en armas que por los que ocupaban entonces los puestos públicos; al palpar también a cada paso la carencia de sentido práctico, de altas miras, de abnegación personal y de ilustrado patriotismo en las filas revolucionarias; y al sentirnos, por nuestro lado, absolutamente impotentes para remediar los defectos de que adolecía el orden de cosas existente, y que incapacitaban al Gobierno para vencer a sus contrarios. Mi ansiedad subió de punto con el rápido agotamiento y la grave enfermedad del general Díaz. La esperanza de una salvación posible -cuál hubiera sido la sumisión de los rebeldes por medio de un convenio decoroso para todos, que hubiera traído como consecuencia natural la inyección de sangre nueva en el personal político y administrativo de la Nación-, se fue desvaneciendo sin cesar, por las pretensiones absurdas y egoístas de los Jefes maderistas, y tan fuera de orden algunas de ellas que contrariaban abiertamente el espíritu y las promesas de la misma revolución; por la falta de autoridad de Madero sobre sus gentes; por las gravísimas disensiones que estallaban entre los Jefes; por la indisciplina de sus tropas; y por la intervención que daban a todo el mundo en las deliberaciones más delicadas, hasta a los periodistas y a las señoras de la familia. Por esto es que, ante obstáculos tan formidables, el pensamiento de la entrega del Gobierno a los mismos hombres a quienes la opinión pública iba prestando a ciegas su apoyo, fue tomando rápidamente cuerpo en todos aquellos que se interesaban en la cosa pública, enemigos y amigos, inclusive el alto personal del Gobierno y el mismo general Díaz. Es que, en efecto, no quedaba ya en las últimas semanas otro medio práctico e inmediato, más que ese, para obtener los beneficios de la paz, imposibles ya de conseguirse en la forma que habíamos intentado, y menos todavía sin exponerse a que los numerosos incidentes de la guerra dvil llevaran al colmo la exasperación de nuestros vecinos los americanos. Por ese medio también se evitaba un inútil derramamiento de sangre y el completo empobrecimiento del país. Con la expresada entrega, por último, se definirían en la historia el papel y las responsabilidades de cada partido político y de todos los que intervinimos en esos acontecimientos, cosa que para nosotros los gobiernistas era de inmensa importancia.

El problema de la separación del general Díaz se presentó en los últimos quince meses bajo aspectos muy diversos. Antes de las elecciones de 1910 creí indispensable, y lo creyeron también mis amigos y una infinidad de personas, que saliera reelecto el general Díaz, no obstante su edad avanzada y las indicaciones que él había hecho en contra de la idea. En todo el país existía una intensa agitación provocada por las diversas candidaturas a la Vicepresidencia, más que por los opositores a la reelección del Presidente que eran poco numerosos. Habría sido, por lo mismo, dar un salto en el vacío con los ojos cerrados el abrir desde entonces la sucesión presidencial, cosa tanto menos justificada cuanto que la trasmisión del cargo podía hacerse, como convino el mismo general Díaz, a los pocos meses de comenzado el nuevo período, y escogiendo él la oportunidad y la forma de hacer una entrega provisional que se transformara más tarde en definitiva. Por este medio no se evitaba, es cierto, el conflicto que podía surgir con motivo de la elección del Vicepresidente, pero era de suponerse que en el caso de que se produjese la crisis, como en efecto sucedió, no tendría ni con mucho la importancia de la que hubiese provocado la elección de un nuevo Presidente. ¿Y para qué no confesarlo?, juzgaba yo entonces que tal peligro era remoto, por que el hecho de salir electo Vicepresidente el candidato del partido gobiernista no cerraba la puerta a combinaciones ulteriores que permitieran elevar a otra persona, en caso apremiante, a la Presidencia interina; y también por esta otra consideración, de que continuando por algún tiempo el general Díaz en la primera magistratura del país se contendrían más las pasiones y se podría buscar con calma relativa una solución pacífica.

Con esas impresiones y esperanzas atravesamos el período electoral, confiando en que a principios de 1911 encontraría el general Díaz la ocasión de hacer el ensayo de retirarse temporalmente dejando en su lugar al Vicepresidente.

Meses después, en noviembre, cayó todo por tierra por la revolución que estalló en aquellos días.

Se ha dicho que si el general Díaz no se hubiese inclinado a favor de la candidatura Corral para la Vicepresidencia, los descontentos se habrían abstenido de acudir a la fuerza de las armas y el país estaría en paz todavía. Considero del todo errado ese modo de pensar. La personalidad de Corral no es, como se cree generalmente, la causa determinante de la revolución. Ese amigo tenía inconcusamente más méritos personales y mejores cualidades de Gobernante que cualquiera de los candidatos que estaban a la vista. Lo conocí muy de cerca desde que vino de Sonora al Gobierno del Distrito Federal, y después durante todo el tiempo que fue Ministro de Gobernación. De ahí procede mi convicción de que nadie mejor que él merecía nuestro apoyo para cubrir el alto puesto a que fue llamado.

Los que sostienen que debía haberse escogido el Vicepresidente desde aquella época entre personajes que fuesen designados de común acuerdo entre los partidarios del general Díaz, de Madero o de Reyes, o bien entre personas poco conocidas del mundo político, pierden lamentablemente de vista lo impracticable de esos recursos en México, donde no existen ni partidos políticos organizados, ni programas bien definidos, ni espíritus dispuestos a transacciones; y por añadidura, en donde dominan siempre las influencias y ambiciones personales. Y si no se cree que sea así, señálese, aún ahora después de tantos años de pasadas las elecciones de 1910, el personaje político que hubiera obtenido entonces, sin duda ni riesgo de futuros disturbios, el voto y el apoyo decidido y constante de la mayoría de los mexicanos. Lo creo sinceramente imposible; el defecto capital e irremediable de Corral fue el de haber sido el candidato preferido del general Díaz; otra persona cualquiera, en esa misma situación, no habría gozado de mayor popularidad que él, y si el Gobierno no hubiese apoyado ningún candidato, la arena electoral se habría convertido en un campo de agramante. Al pecado original, se debió principalmente el fracaso; no cabe en ello la menor duda. Pero hubo también otro factor, cuya influencia, difícil de determinar, es considerada por algunos como decisiva; me refiero a la actitud observada por el general Díaz en sus relaciones oficiales y políticas con respecto a Corral desde el acceso de este último a la Vicepresidencia, actitud de que hablé ya y que procuré explicar en el Capítulo X de la Primera Parte de estos Apuntes.

¿Hasta qué punto el alejamiento de la cosa pública en que el Presidente tuvo al que debía ser su principal colaborador y presunto sucesor, contribuiría al debilitamiento del Gobierno y al desarrollo del espíritu revolucionario? Nadie podrá decirlo con exactitud, y no seré yo quien se lance al campo de las hipótesis donde la imaginación se da tanto vuelo. ¡Es tan fácil, e inútil a la vez, decir: Si se hubiera hecho esto; si no se hubiera hecho esto otro! Pero lo único en que tal vez los más estén de acuerdo es creer que no fue extraña a la catástrofe final la conducta del general Díaz, que al tender notoriamente a nulificar la personalidad de Corral en el mundo político, después de haberla exaltado, desorientó a todo el mundo, destruyó la cohesión del Partido gobiernista dejándolo sin plan ni organización, y dio entrada a nuevos elementos de discordia, todo eso en el momento histórico en que debió prepararse, y sí posible asegurar por los mejores medios que tenía el Gobierno a su disposición, la quieta y legal trasferencia del Poder Ejecutivo Federal.

Ante la imposibilidad en que puso al general Díaz la Revolución, que de hecho estalló antes de que él concluyera su periodo constitucional, de encaminar las cosas hacia su separación de la Presidencia conforme al propósito que proclamó varias veces, no nos era lícito a los que dirigíamos las negociaciones de paz, consentir en que se pusiesen a discusión las pretensiones que los Jefes maderistas formularon, antes de entrar en materia, de que renunciasen inmediatamente sus cargos no sólo el Vicepresidente sino también el mismo Presidente de la República. Recuérdese que por igual motivo estuvo a punto de no tener lugar mi conversación de Nueva York con el doctor Vázquez Gómez, a quien no permití que desarrollara sus ideas antes de que desistiera formalmente de semejante pretensión. Siempre por la exigencia de la renuncia se dificultaron mucho las primeras gestiones que oficiosamente hicieron, Braniff, Esquivel Obregón, y Rafael Hernández. Ese fue también el escollo mayor con que tropezaron desde un principio las negociaciones oficiales de Ciudad Juárez. y en todas partes se encontraron los revolucionarios ante la firme actitud nuestra rehusándonos a tomar en consideración hasta las menores insinuaciones que nos hicieran sobre el particular. Así lo reclamaban las circunstancias, y sobre todo, el decoro del Gobierno y la lógica de nuestra situación, puesto que las expresadas exigencias entrañaban una idea diametralmente opuesta al objeto de nuestros esfuerzos, que era el de conseguir ante todo la sumisión de los rebeldes al Gobierno constituido, a fin de que sin perturbación del orden legal se realizaran en plena paz los cambios más urgentes de altos funcionarios y las reformas políticas de general aceptación. Nuestro cambio de actitud, al pasar repentinamente del propósito de rechazar toda imposición sobre el particular, a la resolución que tomamos el Presidente y los Ministros de hacer en seguida la entrega del Gobierno, fue obra de las circunstancias que ya se han explicado.

Lenta fue la evolución que hizo en mi espíritu desde el principio la idea de la separación del general Díaz de la Presidencia al regresar de Europa. Honda impresión me causaron los estragos que la edad, la fatiga, y las preocupaciones, habían hecho durante mi ausencia en la salud del Presidente. No fue esto, sin embargo, suficiente para detenerme de poner en ejecución el programa militar y político que propuse para dominar la insurrección. Mas a poco andar, mi observación personal, y centenares de incidentes y acontecimientos grandes y pequeños que ocurrían a cada instante, me hicieron palpar los obstáculos crecientes que suscitaba la visible decadencia del Gran Jefe, obstáculos contra los cuales se luchó sin cesar con la esperanza de alcanzar una solución favorable de los problemas que la chispa revolucionaria había planteado. Era natural que ese proceso de los acontecimientos introdujera poco a poco en mi espíritu, como en el de todos los miembros del Gabinete, y seguramente en el del mismo general Díaz, la idea, tornada después en convicción, de que fracasando el plan del Gobierno no cabría más solución de tan tremenda crisis que el retirarnos todos, el Presidente a la cabeza, a nuestros tan deseados hogares, para evitar una catástrofe mayor, como hubiera sido la del apoderamiento violento del Gobierno por los revolucionarios, después de una larga y sanguinaria lucha.

Digo que también pensó el Presidente en esa eventualidad y en esa solución, porque sin entrar a escudriñar sus numerosos actos y declaraciones referentes a su separación de la Presidencia en el largo período durante el cual rigió los destinos del país, actos y declaraciones que serán siempre motivo de comentarios diversos sobre la sinceridad de sus manifestados designios, no encontrarían explicación satisfactoria las tentativas de arreglo que él autorizó o inspiró desde el principio de la campaña contra los insurrectos, ni menos el paso tan significativo que dio con don Ernesto Madero en su conversación ya relatada del día 9 de abril, ni tampoco la expresiva alusión a la renuncia contenida en el manifiesto del 7 de mayo, cuando él, lo mismo que nosotros los Ministros, teníamos ya muy poca fe en la eficacia de su llamamiento a los buenos hijos de México.

El manifiesto a que acabo de referirme constituye una etapa muy bien marcada del adelanto que iba haciendo en la conciencia de todos la idea de la renuncia del Presidente.

En la tarde del día 5 de mayo, después del desfile de tropas con que se ha acostumbrado conmemorar todos los años el triunfo de nuestras armas sobre el ejército francés, y a raíz de haber recibido noticias muy desconsoladoras de la alarmante situación que guardaban las fuerzas federales escalonadas en la frontera, y de la actitud del Gobierno Americano que de desfavorable se volvía hostil, el Presidente me habló con profundo desaliento de esos asuntos así como de la ineficacia de los esfuerzos que se hacían para aumentar el ejército, y me pidió con apremio que le redactara un proyecto de manifiesto a la Nación convocando al pueblo a tomar las armas en defensa del orden público, de las instituciones, y del Gobierno establecido, en la inteligencia de que si la Nación no le dispensaba su confianza, como lo había hecho en otras ocasiones de su vida, dejaría la Presidencia.

En vista de la premura con que me pidió que redactara ese documento, y desconfiando yo de mi poca facilidad para hacer en corto tiempo un trabajo bien meditado, acudí a Rosendo Pineda, a quien el Presidente había encargado años antes un proyecto semejante, para que preparara por su lado un texto, al mismo tiempo que yo escribía el mío, cosa que ejecutó en unas cuantas horas presentándome un borrador del que tomé varios conceptos y aun frases enteras, una de las cuales fue precisamente la que hablaba del propósito del Presidente de retirarse a la vida privada. La frase aludida es la siguiente:

El Presidente de la República, que tiene la honra de dirigirse al pueblo mexicano en estos solemnes momentos, se retirará; sí, del Poder, cuando su conciencia le diga que al retirarse no entrega al país a la anarquía, y lo hará en la forma decorosa que conviene a la Nación, y como corresponde a un mandatario que podrá, sin duda, haber cometido muchos errores, pero que también ha sabido defender a su Patria y servirla con lealtad.

La modificación que sufrió el texto de Pineda en la frase anterior y que consistió en agregar las palabras cuando su conciencia le diga que al retirarse no entrega al país a la anarquía, fue el resultado de la discusión habida en Consejo de Ministros, y que provocó el Subsecretario de Gobernación. El Presidente se mantuvo firme en su idea de renunciar, si la Nación no respondía a su llamamiento.

Es muy posible que no falten escritores aun de aquellos que presenciaron los acontecimientos de esos días terribles, que disientan de mi modo de apreciar la situación en que se vio al último el Gobierno, y me reprochen el hecho de haber contribuido a determinar de una vez al general Díaz a dar el último paso de su carrera pública contra la opinión de algunas personas que lo rodeaban muy de cerca y que procuraron convencerle de que debía permanecer a todo trance en su puesto; pero para los que veíamos acumularse constantemente nubarrón sobre nubarrón en el horizonte político, y preveímos la tempestad arrolladora que a la postre habría obligado inevitablemente al Jefe del Estado a ceder, la conclusión inmediata de la guerra civil se nos impuso como el más sagrado e imperioso de todos los deberes, y para alcanzar ese objeto no cabía más recurso que el de entregar las riendas del Gobierno al Vicepresidente designado por la ley.

Se ha dicho que el general Díaz, con sus dotes incomparables de gobernante y de jefe militar, y con el prestigio que todavía le quedaba, habría podido dominar la situación a principios del mes de mayo, contando con las tropas fieles y aguerridas, el numeroso armamento y la fuerte cantidad de dinero de que el Gobierno disponía entonces. ¡Completo error!. Aseverar semejantes cosas equivale a creer en lo sobrehumano, perdiendo completamente de vista las circunstancias todas de que se componía la situación. Tropas, armamento, y fondos, sí existían, en efecto; pero las tropas se habían reducido mucho por las bajas, no eran susceptibles de aumentarse como lo demostraron los estériles esfuerzos que se hicieron en ese sentido, y se hallaban fraccionadas en centenares de destacamentos, ocupadas en prevenir y reprimir levantamientos por todo el país. El armamento y los fondos eran hasta abundantes, es cierto, pero de muy poco servían si faltaban hombres para defender las Instituciones y restaurar el orden. Tan es un error la opinión a que me refiero, que no se logró apagar el incendio cuando todavía estaba intacto el ejército federal, y los focos de insurrección sólo existían en Chihuahua. ¿Cómo podía, pues, haberse conseguido cuatro meses después ese resultado tan deseado, estando el país entero invadido por una verdadera locura subversiva con motines hasta en las calles de la Capital, delante de la habitación del Presidente, y hallándose el general Díaz postrado en la cama con una enfermedad de varias semanas que le agotó las fuerzas para el resto de su vida?

Aún colocándose en la hipótesis más favorable de que el general Díaz hubiese podido tomar la ofensiva con los elementos que le quedaban, no habría logrado seguramente más resultado que el prolongar por algún tiempo la lucha, pero nunca con la seguridad de vencer; y tremenda sería entonces la responsabilidad que reportaríamos ante el mundo entero y ante la historia, por haber derramado inútilmente tanta sangre y destruido las fuerzas vivas de la Nación; pues, al fin de cuentas, nadie creería en la nobleza y en el patrimonio de nuestros propósitos, sino que, al contrario, todos atribuirían esa tan encarnizada guerra civil al deseo desenfrenado del general Díaz y de todos nosotros de mantenernos a toda costa en el poder.

Y por lo que a mí toca de una manera directa y muy personal -séame permitido este rasgo de egoísmo- ¿a qué graves sospechas y acusaciones me habría expuesto si hubiese caído el Gobierno en medio de un saqueo general y de todos los horrores de una victoria alcanzada a fuego y sangre por las huestes de la revolución? ¿No se diría que las reservas del tesoro consistentes en monedas de oro, se habían evaporado antes de que se echaran encima de ella la plebe y los bandoleros que generalmente se incorporan a los vencedores? ¿No era más digno para un Gobierno honrado y bien organizado como el del general Díaz entregar pacíficamente y en debida forma al sucesor legal los setenta millones disponibles que existían en las cajas de la Administración?

Con lo anterior creo haber dicho lo bastante para que las personas imparciales que se hagan bien cargo de las condiciones en que se hallaban los directores de la política en aquella época, emitan un juicio favorable sobre la determinación de hacer al Secretario de Relaciones la entrega del Gobierno. Unas cuantas palabras bastarán ahora para exponer los acontecimientos posteriores.

El licenciado de la Barra mucho se resistió a asumir las funciones que las circunstancias le deparaban, más tuvo que ceder ante la presión que todos ejercimos sobre de él para evitar que se rompiera la cadena de la legalidad en la sucesión presidencial. A su vez, él hizo todo género de esfuerzos para que algunos de sus colegas, y especialmente, yo, consintiésemos en formar parte de su Gabinete; y a pesar del vivísimo deseo que nos animaba de prestarle ayuda en la obra patriótica aunque ingrata que iba a acometer, nos vimos en la necesidad de negársela, por razones de mucho peso que lo dejaron convencido. Sobre él recaía una inmensa responsabilidad moral derivada del precepto de la Constitución que le imponía la carga y el honor de sustituir al Presidente, mientras que nosotros en lugar de ser elementos esenciales para la nueva combinación, constituíamos una verdadera traba para la organización del futuro orden de cosas por la oposición de nuestras tendencias o las de los revolucionarios.

Personalmente tenía yo más serios motivos todavía para no prestarme a colaborar en manera alguna con el nuevo Gobierno; entre otros el papel que asumí en las negociaciones, la penosa experiencia que en ellas adquirí, y sobre todo, mi identificación con el general Díaz, junto con mi irrevocable resolución de separarme de la política. No pude, pues, vacilar un momento al no acceder a los ruegos de mi estimado amigo y compañero el señor licenciado de la Barra y a las instancias del mismo Madero; y sólo en la malévola imaginación de uno de los prohombres de la Revolución pudo nacer la idea de encargar a un amigo suyo que se acercara al general Díaz para decirle que yo hacía un doble juego y que mi permanencia en el Ministerio de acuerdo con Madero, era el principal obstáculo para la pacificación. ¡No se figura el lector qué frenesí de amor a una Cartera sería el mío para ambicionar un puesto en el Gabinete de Madero, al lado de sus Ministros revolucionarios, con cuyas ideas y modo de proceder estaba yo en pleno desacuerdo, y esto después de haber disfrutado durante diez y nueve años, rodeado de verdaderos amigos, de la absoluta confianza del general Díaz, y de haber mostrado con mi conducta, abiertamente y en infinidad de circunstancias la clase de sentimientos que despertaba en mí el aliciente tan grande que tiene para otros el Poder! [sic].

Como era natural en un hombre de la talla del general Díaz, y conociéndome él tan bien, la intriga no prosperó, y sus consecuencias se redujeron a especies calumniosas que circularon en corrillos; y que no merecen más que el desprecio.

Era de esperarse que al conocer Madero las instrucciones enviadas al licenciado Carvajal, para anunciarle la resolución del general Díaz de hacer inmediatamente la entrega del Gobierno al Ministro de Relaciones, y para tratar sin pérdida de tiempo de la organización del Gobierno provisional, que sólo sería viable mediante un acuerdo entre de la Barra y el propio Madero, éste último se apresurase a entrar por el nuevo camino que se le abría y que era el único expedito y arreglado a la ley que podía conducir a la pronta pacificación del país. No fue así, sin embargo, lo que sucedió en el primer momento, sino que Madero, aferrado en el plan que los revolucionarios se empeñaron en seguir desde un principio, y apremiado sin duda por las exigencias de aquellos que lo rodeaban, pidió el día 18 por conducto de Rafael Hernández, que fuesen nombrados previamente por las Legislaturas respectivas y tomaran posesión de sus cargos varios Gobernadores de Estados que él mismo designó, a lo que contestamos que esos nombramientos se apartaban radicalmente de las miras del Gobierno y de la última resolución tomada por el general Díaz, según la cual todo lo que se relacionaba con la futura política del país debía ser de la competencia y la responsabilidad del nuevo Gobierno y que lo único que importaba en esos momentos era la cesación definitiva de las hostilidades en toda la República, la reparación de los ferrocarriles y telégrafos y la organización del nuevo Gobierno de acuerdo con de la Barra que iba a tomar posesión dentro de pocos días de la Presidencia de la República.

No satisfechos con haber insistido oficialmente sobre estas explicaciones que demostraban claramente a Madero la firme intención del Gobierno de no mezclarse ya en asunto alguno que no fuese el de la trasmisión inmediata del Poder, le dirigimos a Carvajal otro telegrama para que confidencialmente le hiciese palpar los graves inconvenientes de la línea de conducta que pretendía seguir cuando nada se oponía ya a la realización de sus ensueños.

No fueron solamente cuestiones de importancia las que retardaron la conclusión de las negociaciones, sino también puntos secundarios, o de mera forma que Madero o sus comisionados suscitaban, sin darse cuenta al parecer, de las graves consecuencias de la dilación. Después de haber conseguido, venciendo para ello una obstinación incomprensible, que desistieran de la extraña pretensión de que el Gobierno fuese quien les preparara el terreno, en el Centro y en los Estados, para sus combinaciones particulares, presentaron dificultades para el armisticio final, unas veces con motivo de si debían, o no, enviar a México una persona que se entendiera con de la Barra para la designación previa de los Ministros; otras tratando de indemnizaciones, de reglas para la cesación de hostilidades, etc.; y otras en fin, sobre la redacción del documento que debían firmar los comisionados de una y otra parte para poner término a la guerra civil.

Con los cuantos documentos que se publican en la sección de Documentos relativos a las negociaciones con Francisco I. madero y con los representantes de la Revolución, colocados al final de la presente edición cibernética (Véase el índice. Precisión de Chantal López y Omar Cortés), bajo los números del 34 al 39, bastará para darse cuenta de los últimos incidentes de las negociaciones, así como de la triste manera con que éstas llegaron al punto final.

Las bases de Ciudad Juárez tuvieron por objeto fundamental, como bien se ve, llegar a un acuerdo para la cesación de las hostilidades. Dejaron intacta la cuestión política propiamente dicha, puesto que intencionalmente el Gobierno se apartó de ella al ver que era imposible obrar de común acuerdo con los revolucionarios para introducir las reformas sociales, políticas y administrativas que en el curso de los últimos años se consideraban necesarias por la mayoría de la Nación. Esas bases de Ciudad Juárez, no obstante su parto laborioso y defectuoso, proporcionaron, a pesar de todo, la ventaja de deslindar responsabilidades, tanto en lo que toca a la entrega del Gobierno, como a la actitud y conducta posterior de los hombres que se levantaron en armas para ocupar los puestos de los que nos retirábamos. Si se hubiese realizado el programa primitivo, el de obtener la sumisión de los revolucionarios mediante la satisfacción de algunas de las aspiraciones populares, la solución habría sido seguramente preferible bajo muchos puntos de vista, pero unos y otros hubiéramos quedado mancomunados en responsabilidad moral por la suerte que hubiese corrido la Nación; mientras que la falta completa de inteligencia entre el Gobierno constituido y los llamados renovadores por las razones antedichas dejará a estos últimos todo el peso de esa responsabilidad por los acontecimientos posteriores.

Ya que de responsabilidades hablamos, debo declarar, por otro lado, que asumo una buena parte de las que corresponden al Gobierno en la dirección general de la política, desde fines de marzo hasta fines de mayo de 1911.

Ya se ha referido el papel que me tocó desempeñar en la formación del último Gabinete del general Díaz y del programa de reformas adoptado por ese Gabinete. Asimismo el que representé desde que el Presidente me encargó de llevar las negociaciones de paz, hasta que, a petición mía, fue nombrado Ministro de Gobernación el licenciado Vera Estañol, con quien compartí en lo sucesivo la dirección de las mismas. Mas por severo que sea el juicio de mis censores, no creo que dejarán de tomar en cuenta para formulario, el hecho de que por grande que fuese mi libertad de acción tenía yo un jefe, a quien cuidé siempre, como era mi deber, de informar con sinceridad y franqueza, de cuanto era susceptible de ilustrar su criterio, así como de recabar su acuerdo para cumplimentarlo fielmente. Tampoco pasarán por alto, estoy seguro, este otro hecho; el que para los actos de alguna trascendencia acudiera yo en consulta, con especialidad a los Ministros de Gobernación, de Guerra, y de Relaciones, con quienes me reunía con frecuencia en Consejo de Ministros, o informalmente, para deliberar sobre las medidas que requería la situación y debían someterse al parecer del Presidente de la República.

De las formalidades y circunstancias relativas a la entrega del Gobierno, poco, o nada, tengo que decir por no haber intervenido más que en aquello que se refería al ramo de Hacienda.

El 24 de mayo, víspera del día en que el señor Presidente envió su renuncia a la Cámara de Diputados, dirigí la mía de Ministro de Hacienda al Secretario de Relaciones. Al día siguiente, aceptada mi renuncia, procedí a hacer la entrega de la Secretaría de Hacienda al señor Subsecretario del nuevo Gobierno, don Jaime Gurza, y por lo que respecta a la Tesorería, entregué en fondos disponibles, la cantidad de $ 63.044,873.96, según consta en el pormenor de la nota número [en blanco en el original] (Aunque en el texto del escrito el señor Limantour no incluye esta cantidad, él mismo la coloca como nota en el Apéndice. Para ello, puede consultarse la Nota N° 3 incluida en el Apéndice para conocer fielmente tanto la cantidad como los pormenores de lo entregado por él. véase el Apéndice. Precisión de Chantal López y Omar Cortés), en la cual no se incluyeron las existencias que se hallaban en poder de algunas oficinas o agentes del Erario, por no haberse recibido a tiempo los datos respectivos. La entrega de los demás servicios continuó haciéndose minuciosamente durante varios días, ya con la intervención del nuevo Ministro señor don Ernesto Madero, a quien puse al tanto de todos los asuntos pendientes en el Ministerio.

Permanecí en México siete días después de la salida del señor general Díaz para Europa, y esperé la clausura del Congreso para demostrar que no rehuía posibles responsabilidades que, según rumoraban mis adversarios, me serían exigidas ante la Cámara. Fui el último de los funcionarios más expuestos a persecuciones, que se marchara al extranjero, y salí de México en tren ordinario, por la vía de Laredo, acompañado de toda mi familia, y con la conciencia de haber cumplido hasta lo último con mi deber.

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