San Pedro, Coahuila, 2 de febrero de 1909.
Sr. General Porfirio Díaz.
Presidente de la República mexicana.
México, D.F.
Muy estimado señor y amigo:
Principiaré por manifestar a usted que si me tomo la libertad de darle el tratamiento de amigo, es porque usted mismo me hizo la honra de concedérmelo en una carta que me escribió con motivo de un folleto que le remití sobre la Presa en el Cañón de Fernández.
Por lo demás, creo ser más merecedor a ese honroso título hablándole con sinceridad y franqueza, puesto que de este modo puedo serle más útil para ayudarle con mi modesto contingente a resolver el problema de vital importancia que se presenta actualmente a la consideración de todos los mexicanos.
Para el desarrollo de su política, basada principalmente en la conservacÍón de la paz, se ha visto usted precisado a revestirse de un poder absoluto que usted llama patriarcal.
Este poder, que puede merecer ese nombre cuando es ejercido por personas moderadas como usted y el inolvidable emperador del Brasil, Pedro II, es, en cambio, uno de los azotes de la humanidad cuando el que lo ejerce es un hombre de pasiones.
La historia, tanto extranjera como patria, nos demuestra que son raros los que con el poder absoluto conservan la moderación y no dan rienda suelta a sus pasiones.
Por este motivo la Naclón toda desea que el sucesor de usted sea la ley, mientras que los ambiciosos que quieren ocultar sus miras personalistas y pretenden adular a usted dicen que necesitamos un hombre que siga la hábil polítlca del General Díaz. Sin embargo, ese hombre nadie lo ha encontrado. Todos los probables sucesores de usted inspiran serios temores a la Nación.
Por lo tanto, el gran problema que se presenta en la actualidad, es el siguiente:
¿Será necesario que contlnúe el régimen de poder absoluto con algún hombre que pueda seguir la política de usted, o bien será más conveniente francamente el régimen democrático y tenga usted por sucesor a la ley?
Para encontrar una solución apropiada, e inspirándome en el más alto patriotismo, me he dedIcado a estudiar profundamente ese problema con toda la calma y serenidad posibles. El fruto de mis estudios y meditaciones lo he publicado en un libro que he llamado, La suceslón presidencial en 1910. El Partido Nacional Democrátlco, del cual tengo la honra de remitirle un ejemplar por correo.
La conclusión a que he llegado es que será verdaderamente amenazador para nuestras instituciones y hasta para nuestra independencia, la prolongaclón del régimen de poder absoluto.
Parece que usted mismo así lo ha comprendido según se desprende de las declaraciones que hizo por conducto de un periodista americano (1).
Sin embargo, en general causó extrañeza que usted hiciera esas declaraciones tan trascendentales por conducto de un periodista extranjero, y el sentimiento nacional se ha sentido humillado. Además, quizás contra la voluntad de usted o por lo menos en contradicción con sus declaraciones, se ha ejercido presión en algunos puntos en donde el pueblo ha intentado hacer uso de sus derechos electorales.
Por estas circunstancias, el pueblo espera con ansiedad saber qué actitud asumirá usted en la próxima campaña electoral.
Dos papeles puede usted representar en esa gran lucha, los que dependerán del modo como usted entienda resolver el problema.
Si por convicción, o por consecuentar con un grupo reducido de amigos, quiere usted perpetuar entre nosotros el régimen de poder absoluto, tendrá que constituirse en jefe de partido, y aunque no entre en su ánimo recurrir a medios ilegales y bajos para asegurar el triunfo de su candidatura, tendrá que aprobar o dejar sin castigo las faltas que cometan sus partidarios, y cargar con la responsabilidad de ellas ante la historia y ante sus contemporáneos.
En cambio, si sus declaraciones a Creelman fueron sinceras, si es cierto que usted juzga que el país está apto para la democracia y comprendiendo los peligros que amenazan a la patria con la prolongación del absolutismo, desea dejar por sucesor a la ley, entonces tendrá usted que crecerse, elevándose por encima de las banderías políticas y declarándose la encarnación de la patria.
En este último caso, todo su prestigio, todo el poder de que la Nación lo ha revestido, lo pondrá al servicio de los verdaderos intereses del pueblo.
Si tal es su intención, si usted aspira a cubrirse de gloria tan pura y tan bella, hágalo saber a la Nación del modo más digno de ella y de usted mismo: por medio de los hechos. Eríjase usted en defensor del pueblo y no permita que sus derechos electorales sean vulnerados, desde ahora que se inician movimientos locales, a fin de que se convenza de la sinceridad de sus intenciones, y confiado concurra a las urnas a depositar su voto para ejercitarse en el cumplimiento de sus obligaciones de ciudadano, y consciente de sus derechos y fuertemente organizado en partidos políticos, pueda salvar a la patria de los peligros con que la amenaza la prolongación del absolutismo.
Con esta política asegurará para siempre el reinado de la paz y la felicidad de la patria y usted se elevará a una altura inconcebible, a donde sólo le llegará el murmullo de admiración de sus conciudadanos.
Don Pedro del Brasil, en un caso semejante al de usted, no vaciló; prefirió abandonar el trono que a sus hijos correspondía por herencia, con tal de asegurar para siempre la felicidad de su pueblo, dejándole la libertad.
Señor General: le ruego no ver en la presente carta y en el libro a que me refiero, sino la expresión leal y sincera de las ideas de un hombre que ante todo quiere el bien de la patria y que cree que usted abriga los mismos sentimientos.
Si me he tomado la libertad de dirigirle la presente, es porque me creo con el deber de delinearle a grandes rasgos las ideas que he expuesto en mi libro, y porque tengo la esperanza de obtener de usted alguna declaración, que, publicada y confirmada muy pronto por los hechos, haga comprender al pueblo mexicano que ya es tiempo de que haga uso de sus derechos cívicos y que al entrar por esa nueva vía, no debe ver en usted una amenaza, sino un protector; no debe considerarlo como el poco escrupuloso jefe de un partido, sino como el severo guardián de la ley, como a la grandiosa encarnación de la patria.
Una vez más me honro en suscribirme, su respetuoso amigo y seguro servidor.
Francisco I. Madero
Notas
(1) Véase la Entrevista Días-Creelman, en esta misma edición virtual.