Índice de Los mártires de San Juan de Ulúa de Eugenioo Martínez NúñezPrefacio de Eugenio Martínez NúñezCAPÍTULO SEGUNDO - Una de las más crueles prisionesBiblioteca Virtual Antorcha

LOS MÁRTIRES DE SAN JUAN DE ULÚA

Eugenio Martínez Núñez

CAPÍTULO PRIMERO

EL CASTILLO DE SAN JUAN DE ULÚA


Los presidios, complemento de los tiranos.

En la historia de la humanidad, nunca se ha visto que existan tiranos sin verdugos ni presidios. El miedo y la maldad que anidan en el corazón de los déspotas, les hace atormentar a los hombres que no están conformes con sus infamias, para destrozarlos corporal y espiritualmente con la esperanza de reducirlos a su voluntad y su capricho, o para eliminarlos con la muerte del campo de sus enemigos.

En efecto, tanto en México como en todos los países de la Tierra donde la ignorancia, el fanatismo, el envilecimiento y la degeneración de los pueblos han producido como fruto siniestro y natural déspotas y tiranos, siempre se han utilizado cárceles y penitenciarías con calabozos inhumanos y terribles, o lugares desolados y fuera de toda civilización, como indefectible recurso para estrangular el pensamiento y la acción que se levantan en la lucha por una mejor condición social basada en el bienestar común, en la libertad y la justicia.

Entre las más crueles y famosas prisiones que las tiranías de distintas épocas emplearon con tal finalidad se encuentran, aparte de otras muchas que sería largo enumerar, los castillos de Santa Catalina y de Montjuich, en España, así como los de Spielberg, de Nurenberg y de If, fincados respectivamente en Austria, en Alemania y en la bahía de Marsella; las torres de Londres y de Nesle, en Inglaterra; los horribles subterráneos de Sant Angelo, en Roma; los plomos o aposentos del Palacio Ducal de Venecia, y las mazmorras de la isla italiana de Murano; las cárceles francesas de la Roquete, de Bicetre, de Salpétriêre y sobre todo la formidable y terrífica Bastilla; los presidios militares de Orán en Argelia, de Ceuta, Badajoz, Toledo y Pamplona en España, y de Tolón en Francia; las fortalezas de Fenestrelle, en el fondo de Los Alpes; y en México la de San Juan de Ulúa, las bartolinas de Belén y las de la llamada Santa Inquisición; el Castillo de San Carlos de Perote, el Valle Nacional y el Territorio de Quintana Roo; la Isla del Diablo en la Guayana francesa, y en fin, las heladas, inmensas e inhospitalarias estepas de Siberia.

Y por lo que en particular se refiere al Castillo de San Juan de Ulúa, diremos que si bien es cierto que esta horrenda prisión, como todas las anteriores, albergó bajo sus muros a empedernidos criminales cuya permanencia en el concurso de las gentes honradas hubiera sido peligrosa, también sirvió de instrumento de martirio para muchos espíritus nobles, dignos de las mayores alabanzas.

Porque como lo hemos manifestado en el prefacio, desde la tenebrosa dominación española hasta la Dictadura de Porfirio Díaz, este presidio fue empleado para encerrar en sus cámaras infernales no sólo a los bandoleros y asesinos, sino a no pocos desdichados, víctimas de monstruosas injusticias, y a toda una pléyade de grandes ciudadanos que luchaban por la causa de la emancipación, de la dignidad y la justicia de la comunidad mexicana.

Víctimas de la época colonial. Pasando revista de las personas que durante la Colonia fueron internadas en esta fortaleza por sus trabajos en favor de la Independencia, nos encontramos con que en 1808 fue encerrado en uno de sus más lóbregos calabozos el padre mercedario fray Melchor de Talamantes Salvador y Baeza, que el 16 de septiembre del mismo año había sido arrestado en la ciudad de México junto con el canónigo Beristáin, el abad Cisneros y los licenciados Primo de Verdad, Cristo y Azcárate, como autores y promovedores de la idea de establecer una Junta con facultades de resolver como soberana en los asuntos del gobierno de México (1). Fray Melchor de Talamantes, considerado con justicia como el primer mártir de la Independencia Mexicana, falleció en su mismo calabozo el 9 de mayo de 1809, a causa del tormento a que lo sujetaron sus carceleros durante más de seis meses, quienes no le quitaron los grillos y cadenas que le pusieron en los pies, sino hasta el momento de sepultarlo en el cementerio del Castillo. En homenaje a su memoria y sacrificio se levantó un siglo después de su muerte, o sea en plena Dictadura porfirista, un sencillo monumento en el rincón de uno de los patios de la prisión; monumento que, por sus mínimas proporciones, es poco advertido por las numerosas gentes que en la actualidad visitan la legendaria y vetusta fortaleza.

En 1811 fueron encarcelados en el Castillo el Cura de Acayucan bachiller Joaquín de Urquijo, don José Mariano de Michelena y el presbítero don Gregorio Cornide; el primero, por haber proferido palabras sospechosas contra los legítimos, indudables derechos de nuestro suspirado, reconocido y jurado Soberano Don Fernando VII; el segundo, por haber promovido, en compañía de otros patriotas, en Valladolid, hoy Morelia, la primera conspiración en favor de la independencia; y el tercero, por haber sido denunciado por una vieja chismosa como partidario de la causa del Cura Hidalgo. Los tres sufrieron condenas no muy largas, pero los inhumanos tratamientos de que fueron objeto en la prisión, causaron al señor Cornide la pérdida total de sus facultades mentales, pues continuamente pregonaba, hasta el día de su muerte, que él era nada menos que el Supremo Pontífice Romano.

En enero de 1812 fueron internados los jóvenes patriotas veracruzanos Cayetano Pérez, José Evaristo Molina, José Ignacio Murillo, Bartolomé Flores, José Ignacio Arizmendi y José Prtldencio Silva, denunciados como autores de un plan de conspiración para apoderarse del puerto de Veracruz y del mismo fuerte de San Juan de Ulúa. Estos patriotas permanecieron cautivos en la fortaleza por espacio de seis meses, durante los cuales fueron tratados con suma crueldad y se les instruyó un proceso por el delito de rebelión que los condenó a ser pasados por las armas en una de las plazas públicas de la ciudad. La sentencia se cumplió con gran aparato de fuerza delante de una inmensa y conmovida multitud en la tarde del 22 de julio del mismo año. Como homenaje de gratitud a su memoria, a principios de 1827, por decreto de la Legislatura local, se colocó en el salón de cabildos del Ayuntamiento de la población, una lápida de mármol donde estaban grabados sus nombres en letras de oro, y en la cual se hacía constar que ellos fueron las primeras víctimas sacrificadas en el Estado de Veracruz por la causa de la Independencia Nacional.

Por el mes de septiembre de 1812 fue conducido a las mazmorras de Ulúa don Antonio Merino, otro joven veracruzano de gran valor y acendrado patriotismo, que de acuerdo con el glorioso caudillo don Ignacio Allende, había venido colaborando estrechamente desde 1809 con sus amigos los jóvenes insurgentes recién sacrificados en la realización del proyecto libertador a que se ha hecho referencia. El joven Merino fue también condenado a morir fusilado, aunque no en la plaza pública sino en la misma prisión y por la espalda, como los traidores; pero por conmutación de la pena lograda por sus familiares mediante el pago de dos mil onzas de oro, que era una verdadera fortuna, fue enviado poco después a España por orden del Virrey Venegas, para que durante ocho largos años sirviera como soldado raso en alguno de los muchos cuerpos militares que allá se encontraban continuamente en campaña.

En 1814, procedentes de Yucatán, su tierra natal, fueron encarcelados en el Castillo don Lorenzo de Zavala, don Francisco Bates, don Manuel Jiménez y don José Matías Quintana Roo, bajo el cargo de haber protestado enérgica y públicamente contra la absurda derogación de la gloriosa Constitución española de 1812. Los cuatro ilustres yucatecos sufrieron un encierro de tres años, durante el cual, no obstante el pésimo tratamiento que recibieron, se dedicaron al estudio de la medicina y del idioma inglés, y al obtener su libertad en 1817, su salud se hallaba considerablemente quebrantada.

A principios de ese mismo año fue remitido a Ulúa el notable historiador y abogado don Carlos María de Bustamante, en compañía de otros patriotas, por sus actividades en favor de la emancipación del oprimido pueblo mexicano. Habiendo sido encerrado en la galera número cinco, estaba, según sus propias palabras, continuamente rodeado de centinelas, e imposibilitado de hablar hasta con su mujer. En la soledad de su calabozo no se oían más que las voces de los carceleros que lo maldecían y los repiques de las iglesias de Veracruz, con que los realistas festejaban las frecuentes derrotas que sufrían los ejércitos insurgentes. El repique que más impresionó al insigne prisionero fue el que tuvo lugar con motivo de la captura del esforzado caudillo don Francisco Javier Mina en el rancho del Venadito, y a cuya captura, realizada el 11 de noviembre, siguió de inmediato el fusilamiento del heroico y denodado defensor de las libertades humanas. Ciertamente, dice el mismo don Carlos María, no sé cómo pude sobrevivir a tamaña pesadumbre, siendo este joven bizarro el único clavo de donde pendía nuestra esperanza ... El señor Bustamante salió del presidio hasta fines del propio año de 1817 para continuar desde luego, a pesar de sentirse enfermo, la lucha por la liberación de su patria, en la que prestó, como es de sobra conocido, muchos y muy importantes servicios a la causa de la Independencia Nacional.

Estando preso el licenciado Bustamante, en junio del repetido año de 1817, fueron sumidos en un solo calabozo de la fortaleza 36 soldados de las fuerzas de don Francisco Javier Mina, que después de una heroica defensa en que con insuperable bizarría pelearon contra una poderosa división realista causándole gran número de bajas, se habían rendido en el fuerte de Soto la Marina al general español don Joaquín de Arredondo mediante una honrosa capitulación, que villanamente fue tracionada por éste. A estos bravos y admirables soldados, que habían combatido bajo las órdenes del pundonoroso mayor don Juan Sardá, que fue pasado por las armas, no se les guardaron las consideraciones estipuladas en la capitulación, sino que fueron tratados como si hubieran sido los más feroces criminales. Tras de haberles robado el poco dinero que llevaban y de quitarles la ropa con que se cubrían, se les encerró desnudos en el calabozo, y durante todo el tiempo de su prisión, en que permanecieron encadenados, se les hizo sufrir los tormentos del hambre a tal grado, que cuando se les arrojaban algunos huesos con un poco de carne ya corrompida, se los disputaban como perros o fieras salvajes. Uno de ellos falleció intoxicado en la misma mazmorra, y la insatisfecha crueldad del Gobierno colonial envió poco más tarde a los desventurados insurgentes restantes a sufrir nuevas condenas a las peores prisiones de la Madre Patria.

Entre los rendidos al felón Arredondo figuraba el célebre dominico fray Servando Teresa de Mier Noriega y Guerra, capellán de la expedición de Mina, al que escoltado por veinticinco soldados, con un par de grillos, con fuertes ataduras y sobre un macho aparejado, se envió a la capital del virreinato, adonde con el brazo derecho lastimado por haber caído su cabalgadura repetidas veces en el camino, llegó el 14 de agosto después de cincuenta y ocho días de penalidades indecibles. Apenas llegado a la ciudad de México, Fray Servando fue internado en una de las cárceles de la Inquisición, donde estuvo cerca de tres años, durante los cuales escribió su autobiografía, que él nominó Apología; y en 1820, al ser suprimido el Santo Oficio en virtud del restablecimiento de la vigencia de la Constitución de 1812 en el Imperio Español, fue remitido a San Juan de Ulúa, de paso para España, adonde iba desterrado bajo partida de registro. Su permanencia en la fortaleza se prolongó más de cuatro meses, tiempo que aprovechó para redactar su Carta de despedida a los Mexicanos y a conquistar para la causa de la Independencia a muchos de los soldados de la guarnición, que después de amotinarse desertaron con objeto de unirse a los insurgentes. Por esto fue incomunicado en un calabozo y en seguida embarcado rumbo al destierro; pero en el trayecto logró fugarse en La Habana, de donde marchó a los Estados Unidos de Norteamérica, y se radicó en Filadelfia. En esta ciudad tuvo conocimiento de la promulgación del Plan de Iguala y de que el Ejército Trigarante había hecho su entrada triunfal en la metrópoli mexicana, circunstancia por la cual en los primeros días de 1822 regresó al puerto de Veracruz, donde fue aprehendido y encerrado nuevamente en Ulúa por el general realista don José Dávila, que en actitud rebelde a dicho Plan y a los Tratados de Córdoba se había hecho fuerte en el Castillo, que no pensaba abandonar sino hasta que se lo ordenara su Gobierno. Fray Servando salió en libertad algunos meses más tarde, en virtud de que habiéndose establecido en la ciudad de México el Primer Congreso Constituyente, esta agrupación lo reclamó al general Dávila para que fuera a ocupar una curul de Diputado en la propia Asamblea legislativa. Ya en el seno del Congreso, representando a Nuevo León, su tierra natal, el Padre Mier atacó rudamente e hizo objeto de ingeniosas y sangrientas burlas al ambicioso y sanguinario don Agustín de Iturbide, por haberse proclamado Emperador; éste, encolerizado, lo mandó encerrar en un calabozo del convento de Santo Domingo, desde donde el indomable y valeroso prisionero continuó exponiendo su credo liberal y republicano y combatiendo sin tregua al llamado Imperio de Iturbide.


Víctimas de la época independiente.

Es indudable que son muchos los ciudadanos que por sus luchas en favor de la causa de la libertad, de la justicia y del bienestar del pueblo mexicano fueron encarcelados en San Juan de Ulúa desde la Independencia hasta los principios de la Dictadura del General Díaz, ya que en toda esa época de grandes turbulencias y de constantes guerras intestinas se desataron rudas persecuciones por asuntos de partido, por pasiones políticas o por venganzas de los tiranos que ejercieron el poder en nuestra patria, como don Anastasio Bustamante y don Antonio López de Santa Anna. Pero como para conocer los nombres de todos esos personajes sería preciso emprender una laboriosa, larga y difícil tarea de investigación que necesitaría de un tiempo mayor del que dispongo para la elaboración de este trabajo, solamente me conformaré con mencionar a unos cuantos de los luchadores que en la citada época dejaron huella de su paso por las horrendas espeluncas de la legendaria Ciudadela.

Comenzando con el general don Miguel Barragán, diré que este ilustre potosino, a quien en 1825 tocó la gloria de consumar definitivamente la independencia nacional al rescatar el Castillo de Ulúa del poder de las últimas tropas españolas que hollaban el suelo de nuestra patria, fue encarcelado en 1828 en la fortaleza por haber secundado el Plan de Montaño (2), encabezado por don Nicolás Bravo. El general Barragán permaneció una larga temporada en los calabozos del presidio, de donde fue trasladado al fuerte de Perote y luego desterrado a la América del Sur. Más tarde regresó al país, y en 1835 el Congreso Federal lo designó Presidente Interino de la República. En este cargo, que desempeñó hasta poco antes de su fallecimiento, acaecido el primero de marzo de 1836, se distinguió como un mandatario ejemplar y progresista. Fundó la Sociedad de la Lengua y de la Historia, se preocupó por resolver los más urgentes problemas nacionales, favoreció en alto grado la ilustración del pueblo, pugnó por el mejoramiento y dignificación del Ejército y de las clases trabajadoras y proclamó la libertad de prensa, que tanto y tan encarnizadamente había atropellado y perseguido el dictador Santa Anna.

En seguida vemos que el indio inmortal de Guelatao, don Benito Juárez, sufrió en septiembre y octubre de 1853 un penoso encarcelamiento en la fortaleza, debido al odio que por sus grandes virtudes cívicas y profundas convicciones liberales le profesaba el mismo Santa Anna, para luego ser desterrado por éste a los Estados Unidos de América.

Poco después de haber llegado el señor Juárez al exilio, o sea en noviembre del propio año, el eximio reformista don Melchor Ocampo, tras de haber estado recluido siete meses en la cárcel de Tulancingo por sus luchas contra el despotismo santanista, fue encerrado por la misma causa, en compañía de su hija, en uno de los más insalubres calabozos de San Juan de Ulúa, para ser desterrado más tarde, en enero de 1854, también a la vecina nación del Norte.

Don Melchor Ocampo se radicó en Nueva Orleáns, donde según nos cuenta el acucioso historiador don Daniel Muñoz y Pérez, estuvo en estrecho contacto con otros proscritos por Santa Anna, entre los que figuraban el mismo don Benito Juárez, el Lic. Juan Bautista Ceballos y don Ponciano Arriaga, junto con los cuales sostenía relaciones con el General don Juan Alvarez, iniciador y caudillo de la Revolución de Ayutla ...

Don Porfirio Díaz, cuando era caudillo republicano, fue remitido al presidio de Ulúa y encerrado en uno de los calabozos de suplicio, de donde, no obstante la vigilancia de que era objeto, se evadió con gran audacia atravesando a nado hasta un lugar cercano a la ciudad de Veracruz, salvándose milagrosamente de ser devorado por los tiburones que pululaban entre el puerto y la fortaleza.

Y, en fin, durante la Intervención Francesa, dos ilustres ciudadanos que por su talento y virtudes cívicas han pasado a la historia, fueron asimismo aprisionados en las mazmorras de San Juan de Ulúa: don Manuel Payno y don Florencio María del Castillo.

Don Manuel Payno, escritor, político, diplomático y novelista de renombre internacional, autor, entre otras obras notables, de El Fistol del Diablo, El Hombre de la Situación, Tardes Nubladas y Los Bandidos de Río Frío, fue uno de los patriotas que en 1847 combatieron con las armas a las tropas invasoras norteamericanas. Luego, en 1851 y 1852, fue Ministro de Hacienda en el Gobierno del ameritado general don José Joaquín de Herrera. Más tarde, por sus arraigadas convicciones liberales, fue igualmente perseguido y desterrado por Santa Anna a los Estados Unidos, y en 1863, por haber luchado en la tribuna y en la prensa contra la Intervención Francesa, fue capturado y remitido a un inmundo calabozo de la fortaleza, donde sufrió un doloroso encarcelamiento que se prolongó por varios meses. Al obtener su libertad desempeñó, después de restaurada la República, los cargos de Diputado, Senador y Profesor de Historia en la Escuela Nacional Preparatoria. Posteriormente, en 1882, el Presidente don Manuel González lo envió a París en una misión diplomática, y en 1886 fue nombrado Cónsul de nuestro país en Santander y luego en Barcelona. En 1892, ya siendo muy anciano, regresó a México, donde nuevamente fue electo Senador de la República. Esta representación la desempeñó hasta el día de su muerte, que tuvo lugar en la Delegación de San Angel, Distrito Federal, el 4 de noviembre de 1894, cuando tenía 85 de edad.

Don Florencio María del Castillo, literato distinguido y talentoso periodista a quien mucho quiso y admiró don Ignacio Manuel Altamirano, nació, al igual que los esclarecidos libertadores fray Melchor de Talamantes y don Francisco Javier Mina, de padres extranjeros (de nacionalidad costarricense), en esta ciudad de México el 27 de noviembre de 1828. Desde su más temprana juventud, siendo estudiante de medicina en el Colegio de San Ildefonso, se inició en las letras y en el periodismo como un esforzado paladín de la causa liberal, actitud que le costó ser también perseguido y desterrado varias veces por Santa Anna a los Estados Unidos. A su regreso al país fue Diputado al Congreso Constituyente de 1857, y en 1862 figuró como jefe de redacción del Monitor Republicano, desde cuyas columnas combatió con extraordinaria energía la Intervención Francesa, como también la había combatido en los campos de batalla; por tal motivo, después de haber acompañado a don Benito Juárez en su azarosa peregrinación por el Norte del país, fue aprehendido el 3 de agosto de 1863 y encerrado en la prisión militar de Santiago Tlatelolco. En este lugar se le instruyó proceso por un tribunal incompetente que lo condenó a un largo cautiverio en las mazmorras de San Juan de Ulúa, y habiendo sido trasladado a la fortaleza no pudo sobrevivir mucho tiempo, ya que atacado por el vómito negro, enfermedad muy común en aquellos antros, el infortunado luchador falleció en la enfermería del presidio en plena juventud, antes de cumplir 35 años de edad, el 27 de octubre de 1863.

Al tenerse conocimiento de su inesperado final en San Luis Potosí, que a la sazón era sede del Ejecutivo Federal, don Francisco Zarco, que en dicha ciudad editaba y dirigía el periódico republicano La Independencia Mexicana, publicó el 14 de noviembre dos breves notas necrológicas bajo el título de Florencio María del Castillo, en las que haciéndose eco de la grande y profunda impresión que entre todos los hombres honrados y patriotas de México había causado tan deplorable acontecimiento, condenaba indignado a las turbas incendiarias y asesinas de Forey, y en bellas y sentidas frases exaltaba los méritos de la gran víctima como literato, tribuno, historiador y periodista distinguido que consagró todos sus esfuerzos a la defensa de los intereses populares, a propagar las ideas de libertad y de progreso y a luchar denodadamente por nuestra amenazada independencia, y que encontrara la muerte en poder de los invasores que tan tempranamente segaron su ejemplar existencia entre las sombras del fatídico San Juan de Ulúa.


NOTAS

(1) El padre Talamantes, originario de Lima, Perú, donde nació el 10 de enero de 1765, había sido encerrado en las cárceles del Arzobispado y de la Inquisición de la capital del virreinato, secuestrándole todos sus papeles, con base de los cuales se le instruyó proceso; y al saber sus custodios, por confesión del recluso, que estaba resuelto a privarse de la vida, se le remitió, encadenado a la fortaleza de UIúá.

(2) El Plan de Montaño, promulgado el 30 de diciembre de 1826, pugnaba, entre otras cosas, por que el Supremo Gobierno renovara en lo absoluto las Secretarías de su despacho, y que los nombramientos de los funcionarios de las mismas recayeran en hombres de reconocida probidad, virtud y mérito; y por hacer cumplir exacta y religiosamente la Constitución Federal y las leyes vigentes.

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