LOS MÁRTIRES DE SAN JUAN DE ULÚA
Eugenio Martínez Núñez
CAPÍTULO VIGÉSIMO TERCERO
VIDA, LUCHA Y PRISIONES DE MANUEL M. DIEGUEZ
Sus primeras actividades.
Según algunos historiadores, este infortunado y gran luchador nació en 1870 en la población jalisciense de Tequila, y según otros, su lugar de origen es la ciudad de Guadalajara y el año en que vio la primera luz el de 1874. De cualquier manera que haya sido, el hecho es que sus padres, por cierto de condición muy humilde, fueron el obrero Crisanto Diéguez y la señora Juana Lara, modelo de madres abnegadas y cariñosas. Como ocurrió con Juan Sarabia, nuestro biografiado tuvo que abandonar desde muy pequeño sus juegos, distracciones y paseos, para ganar aquí y allá algún dinero a fin de ayudar al sostenimiento de su familia. Así transcurría su vida en medio de privaciones y sacrificios, y años después de haber terminado la instrucción primaria marchó al Estado de Sinaloa, sin llevar más equipaje que sus entusiasmos juveniles, con objeto de buscar alguna ocupación más o menos productiva que remediara su precaria situación y la de sus progenitores. Solamente encontró trabajo en una finca de campo, donde permaneció por algunos años; pero como aparte del maltrato que recibía de los patrones el salario que le pagaban era insuficiente para satisfacer sus propósitos, salió de allí y se encaminó al puerto de Mazatlán, donde en marzo de 1899 consiguió el empleo de criado de segunda categoría en el barco de guerra Oaxaca, perteneciente a nuestra entonces incipiente y raquítica Armada Nacional.
Al mineral de Cananea.
Con tan pequeña investidura marinera permaneció probablemente unos cuatro años; pero como el mar no lograba satisfacer sus gustos ni ambiciones, en una de tantas veces que su barco anclaba en el puerto de Guaymas, optó por quedarse en tierra firme, y en busca de nuevos horizontes marchó a prestar sus servicios al mineral de Cananea, quizá sin presentir el luminoso y trágico destino que le esperaba.
Al llegar a Cananea, cosa que ocurrió por el año de 1904, Diéguez, que al través del tiempo había adquirido una sólida instrucción con amplios conocimientos del idioma inglés, consiguió trabajo inmediatamente en una oficina del mineral, donde fue tratado con ciertas consideraciones y recibía un sueldo más o menos equitativo. Pero no por disfrutar de estas ventajas dejaba de comprender lai injusticias que se cometían con los demás trabajadores mexicanos que en las minas, en la Fundición y demás departamentos de la empresa, casi agotaban sus energías para recibir una compensación muy inferior a la que se daba a los obreros americanos por una labor menos pesada, por lo que juzgó que era necesario buscar la manera de poner término a esa situación tan humillante para sus hermanos los trabajadores nacionales. Pensando de tal modo entabló correspondencia con los miembros de la Junta del Partido Liberal y poco más tarde se relacionó íntimamente con Calderón, Francisco Ibarra y Lázaro Gutiérrez de Lara, junto con los cuales comenzó a organizar y después a llevar a efecto la huelga de los mineros, quienes por sus prédicas de igualdad y justicia y de acuerdo con el Programa del Partido reclamaban, como es de sobra conocido, mayor salario, disminución de horas de jornada y mejores condiciones en el desempeño de su trabajo. También es sabido que después de haber estallado la huelga, en virtud de que el tirano Porfirio Díaz ordenó al gerente de la compañía que no hiciera ninguna concesión a los mineros para que no le alborotaran lá caballada, o sean los demás trabajadores del país, tanto Diéguez como Calderón fueron aprehendidos y sentenciados a 15 años de prisión con labor forzada, y que tras de haber permanecido tres años en la Penitenciaría de Hermosillo, fueron remitidos a la fortaleza para que en sus calabozos cumplieran el tiempo que les faltaba de su bárbara condena.
En San Juan de Ulúa.
Según se ha dicho en el capítulo anterior, Diéguez y Calderón fueron tratados al principio de su encarcelamiento en el Castillo con bastante dureza. Que confundidos entre criminales se les encerró en una galera, y que bajo la vigilancia de capataces se les obligó a trabajar en obras de conservación de la fortaleza, pero que al cabo de algún tiempo tuvieron la fortuna de ser comisionados en la enfermería, de cuya comisión fue privado Calderón por las intrigas del practicante.
Pues bien, al quedar únicamente Diéguez en la misma enfermería, tuvo oportunidad de llevar a efecto una labor verdaderamente humanitaria, prodigando sus cuidados no sólo a sus compañeros que caían enfermos por los maltratos, por la pésima alimentación y el ambiente mortal de los calabozos, sino también a los delincuentes que la desgracia o el crimen había llevado a aquel presidio fatídico y siniestro. Pero no por el hecho de estar allí comisionado y de la estimación que le tenían los médicos, escapaba de pasar las noches en las infectas y húmedas galeras, donde permanecía desde las seis de la tarde hasta las cinco de la mañana, que era la hora en que se tocaba diana y se repartía el primer rancho que diariamente se daba a todos los reclusos.
En libertad.
Diéguez disfrutó de los beneficios de su comisión hasta principios de 1911, en que por circunstancias que desconozco fue de nuevo encerrado en la galera en que se hallaba Calderón, donde junto con éste, que en medio de sus penalidades siempre se dedicó a enseñar las primeras letras a muchos de los presos de la clase común, permaneció hasta después del triunfo del movimiento maderista y no saliendo del presidio sino hasta agosto del mismo año, a pesar de que ya hacía tres meses que las armas revolucionarias habían hecho desaparecer el despotismo que los había condenado por sus luchas en favor del proletariado.
De nuevo a Cananea.
Al salir de la fortaleza y llevando en lo más profundo del alma la impresión imperecedera de su injusto cautiverio, Diéguez y Calderón marcharon al mineral de Cananea, donde después de haber restablecido la Unión Liberal Humanidad, el primero fue electo para el cargo de Presidente Municipal por unanimidad de votos de los trabajadores, que lo reconocían como jefe y le guardaban gran cariño, respeto y gratitud. Cuando, desempeñaba dicho puesto, el general Pascual Orozco se levantó en armas cóntra el Presidente Madero, por lo cual él, siendo un sincero maderista y teniendo la convicción de que ese movimiento no tenía razón de ser, lo combatió incorporándose a las fuerzas auxiliares del Estado, no dejando las armas sino hasta que los rebeldes orozquistas fueron totalmente aniquilados.
Lucha contra la usurpación.
Al efectuarse el cuartelazo huertista de febrero de 1913, Diéguez, renunciando a la Presidencia Municipal, organizó, según se ha dicho, dos cuerpos de voluntarios enfre los mineros de Cananea, y al frente de ellos se lanzó a la lucha contra las tropas de la usurpación. Unido a Jas fuerzas del general Obregón y con el grado de teniente coronel, mucho se distinguió por su bravura y disciplina en las famosas batallas que en mayo y junio del mismo año tuvieron lugar en Santa Rosa y en Santa María.
El nombre de este jefe que acababa de sentar plaza como soldado -dice Juan de Dios Bojórquez- se mencionaba con orgullo y admiración, parangonándolo con los comandantes de mayor prestigio: Hill, Alvarado, Cabral, Luis Bule, Gutiérrez, Escajeda, etc.
Y a con esta aureola victoriosa, y al mando de las poderosas caballerías del Cuerpo de Ejército del Noroeste, Diéguez realizó todas las campañas que permitieron al general Obregón avanzar de Sonora a San Blas y Culiacán; después a Tepic e Ixtlán, para culminar en los combates de la Venta y Orendáin, con la sensacional toma de Guadalajara. Esta toma, ocurrida el 8 de julio de 1914, y en la cual el ya general Diéguez cortó la retirada al enemigo causándole enormes pérdidas, constituyó uno de los más tremendos golpes infligidos a las tropas huertistas, cuya rendición incondicional se verificó poco más tarde, el 13 de agosto siguiente, de acuerdo con los históricos Tratados de Teoloyucan.
Es Gobernador de Jalisco y combate al villismo.
Dos días después de la toma de Guadalajara, el Primer Jefe don Venustiano, tomando en cuenta que nadie mejor que el general Diéguez podría regir los destinos de su Estado natal, lo nombró Gobernador Provisional y Comandante Militar del mismo. Desde el primer día de su mandato, y teniendo como Secretario General de Gobierno al Lic. Manuel Aguirre Berlanga, emprendió una gestión administrativa y revolucionaria digna de encomio. Fue el iniciador de una obra legislativa que permitió a Jalisco su transformación política y social; y siendo los campesinos y obreros el objeto de sus preocupaciones, el 2 de septiembre del mismo año de 1914 promulgó un decreto estableciendo los derechos de los trabajadores, que debe ser considerado como uno de los antecedentes del artículo 123 de la Constitución del 17.
Al rebelarse la División del Norte contra Carranza, el general Diéguez, al frente de sus fuerzas denominadas Primera División de Occidente, evacuó la ciudad de Guadalajara el 14 de diciembre y trasladó los poderes del Estado a Ciudad Guzmán, para el mejor desarrollo de las operaciones militares en esa región. Pero al abandonar Guadalajara tenía el propósito de recuperarla en breve tiempo, cosa que junto con el aguerrido general Murguía, que comandaba la Segunda División del Noreste, llevó a efecto antes de un mes, o sea el 8 de enero de 1915, después de haber sostenido una serie de sangrientos combates y de haber causado una tremenda derrota a más de 10 000 soldados villistas jefaturados por los generales Julián Medina y Calixto Contreras.
Poco más de un mes permanecieron ambos jefes en Guadalajara, pues teniendo conocimiento de que el general Villa, al mando directo de un poderoso contingente de 20 000 hombres avanzaba sobre dicha plaza y no estando en condiciones de hacerle frente, marcharon hacia la Cuesta de Sayula, donde el mismo Villa, que odiaba profundamente a Diéguez por los rudos golpes que infligía a su gente y a quien llamaba el bandido Diéguez, el 18 de febrero les hizo sufrir un gravísimo descalabro más que todo por falta de municiones, por lo que se vieron obligados a replegarse hasta Colima, en espera del parque que el Primer Jefe les iba a mandar para que reanudaran la ofensiva.
Más tarde recibieron el parque prometido y desde luego continuaron bravamente en la lucha, causando nuevas derrotas al enemigo en las Barrancas de Atentique, en Teocatitlán, en los linderos del río de Tepalcatepec, y principalmente en la Cuesta de Sayula, donde muy ampliamente se desquitaron del revés recibido, causando a los villistas fuertes pérdidas en hombres, cabalgaduras, armamento y municiones, y obligándolos a huir llenos de miedo y en vergonzosa desbandada.
Posteriormente, el 22 de abril, Diéguez y Murguía, con sus respectivas Divisiones, se reunieron en Irapuato con las fuerzas del general Obregón; y el 5 de junio, hallándose en la ciudad de León, el general Diéguez ordenó que se atacara a una gran parte de la División del Norte que a las órdenes personales del general Villa asediaba desde el día 2 a dicha población. Así se hizo, y después de un reñidísimo combate, Villa y los suyos sufrieron una terrible derrota "escapando en distintas direcciones, tomando unos por la sierra rumbo a San Felipe Torres Mochas, otros por el camino que hallaron", y teniendo una enorme cantidad de bajas, ya que entre muertos, heridos y dispersos, sumaban más de ocho mil las unidades que perdieron.
Después de esta memorable acción de guerra, por la cual Diéguez y Murguía fueron ascendidos a Divisionarios, el 28 del mismo junio marchó el primero con sus fuerzas en ferrocarril a la ciudad de Lagos de Moreno con objeto de proteger un convoy que venía de Veracruz conduciendo un millón de pesos y pertrechos destinados al general Obregón para que pudiera avanzar sobre Aguascalientes, que se hallaba en poder del enemigo; y en la medianoche del mismo día, cuando tanto Diéguez como sus subordinados se encontraban desprevenidos en la estación de dicha plaza, fueron sorpresivamente atacados por una fuerza de 4 000 villistas al mando de los generales José Ruiz. Canuto Reyes, César Moya y el temible Rodolfo Fierro, trabándose desde luego un furioso combate que duró cerca de seis horas. pero al fin lograron rechazar a los atacantes que, con grandes pérdidas y dejando numerosos prisioneros, se dispersaron rumbo al norte por la serranía. Durante la refriega, en que por la obscuridad reinante muchas veces estuvieron confundidos los dos bandos. resultó gravemente herido el general Diéguez del antebrazo izquierdo, y varios miembros de su Estado Mayor fueron igualmente lesionados, figurando entre ellos el que con el tiempo habría de ser un magnífico pintor de prestigio internacional, David Alfaro Siqueiros.
Más tarde, en agosto del mismo año de 1915, el general Diéguez fue comisionado para continuar la campaña en el Noroeste del país. Con su propia División batió al villismo en Sinaloa y luego se dirigió a Colima, donde se embarcó en Manzanillo para tomar el 12 de octubre el puerto de Guaymas después de un combate de relativa importancia. Poco más tarde sus efectivos fueron aumentados con las fuerzas de los generales Gabriel Gavira, Miguel M. Acosta, Fermín Carpio y Angel Flores, y ya con todos estos elementos bajo su mando avanzó sobre Hermosillo, que ocupó sin resistencia. Apenas posesionado de esta plaza fue rudamente atacado por una columna de más de 14 000 hombres bajo las órdenes directas del general Villa, repeliendo la agresión con tal bravura que obtuvo una resonante victoria después de un formidable combate que se prolongó por espacio de tres días, haciendo huir al Centauro del Norte en completa desorganización, quitándole armas, parque, ametralladoras, y haciéndole bajas en número considerable. Con esta tremenda derrota, unida a las no menos terribles que había sufrido en el Bajío y otras regiones del país, el general Villa se vio en la necesidad de refugiarse en el Estado de Chihuahua, que era la única parte donde dominaban sus ya diezmadas huestes; pero en 1919 fue nuevamente perseguido por su infatigable advesario el valiente general Diéguez, quien le causó otros graves reveses al grado de que al año siguiente tuvo que deponer las armas para someterse, aunque en muy dignas condiciones, al Gobierno Interino de su amigo don Adolfo de la Huerta.
Sus últimos hechos y su trágico fin.
Desde que don Venustiano se levantó contra el régimen usurpador encontró en el general Diéguez a uno de sus más adictos y fieles partidarios, y más aún cuando por elección popular fue elevado a la Presidencia de la República. Por tales circunstancias, el general Diéguez no sólo no estuvo de acuerdo con el movimiento de Agua Prieta, sino que lo combatió con las armas como jefe de la campaña contra los alzados, causa por la cual el 11 de mayo de 1920 fue aprehendido en Guadalajara y encerrado en la Penitenciaría por algunos de los jefes de sus mismas fuerzas, que no pensando como él, estaban resueltos a secundar dicha rebelión.
Por haber permanecido leal al Presidente Carranza causó baja del Ejército, continuando en la Perla Tapatía, y en diciembre de 1923, junto con los generales Rafael Buelna, José Domingo Ramírez Garrido, Enrique Estrada y Salvador Alvarado, se adhirió al movimiento revolucionario que el mencionado señor De la Huerta había encabezado contra el Gobierno del Presidente Obregón.
En actitud rebelde, y al mando de una fuerza de infantería y caballería, abandonó Guadalajara y operó en los Estados de Jalisco y Michoacán, sufrió muy graves descalabros en las encarnizadas batallas de Ocotlán y Palo Verde, en que fue batido por los generales Joaquín Amaro, Roberto Cruz, Amado Cháriz y el mismo Alvaro Obregón. Completamente derrotado, marchó al Estado de Oaxaca con el propósito de unirse a las tropas del general Alberto Pineda; pero no habiéndolo conseguido, se encaminó al Estado de Chiapas con tan mala suerte, que en el trayecto fue capturado por el general Donato Brazo Izquierdo en San José de las Flores, población cercana a Tuxtla Gutiérrez, donde se le formó un Consejo de Guerra extraordinario que lo condenó a ser pasado por las armas el 25 de abril de 1924, en compañía de otros altos jefes que lo habían seguido en su infortunada aventura.
Así, trágicamente, después de una fructífera existencia enaltecida por el dolor y el sacrificio, sucumbió este ciudadano inolvidable de acción y pensamiento que dedicó sus energías a la causa de los humildes y al advenimiento de una más justiciera y humana convivencia para el pueblo mexicano.
Relato basado en una plática del general Diéguez.
Con el título de Diéguez en Ulúa, el periodista Octavio Amador escribió un extenso y muy interesante artículo sobre la prisión de San Juan de Ulúa, valiéndose para ello de los datos proporcionados por el mismo general Diéguez en una conversación sostenida en 1915 con los miembros de su Estado Mayor, del que el propio Amador formaba parte, y en cuya plática les había hecho una descripción de la fortaleza y referido algo de los tormentos a que allí se sujetaba a los reos políticos y del orden común durante la Dictadura porfirista.
El mencionado artículo fue publicado en agosto de 1934 en la revista intitulada La Revolución Mexicana, de la ciudad de México. Contiene algunos pasajes impresionantes y datos poco conocidos, así como no pocas referencias muy discutibles; entre los primeros figuran los que se relacionan con las tinajas y los suplicios increíbles que en ellas sufrían los prisioneros, y entre las segundas las que tratan sobre el calabozo llamado El Infierno, que lo hace aparecer completamente distinto de lo que era, o sea una reducidísima y pavorosa cueva carente en la absoluto de luz y ventilación, confundiéndolo con otra mazmorra o alguna de las galeras con vista al mar, cosa que aquél estaba muy lejos de tener.
De este artículo son los siguientes párrafos:
... San Juan de Ulúa, cuando fue prisión, tuvo el triste prestigio de reinar sobre todos los demás sitios penales, precisamente porque en ninguno de ellos se recrudecían tanto para los recluso s los horrores del cautiverio como allí.
Rodeado por el mar, había contribuido para que sus custodios consiguieran hacer aún más estricto su aislamiento, y sólo movidos los resortes de muy poderosas influencias era dable visitarlo con un permiso que incluía multitud de restricciones que se reservaban las autoridades del penal para no mostrar a los visitantes más que aquello que no externase en forma alguna la realidad de la vida infernal sufrida por los reos.
Alejados completamente del mundo y olvidados por él, aquélla, más que una prisión, era una tumba para sus habitantes, y ellos, en lugar de seres humanos, eran una cosa, una simple cosa de materia torturada, castigada día y noche, devastada por el dolor, presa de una ruina desesperantemente lenta, que iba diluyéndose en la nada, a veces con procedimientos execrables, cuyas consecuencias inmediatas les arrancaban gritos de dolor, pero que siquiera tenían ese desquite, y lo más, que era peor aún, sujetándolos a doblegarse bajo la pesadumbre de ir sintiendo agotarse sus vidas, como si las ventosas de un pulpo invisible fuéralos succionando con tal lentitud que apenas si lograran percatarse de la materia perdida día tras día, hasta convertirse efectivamente en unos pobres muertos a quienes muchos días, muchos meses, muchos años antes se les había designado como suyo aquel sarcófago de roca batido por el mar y en cuyas aguas, indefectiblemente, serían arrojadas las piltrafas de su materia para que no envenenaran con su fetidez y sirvieran de festín a los escualos.
Todo sórdido, todo macabro, todo envuelto en un manto fantasmal aquel presidio tenía sitios aún peores, como si no bastara el hálito de tortura vomitado por la tenebrosidad de su fábrica, como si se hiciera imprescindible y obligado encerrar, ya de suyo dentro de un insulto a la cultura, otra blasfemia mayor cuyo nombre aún no se conoce, y aquellos sitios habían sido marcados con el tatuaje presidiario con los motes de La Gloria, El Purgatorio, El Infierno y Las Tinajas.
San Juan de Ulúa, construido originalmente con un material que los jarochos designan piedra múcar, es de formación coralífera, y por ende, en extremo poroso, de suerte que en inmediato contacto con el mar, éste no se concreta a lamer tal construcción, sino que puede decirse que casi convive con ella, filtrándose en su interior cuanto puede; la abraza, la envuelve, la acaricia o la estruja según cambian los estados de su veleidoso poderío. Ora son besos que llegan en brisa refrescante; ora bocanadas de fragua que sofocan; ora el desenfreno de furiosos nortes; pero siempre, constantemente, a manera de asiduo cortejamiento está allí, dentro de los muros y por todas partes la presencia del mar convertida en viscosidad maloliente, tibia, pegajosa y salina ...
En seguida, refiriéndose a El Infierno, dice Amador:
... Aquel Infierno, pigmeo por sus dimensiones comparadas con las del descrito por Alighieri, no se le rezagaba mucho como antro de torturas. Guardando gran semejanza con una enorme cisterna, su piso estaba prácticamente al nivel del mar. De iguales dimensiones en su base, afectaba la forma de un cuadrado; pero los muros no se desplazaban a plomo, sino que naciendo como pechinas de un arco toral, venían los cuatro a constituir una alta bóveda que remataba en una linterna, único punto de acceso, supuesto que en los muros no había más que una media luna a ras del piso, vedada por gruesos barrotes de hierro, separados uno de otro como diez centímetros y con vista directa al mar, permitiendo por allí la contemplación de un horizonte bastante precario, y eso a condición de pegar el estómago en el suelo. Toda comunicación con el exterior de la vida estaba, pues, cifrada en aquella que los reclusos veían desde abajo como una claraboya y desde donde apenas, con luz mortecina, podían diariamente presumir que había nacido para ellos un nuevo día de tortura, resultándoles considerar a esa claraboya como único astro, bastante díscolo por cierto, que mal parpadeaba en su cielo geométrico ...
Y por aquel claro circular, puerta aérea de una verdadera catacumba convertida en calabozo, habían sido introducidos, mediante una cuerda, los destinados a purgar allí sus condenas, tasadas en determinado número de años, luego que esbirros y jueces llenaron centenares de hojas de papel a nombre de la sociedad, para asignarles anticipadamente su sepulcro; condenas que resultaban una farsa de la cual se burlaba el pulpo invisible que acabaría con ellos, anticipándose a la pronunciación de la distante palabra: ¡Libertad!
Y también por aquel claro circular bajaban a los prisioneros el miserable rancho que les servía de alimento y por él izaban los carceleros el fardo inanimado de quienes dentro habían muerto.
Sólo tras reiteradas voces, que primero eran gritos de anuncio repetidos durante muchas horas; luego tempestad de injurias, provocada por la indignación ante tanta iniquidad, y finalmente, en forma de clemencia, tocada como último recurso para conmover la escondida piedad de los custodios, lograban aquellos sepultados vivos que descendiera la cuerda con la que ellos mismos ataban el cuerpo del muerto para que fuera izado, cuando ya su materia llevaba numerosas horas de envenenar aún más la malsana atmósfera del sórdido encierro, cuando ya se les hahía hecho intolerable respirar la fetidez, que pesaba como una cosa casi palpable dentro de aquel horno, de suyo saturado a intenso olor de letrina, que llegaba a despedir emanaciones nauseabundas ...
Cuando el fardo semi putrefacto ascendía, su estela hedionda marcaba dos liberaciones: una definitiva para el muerto y otra, siquiera transitoria, para quienes quedaban dentro, ansiando una limosna de la brisa del marque barriera el espeso veneno, restableciendo, por lo menos, el habitual olor característico de aquel calabozo, en su mezcla de amoníaco con mariscos manidos y defecaciones ácidas, yute largo tiempo almacenado en la humedad y vapores de sudor carcelario, todo ello como terrible amalgama a la cual se sumaban fuertes escuadrones de mosquitos, legiones de cucarachas y una multitud de pequeños bichos que el mar ponía en los umbrales de la media luna, por donde él también se daba una diaria asomada así que la alta marea hinchaba sus olas, momento diario y feliz, aprovechado por los reclusos para deshacerse de cuanta inmundicia habían soltado en el rincón más propicio.
Pero aquellas justas rebeldías que servían como de funerales a los muertos no quedaban impunes, pues los bestiales tiranos del presidio, dignos descendientes de Arbués y Torquemada, bajaban a poco convertidos en nidos de armas, y a fuerza de latigazos que amorataban la carne, castigándola con la brutalidad de] knut siberiano, achacaban responsabilidades a su arbitrio, bajo el pretexto de mantener inalterable la disciplina del penal, para imponer más tarde a sus víctimas, elegidas caprichosamente, el sufrimiento de castigos inspirados tal vez en el torturante mecanismo del Santo Oficio o de las refinadas fábricas asiáticas donde el dolor humano, en todas las formas y en todas sus manifestaciones, servía de matena prima.
Los señalados eran sacados del Infierno y llevados a una especie de explanada que afectaba la forma de una hoja de yatagán, quizá por esto llamada La Media Luna, y en donde estaban las temidas Tinajas.
La Media Luna podía contener en su amplia plataforma cuatro hileras de carruajes y las aguas del mar corrían por caños practicados en la superficie, cuando así se deseaba, a vuelta de operar ciertas compuertas construidas ex profeso.
Las Tinajas eran pequeños pozos practicados en el espesor de La Media Luna. Estaban ademados y su profundidad no excedía de un par de metros. Su diámetro podía dar cabida solamente a un hombre puesto de pie y estaban construidas de tal manera, que, mientras podían llenarse por uno de los caños alimentadores, había otro a más bajo nivel para derramar sus demasías; pero llenas del todo hasta ese límite, alcanzaban a cubrir perfectamente la estatura oe un hombre más bien alto.
En el piso, a nivel de su fondo y sólidamente ancladas, había dos horquillas de hierro provistas de toscas correas de vaqueta. Por el hueco que dejaba su arco cabían los pies del torturado, que se sujetaban a ellas por medio de las correas, y una primitiva bomba de palanca completaba aquellas máquinas, sobre las que caían a plomo los ardorosos rayos del sol.
El desdichado que era amarrado allí, quedaba del todo desnudo y anclado al piso de Las Tinajas, sufriendo íntegra la alta temperatura de un sol furioso, mientras comenzaba a llenarse el maldito pozo con el agua amarga del mar.
El nivel de ésta subía y subía con cierta lentitud, pero necesariamente llegaba el momento en que se hacía imperioso operar la bomba a fuerza de brazos, so pena de morir ahogado.
Una vez llenos aquellos pozos, no quedaba otro recurso para los castigados más que bombear sin descanso para mantener el nivel del agua a un límite que no rebasara la altura de sus cabezas, y la anuencia del líquido estaba de tal suerte calculada, que llegaba en cantidad suficiente para hacer desesperados los esfuerzos de quienes bombeaban sumergidos en el agua.
Transcurridas las primeras fracciones de una hora, aquellos desdichados podían mantener a raya el nivel del agua sin aparente desgaste de energía, pues hasta su forzada inmersión servíales de estimulante que atenuaba, al menos, la furia del sol, y, de paso, diluía su copiosa transpiración; pero pasada tal etapa, comenzaban a dejarse sentir los efectos del terrible suplicio. La constante tensión de los músculos; la imposibilidad de proporcionar a las piernas un cambio de posición que les diera transitorio descanso; la forzada posición vertical, que mantenía a las piernas en desventajosa postura para armonizar mejor con el movimiento del tronco y de los brazos; la piel, que íbase poniendo esponjosa; el sol, que parecía calcinar los sesos; la enorme fatiga acentuada minuto a minuto, acababan por imponerles breves treguas para dejar caer los brazos, aunque mientras ganara altura el agua y los inundara del todo, pues aquellos ilusorios descansos duraban apenas el lapso que su capacidad pulmonar les permitiera contener la respiración, y luego de cada paro, el recomienzo instintivo en defensa de la vida acentuábase con sañosa crueldad, pues precisaba acelerar el bombeo a fin de reponer el tiempo perdido, restablecer el prudente nivel del agua y lograr con ello, cuanto antes, restituir sus pulmones a la función normal.
Tales treguas podían ser repetidas, pero cada vez necesariamente con menor éxito, hasta que, devorados por la fatiga, extenuados, devastados, roídos de ira y de dolor, ardidas por el sol sus cabezas e hinchados sus cuerpos por el agua, cedían definitivamente ante el tormento; ninguna defensa intentaban ya, y entregándose al vértigo que invadía todo su ser, sólo se concretaban a ver con ojos despavoridos el ascenso implacable del líquido verde dispuesto a ahogarlos con su beso asquerosamente amargo.
Pero la crueldad de los verdugos no quería precisamente su muerte y conformábanse con aquel paroxismo de humillación aguda, física y moral, devolviéndolos con todo su extremo agotamiento a las fauces del sórdido calabozo, donde les era preciso ver transcurrir varios días antes de que consiguieran eliminar la última manifestación del surmenage psicológico que les produjera la insania del castigo impuesto por sus abominables verdugos ...
Y finalmente, tratando de describir de cómo transcurría la vida llena de miserias y dolores en los demás calabozos y galeras Amador, según lo relatado por el general Diéguez, concluye diciendo en su artículo:
... En San Juan de Ulúa la vigilancia se hacía más tolerable; pero día tras día la aproximación de la noche era para los cautivos como la aparición de un fantasma. Su presencia suponía infinitas complicaciones y embarazos, porque cada sitio para dormir había costado todo un proceso de tenaz conquista, ejercida bajo sistemas variadísimos, a pesar de lo cual su posesión diariamente resultaba incierta y, por lo tanto, era imperioso ejercitar cada noche verdaderos actos de fuerza o ceder a las más vergonzosas debilidades en busca del amparo de un brazo más fuerte que respaldara la hegemonía del precario predio donde aquellos cuerpos enfermos se tendían en busca de un sueño que siempre resultaba incompleto, pues debían vigilar sobre la propia protección en contra de quienes, encallecidos por la costumbre de las más repugnantes vilezas y hostigados por el prolongado ayuno de la carne, no era raro ni extraño que recurrieran a verdaderos asaltos para ejercer violentos y asquerosos actos de sadismo unisexual.
Había, además, un ejército de bichos noctámbulos de la más escalofriante traza, que iban llegando como indispensable relevo a los que durante el día contribuían a aumentar las iniquidades de aquellos antros, sin faltar, naturalmente, legiones de enormes ratas que metían sus fríos hocicos por todas partes.
Pero los guardianes del presidio no querían que sus almas se exhibieran del todo encallecidas y, como un sarcasmo, concedían premios semanales al buen comportamiento de los reos, juzgando de él, ¡oh ironía!, a través del criterio todavía más procaz que externaban los cabos para señalar a los beneficiarios, siendo estos cabos tipos escogidos entre lo más abyecto de los reclusos, precisamente porque su total desnudez de sentimientos hacíalos inmejorables rufianes para encargarse del vil papel que desempeñaban, conquistado a trueque de su repugnante misión consistente en aceptar ser verdugos de los verdugos, látigo de ellos, reptiles soplones y por ende traidores, que viviendo en la intimidad de los reclusos, tanto como lo eran ellos, no sentían asco alguno al ensañarse sobre su desgracia con tal de retener la infame misión de apaleadores y de espías.
Y el premio consistía en conceder una hora de sol cada semana, pero esa hora de sol suponía un verdadero vía crucis que principiaba el lunes y terminaba el domingo, luego de haber soportado dentro de aquellos calabozos cuanto rigor de tortura física y moral ya descrito; luego de haber tolerado cuanta insolencia les viniera en gana ejercitar a los cabos; luego de haber prestado atención, quieras que no, a la obscenidad de los torvos relatos en los que cada criminal de aquellos ponía cuanta insania le era dable para narrar exageradamente el panegírico de sus autobiografías y atrocidades, con la mira de hacerse aparecer, por ese medio, más respetables y temidos a los ojos de sUs compañeros de presidio; sobrando imaginar lo que esta andanada de blasfemias significaba para los espíritus elevados que estaban recluidos allí, no por atentados contra la sociedad, sino precisamente por un grande anhelo de mejoramiento colectivo, como era el caso de Esteban Baca Calderón, Juan José Ríos y Juan Sarabia; reos sobre quienes había órdenes de exagerar los rigores habituales del presidio y que fueron compañeros del general Diéguez durante los cinco años que su desgracia les hizo amurallarse sobrehumanamente para tolerar tal cautivero, hasta que fue a libertarlos en 1911 la triunfante justificia del pueblo hecha Revolución ...