LOS MÁRTIRES DE SAN JUAN DE ULÚA
Eugenio Martínez Núñez
CAPÍTULO QUINTO
ELFEGO LUGO, SU PRISIÓN Y SUS RELATOS
Una breve semblanza.
Por no tener suficientes datos para trazar una biografía más o menos completa de éste ya casi olvidado luchador, me concretaré a hacer una brevísima semblanza del mismo, en la seguridad de que dejaré en el silencio muchos de los rasgos sobresalientes de su personalidad.
Lugo fue originario de la ciudad de Hidalgo del Parral, del Estado de Chihuahua, y desde muy joven comprendió que todas las desgracias que sufría el pueblo mexicano se debían a la opresión que el general Díaz había ejercido desde el principio de su gobierno, despojando de tierras a humildes campesinos, estrangulando la prensa independiente, privando de la enseñanza a la mayoría de la nación, atropellando leyes, libertades y derechos, imponiendo funcionarios de elección popular, y haciendo un mercado de la justicia que vendía a los poderosos y convertía en un mito para los desheredados, que jamás pudieron cobijarse bajo su manto protector.
Así pues, cuando en los primeros años del siglo, y como consecuencia de la intensa propaganda que el Ing. Camilo Arriaga, Juan Sarabia, Antonio Díaz Soto y Gama, Flores Magón y otros luchadores habían iniciado desde 1900, empezó a sentirse en México una gran inquietud por la conquista de una mejor situación social, Lugo se preparó a la lucha, y a mediados de 1906 organizó en su tierra natal, con el concurso de otros correligionarios, el Club Liberal Benito Juárez, donde al mismo tiempo que contribuyó a la divulgación de los principios democráticos, censuró los actos atentatorios de la administración porfirista.
Al mismo tiempo que desarrollaba tales actividades, la Junta Revolucionaria de San Luis, Missouri, con la cual sostenía correspondencia, organizaba el movimiento insurreccional en la República con objeto de llevar a la práctica los postulados de su programa, por lo que Lugo se dispuso a unir sus esfuerzos a los de dicha agrupación y a tomar las armas si era necesario para derribar al mal gobierno que durante cinco lustros había tiranizado a las clase media y humilde del país.
Pero habiendo sido descubiertos los planes del movimiento libertador en El Paso y Ciudad Juárez, el gobernador de Chihuahua emprendió una desenfrenada persecución contra todos los que en su Estado estaban complicados o eran señalados como sospechosos, o simplemente como desafectos al Gobierno. Entonces fue cuando Lugo, en compañía de otros muchos ciudadanos, fue aprehendido y encarcelado en la capital de Chihuahua, donde se le juzgó y sentenció a dos años de prisión en el Castillo de San Juan de Ulúa, por el delito de haber conspirado para una rebelión.
Aunque Lugo fue condenado a sólo dos años de encarcelamiento, es muy probable que haya permanecido mayor tiempo en la fortaleza, dado que, con algunas excepciones, y como dice un conocido autor, los reos políticos quedaban olvidados en el Castillo y sus procesos continuaban abiertos indefinidamente.
Al salir en libertad se refugió en los Estados Unidos, donde prosiguió sus trabajos contra la Dictadura, y al caer ésta se vino a la ciudad de México, donde colaboró en varias publicaciones liberales, entre ellas el Diario del Hogar, pugnando por que el nuevo régimen cumpliera las promesas agrarias hechas a las masas populares que en gran cantidad habían engrosado las filas insurgentes y derramado su sangre en los campos de batalla.
Aparte de que, no obstante haber sido un ferviente partidario de la completa igualdad del ser humano, no estuvo de acuerdo con el movimiento anarquista y aparentemente filibustero que los Flores Magón organizaban en 1911 en la Baja California. Ignoro cuáles hayan sido sus actividades posteriores; pero lo que es un hecho es que en virtud de sus amplios conocimientos en materia agraria, su cultura y su talento, desempeñó de 1930 a 1933 el cargo de Secretario General de la Liga Nacional Campesina Ursulo Galván, y que por medio de la tribuna y de la prensa propagó sin descanso sus principios de reivindicación, de amor y de justicia para los campesinos de toda la República.
Elfego Lugo, hombre de conducta intachable que aparte de haber sido un excelente orador fue también un escritor de firmes convicciones revolucionarias de tendencia socialista, falleció, a causa de una vieja dolencia y casi en el olvido y la miseria, en mayo de 1935 en el Hospital General de esta ciudad de México.
Algo de lo que dejó escrito. Durante su larga prisión. en San Juan de Ulúa, Lugo pudo penetrar hasta el fondo de los infortunios que como él padecieron todos sus compañeros de lucha y aun los presos del orden común; y años más tarde, recordando los horrores y miserias que tenían lugar en la fortaleza, escribió, entre otras cosas, dos impresionantes relatos que me proporcionó en 1932, y de los cuales del primero, que por cierto el finado periodista Teodoro Hernández insertó en su trabajo Las Tinajas de Ulúa, publicado en 1943, tomo lo que sigue:
... Ulúa, cuando sirvió de prisión, tenía carácter militar y eran reos de delitos del orden militar, en su mayoría, los huéspedes de las mazmorras.
Los que con carácter civil fuimos allá, por conspiradores, durante los años de 1906 a 1907, éramos para los pretorianos de adentro de la prisión y para los de afuera de la fortaleza, reos peligrosísimos, bastaba con que pretendiéramos atentar contra el régimen que parecía interminable, del dictador Porfirio Díaz; y, por ende, estábamos sujetos a un espionaje constante y a un castigo inquisitorial más terrible aún que el que se daba a los reos militares; se nos tenía como traidores a la patria del tirano y había que matarnos lentamente, en lo moral primero y físicamente, a garrotazo vil después, si fuese necesario, para acabar con los trastornadores del orden y de la paz octaviana de que disfrutaba el país.
Los recursos de la ley estaban vedados para nosotros; por eso se mandaba a los reos al destierro y con la consigna de quedar rigurosamente incomunicados; muchos hubo de los que no fallecieron en las mazmorras, pues murieron bastantes, que lograron su libertad al triunfo de la revolución maderista, pero, sin que durante más de cuatro años se les instruyera proceso alguno; todos, procesados o no, éramos víctimas de la tiranía, condenados a morir en el ostracismo, sin que se nos permitiera comunicación alguna con los seres del exterior de aquella infamante mole de piedra que cubría las ergástulas de los reos políticos.
Entre los verdugos que había en Ulúa, con órdenes especiales del supremo Dictador para que, de preferencia se aplicara a los reos políticos la porfiriana inquisición, debe considerarse en primera línea al mayor subjefe de la prisión, un tal Victoriano Grinda, émulo de aquel chacal que en vida se llamó Victoriano Huerta, y por apodo perfectamente adecuado: Mono de Cuero.
El tal Grinda, verdadera fiera humana, con investidura militar, era un perro atacado de hidrofobia diariamente; tenía el prurito de la sangre, se solazaba azotando, con el fuete que indefectiblemente llevaba siempre en la mano, las espaldas desnudas de los reclusos.
Este can rabioso, por ¡quítarme allá esas pajas!, desahogaba su furia con los políticos confinados en Ulúa, muy especialmente con los pobres indios veracruzanos, que la cobardía y el odio de los pretorianos había llevado a las mazmorras.
Por sport, como se acostumbra decir ahora, maltrataba de hecho a los indefensos reclusos, algunos de los cuales sucumbían a consecuencia de los golpes que continuamente recibían.
Seguía, en el orden canibalesco a Grinda, un negro feroz apodado o apellidado Boa, perfectamente aplicable al patronímico, pues debe haber sido descendiente en línea recta de alguna serpiente de cascabel o alguna hiena.
Si Grinda manejaba con alguna habilidad el fuete, Boa le superaba en el uso del garrote vil. Su constitución física era formidable, de modo que esta pantera negra de Ulúa, de cada garrotazo dejaba muerta o agonizante cuando menos a su víctima; y pegaba no sólo para conservar la disciplina, cosa que se estila con los prisioneros, sobre todo con los militares, sino que, cuando se sentía atacado de satiriasis y no lograba saciar sus apetitos, la víctima quedaba molida a palos.
Esta dualidad roji-negra, pues Grinda andaba siempre rojo por efecto del aguardiente, constituía el terror de los reclusos de Ulúa; cada recluso, de preferencia los inditos, que salía de las galeras llamado por estos verdugos, podía considerarse como un cristiano de la época de Nerón, cuando lo llevaban al circo romano, para hacerlo pasto de las fieras ...
Y del segundo relato, que Lugo publicó en el Magazín de El Universal Gráfico el domingo 28 de agosto del mismo año de 1932, son los siguientes párrafos:
... La prisión de Ulúa, durante la época porfirista, fue sin hipérbole la más terrible por lo inhumano y la más tenebrosa que existía entonces. Ni la cárcel de Belén, tan temida como odiada, ni el Castillo de Perote, ni el Territorio de Quintana Roo, ni las Islas Marías, tenían semejanza con las horribles mazmorras de Ulúa.
Aparte del clima de la región, en extremo riguroso, sobre todo para los del norte del país, especialmente en el verano y el otoño, las pésimas condiciones higiénicas y la falta de salubridad, colocaban a los desgraciados que eran confinados allí en situación verdaderamente lamentable; y si a esto agregamos el régimen inquisitorial que allí existía, la terrible disciplina militar que imperaba y el infamante látigo que esgrimían y aplicaban con todo rigor sobre las carnes desnudas o semidesnudas de los reclusos los capataces y verdugos de la prisión, se comprenderá que aquello era mucho más que el tormento aplicado a Cuauhtémoc por los vándalos españoles ...
En seguida habla Lugo de la ubicación del Castillo, de la antigüedad de su construcción, del tremendo espesor de sus muros, de las galeras grandes y chicas, de sus espantosas cámaras de martirio, y continúa su narración diciendo:
... En las galeras grandes había unas ventilas angostas, como de veinte centímetros de largo, cruzadas con viguetas de hierro que obstruían la luz casi por completo; estas ventilas se hallaban en los techos y en cada uno de los lados de las galeras; pero no llegaban a más de seis por cada galera, estando éstas por consiguiente casi en las tinieblas.
Era tan escasa la luz en aquellos antros infernales, que les daban todo el aspecto de subterráneos; y cuando se penetraba en ellos, se sentía igual impresión que cuando se desciende al fondo de una mina, pues la obscuridad era casi completa, y la falta de luz se suplía con pequeños candiles alimentados con petróleo, cuyos gases, unidos a los humores que despedía el hacinamiento de seres humanos, sucios y desmedrados, enrarecían espantosamente la atmósfera hasta hacerla insoportable, pues a veces la respiración se contenía ...
... Jamás se aseaba aquello demasiado pestilente y enrarecido por la mugre y los miasmas, sin contar con la humedad perenne, pues la piedra porosa de que está construido el Castillo, lo mismo absorbe agua que la destila, especialmente cuando sube la marea, de tal suerte que el gotear era continuo.
Contigua a cada una de las grandes galeras, se hallaba otra pequeña, pero comunicada entre sí; en esta última estaban instaladas las cubas, medias barricas de madera donde defecaban y orinaban los reclusos, y no pocas veces, con los mismos orines, se lavaban los platos de hoja de lata en que se servían los alimentos, y también las manos y el rostro de algunos asquerosos o desesperados.
Inútil es decir que los parásitos (piojos) se contaban por millones,atrincherados en las costuras de la ropa que apenas si duraba medio limpia el día domingo que se llevaba a lavar; igualmente cultivaban amistad cutánea con los reclusos otros muchos bichos venenosos y no, entre los que se contaban moscos, arañas, tarántulas, etc., que tenían allí lugar propicio para su desarrollo y propagación, lo mismo sobre las paredes que en el piso y sobre la epidermis.
La indumentaria de la prisión y el hecho de andar todos los reclusos pelados casi a rape, daba a éstos cierta homogeneidad que era difícil distinguirlos por su físico; todos aparecían iguales, como los chinos, valga la comparación. A consecuencia de la temperatura, los reclusos andaban casi desnudos ...
... Y había que ver a aquellos infelices a la hora del rancho de mediodía, chorreando sudor y parásitos que en ocasiones caían en los platos de los alimentos y eran ingeridos por éstos, debido a la obscuridad que ahí reinaba.
En el interior de las ergástulas había pabellones de distinción que recibían aire y luz en abundancia, pero eran habitados tan sólo por oficiales del destacamento que vigilaba la prisión, o por las familias de los verdugos militares que permanecían de fijo en Ulúa, pues los destacamentos se renovaban cada mes.
Como en todo centro de reclusión, en Ulúa había su casa de explotación, llamada La Fayuca, manejada por españoles, donde se expendían toda clase de malos víveres y buenos venenos, licores y marihuana, vendidos éstos de modo subrepticio, y que los reclusos obtenían mediante el sacrificio de sus exiguos productos en los trabajos forzados, los pocos recursos de que disponían o que les enviaban sus familiares y amigos, y las insignificantes dádivas de las gentes que por casualidad llegaban a Ulúa.
La vida era de trabajo constante, igual para los forzados a trabajos fuera de las galeras que para los criminales que, por su larga condena, permanecían recluidos, ocupando su tiempo en hacer trabajos manuales como por ejemplo: labrar huesos de coyol, de coco, de mamey, y de durazno; hacer tejidos de hilo y de cerda; labrar huesos para hacer dados y filigranas, y ejecutar algún arte mecánico, como la platería al amparo de la luz artificial. Estos trabajos eran enviados fuera de las galeras con los forzados para procurar su realización y disfrutar del producto embriagándose o fumando marihuana, en medio de aquella obscuridad y de aquella terrible sodomía.
Dentro de las galeras no escaseaban los palos y los azotes de los capataces que fungían de verdugos del interior de la prisión. A las cinco de la mañana, después del toque de diana, todo mundo debía estar de pie para pasar lista y tomar el rancho: agua caliente con el apodo de café y pan correoso de harina de trigo. En seguida se nombraban los servicios y salían las fajinas custodiadas por sus respectivos capataces que, con vergajo en mano, les exigían trabajo vertiginoso y cada vez que alguno se retardaba o languidecía por la fatiga, era azotado despiadadamente y sin misericordia por los verdugos ...
... Los trabajos forzados se efectuaban unos en el dique seco, pintando barcos y haciendo verdaderos prodigios de equilibrio en los andamios quienes no estaban avezados a esta clase de labores, pues ya sabían que el que caía al agua ahí se ahogaba, porque no era permitido darle auxilio, puesto que el trabajo que ejecutaban los reclusos era por castigo y no por gusto; otros trabajos se efectuaban en los talleres de la Maestranza acarreando hierros y piezas pesadas; otro era el acarreo de agua potable desde los aljibes adonde había que trepar corriendo por escaleras de cerca de cien escalones, con los barriles en los hombros, ya estuvieran llenos o vacíos.
Otros trabajos consistían en estibar y desestibar barcos que llegaban con carbón a Ulúa, o atracaban ahí para cargar esta clase de combustible; el carbón se empacaba en sacos de no menos de cien kilos de peso que tenían que cargar y descargar rápidamente, pues de lo contrario el vergajo estaba listo para caer sobre el cuerpo de los infelices; otro trabajo consistía en cargar las cubas con los excrementos y orines, para arrojar los desperdicios orgánicos en la playa.
Cosa semejante hacían en el estanque que, a manera de playa cerrada había en el interior del Castillo, donde se arrojaban todas las inmundicias que eran devoradas por las jaibas y los erizos de mar.
Había otra clase de trabajo: el de los matanceros que se encargaban de sacrificar el ganado con que se alimentaban los reclusos, ganado que siempre era bravo y los reclusos se veían obligados a lidiarlo mal de su grado, con funestas consecuencias muchas veces, pues pocos eran los diestros que salían bien librados ...
... A los reos políticos se les excluía de ciertos trabajos, porque los que se consideraban como temibles permanecían incomunicados rigurosamente en las pequeñas galeras, y los demás, en otra independiente de las de los reos comunes. En cambio, ninguno de ellos escapó a la befa y al escarnio y a los azotes de los verdugos, puesto que eran reos calificados de traidores a don Podirio Díaz ...
... El rancho que a mediodía se daba a los reclusos se componía de caldo, sopa de arroz de varios días, carne casi siempre agusanada y frijoles acidos. Los domingos había comida especial, pues le ponían al caldo chile y servían en la sopa algunos desperdicios de los hoteles de Veracruz que tal vez, por no arrojarlos a los perros del puerto, se llevaban a los presos de Ulúa ...
... Los reclusos se bañaban y lavaban su ropa cada domingo cerca de un pozo del que se extraía el agua con una lata petrolera amarrada a una soga; a veces no alcanzaba el tiempo que daban para bañarse ni a secar la ropa, y había que ponérsela mojada, para que el cuerpo secara lo que el sol no había logrado hacer. Cuando los calores eran más rigurosos se permitía a los reclusos bañarse por las mañanas en el estanque de que hablamos, y al día siguiente ya estaban los desgraciados llenos de granos y con el horror de curarse en la enfermería, porque sabían que el remedio resultaba peor que la misma enfermedad, pues bien puede decirse que el que pedía ir a la enfermería casi era igual que pedir ir a La Puntilla ...
... La Puntilla era un pedazo de islote formando un ángulo agudo por lo que se le daba ese nombre, y ahí se dejaba a los muertos casi a flor de tierra, pues no era posible sepultarlos porque a poco que se escarbaba salía el agua. La Puntilla era el panteón donde reposaban provisionalmente los restos de los que fallecían en Ulúa, ya fuera por enfermedad contraída a consecuencia del clima, el mal ambiente que se respiraba en las galeras, las palizas o azotainas, la inhumanidad del enfermero, la melancolía o el pavor; pues todos estos efectos de una misma causa producían la muerte en los individuos. Cada difunto era amortajado en su propia cobija, debiendo advertir que a cada recluso se le habilitaba al llegar a Ulúa, o desde la cárcel de Veracruz, de una cobija usada, un uniforme usado, un sombrero de palma en idénticas condiciones, un petate y un par de huaraches.
Una vez en La Puntilla los cadáveres, se abría la sepultura por los mismos reclusos a cada cual, y se enterraban los cuerpos, qué digo, se dejaban ahí los cuerpos inertes y provisionalmente como antes he dicho, porque a poco de retirarse los enterradores, las jaibas y los cangrejos en gran cantidad y atropelladamente, daban cuenta con los muertos que devoraban con tal rapidez, que muchas veces a las veinticuatro horas de sepultados, ya sólo quedaban las osamentas sobre la superficie de la tierra húmeda, y este espectáculo espeluznante lo presenciaban a menudo los reclusos, pensando que un día más y a ellos tocaría el turno de quedar insepultos, lejos de los suyos y devorados por las alimañas, en presencia de sus compañeros de presidio y para regocijo de los verdugos.