Índice de Los mártires de San Juan de Ulúa de Eugenio Martínez NúñezCAPÍTULO OCTAVO - La odisea de Cipriano MedinaCAPÍTULO DÉCIMO - Prisión, lucha y sacrificio de Juan Rodríguez ClaraBiblioteca Virtual Antorcha

LOS MÁRTIRES DE SAN JUAN DE ULÚA

Eugenio Martínez Núñez

CAPÍTULO NOVENO

BREVES NOTICIAS DE OTROS CAUTIVOS


Por no haber podido conseguir datos suficientes para tratar con más o menos amplitud de otros insurrectos que tomaron parte en las conspiraciones de Ciudad Juárez, Parral, Casas Grandes, Uruapan, Mérida, Minatitlán, Acayucan, Pajama, Ixhuatlán y otros lugares del país, sólo hablaré muy brevemente de algunos de ellos que por sus actividades revolucionarias también padecieron encarcelamientos de distinta duración en las mazmorras de San Juan de Ulúa.


Nemesio Tejeda.

Comenzaré por decir que Nemesio Tejeda, hombre de edad madura y enemigo de la tiranía, que en la población minera de Santa Bárbara, Chih., se dedicaba al comercio y que desde mediados de 1906 tenía estrechas relaciones con Elfego Lugo y demás conspiradores de Parral, fue aprehendido por orden del gobernador Enrique C. Creel el 19 de octubre de aquel año, y custodiado por una escolta fue conducido a la capital del Estado, donde junto con Juan Sarabia, César Canales y otros muchos revolucionarios, se le abrió proceso por rebelión, para ser enviado a purgar una sentencia de más de dos años de encierro a la fortaleza de Ulúa.

Desde luego, después de haber pasado para su filiación por la cárcel Allende de Veracruz, se le confinó en un calabozo infecto y sombrío en compañía de otros correligionarios, en el cual estaban recluidos desde mucho tiempo atrás numerosos criminales que sin el menor recato se entregaban a los más asquerosos vicios; y cuando ya tenía cerca de siete meses en esa mazmorra sufriendo grandes vejaciones, escribió y mandó por conductos secretos una carta a su hijo Rafael, que radicaba en Santa Bárbara, haciéndole saber algunas de sus penalidades y las infamias que los verdugos cometían con Sarabia y otros de sus compañeros, para que a su vez lo pusiera en conocimiento del Lic. Jesús Flores Magón, que diligentemente se ocupaba en la ciudad de México en gestionar que los luchadores presos en Ulúa fueran trasladados a otra cárcel menos inhumana de dicha capital, o que cuando menos se les tratara en la fortaleza con las consideraciones que por su carácter de reos políticos les correspondía.

En dicha carta decía Tejeda:

... Desde que llegamos a Veracruz, es decir, el mismo día, nos quitaron nuestra ropa de encima, nos midieron en el cartabón, nos dieron unos sacos y pantalones rayados para que nos vistiésemos, nos echaron abajo pelo y barba y nos mandaron a esta prisión.

Nos tienen en un calabozo sumamente oscuro, pues no se ve más luz que la que puede dar una vela de tres centavos. Los sábados nos obligan a bañarnos en un pozo de agua salada y rancia y nos hacen cargar unas tablas sumamente pesadas, llevarlas al mar y lavarlas. El excusado se compone de unas tinas que aquí llaman cubas; éstas son de madera y las tenemos donde comemos y dormimos, es decir, en el mismo calabozo, que por añadidura es bastante húmedo.

A Sarabia, Canales y Balboa los han azotado varias veces los capataces, y una carta que le mandó el Lic. Flores Magón a Sarabia en que le decía que había presentado un escrito pidiendo que fuésemos llevados a México, se la quitó el coronel Hemández diciéndole que se la iba a mandar al general Maas a Veracruz.

La ropa que nos quitaron en Veracruz se nos dice que la están vendiendo, y tal vez sea verdad, pues varios se han dirigido al comandante militar de aquel puerto diciéndole que si pueden disponer de ella, y ni siquiera les ha contestado. Para dormir necesitamos poner los zapatos en la cabecera, y aún así hay veces que nos los roban, lo que te indicará que es un robadero atroz. Aquí hay sodomía, y en fin todo lo malo que puedas imaginarte, y en medio de toda esa gente nos tienen a nosotros ... Hay un capataz que es un perro, trae constantemente un bastón de alambre, y ése deja medio muertos a golpes a los hombres en los calabozos. Sería bueno que le escribieras al licenciado para que sepa lo anterior, sobre todo lo de Sarabia y Canales ...

Al enterarse del contenido de esta misiva, que el hijo del señor Tejeda le transcribió, el Lic. Flores Magón redobló sus gestiones en favor de los prisioneros; pero debido a la consigna que existía en los tribunales de no atender nada que pudiera beneficiar a los cautivos, no pudo conseguir ningún mejoramiento para ellos, y don Nemesio continuó en su penosa situación en la fortaleza, de donde no salió sino hasta mediados de 1909 en compañía de otros luchadores, entre los que se hallaban Guadalupe Lugo Espejo, Rafael Valle, Lorenzo Hurtado, Jesús Márquez y Prisciliano Gaitán.


Javier Huitimea.

Paso ahora a ocuparme de este humilde, abnegado y valeroso luchador. Desde que en septiembre de 1905 la Junta del Partido Liberal comenzó a imprimir a sus actividades un carácter francamente revolucionario excitando a los mexicanos a levantarse contra la Dictadura, el indio yaqui Javier Huitimea abrazó la causa del pueblo y se convirtió en un incansable propagandista de la rebelión en los Estados de Sonora y de Chihuahua, teniendo para ello que recorrer a pie largas distancias, sufriendo persecuciones, hambres y miserias. Y no solamente hizo esto, sino que más tarde, a principios de 1908 en que por los numerosos levantamientos sofocados y el cautiverio de los principales insurrectos parecía que la Revolución había naufragado definitivamente ante los zarpazos de la tiranía, organizó en Chihuahua un grupo de más de 200 hombres armados para lanzarse con ellos a la contienda, pero esto no lo pudo realizar porque debido a una traición fue capturado y remitido a San Juan de Ulúa.

En las mazmorras del Castillo sufrió sinsabores y tormentos infinitos junto con sus compañeros los indígenas veracruzanos, soportando todas sus desgracias con el estoicismo propio de su raza. Huitimea estuvo prisionero más de tres años; fue uno de los últimos rebeldes que obtuvieron la libertad, ya que no pudo abandonar la fortaleza sino hasta el mes de agosto de 1911, o sea tres meses después del derrumbe del régimen porfirista.


Enrique y Miguel Portillo.

Trataré en seguida el caso de estos dos jóvenes luchadores. Enrique y Miguel Portillo, que desde principios de 1906 secundaron los trabajos revolucionarios de la Junta del Partido Liberal, habían organizado en Casas Grandes un grupo insurrecto que en junio de 1908, de acuerdo con la propia Junta, iba a tomar las armas contra la Dictadura; pero, como Huitimea, fueron traicionados por unos falsos correligionarios y entregados a la policía que los condujo a la ciudad de Chihuahua, donde se les instruyó un proceso que los condenó, junto con otros de sus compañeros, a una larga prisión en San Juan de Ulúa.

En el Castillo, sufriendo todas las infamias de que se hacía víctimas a los presos políticos, permanecieron hasta octubre de 1910 en que alcanzaron la libertad en una forma harto indecorosa, ya que desgraciadamente tuvieron la debilidad de implorar el perdón de su culpa ante los poderosos personajes y científicos destacados Enrique C. Creel y Ramón Corral.


Alejandro Bravo.

Tócale ahora su turno a este distinguido y enérgico luchador. Alejandro Bravo, o don Alejandro, como le decían con respeto sus compañeros de brega y de infortunio, fue uno de los ciudadanos honrados y patriotas que con mayor entusiasmo combatieron por la victoria de los principios revolucionarios en el Distrito de Uruapan, del Estado de Michoacán. Abrazó con ardor, como dice el repetido Hernández, la causa que defendía el Partido Liberal Mexicano surgido con motivo de la celebración del Congreso Liberal de San Luis Potosí, organizado en 1901 por el Jng. Camilo Arriaga. Fue uno de los miembros activos del Club Liberal establecido en Uruapan en 1904, y a partir de entonces su entusiasmo por la lucha lo convirtió en un constante propagandista de las ideas liberales. Convencido de que la Dictadura era la principal culpable de la ignorancia y de la miseria del pueblo, sus actividades se enderezaron contra ella, secundando la labor que hacía la prensa revolucionaria que encabezaban los luchadores desterrados en los Estados Unidos; y así se le pudo ver en los distintos pueblos que recorría del mencionado Distrito de Uruapan, sembrando cada día con mayor éxito la semilla de la Revolución.

Uno de los familiares del señor Bravo le proporcionó al mismo Hernández los siguientes datos sobre don Alejandro:

Al precipitarse los acontecimientos de 1906 con motivo de los levantamientos de septiembre y octubre de ese año en Veracruz y en Jiménez, Coah., el señor Bravo, a quien la Junta Revolucionaria dirigida por Magón y Sarabia había designado como Jefe del movimiento en el Estado de Michoacán, se encontraba en Uruapan, de donde iba a partir a uno de los pueblos del Distrito, en donde lanzaría el grito de rebelión a la cabeza de un grupo que había organizado. Circunstancias imprevistas le detuvieron más tiempo del necesario en Uruapan y fue aprehendido por la autoridad política que para ello recibió orden telegráfica de carácter urgente del Gobierno. Con este motivo, los elementos que lo secundarían según compromisos contraídos, se diseminaron por distintos puntos de Michoacán en lugar de haber comenzado la lucha por sí mismos.

El arresto de don Alejandro se debió a que las autoridades de El Paso, después de la captura de Sarabia y Canales en Ciudad Juárez, catearon la casa en que vivía Ricardo Flores Magón en aquella población texana, y en donde, por haberse establecido provisionalmente en ella la Junta Revolucionaria, encontraron una larga lista de comprometidos en el movimiento insurreccional en toda la República; y al tener conocimiento de dicha relación, el gobernador de Chihuahua telegrafió al Vicepresidente y Ministro de Gobernación, Ramón Corral, sobre la urgente necesidad de detener a todos esos comprometidos, por lo que Corral se comunicó inmediatamente por la misma vía con el Gobernador de Michoacán, para que girara las órdenes de la captura de Bravo, cuyo nombre, domicilio y población de residencia figuraban en la extensa nómina.

Al día siguiente de su aprehensión, el señor Bravo fue conducido a la ciudad de México y de aquí a la de Chihuahua, donde se le instruyó proceso junto con todos los conspiradores que fueron capturados en el Estado de Chihuahua, y cuyas capturas se hicieron bajo la dirección del general José María de la Vega con la ayuda muy eficaz del Jefe Político de Ciudad Juárez y del Comandante de Policía Antonio Ponce de León, que como el general De la Vega, era un sujeto de pésimos antecedentes (1).

Don Alejandro Bravo, después de haber sido sentenciado a dos años de cautiverio por el delito de conspirar para una rebelión, el 14 de enero de 1907 fue trasladado a la capital de la República junto con Juan Sarabia, César Canales, Eduardo González, Elfego Lugo, Tomás Lizárraga, Guadalupe Lugo Espejo, Francisco Guevara, José Porras Alarcón, Cristóbal Serrano, Jesús Márquez y Prisciliano Gaitán, y el 16 del mismo mes a Veracruz, donde fue encerrado en la cárcel dei puerto; de allí fue llevado en una lancha, junto con los arriba mencionados, al fatídico presidio de San Juan de Ulúa.

En la fortaleza, como todos los luchadores, supo de ultrajes y vejaciones, y en medio de la sombra y fetidez de los más lóbregos calabozos, apuró hasta las heces el cáliz de las mayores torturas. Y aunque estaba sentenciado a sólo dos años de prisión, por el hecho del abandono en que se tenía a todos los revolucionarios, tuvo que sufrir cerca de cinco años de encarcelamiento, pues no obtuvo su libertad sino hasta días después de la caída de la Dictadura.

El señor Bravo, como era natural, tomando en cuenta sus grandes padecimientos, salió del Castillo muy enfermo y notablemente envejecido, para morir al poco tiempo en esta ciudad de México casi en la miseria.


Adolfo Castellanos Cházaro.

En seguida dedicaré unas breves palabras tanto a este olvidado luchador como a Cristóbal Serrano, Eduardo González, Eladio Rosado y Tomás Lizárraga Díaz, quienes igualmente fueron víctimas de la tiranía sufriendo encarcelamiento en las mazmorras inquisitoriales de San Juan de Ulúa.

Adolfo Castellanos, que era un joven oaxaqueño estudiante de medicina, sostenía correspondencia con la Junta Revolucionaria del Partido Liberal, y figuraba entre los comprometidos a levantarse en armas. Por estas circunstancias, cuando cayó en poder del Gobierno la relación de los insurgentes recogida en El Paso, fue capturado en su propio domicilio de la ciudad de Oaxaca y remitido a la fortaleza con una sentencia injusta y excesiva, ya que indebidamente se le condenó a cinco años de prisión.

Al salir en libertad con el triunfo del maderismo se vino a esta capital, donde continuó sus estudios, aunque sin recibirse de médico; y poco más tarde, a raíz del cuartelazo de febrero, se lanzó a la lucha contra la usurpación prestando sus servicios como enfermero en el Cuerpo de Ejército del Noreste; estuvo presente en muchos de los combates que tuvieron lugar hasta la caída del huertismo, en que ya había obtenido el grado de teniente. Posteriormente, cuando se realizó la escisión revolucionaria, continuó con el mismo carácter en la contienda contra la División del Norte, y en 1916 fue comisionado a la campaña de Morelos, formando parte del Servicio Sanitario de las fuerzas de los generales Gustavo Elizondo y Estanislao Mendoza, hasta que en 1919, después del asesinato del Caudillo suriano, se concentró con algunos de los elementos del mencionado Servicio en esta ciudad de México, ya con el grado de capitán.

Al cabo de algunos años se retiró del Ejército, y siendo muy afecto a los trabajos agrícolas, estableció una pequeña granja en las cercanías de Cuernavaca, donde se deleitaba en el plantío de rosales y arbolitos de café y en la crianza de aves de corral.

Después se radicó en esta metrópoli, donde frecuentemente se reunía con sus antiguos compañeros los precursores, y se dedicó a ejercitar sus conocimientos de medicina, hasta que cargado de años y en medio de la pobreza dejó de existir en 1955.


Cristóbal Serrano.

Este ciudadano, como se sabe, era uno de los revolucionarios capturados en Chihuahua, y junto con Sarabia, Canales, Bravo y otros más se le remitió a San Juan de Ulúa y fue sentenciado a dos años de prisión; sufrió tales tormentos a manos de los verdugos que no pudo sobrevivir a su condena, sino que, como otros muchos desventurados, falleció en un camastro de la enfermería y sus restos fueron sepultados en el cementerio del Castillo.


Eduardo González.

Igualmente es conocido que este gran luchador fue uno de los insurgentes que en Chihuahua cayera bajo las garras del despotismo. Eduardo González, que desde tiempo atrás había secundado los trabajos de la Junta Liberal de San Luis, Missouri, haciendo intensa propaganda de los principios revolucionarios en el norte del país, mucho se distinguió en los preparativos que Juan Sarabia, César Canales y Antonio I. Villarreal llevaban a efecto para apoderarse de Ciudad Juárez. Ayudaba al traslado de armamento y municiones de El Paso a esta plaza; asistía a reuniones secretas que tenían lugar en esas dos poblaciones para discutir los planes de la insurrección; alentaba a los correligionarios para que no desmayaran en la contienda y, en fin, era un valioso elemento a quien mucho estimaban sus compañeros por su valor y actividad infatigable. Pero habiendo sido descubiertos dichos planes por una traición de dos oficiales del Ejército, fue capturado poco después de haberlo sido Canales y Sarabia, y encerrado junto con ellos en la Penitenciaría de Chihuahua, para en seguida ser conducido a San Juan de Ulúa con una sentencia de cerca de cuatro años de prisión.

Eduardo González, como todos los más destacados opositores de la Dictadura, fue tratado con especial dureza en el presidio, haciéndosele objeto de humillaciones y suplicios e internándosele en algunos de los peores calabozos, de los cuales no pudo salir sino hasta 1911 con el triunfo del movimiento maderista.


Eladio Rosado.

Muy poco tengo que decir acerca de este infortunado luchador. Era un distinguido jurisconsulto yucateco de ideas revolucionarias avanzadas; fue remitido a la fortaleza por haber conspirado en su tierra natal contra la tiranía de los mandatarios locales; perdió la razón en el mismo Castillo como consecuencia del martirio a que se le sujetó en las horrendas mazmorras en que fue confinado.


Tomás Lizárraga Díaz.

Y en cuanto a Lizárraga Díaz, solamente diré que fue un minero y periodista originario de Chihuahua, donde por sus actividades subversivas fue aprehendido y procesado en compañía de otros muchos revolucionarios, para ser sentenciado a dos años de prisión en San Juan de Ulúa, en cuyos calabozos, como el Lic. Rosado y por las mismas causas que éste, perdió sus facultades mentales, falleciendo poco después de que, por su estado inconsciente, se le puso en libertad.


Antonio Balboa.

También merece un recuerdo de gratitud otro de los insurrectos de Chihuahua, el licenciado coahuilense don Antonio Balboa, que abandonando una brillante posición en Santa Bárbara, donde disfrutaba del respeto y estimación de todos los habitantes, se lanzó al combate sólo para sufrir en el presidio los más tremendos infortunios, y donde impulsado por generosos sentimientos de humanidad, consagró sus esfuerzos en lograr que el cautiverio de sus compañeros fuese lo menos amargo posible.

A continuación pasaré a referirme a las actividades y encarcelamiento de algunos de los revolucionarios que tomaron participación en los distintos levantamientos que se registraron en Veracruz; son los siguientes:


Cecilio Morocini.

Este desventurado luchador era un joven simpatiquísimo, de oficio carpintero, elegante y de porte distinguido, que tan luego como empezó en la República el descontento por los atentados de la Dictadura abrazó con entusiasmo la causa del pueblo, y en 1904, cuando Hilario Salas y Cipriano Medina concibieron la idea de establecer en Puerto México el Club Liberal Valentín Gómez Farías para lanzarse a la lucha, unió sus esfuerzos a los suyos; fue uno de los principales fundadores de la agrupación y uno de sus miembros más valerosos y resueltos. Poco más tarde, cuando Salas llevó a efecto el levantamiento de Acayucan y con tal motivo se desató una enconada persecución contra los insurrectos veracruzanos, cayó en poder de las tropas federales, que lo condujeron amarrado a la cárcel de Puerto México, donde fue procesado por el famoso juez Betancourt, quien lo sentenció a cuatro años ocho meses de prisión en San Juan de Ulúa.

Estando en la fortaleza, a pesar de los procedimientos crueles y vejatorios de que siempre fue víctima de parte de los macheros y capataces capitaneados por el feroz Grinda, su gran espíritu jamás se acobardó y hasta siguió conservando el excelente buen humor que lo caracterizaba. En una ocasión el propio Grinda le tiró a fondo un golpe con un látigo de toro, y lejos de intimidarse, ágilmente desarmó al verdugo, que encolerizado le impuso un durísimo castigo. Durante su encarcelamiento supo de agotantes trabajos forzados y de los suplicios de casi todos los antros de tormento, pero nunca se escandalizó de la manera de proceder de los ogros que le servían de custodios, y le causaban hilaridad sus furias y brutalidades.

Cuando al derrumbe del régimen porfiriano salió al fin en libertad, abandonó el presidio sumamente enfermo, se dirigió al Istmo de Tehuantepec con el propósito de reunirse con algunos amigos y parientes; pero a poco de haber llegado y sin reponerse aún de sus males, fue aprehendido y encarcelado por creérsele complicado en el movimiento floresmagonista de la Baja California. Al comprobar su inocencia fue puesto en libertad y en seguida marchó a su tierra natal de Puerto México, donde al cabo de algún tiempo desempeñó el cargo de regidor en varios Ayuntamientos revolucionarios. Más tarde, el 30 de junio de 1916, perdió la vida a manos de unos bandoleros entre Puerto México y la Barra de Tonalá, debido a la imprudencia de aventurarse en el camino solitario de la playa, dejando así en la orfandad a una numerosa familia.


Román Marín.

Se ha dicho que este luchador era un sabio médico que dedicó su vida entera a curar gratuitamente a los necesitados, pero la verdad es otra y muy distinta. Román Marín, al igual que Morocini, fue un competente carpintero y ebanista que en Puerto México tenía un taller en que desarrollaba las actividades de su oficio y que en la misma población era dueño de algunas fincas que le producían lo necesario para vivir desahogadamente.

Román Marín, además de disfrutar del aprecio de sus paisanos por su liberalidad y carácter bondadoso, era un hombre de ideas avanzadas que tan pronto como Salas y Medina comenzaron a luchar contra la Dictadura se les unió ingresando al Club Valentín Cómez Farías; vendió todas sus propiedades para la compra del armamento y las municiones que se habrían de utilizar en la campaña.

De esta manera, cuando Salas reunió en Soteapan los contingentes necesarios para lanzarse a la rebelión y se encaminaba al ataque de Acayucan, en tanto que Enrique Novoa se dirigía a Chinameca con igual propósito, Marín al frente de unos 300 campesinos, se aprestaba al asalto de Puerto México en compañía de Juan Alfonso y otros jefes; pero habiendo fracasado en su intento fue capturado junto con muchos de sus hombres y remitido con ellos a la fortaleza, también con una condena de cuatro años ocho meses de prisión que le impuso el juez Bullé Coyre Betancourt.

Durante su cautiverio sufrió con gran resignación el ignominioso trato de los esbirros carceleros designados para martirizar a los reos políticos. Según era costumbre, se le encerró en lóbregos calabozos, se le azotó en repetidas ocasiones, se le impusieron trabajos forzados, y, en fin, como se sabe, en compañía de César Canales se le incomunicó una larga temporada en La Gloria, y más tarde, junto con él, pasó varias semanas en medio de la soledad, la fetidez y las tinieblas de El Infierno.

Cuando al triunfo de la Revolución maderista obtuvo su libertad, salió del presidio, como todos los que milagrosamente sobrevivieron a sus grandes penalidades, con sus energías casi perdidas, enfermo y envejecido. Desde luego marchó a su tierra Puerto México, y de allí, al poco tiempo, se fue a radicar a Tampico, donde sin contar con elementos de ninguna clase por haberlos invertido como contribución generosa para la victoria de los ideales revolucionarios, tuvo que pedir empleo en una carpintería a fin de subvenir a sus propias necesidades y a las de sus familiares.

Desconozco cuáles fueron sus actividades posteriores y las circunstancias y la fecha de su fallecimiento; pero de cualquier manera, es completamente seguro que al morir dejó la vida sin remordimientos por no haber pasado indiferente ante las desventuras ajenas, y por haber cooperado con su esfuerzo, su fortuna y sufrimientos, al triunfo de la causa de la redención y la justicia del pueblo mexicano.


Emilio Rodríguez Palomino.

Originario del pueblo Ixhuatlán y de familia muy humilde, Rodríguez Palomino fue un hombre ejemplarmente modesto y desinteresado que desde muy joven se dedicó al estudio y se condolió de la triste situación de miseria en que se hallaban los indígenas de su Cantón y circunvecinos por los despojos que habían sufrido de sus tierras por parte de los poderosos latifundistas. Por estas razones, y comprendiendo que era urgente poner un remedio a tales injusticias, tan pronto como empezó en Veracruz la agitación revolucionaria ingresó al Club Valentín Gómez Farías y fue uno de los más destacados conspiradores en pro del movimiento armado que tendió al derrocamiento del arcaico sistema dictatorial. Tomó muy importante participación en la organización del levantamiento de Acayucan, y después de este fracasado intento libertador, en que también figuró como un valiente, fue tenazmente perseguido viéndose obligado a huir, como lo habían hecho otros insurrectos, al Estado de Chiapas, pero en el camino fue capturado por un piquete de rurales que lo condujo a Puerto México, donde el implacable juez Betancourt lo condenó a un largo cautiverio en el Castillo de Ulúa.

Después de haber permanecido cuatro años nueve meses en la fortaleza recorriendo galeras y calabozos, soportando la crueldad y la insolencia de capataces y verdugos y pasando las pruebas más terribles, Rodríguez Palomino salió del presidio en muy malas condiciones físicas, en junio de 1911. Desde luego se dirigió a Ixhuatlán a reunirse con sus familiares para marchar en seguida con ellos a Puerto México, donde por algún tiempo desempeñó importantes cargos en el ramo municipal, sosteniendo siempre sus convicciones revolucionarias e imprimiendo a todos sus actos un espíritu recto y Justiciero. Años más tarde, en 1924, escribió un extenso documento de indudable valor histórico, ya que en él hizo una pormenorizada relación de nombres, lugar de actividades subversivas y tiempo de encarcelamiento de muchos de los que habían sido sus compañeros de infortunio en las ergástulas de Ulúa; y en los últimos años de su vida, disfrutando de una mediana posición económica, se alejó de los asuntos públicos para dedicarse a sus trabajos particulares.


Faustino Sánchez y Julián Esteva.

Según la relación de Rodríguez Palomino, estos dos luchadores pertenecieron al Club Liberal Valentín Gómez Farías, y contribuyeron activamente en la organización de los trabajos insurreccionales que llevaban a cabo los demás patriotas confabulados.

Faustino Sánchez, bajo el mando de Hilario Salas, mucho se distinguió por su valor extraordinario en la rebelión de Acayucan, y con motivo de las tremendas persecuciones que después se desencadenaron, tuvo que refugiarse en su tierra natal de Oaxaca, donde, sin embargo, al poco tiempo fue capturado y en seguida remitido a San Juan de Ulúa, en cuyos calabozos permaneció más de cuatro años, pues no salió en libertad sino hasta el triunfo del movimiento maderista.

Al abandonar la fortaleza marchó a Puerto México con el propósito de volver a trabajar para atender al sostenimiento de su familia, que casi se hallaba en la miseria; pero cuando apenas empezaba a desarrollar algunas actividades, fue aprehendido y encerrado durante tres semanas en la cárcel de la población, también, como Novoa y Morocini, por creérsele complicado en el movimiento anarquista que los Flores Magón fomentaban en la Baja California y otros lugares del norte del país.

Al obtener su libertad continuó radicado en Puerto México, donde tengo entendido que por muchos años tomó parte en cuestiones sociales y se dedicó a las labores del campo.

Julián Esteva, oriundo de Puerto México, a quien por su edad y carácter austero sus amigos y correligionarios llamaban respetuosamente don Julián, también es digno de algunas palabras de gratitud y de recordación justiciera. No sólo perteneció al Club Valentín Gómez Farías, sino que fue su Presidente y uno de sus principales fundadores, y en su propio domicilio, desafiando riesgos y las iras de los caciques, se celebraban las sesiones revolucionarias de la agrupación.

Parece que don Julián Esteva no figuró entre los rebeldes que personalmente tomaron parte en la acción de Acayucan y demás levantamientos de Veracruz; pero por sus estrechos vínculos con los jefes insurgentes, por sus convicciones liberales y por sus actividades en favor del pueblo humilde y de los despojados campesinos, fue aprehendido y después de haber sido procesado por el fatídico Betancourt, se le remitió a la fortaleza con una sentencia de cuatro años ocho meses de prisión. En los cubiles del Castillo sufrió tantas y tan grandes desventuras que al salir en libertad en 1911, se encontraba tan gravemente enfermo que falleció muy poco tiempo después en su misma tierra natal.


Diego Condado, Simón y Alberto Yépez, Julio y José María Novoa, Raúl Pérez, Lino y Wilfrido Turcot, Luis Torres Fleites, Pánfilo Hernández, Miguel Morales y Pedro Martínez Rodríguez.

En la mencionada relación de Rodríguez Palomino se hace constar que todas estas víctimas de la tiranía y otras muchas más de no menor significación, fueron miembros del Club Liberal Vicente Guerrero que en 1905 fundaron en Chinameca Enrique Novoa, Donato Padua y otros distinguidos luchadores.

Diego Condado, o Cándano, como a veces se le llama en diversos documentos revolucionarios, acompañó desde un principio al mismo Novoa en su intento de apoderarse del citado pueblo y, además, fueron tan importantes sus trabajos en favor de las clases necesitadas, que se hizo acreedor de un encarcelamiento de cincuenta y seis meses en el Castillo de San Juan de Ulúa. Al abandonar la fortaleza se radicó en diversas poblaciones de Veracruz para después establecerse definitivamente en Puerto México, donde por mucho tiempo se ganó el sustento con su trabajo y falleció el 22 de diciembre de 1928.

Los demás insurrectos, entre los cuales, según se sabe, los Novoa eran hermanos del propio Enrique, también colaboraron estrechamente con éste en sus actividades revolucionarias, por lo cual, después de haber sido sofocado el brote de Acayucan, fueron capturados y conducidos a la fortaleza con una sentencia de cerca de cinco años de prisión que, naturalmente, les impuso el tantas veces repetido Betancourt.

Al salir en libertad con la caída del porfirismo, Alberto Yépez, los Turcot, Torres Fleites, Pánfilo Hernández y Miguel Morales volvieron a sus lugares de origen en Acayucan y Minatitlán, pero ignoro cuáles hayan sido las actividades a que se dedicaron y la suerte que hayan corrido; Julio Novoa y su primo Raúl Pérez se dedicaron al comercio y a la agricultura trabajando en el rancho de Las Hibueras, que administraron durante algunos años, mas no he podido saber cuál haya sido su destino final; Pedro Martínez Rodríguez, que, como se ha dicho, era escritor y poeta, se dedicó al periodismo exponiendo sus ideas progresistas y publicando sus producciones literarias hasta poco antes de su fallecimiento acaecido por 1930; José María Novoa volvió a ocupar su cargo de jefe de estación y telegrafista del Ferrocarril en Chinameca, empleo que desempeñó durante mucho tiempo hasta que, como ha expresado el mencionado Abel Pérez, ya viejo y muy agobiado por la suerte fue maestro de escuela.

Y por lo que se refiere a Simón Yépez, que era un hombre bajito, moreno, de facciones indígenas, valeroso y enérgico, diré que apenas salido de Ulúa se unió al maderismo triunfante, que tomando en cuenta sus antecedentes revolucionarios, le concedió el grado de Teniente del Ejército Libertador. Después, recién asesinado el Presidente Madero, luchó contra el huertismo dentro de las huestes constitucionalistas, ascendiendo a capitán segundo; el 19 de octubre de 1916, ya como capitán primero y por acuerdo del Primer Jefe don Venustiano Carranza, fue nombrado comandante del Regimiento Fiscal Jesús Carranza, radicado en Puerto México. Desempeñando este cargo, el 4 de diciembre de 1919 fue ascendido a mayor por órdenes directas del ya Presidente Carranza, y el 2 de julio del año siguiente, faltándole el apoyo del mismo mandatario, que mucho lo había estimado, y por ciertas intrigas urdidas en su contra por furibundos reaccionarios, se le relevó de dicha comisión y se le envió a la Corporación de Jefes y Oficiales en disponibilidad, del Departamento de Caballería.

Poco después comenzó a sentirse enfermo de cierta gravedad, por lo que el 14 de octubre del mismo año de 1920 solicitó licencia absoluta para separarse del Ejército, a fin de atender su salud y pequeños intereses particulares, pidiendo asimismo una gratificación de dos meses de haberes para poder sufragar los gastos que originara su traslado al Estado de Chiapas, su tierra natal, donde pensaba radicarse con su familia. La licencia le fue concedida, pero debido a que entonces figuraban en la Secretaría de Guerra algunos jefes militares de origen porfiriano y por ende enemigos de la Revolución y de los revolucionarios, sólo se le aprobó, sin tenerse en consideración sus méritos ni sus infortunios por la causa del pueblo, un mes de sueldo consistente en 180 pesos, cantidad que apenas le alcanzó para marchar con los suyos a su lugar de nacimiento, donde no mucho tiempo después falleció punto menos que en la miseria.


Palemón Riveroll y Carlos Rosaldo.

Estos luchadores figuraron como jefe y subjefe, respectivamente, del levantamiento que el 3 de octubre de 1906 se registró en Ixhuatlán, pueblo perteneciente al entonces Cantón de Minatitlán.

En la mañana de ese día, Riveroll y Rosaldo, contando con cerca de 300 indígenas mal armados, se declararon en rebelión en dicho lugar capturando a las autoridades y apoderándose de los edificios públicos. Horas más tarde llegaron a batirlos unas fuerzas federales al mando del teniente Lamberto Herrera; desde luego se trabó un combate que duró como dos horas y en el cual los rebeldes, con muy escasos y deficientes medios de defensa, fueron derrotados dejando en poder del enemigo más de cien prisioneros; los demás se desbandaron remontándose a la serranía.

Al quedar dueño de la población, el teniente Herrera se portó como un salvaje. Junto con sus soldados se dedicó al saqueo, ultrajó familias indefensas y aprehendió a más de un centenar de pacíficos habitantes, que en unión de los otros presos remitió hasta Puerto México en calidad de forajidos.

Después de su derrota, Palemón Riveroll anduvo a salto de mata al derredor del mismo Cantón hasta el 7 del propio mes en que fue aprehendido en una troje, completamente desmoralizado y hasta parece que algo trastornado de la razón, quizás a consecuencia de la tremenda alteración de su sistema nervioso al verse perdido y de saber que su familia era vejada y torturada ferozmente por los caciques del pueblo. Del mismo sitio de su captura fue enviado también a Puerto México, donde, como era de rigor, fue procesado por el verdugo Betancourt; en seguida, junto con los 200 cautivos de Ixhuatlán, fue remitido en la corbeta Zaragoza al Castillo de Ulúa con una larga condena que estuvo cumpliendo hasta la caída de la Dictadura.

Y en cuanto a la suerte de Carlos Rosaldo, ésta no fue menos desastrosa. Mientras se cometían en Ixhuatlán los crímenes apuntados y los campesinos libres se desbandaban por la sierra, el infortunado luchador, acompañado por José, Luz, Vicente y Félix Bartolo y otros de sus subalternos, huía hacia los intrincados bosques de los terrenos nacionales denominados Acalapa, San Vicente y Palomita, donde permaneció algún tiempo sufriendo hambres; allí contrajo una terrible fiebre palúdica; mientras tanto se enviaban expediciones armadas en todas direcciones en pos de su captura. De esta manera fue como Carlos Rosaldo y sus fieles acompañantes cayeron en poder de sus perseguidores, que igualmente los condujeron a Puerto México a disposición del tan justamente aborrecido Betancourt, quien ensañándose con los luchadores caídos en sus garras, los sentenció a una larga condena y los remitió en la propia corbeta a la fortaleza de Ulúa, el obligado destino de todos los revolucionarios que más temía el despotismo.

Como era natural, durante su encarcelamiento no escaparon Riveroll y Rosaldo de ultrajes y suplicios; pero más que sus propios dolores sintieron los de sus compañeros de lucha en Ixhuatlán, de Acayucan y demás puntos de rebelión, y particularmente de los desdichados que, como dice César Canales, sin haber tomado participación en la contienda fueron capturados por las tropas que con ello intentaban justificar su cobardía al no haberse enfrentado con los verdaderos insurrectos. Tanto a unos como a otros se les trató tan inhumanamente en el presidio que se les hizo perecer por centenares. Entre esta multitud de infortunados que no pudieron soportar el destierro, la nostalgia de sus hogares y campos incendiados, la pavura de los horrendos calabozos y el tormento aplicado por los verdugos, rindieron parias a la muerte los ixhuatlenses Eduardo Bartolo, Miguel Cruz, Cristóbal Santiago Cruz, Juan Isidro Cruz, Cristóbal Cruz Chapachi y Manuel de la Cruz Huahuate.

Al salir de la fortaleza, tanto Riveroll como Rosaldo volvieron a Ixhuatlán, su lugar de nacimiento, para atender las necesidades de sus familias; y como ocurrió con Enrique Novoa, Faustino Sánchez y Cecilio Morocini, a mediados de septiembre de 1911 y por exhorto del Juez Segundo de Distrito de la capital de la República, fueron aprehendidos como presuntos responsables del delito de rebelión, diz que por estar complicados en el movimiento anarquista de los Flores Magón; pero al poco tiempo se les puso en libertad por órdenes del Juez de Distrito de Tehuantepec, que no encontró ningún motivo que justificara el procedimiento en su contra.

Desconozco cuáles hayan sido las actividades de Rosaldo después de este incidente; y por lo que respecta a Riveroll, puedo decir solamente que en el mismo pueblo de Ixhuatlán y otros lugares meridionales de Veracruz, durante la vigencia de algunos de los nuevos gobiernos, se mezcló en diversas ocasiones en asuntos políticos, y que más tarde, totalmente decepcionado y ya retirado por completo de las luchas sociales, se consagró por entero a los negocios agrícolas, llegando a obtener a fuerza de trabajo honrado los suficientes recursos para rodearse de algunas comodidades.


Lic. Agustín Rosado.

Esta otra víctima de la tiranía fue encarcelada en San Juan de Ulúa de la manera más injusta. Habiéndose captado el odio de algunos políticos influyentes y convenencieros de Puerto México por el apoyo moral que había prestado al movimiento revolucionario, el Lic. Rosado, que era un competente, activo y desinteresado profesionista yucateco, fue aprehendido a mediados de octubre de 1906 en Santa Lucrecia, por disposición del Jefe Político Manuel Demetrio Santibáñez, quien ordenó su captura sin más derecho ni ley que la profunda aversión que le tenía por haber defendido virilmente al gran luchador Cipriano Medina a raíz de que lo mandó aprisionar en la forma más escandalosa y brutal.

Durante su cautiverio de cerca de dos años en los más infectos calabozos de la fortaleza, el Lic. Rosado contrajo, entre otras enfermedades, la tuberculosis pulmonar, la cual, después de sólo un mes de haber obtenido su libertad, le produjo la muerte en la capital de la República, adonde había venido con la esperanza de curarse. Así, el despotismo porfiriano segó prematuramente esta otra vida útil, necesaria y provechosa para los intereses familiares, del pueblo y de la patria.


Benjamín Pulido, Ramón Pitalúa, Pablo Ortiz y otros mártires.

Además de los anteriores insurgentes veracruzanos, debemos consagrar un recuerdo de gratitud, cálido y fervoroso, a otros muchos luchadores que igualmente, por sus levantados ideales, padecieron largos y dolorosos encarcelamientos en San Juan de Ulúa, tales como Benjamín Pulido, Ramón Pitalúa, Pablo Ortiz, Romualdo Hernández Reyes, Agustín Ricardo Mortera, Emilio Domínguez, Miguel y José Flores, Pedro Rodríguez, Felipe Torres, Amado y Primo Rivera, Profr. José Vidaña, Pedro y Miguel Hernández y el lng. Anastasio Barandiarán, que bajo las instrucciones de Hilario Salas, Donato Padua, Enrique Novoa y otros jefes, fueron de los más destacados conspiradores; así como a los desdichados campesinos indígenas Juan Morales Tojmí, Félix y Agustín Bartolo, Francisco y José Luz Vicente, Manuel Alfonso, Eulalio Luis, Miguel Morales Tashogohus, Juan Alfonso Primero y Juan Alfonso Segundo, y quienes junto con los arriba mencionados, no recobraron la libertad sino hasta el derrumbe del régimen porfirista, para regresar a sus míseros hogares en la más completa y lamentable de las indigencias.


Isidro Rosas, Nicolás Mackenzie, Guadalupe Ugalde y Rafael Genesta.

Y para cerrar este capítulo, sólo me referiré a estos cuatro luchadores que igualmente merecen se les tribute un recuerdo de gratitud por haber dedicado sus esfuerzos a la causa del pueblo y por su cautiverio en San Juan de Ulúa.

Isidro Rosas y Nicolás Mackenzie, que gozaban de una buena posición social y económica, comenzaron desde 1905 a hacer muy activa propaganda en el Municipio de Tehuantepec en favor del movimiento insurreccional de Veracruz, siendo por ello tenazmente perseguidos, hasta que poco después de haber tenido lugar la acción de Acayucan, fueron capturados en la ciudad de Oaxaca para ser remitidos con una condena de cuatro años a los calabozos de la fortaleza.

Guadalupe Ugalde, joven valiente y talentoso, en el Estado de Querétaro se dedicaba al comercio y al mismo tiempo desarrollaba una intensa labor subversiva de acuerdo con la Junta del Partido Liberal; fue aprehendido a principios de 1907 y conducido al Castillo, de cuyas húmedas y pestilentes galeras salió en libertad a raíz del triunfo de la Revolución maderista.

Finalmente, diré que Rafael Genesta, originario de Tabasco, donde nació por el año de 1865, abrazó desde muy joven la carrera de marino por tradición de familia, ya que su padre, don Teófilo, era Comodoro de la Armada Nacional. Navegó en distintas embarcaciones mercantes a lo largo de las costas del Golfo de México, adquiriendo suficiente práctica y conocimientos en cuestiones náuticas, y el 25 de marzo de 1885, a los 20 años de edad, fue propuesto para Cabo de Mar en la Barra de Santana, siendo aceptado el 2 de junio por la Secretaría de Guerra y Marina. Más tarde, el 13 de septiembre de 1888, el entonces coronel Rosalino Martínez, que era Jefe del Departamento de Marina del Golfo de México, nombró a Genesta, por su competencia, Patrón de los buques mercantes nacionales destinados al tráfico de cabotaje en la costa comprendida desde la Barra de Bagdad hasta la de Bacalar.

En el desempeño de este empleo permaneció hasta 1905, en que comprendiendo que era necesario mejorar las deplorables condiciones en que se hallaban las clases trabajadoras bajo la tiranía de la Dictadura, se unió al movimiento revolucionario que se estaba preparando en el sur de Veracruz, haciendo intensa propaganda en Tabasco entre marinos y particulares y aportando fondos para el desarrollo del propio movimiento. Por estas actividades fue capturado y remitido al presidio de Ulúa, de donde, después de haber sufrido incontables vejaciones y penalidades, fue liberado en mayo de 1911 al triunfo de las armas maderistas.

Al salir del presidio, Genesta continuó prestando sus servicios en la Marina Nacional, obteniendo el grado de Oficial, y desde el asesinato del Presidente Madero no sólo renunció a sus emolumentos, sino que de su peculio pagaba los haberes de sus subordinados; y el primero de junio de 1915 el señor Carranza ordenó que se le extendiera el despacho de Capitán de Navío y le confirió el mando de las embarcaciones destinadas a la vigilancia de las costas de Veracruz, Tabasco, Campeche y Yucatán. Más tarde, en 1920, la Secretaría de Guerra y Marina, tomando en cuenta su cultura y capacidad, lo comisionó como profesor de la Escuela Náutica de Campeche, cargo que con gran acierto desempeñó hasta su fallecimiento, ocurrido el 27 de junio del mismo año. Su muerte fue muy sentida por sus compañeros y discípulos, que consideraron que con ella la Armada Nacional había perdido a uno de sus elementos de mayor valía.


NOTAS

(1) El comandante Ponce de León había sido procesado varias veces por delitos de sangre, y el general De la Vega, junto con los feroces pretorianos Victoriano Huerta e Ignacio Bravo, se había distinguido mucho en el exterminio de los indios yaquis, que eran deportados a Yucatán y Quintana Roo.

Índice de Los mártires de San Juan de Ulúa de Eugenio Martínez NúñezCAPÍTULO OCTAVO - La odisea de Cipriano MedinaCAPÍTULO DÉCIMO - Prisión, lucha y sacrificio de Juan Rodríguez ClaraBiblioteca Virtual Antorcha