Índice del Proceso de Fernando Maximiliano de Habsburgo, Miguel Miramón y Tomás Mejía | Capítulo anterior | Siguiente capítulo | Biblioteca Virtual Antorcha |
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CAPÍTULO SÉPTIMO
Segunda parte
Segunda defensa de Miguel Miramón realizada por el Lic. Ignacio de Jáuregui
Segunda intervención del Lic. Jáuregui en el proceso de defensa de Miguel Miramón
Todo el mundo convendrá en que existe una graduación de los delitos; o en otros términos, según es el delito así es la pena. Sólo Dracon tuvo la feliz ocurrencia de imponer la de muerte para toda clase de aquéllos, por decir que todos la merecían. Su legislación ha sido considerada como una aberración del sentido común.
Aprehendidos más de cuatrocientos Jefes y Oficiales en Querétaro después de un sitio a la ciudad, entre ellos aparece don Miguel Miramón, que tenía un carácter prominente en el ejército que defendía la plaza como otros muchos. La circunstancia de estar a las órdenes de Maximiliano, preso también, parece que lo comprende con aquellos que fueron los primeros promovedores de la intervención francesa, y cómplice en la desgraciada historia de estos años que han llenado de luto a la República Mexicana. ¿Por qué no se escogió a otro de entre el gran número de jefes prisioneros? Lo vaya decir. Porque Miramón ha estado también figurando en primer término en el partido conservador siendo su más firme y constante apoyo, enemigo acérrimo de la democracia. Jamás acostumbro disminuir un cargo. Generales en Jefe ha tenido varios Maximiliano, sirviéndole mucho tiempo antes, como es público y notorio, lo que no debe perder de vista el Consejo, para lo que vaya expresar, pues que no es lo mismo ser Jefe en una batalla parcial, que ser cómplice en el delito principal.
Se le ha querido hacer cargo de traición a la Patria en guerra extranjera, y no aparece en el proceso el más mínimo dato. La presunción de un hecho, propiamente, no es más que una inferencia. ¿De dónde ha inferido el Ciudadano Fiscal un hecho que notoriamente no ha existido? Absolutamente se comprende. Debiera designar antes los servicios que mi defendido prestó a la intervención francesa, fundado en hechos, y hechos notorios, para que se le pudiera creer. ¿Tomó las armas en su defensa? ¿Aconsejó, obtuvo algún empleo o comisión? Se cita una explicada por sí misma. En noviembre de 1864 se le mandó a Berlín, y es público y notorio que fue en disimulado destierro, como lo atestiguan los periódicos de aquella época, y se le impuso precisamente por enemigo de la intervención francesa. Espera a que se vayan los franceses para regresar al país, y en noviembre de 1866, es decir, cuando estaban ya saliendo fuera de la República.
Intentó desembarcar en Veracruz en enero de 62, y de aquí se forma la otra presunción cuando acaso sus intenciones eran contrarias a las miras de la Francia. Cuando estuvo allí mi defendido, Mr. Morny, hermano bastardo de Napoleón III, lo invitó para que viniera con la intervención y lo rehusó con firmeza. En Guadalajara no quiso ponerse a las órdenes del comandante francés, y Bazaine le tenía una enemiga declarada. Todos estos hechos se han vuelto notorios, y bastan para conocer que don Miguel Miramón no ha sido traidor a su Patria en guerra extranjera.
Es necesario remarcar bien lo que significa la palabra traición. Es el acto de una felonía cometida hacia el cuerpo o persona que se sirve, faltando a la fe ofrecida. Debemos por lo mismo investigar con mucha escrupulosidad en los hechos, si existe o no la traición. Las monarquías la han extendido hasta la ridiculez. El que se demudaba delante de la estatua de un emperador romano era traidor. Siempre ha sido indeterminada la definición. Por eso también se ha dejado tanta latitud a los jueces para determinar si existe o no. Por el simple pensamiento ha sido castigado un hombre. El Estado soy yo, dicen los reyes; pero en la República se observan otros principios. Cada partido no puede decirlo, y se restringe la traición a la guerra extranjera, como se ve en nuestra Carta fundamental. Uno es ser enemigo de una forma de gobierno, y otro traicionar a la comunidad entera de que es miembro.
La perpetuidad en el modo de ser es la esencia del gobierno monárquico, observándose las reglas de sucesión hasta lo infinito, considerando a los pueblos como una propiedad: mas la democracia repele una base que lo pone en estado de ser poseído, volviéndole cosa, y se reserva el derecho de soberanía para variar la forma de gobierno a su placer. De aquí proviene la distinta manera de verse este delito en ambas formas de gobierno. El militar que sirviendo a la República se pronuncia contra ella, la traiciona, la vende, falta a la fe prometida; pero el hombre que nunca la ha reconocido, ni servido, será un enemigo, mas nunca traidor. ¿No son estos mismos los principios que hemos alegado los demócratas al ser juzgados por el bando opuesto? La verdad siempre es una e invariable, y estamos en el caso de ser imparciales y justos, o abjuramos de la democracia y de la razón.
¿Cómo negar que mi cliente ha pertenecido a la idea conservadora, defendiéndola con las armas en la mano? ¿Cómo negaremos nosotros que del mismo modo hemos luchado por la libertad? Esta se ha establecido en todas partes con mucha lentitud por causas que son muy comprensibles, y el terreno que gana cuesta sangre y cruentos sacrificios. Puede decirse que nosotros somos los rebelados contra ese cúmulo de elementos reaccionarios que embarazan y retardan el plantel de las instituciones republicanas. En esta última revolución, debemos distinguir dos épocas, la de intervención francesa, y la de guerra civil que le siguió a consecuencia de aquélla. Se vio palpablemente, que mientras Maximiliano dando leyes de progreso quiso apoyarse en el partido puro, logrando que algunos refractarios le siguiesen, el bando conservador observó una política hipócrita, hasta que al terminar el apoyo francés, pudo hacerse de la persona de aquel Príncipe de Habsburgo, haciéndole retroceder de las intenciones que había manifestado para salir del país, demasiado manifiestas con su viaje a Orizaba.
Es ya un extranjero el que se mezcla en nuestros asuntos domésticos; un resto de la intervención que lo había abandonado a su suerte, y empezaba una nueva era con el partido conservador. Tal fue la opinión de la prensa, tal se juzgó en todo el país y tal es la verdad desnuda. El partido conservador lo tomó como cualquier otro elemento de guerra contra nosotros, como se aprovechó de las armas y parque inservibles ya para los franceses.
En este estado de cosas llegó Miramón a Orizaba, sin haber sido de los que hubieran sostenido la intervención como otros muchos, de principio a fin, sino de los que veía(n) a Maximiliano ya convertido en instrumento del partido a que pertenecía, y aún conservaba el nombre de Emperador, el que sin duda le dejaron para evitar la desunión que necesariamente debía sobrevenir entre los aspirantes al poder. Si se hubiera conseguido un triunfo, no se sabe la suerte que hubiera corrido Maximiliano. Probablemente la del desgraciado Iturbide.
Se encendió la guerra civil nuevamente, y es el cargo cierto de mi defendido por sus seis meses de permanencia en el ejército contrario. Este cargo debemos unirlo a sus antecedentes políticos, para que forme un todo. Peligroso es un hombre que no está conforme con las instituciones de su país y ha figurado en él, y aún más, ha tenido las armas en la mano. La Nación está en su derecho quitándole el poder de obrar. Precaverse del mal es una necesidad para la propia conservación, un deber de todo gobierno que cumple a su pesar.
Pero este derecho, este deber no se extiende hasta quitar la vida, precisamente porque es preventivo, y si el temor fuera la norma, tendríamos que sacrificar un número considerable de los que han sido, son y aún pueden ser, jefes de revolución. Con arreglo al derecho de gentes lo prohibe expresamente el art. 23 de la Constitución, aun antes de que se hayan construido las penitenciarías. Para la abolición, dice, de la pena de muerte, queda a cargo del poder administrativo el establecer a la mayor brevedad el régimen penitenciario. Entretanto queda abolida para los delitos políticos, y no podrá extenderse a otros casos, más que al traidor a la patria en guerra extranjera, etc.
¿En qué consiste que don Miguel Miramón ha podido ser muy bien muerto tan pronto como se le aprehendió, a despecho de la ley constitucional? En que la necesidad y conveniencia del momento, es la suprema ley, es la ley natural, es la de la propia conservación, es la ley marcial que está en el pecho del que manda, y que no tiene sujeción. Supongamos que hubiera quedado algún resto de ejército y se hubiera temido la fuga para unirse a él: supongamos cualquiera otro caso de igual naturaleza, nadie podría poner en duda la conveniencia, ni habría la mejor queja.
Pasado ese momento, el prisionero queda al abrigo de las leyes, y éstas son las de la guerra, las de las naciones, sin tener en cuenta la ley marcial o aquellas que han servido en cada circunstancia especial, y sobre todo, con la salvaguardia de la Constitución. Sería preciso que volvieran a presentarse otra necesidad y conveniencia apremiantes, para formar un juicio sumarísimo o ninguno, y atender al motivo que obligaba a obrar así.
Pero, ¿se trata de justicia, de leyes cuyas prescripciones son generales y comprenden a todos los de que hablan? No lo vemos así. Por el contrario, mi opinión la confirma el Supremo Gobierno cuando al fin de su comunicación se expresa en estos términos, después de disponer de los tres encausados: Respecto de los demás jefes, oficiales o funcionarios aprehendidos en Querétaro, se servirá usted mandar al Gobierno listas de ellos con especificación de las clases o cargos que tenían entre el enemigo, para que se pueda resolver lo que corresponda según las circunstancias de los casos. Yo no encuentro más fundamento, sino que la nación toda aún permanece en estado de sitio; pero por lo mismo creo que a don Miguel Miramón no puede juzgár(se)le hasta que se restablezca el orden Constitucional, y mucho menos por delitos que corresponden a otro orden de procedimientos, según los cargos que se le han hecho, y distan mucho de poderse llamar delitos notorios por hechos aislados, o lo que se llama el cuerpo del delito. Podrá decirse delito notorio, habérsele cogido con las armas en la mano en una batalla; podrá llamarse delito notorio, su constante adhesión al partido conservador; pero no es notorio el grado de la responsabilidad que pueda resultarle de los hechos de la ocupación de caudales, de los asesinatos de Tacubaya en que caben exculpaciones, y la discusión de una causa criminal.
Lo primero que vendría a darnos en los ojos, por ejemplo, en lo de la ocupación de caudales, habría de ser ese cúmulo de contestaciones diplomáticas de la época con la Inglaterra, los compromisos que quiso reportar la Nación, y sobre todo, entre cuántos se había de dividir la responsabilidad pecuniaria. En lo de Tacubaya acaecería lo mismo en cuanto a la culpabilidad de la omisión, única que puede atribuirse a mi cliente. Pero sobre todo, siendo esos hechos anteriores al delito por que ahora se le juzga y perteneciendo a las leyes de otra época, les corresponden otra especie de procedimientos. Imputar el delito de omisión suena muy mal, pues que es reconocer una autoridad que notoriamente no podría ejercer.
Que al hacerse cargo a un reo del delito presente se traiga a colación su conducta política anterior en general, nada más justo; pero cuando por ella se formulan cargos, todos y cada uno de ellos deben estar plenamente probados, y sería complicar este mismo proceso acumulando hechos y responsabilidades notorias con las que no lo son.
Convencido yo de que don Miguel Miramón había tenido complicidad verdadera en los asesinatos de Tacubaya, no esa responsabilidad moral y de partido, sino mandándolos, concurriendo a ellos, aconsejándolos o aprobándolos, me separaría de esta causa y no sería ni defensor, por más que a él hubiera debido la vida.
Nótese que el Supremo Gobierno apenas hace el cargo general de obstáculo y amenaza contra la paz y la consolidación de las instituciones, por muchos años. En efecto, mi cliente ha sostenido desde su niñez, puede decirse, al partido retrógrado, lo ha confesado varias veces; pero de intento no quiero entrar al fondo de las cuestiones sobre falta de consolidación en nuestras instituciones republicanas, porque tendría que culpar a toda la Nación.
Ya he dicho que mi cliente puede ser una amenaza en estas circunstancias, y que la prudencia exige guarecerse de él. Pero contésteseme con esta propia franqueza, si es la muerte el remedio, si el hombre no es susceptible de convicciones, si la sociedad no tiene la fuerza bastante para contener, no a uno ni dos revolucionarios, sino a la revolución entera. ¿A quién podemos temer, si sabemos aprovechar el espléndido triunfo que estamos obteniendo sobre el enemigo de la democracia? Toda revolución política tiene intermitencias, pero la presente aparece con todos los caracteres de duración. Si la fuerza del poder está en los beneficios, en los sentimientos que inspira, en la veneración, reconocimiento y amor que exigirá de nosotros sus luces, su vigilancia y su equidad, no hay duda que todo debe esperarse de un gobierno verdaderamente democrático, porque es el mismo pueblo el que tiene las riendas del poder.
Pues bien, al esperar un porvenir como el que se prepara y a medida que tenga mejores fundamentos, inútil es que la justicia desarrolle toda su severidad contra quien acaso a esta hora está desengañado de los males que su partido ha ocasionado al país, y que ha rechazado las halagüeñas proposiciones que en la misma Francia se le hicieron para unirse a la infame y criminal intervención. ¿Cómo podríamos ponerlo en paralelo con los espurios hijos de México, Gutiérrez Estrada, Almonte, Lares, etc., y los traidores a su mismo bando que ocuparon los primeros puestos civiles, al lado de los carniceros sicarios de la Francia? En don Miguel Miramón nunca se ha visto la hipocresía del traidor, sino la enemistad franca del que defiende una idea.
La historia de hoy que está pasando delante de nuestros ojos, nos presenta un gran ejemplo que seguir. Jefferson Davis se mantiene en prisión en los Estados Unidos del Norte, por temor de condenarlo a muerte, abolida esta pena por la civilización del siglo, para los delitos políticos. El general Lee, uno de los más bravos defensores del Sur en su guerra de independencia y esclavitud, se encuentra dirigiendo el establecimiento de Washington en el Estado de Virginia, de donde hace muy pocos días acabo de ver la patente de un joven educando firmada de su mano. No cito ejemplos de Europa, aunque no son raros, porque en política ha sido tan varia como los intereses que han guiado las cuestiones de sucesión en las monarquías.
Tal es el republicanismo, que no admite los principios de la fuerza, cuando por sí solo y sin esfuerzo se sostiene. Entre nosotros, es verdad, quedan no pocos restos del antiguo régimen, porque hay muchos aún fanatizados; pero el tiempo curará esta llaga podrida, y en cuanto a hechos de armas, nada tenemos que temer, porque la democracia es invencible. Ya no hay que pensar en la guerra, sino en la reconstrucción de nuestro edificio social. Las revoluciones son hijas del malestar de los pueblos, y fue necesario un gran esfuerzo de la Europa para suspender momentáneamente la paz que gozaba la República en 1861 y 62, que había unos restos insignificantes en los caminos y encrucijadas, de esos bandidos que no tienen opinión y especulan con la suerte del país.
Mi defendido, por tanto, no puede ser condenado a muerte tratándose del delito político, decidida como está la cuestión por nuestra Carta, después de tantos siglos en que se ha debatido. Está reconocido que, como dice Benjamín Constant en su Curso de Política Constitucional: En un país en que la opinión estuviera tan opuesta al Gobierno que llegasen a serle funestas las conspiraciones, las leyes más severas no alcanzarían a librarle de la suerte que experimenta toda autoridad contra la que se declara la opinión. Un partido que no es temible sino por su jefe, puede dejar de serlo aun existiendo éste; se exagera mucho la influencia de los individuos, y es ciertamente mucho menos poderosa de lo que se piensa, sobre todo en nuestro siglo. Los individuos no son sino los representantes de la opinión; cuando éstos quieren ir contra ella, el poder viene a tierra; si, por el contrario, aquélla existe, aunque se quite la vida a alguno de sus representantes, encontrará a otros, y no se conseguirá con esto otra cosa que complicar la situación. En fin, la pena de muerte debe reservarse para los criminales incorregibles; pero los delitos políticos, que están unidos íntimamente con la opinión, con las preocupaciones, con los principios que se han adquirido en la educación, con el modo que cada uno mira las cosas, pueden conciliarse con los afectos más dulces y con las más grandes virtudes. El destierro es la pena natural, la que motiva el género mismo de la falta, y que apartando al culpable de las circunstancias que le han hecho tal, y poniéndole en cierto modo en un estado de inocencia, le proporciona medios de convencerse a sí mismo, y de volver a entrar en el camino de la virtud.
Insistiré por lo mismo en probar que debe absolverse (le) del cargo de traidor a la patria en guerra extranjera, como cómplice en la intervención. Basta que se intente probar por inferencias o presunciones, para que el delito no sea notorio, y por consecuencia, para que admita la misma especie de descargos; o entrar al examen minucioso que demandan los hechos en que se fundan los indicios.
Las presunciones las contesto con pruebas. Existe una carta, impresa en los periódicos de los Estados Unidos, París y México, en que contestando al traidor Almonte la imputación que hace a mi cliente de que no se adhirió a la intervención por ambicioso, le dice clara y terminantemente que nunca se había propuesto vender a su patria. Luego no le comprende el artículo 1° de la ley de 25 de enero de 1862 en ninguna de sus fracciones, pues aunque la 5a. habla de contribuir a la organización de un Gobierno, Miramón no contribuyó, ni el empleo que aceptó fue del invasor ni de persona delegada por él, estando ya concluida la intervención. No le comprende el artículo 2° que habla de piratería. Y no el 3°, porque la rebelión supone el principio del desconocimiento a la autoridad, como lo explica Wattel en su derecho de gentes. Se comienza por la sedición, que es la reunión tumultuaria del pueblo. Declarándose contra los depositarios de la autoridad pública, valiéndose de la fuerza, es sedición, y cuando ya el mayor número de una ciudad o provincia no obedece al Soberano, es sublevación. Esto fue lo que quiso evitar la ley de 25 de enero y que no las hubo en el país. La interpretación es tan clara, cuanto que hablando de las penas reúne las fracciones 1a 2a y 5a de dicho artículo 39 que tratan de rebelión y alzamiento sedicioso.
Permitiendo aún más, que Miramón estuviera comprendido en algún artículo del capítulo 39 la pena de muerte que fulmina, no podría aplicarse porque lo resiste la Constitución y el derecho de gentes. Las faltas comunes a muchos, dice el mismo autor citado, se castigan con penas comunes a los culpables. Es decir a toda una ciudad.
Entremos a otra cuestión de la mayor importancia. Wattel, que sólo escribió para los soberanos de Europa, desconociendo el derecho constitucional de las Repúblicas tan modernas como la nuestra, supone, capítulo 8°, parte 137, tomo 3°, que no hay más que una obligación de conciencia en el soberano, emplear sin necesidad un medio de hostilidad cuando pudieran bastar medios más suaves, no siendo responsables sino a Dios. Esta doctrina es muy conforme a las monarquías que traen su origen de la Divina Providencia, siendo todo poderoso en sus resoluciones; pero cuando la Constitución de un país señala los medios con que se ha de vencer al enemigo, y los límites de poder discrecional, nadie puede traspasarlos sin faltar no sólo a su conciencia, sino a sus más estrictos deberes. El inmortal Washington perdió algunas batallas en la guerra de Independencia, y no emprendió otras muchas, porque cumplido el tiempo de enganche de sus soldados, no le era lícito obligarlos a pelear según la ley, y así se quejaba al Congreso cuando el ataque a Boston: No hay en las páginas de la historia, decía, un caso como el nuestro. Mantener un punto a tiro de fusil del enemigo, sin municiones y al mismo tiempo desbandar un ejército y reclutar otro, a la vista de cerca de veinte regimientos británicos, es más de lo que con probabilidad se puede emprender. Si ese respeto se debe a la ley en lance tan apurado, con mayoría de razón cuando se trata del castigo y no de medidas urgentes y necesarias para cumplir con el objeto de la guerra, que sólo es rendir y doblegar al enemigo en el acto de la contienda. Esas facultades discrecionales, más bien existen en los Generales en Jefe, por la ley marcial, y teniendo que obrar necesariamente en circunstancias dadas.
Yo he leído y releído la comunicación del Supremo Gobierno, y a menos de un error muy grave de mi entediimiento, no dice que el Consejo aplique las penas señaladas en el decreto de 25 de enero de 62, sino que se sujete a él para la sustanciación, a pesar de haber sido dictada para otros casos, añade. Puede decirse también que adopta también la clasificación de los crímenes. Veamos su texto: procediéndose en el juicio con entero arreglo a los artículos del sexto al undécimo inclusive de la ley de 25 de enero de 1862, que son los relativos a la forma de procedimiento judicial. Pero antes ha manifestado también que se proceda al juicio que dispone la misma ley en otros casos, para que de ese modo se oigan en éste las defensas que quieran hacer los acusados, y se pronuncie la sentencia que corresponda en justicia.
Es tan claro como la luz que el Supremo Gobierno no quiso señalar de la ley la parte penal, porque entonces no habría habido juicio, ni tendría libertad el Consejo para pronunciar la sentencia que creyera justa, esa libertad tan absolutamente necesaria para oír y pesar el cargo y las excepciones de los reos, y formar el juicio recto que demandan las altas y sublimes funciones de un juez. Fácil hubiera sido haber dicho que se juzgaran con arreglo a la ley de 25 de enero en toda su extensión, sin marcar artículos nominalmente, lo que entonces habría resultado innecesario. Además, verdaderamente entonces, ya vendrían condenados los acusados, lo que no se puede sospechar, sin injuria del Supremo Magistrado cuya intención está manifiesta. La responsabilidad toda es del Consejo, y no podrá declinarla, como la de todo Tribunal, y por eso entro confiado en su rectitud a reasumir en pocas palabras mi defensa.
Todo crimen tiene sus grados, que se deducen principalmente de la intención y del daño hecho a la sociedad o al individuo; mas el delito cometido entre muchos a cada uno se castiga, según la parte que hubiere tomado en él, pues que la satisfacción ha de medirse por la ofensa. No se requiere ser jurisperito en la materia, para conocer esta verdad que está en el corazón de todo hombre honrado. Don Miguel Miramón nunca quiso unirse a la intervención extranjera, y lo manifiestan todos sus actos. ¿Qué importa haber estado en Guadalajara y recibir una comisión, hijo todo de las circunstancias del país, cuando sus actos manifestados públicamente patentizan su no conformidad con el invasor? Habiéndole mandado para que levantara un batallón, los franceses conocieron su error, e inmediatamente lo desterraron a Berlín por conducto de Maximiliano. ¿No son éstas y las demás pruebas aducidas por mí de que no ha habido intención? Es un principio reconocido que el acto por sí mismo no hace el hombre culpable a menos que su ánimo lo sea. El intento y el acto deben concurrir para constituir el crimen. Millares de hechos más graves pudieran citarse, en que la prudencia y la justicia del Supremo Gobierno, ha tomado en consideración excepciones de esta especie, castigando con penas suaves y correccionales.
Tomados los cargos de la historia, yo no puedo enlazar la intervención extranjera que ya no existía cuando tomó parte mi cliente con Maximiliano, y sí concibo fácilmente la continuación de la guerra civil, en que este último servía de auxiliar y medio para los fines del partido conservador; de manera que para Miramón es el mismo y único cargo, el de trastornador de las instituciones democráticas, que dista una inmensidad del de traidor a la patria en guerra extranjera, y de las innumerables responsabilidades de aquellos que la promovieron y sostuvieron hasta el fin.
La equidad sigue forzosamente a la ley, siendo la naturaleza, la justicia y la razón su guía, por los principios generales a que debe sujetarse la sociabilidad. No basta saber la letra de todas las leyes para poderlas aplicar. Son un lenguaje muerto, que sólo puede recibir la coordinación de todas las circunstancias que forman la correspondencia del acto con la prescripción legal. La ley castiga de muerte, al homicida, por ejemplo; sin embargo, como supone el dolo, el ánimo deliberado, la perversa intención, luego que no se manifiestan estos datos en toda su extensión, el juez declara que tal clase de homicidio no es el que la ley castiga de muerte, y entra el arbitrio judicial, o lo que es lo mismo, la equidad. Lo propio sucede en toda clase de delitos y crímenes. El Supremo Gobierno le acaba de dar la norma a este Consejo. Sujetos todos los prisioneros a una misma ley, ha hecho la clasificación de más o menos culpables, y así ha fulminado las penas, tan en nombre de la Nación como este Tribunal puede hacerlo. Líbreme Dios de que se entienda pido la muerte para nadie; mis convicciones particulares me alejan de ese cargo, siendo enemigo acérrimo de tal acto, y no sé contradecir los principios que profeso tan antiguos como públicos. Hago esta advertencia en fuerza de mi deber, cuando en un mismo proceso se reúnen tres reos con diverso grado de criminalidad. Don Miguel Miramón no es cómplice de Maximiliano en la empresa de intervención. Este pudiera ser cómplice de aquél en la guerra civil.
Dúdase cuál es la ley que debe aplicarse al caso en cuanto a la pena. Para mi modo de ver no pueden ser las comunes que abrazando a todo un pueblo, a toda una ciudad o a toda una Nación, salen de la esfera del aislado delincuente que ofende a la sociedad entera con un hecho también común. Los delitos llamados políticos, no son ni pueden ser de la misma clase, porque no se cometen todos los días. Estos traen consigo un sacudimiento general; aquéllos, demasiado parcial. Un delincuente, y hasta cierto número determinado, cabe en una ley común. ¿Cómo hiciéramos caber tanto delincuente en una ley que despoblara el país?
Tales son las causas por que los delitos que se denominan políticos, se miden, se clasifican con aquellas reglas que da el derecho natural y de gentes, siempre como resultado del derecho público de una Nación. Así, por ejemplo, nuestra ley fundamental se encarga del caso de una invasión (artículo 128) o trastorno grave, guerra civil, y sus mandatos están conformes con el derecho natural y de gentes, reservándose la facultad de disponer en general para cuando la revolución hubiese terminado, recobrando la soberanía plena de la Nación. Blackstone al explicar lo que debe entenderse por la ley civil, da como primera regla la siguiente: no es la orden transitoria y repentina de un superior concerniente a una persona particular, sino alguna cosa permanente, uniforme y universal. Pues bien, tan pronto como no puede ser universal, por el motivo por que ser fuere, y especialmente por su imposibilidad de aplicación uniforme y permanente, debemos buscar otra que lo sea, y por la cual hemos de juzgar. Esta es, repito, la del derecho de la guerra, el de gentes, en que cabe la latitud que presentan la conveniencia y la necesidad.
Una de las distinciones más marcadas que yo encuentro es que así como la ley civil no debe tener efecto retroactivo en su aplicación, por el contrario, el derecho de gentes, sólo ve el estado actual, y determina de lo pasado, con referencia al porvenir y seguridad del país.
Este es el que se encuentra hoy en vuestras manos, ciudadanos vocales, y el que ha puesto a vuestra discreción el Supremo poder de la Nación.
Mis luces son demasiado débiles para indicar el camino que debe seguirse. Carezco de datos para saber el estado que guardan nuestras relaciones extranjeras en este momento, y respeto bastante las decisiones de mi Gobierno, no teniendo ánimo de oponerme a ellas, sino de usar el más noble y satisfactorio derecho de abogar por el caído.
La guerra interior aún continúa, si bien tocando a su término indefectible. Y bajo el patrocinio de mi cliente, creo defender la Constitución de 857, que me ha servido de égida y de texto. Me he ceñido a la estricta justicia, tal como la concibo, siendo mi convencimiento que don Miguel Miramón no ha traicionado a su Patria en el vandalismo que nos trajo Napoleón III, por más que haya servido a un partido que todo él en común es el que reporta el cargo de las desgracias del país, oponiéndose a su voluntad soberana, y que a un individuo por prominente que haya sido en él, no puede imponérsele la pena capital, prohibiéndolo la Constitución federal.
Prisionero después de haber rendido su espada, no se encuentra en el caso de aquellos que se cogen en el calor del combate, y de cuya vida se puede disponer en el acto; si se le considera como enemigo peligroso, todavía todos los demás pertenecen a la humanidad según las leyes de la guerra. Escuchemos a la fría razón, y mi defendido se habrá salvado.
Ella mediante, suplico al Consejo se sirva absolver del cargo de traidor a la Patria en guerra extranjera a don Miguel Miramón, e imponerle la pena extraordinaria que merezca por su conducta como partidario en la guerra civil, con arreglo al artículo 48, tratado 8°, título 5° de la orden general del Ejército, lo cual es de hacerse en estricta justicia, que protesto con lo necesario, etc.
Querétaro, junio 13 de 1867.
Lic. Ignacio de Jáuregui.
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