Índice de Memorias de un revolucionario de Pedro Kropotkin | Presentación de Chantal López y Omar Cortés | Siguiente | Biblioteca Virtual Antorcha |
---|
INFANCIA
(Primer archivo)
l.- Stáraia Koniushennaia (Los viejos caballerizos). II.- Muerte de la madre. III.- Origen de los Kropotkin. El padre. La madre. IV.- Madame Burman. - Uliana. - M. Poulain. - Estudio del francés e historia antigua. - Distracciones dominicales. - Pasión por el teatro. V.- Baile en honor de Nicolás I. - Destino al cuerpo de pajes.
Moscú es una ciudad de lento crecimiento histórico y, hasta nuestros días, las diferentes partes de que se compone han conservado admirablemente los rasgos más característicos impresos en ellas durante el reposado curso de la Historia. El distrito del río de Trans-Moscú, con sus anchas y somnolientas calles, y sus monótonas casas pintadas de gris, y de techos bajos, cuya entrada principal permanecía bien cerrada, tanto de noche como de día, ha sido siempre el retiro predilecto de la clase mercantil y el foco de los disidentes de la Antigua Fe, notablemente austeros, formalistas y despóticos. La Ciudadela, o Kreml, es todavía el firme baluarte de la Iglesia y el Estado; y el inmenso espacio que se extiende ante ella, cubierto por miles de tiendas y almacenes, ha sido durante siglos una poblada colmena del comercio, y continúa siendo todavia el corazón de un gran tráfico interior, que abraza la superficie entera del vasto imperio. La Tvérskaia y el puente Kusnietzky, han sido, durante centenares de años, los principales centros de las tiendas de lujo, mientras que los barrios de los artesanos, el de Pliushchija y el de Darogomilavka, tienen aún la misma fisonomia que caracterizaba a sus animadas poblaciones en tiempo de los zares de Moscú. Cada barrio es un pequeño mundo en si; cada uno tiene su fisonomia propia y vive una vida independiente; hasta los ferrocarriles, cuando hicieron su irrupción en la antigua capital, agruparon aparte, en centros especiales, en lo más exterior de la vieja población, sus almacenes y talleres, sus vagones y sus máquinas.
Sin embargo, de todas las partes en que se divide la ciudad, tal vez no haya ninguna más tipica que ese laberinto de calles limpias, tranquilas y ventiladas, situadas a espaldas del Kreml, entre dos grandes calles radiales, la de Arbat y la de Prechistienka, al que se le llama todavia el barrio de los viejos Caballerizos, el Stáraia Koniúshennaia.
Hace cincuenta años vivía en este barrio, extinguiéndose lentamente, la antigua nobleza moscovita, cuyos nombres eran tan frecuentemente mencionados en las páginas de la historia rusa, antes de la época de Pedro I; pero que ha desaparecido después para dejar puesto a los recién llegados, los hombres de todas las procedencias, llamados a la vida pública por el fundador del Estado ruso. Encontrándose suplantados en la corte de San Petersburgo estos nobles de la antigua cepa, se retiraron, unos al barrio de los Viejos Caballerizos, en Moscú, y otros a sus pintorescas fincas existentes en tierras no lejos de la capital, mirando con una especie de desprecio y secreta envidia a la abigarrada multitud de familias que habían venido, sin que nadie supiera de dónde, a tomar posesión de los cargos más elevados del gobierno en la nueva capital, a orillas del Neva.
En su juventud, la mayoria habia probado fortuna entrando en las carreras del Estado, principalmente en el ejército; pero por una u otra causa, las habían abandonado sin llegar a alcanzar un elevado puesto. Los más afortunados sólo obtuvieron una colocación tranquila y casi honorífica en su ciudad natal -mi padre fue uno de ellos-, en tanto que la mayor parte de los demás se contentaba con tomar su retiro. Pero cualquiera que fuese el lugar al cual habían necesitado trasladarse en el curso de su carrera, sobre la extensa superficie de Rusia, siempre, de un modo o de otro, hallaban manera de pasar su vejez en una casa propia en el barrio de los Viejos Caballerizos, a la sombra de la iglesia donde habían sido bautizados, y en la que se entonó la última plegaria en los funerales de sus padres.
Ramas nuevas nacidas de antiguos troncos, algunas se hicieron más o menos notables en diferentes partes del país; otras tenían casas más lujosas y modernas en otros barrios de Moscú o en San Petersburgo; pero la rama que continuaba viviendo en el barrio referido, cerca de la iglesia verde, amarilla, rosa o parda, tan asociada a los recuerdos de la familia, era considerada como la representante de ésta, independientemente de la posición que ocupase en el orden genealógico de la misma. Su cabeza, representante de tiempos históricos, era tratado con gran respeto, aunque no desprovisto, sin embargo, de un ligero tinte de ironía, hasta por aquellos miembros más jóvenes de la misma rama que habían abandonado su ciudad natal para seguir una carrera más brillante en la guardia imperial o en los círculos de la Corte; pues personificaba para ellos el origen y las tradiciones de la familia.
En estas calles tranquilas, bastante separadas del movimiento y el ruido del Moscú comercial, todas las casas tenían casi la misma apariencia; eran en su mayoria de madera, con techos de planchas de hierro de un verde brillante, la fachada estucada y decorada con columnas y pórticos, y pintada con vivos colores. Casi todas las casas tenían sólo un piso, con siete o nueve grandes y alegres ventanas a la calle; sólo en la parte posterior de la casa solía haber un segundo piso, que daba a un gran patio formado por varios edificios pequeños, que servian de cocinas, cuadras, bodegas, cocheras y habitaciones para la dependencia y servidumbre. Una gran cancela daba entrada a este patio, y en ella se encontraba con frecuencia una placa de metal con esta inscripción: Casa de Fulano de Tal, teniente, coronel, o comandante; rara vez general u otro cargo civil de la misma elevada importancia. Pero si una casa más monumental, embellecida con verja y cancela de hierro dorado, se encontraba en una de esas calles, la placa metálica de la puerta de entrada es seguro que diría: Fulano de Tal, consejero comercial, o excelentisimo señor. Estos eran los intrusos, los que habían venido a vivir a aquel barrio sin que nadie los invitara, y a quienes, por consiguiente, no trataban los demás vecinos.
En estas calles aristocráticas no se permitian tiendas, y sólo en algunas casitas de madera, pertenecientes a la iglesia parroquial, se hallaba alguna pequeña despensa o un puesto de verduras, frente a los cuales solía encontrarse el lugar de descanso del polizonte, quien durante el día aparecía en la puerta armado de una alabarda, para saludar con su arma inofensiva a los oficiales que pasaban, retirándose al interior a la caída de la tarde, para trabajar de zapatero remendón o preparar algún rapé especial patrocinado por los antiguos criados de la vecindad.
La vida se deslizaba tranquila y pacíficamente -al menos en apariencía- en este Faubourg Saint-Germain de Moscú. De mañana no se veía a nadie por las calles; al mediodía aparecían en ellas los niños, acompañados por ayas francesas y nodrizas alemanas que los sacaban a dar un paseo por los boulevares cubiertos de nieve. Más tarde, podía verse a las señoras en sus trineos de dos caballos, con un lacayo colocado de pie detrás, sobre una plancha fija en la parte posterior; o bien escondidas en unos carruajes antiguos, inmensos y elevados, suspendidos por grandes muelles curvos y tirados por cuatro caballos, con un postillón delante y dos lacayos de pie detrás. De noche, la mayoría de las casas se hallaban brillantemente iluminadas, y, como no se corrian las cortinas, los transeúntes podían contemplar a los que jugaban a las cartas o valsaban en los salones. En aquellos días no estaban en boga las opiniones, hallándonos todavía muy distantes de los años en que cada una de esas casas empezó una lucha entre padres e hijos; lucha que terminaba por lo general en una tragedia de familia o en visitas nocturnas de la alta policia. Hace cincuenta años, nada de esto era imaginable; todo estaba sosegado y tranquilo, al menos en la superficie.
En ese barrio nací yo en 1842, y allí pasé los primeros trece años de mi vida. Aun después de haber vendido nuestro padre la casa en que murió nuestra madre, y después de haber comprado otra, que vendió también, pasando nosotros varios inviernos en casas arrendadas, hasta que encontró una tercera a su gusto, a corta distancia de la iglesia en que había sido bautizado, continuamos viviendo todavía en aquel barrio, que sólo abandonábamos el verano para ir a nuestras posesiones rurales.
Un dormitorio de techo elevado y espacioso, la habitación más retirada de la casa, con una blanca cama en que dormia nuestra madre, y no lejos de allí nuestras sillas y mesitas de niños y otras mesas esmeradamente puestas y servidas, cubiertas de dulces y jaleas presentadas en lindos recipientes de cristal; alcoba desde donde se nos condujo un día a nosotros, los niños, a hora desusada; ésta es la primera y confusa reminíscencia que tengo de mi vida.
Nuestra madre se moría de consunción; sólo tenia treinta y cinco años. Antes de separarse de nosotros para siempre, había querido tenernos a su lado, acariciarnos, gozar un momento con nuestras alegrías, y preparó un pequeño festín al lado de su cama, de la que no podia levantarse ya. Recuerdo su cara pálida y afilada y sus grandes ojos obscuros: nos contemplaba cariñosamente y nos invitaba a que comiéramos y a subir a su cama; de pronto se echó a llorar y empezó a toser, y nos dijeron que saliésemos.
Algún tiempo después, a nosotros, los niños (esto es, a mi hermano Alejandro y a mí), nos trasladaron de la casa grande a otra pequeña que había en el patío. El sol de abril llenaba la pequeña habitación con sus rayos, y, sin embargo, nuestra nodriza alemana, la señora Burman, y Uliana, la nodriza rusa, nos dijeron que nos acostásemos. Sus rostros estaban humedecidos por el llanto y cosían para nosotros camisas negras guarnecidas de blanco. No podíamos dormir: lo desconocido nos asustaba, y poníamos atención a lo que hablaban por lo bajo. Dijeron algo de nuestra madre, que no pudimos entender; entonces saltamos de la cama preguntando:
¿Dónde está mamá? ¿Dónde está mamá?
Ambas rompieron a sollozar y empezaron a acariciarnos llamándonos pobres huérfanos, hasta que Uliana, no pudiendo contenerse más, dijo:
-Vuestra madre se ha ido allá, al cielo, con los ángeles.
- ¿Cómo se ha ido al cielo? ¿Por qué? -interrogaban en vano nuestras infantiles imaginaciones.
Esto era en abril de 1846; yo no tenía más que tres años y medio y mi hermano Sasha aun no llegaba a los cinco; dónde habían ido nuestros hermanos mayores Nicolás y Elena, no lo sé: tal vez estaban ya en el colegio. El tenía doce años y ella once; vivían separados de nosotros y teníamos poco roce con ellos. Así es que Alejandro y yo quedamos en esta casita en poder de la señora Burman y de Uliana. Aquella buena señora alemana, ya de edad, sin hogar y completamente sola en el mundo, ocupó para nosotros el lugar de nuestra madre: ella hizo en nuestro favor todo lo que pudo, comprándonos de cuando en cuando algunos juguetes sencillos, y hartándonos de tortas de jengibre cada vez que otro víejo alemán, que acostumbraba a venderlas, y que probablemente se hallaba tan aislado y solo como ella, vísitaba casualmente nuestra casa. Rara vez veiamos a nuestro padre, y de este modo se pasaron dos años sin dejar ninguna impresión en mi memoria.
Nuestro padre estaba muy ufano del origen de su familia y señalaba con solemnidad un pergamino que estaba colgado en su gabinete; en él se hallaban impresas nuestras armas -las del principado de Smolensk, cubiertas con el manto de armiño y la corona de los Monomachs- y en él estaba escrito y certificado por la Sección de Heráldica que nuestra familia había tenido origen en un nieto de Rostislav Matislavich el Temerario (nombre tan familiar en la historia rusa como el de cualquier gran principe de Kiev), y que nuestros antecesores habían sido grandes príncipes de Smolensk.
- Me costó trescientos rubIos obtener ese pergamino -acostumbraba a decir nuestro padre. Como la generalidad de las gentes de su tiempo, no estaba muy versado en la historia rusa, y valoraba el pergamino más por su costo que por su importancia histórica.
El hecho es, sin embargo, que el origen de mi familia es verdaderamente muy antiguo; pero como la mayoria de los descendientes de Rurik, a quien se puede considerar como el representante del período feudal de la historia rusa, fue relegada a segundo término cuando éste concluyó, y los Romanov, entronizados en Moscú, empezaron la obra de consolidar el Estado ruso. En los últimos tiempos, ninguno de los Kropotkin parece haber tenido una predilección especial por los puestos oficiales. Nuestros bisabuelo y abuelo, ambos se retiraron del servicio militar en su juventud, apresurándose a volver a sus posesiones de familia, la principal de las cuales era Urúsovo, situada en el gobierno de Riazán, en una alta colina al borde de fértiles praderas, y capaz de tentar a cualquiera por la hermosura de sus sombríos bosques, sus risueños rios e inmensos prados. Nuestro abuelo no era más que teniente cuando dejó el servicio y se retiró a Urúsovo, dedicándose a cuidar esta finca y a la compra de otras en las provincias más inmediatas.
Probablemente nuestra generación hubiera hecho lo mismo; pero nuestro abuelo se casó con la princesa Gagarin, que pertenecía a una familia muy distinta. Su hermano era muy conocido por su gran pasión por las tablas: tenia un teatro para su uso particular, y llevó su amor al arte hasta el punto de casarse, con escándalo de toda su familia, con una sierva, la notable actriz Semiónova, que fue una de las que crearon el arte dramático en Rusia e indudablemente de las que más se han distinguido en él. Con asombro de todo Moscú, siguió presentándose en escena.
No sé sí mi abuela tenía los mismos gustos artisticos y literarios que su hermano; sólo la recuerdo cuando ya estaba paralitica y hablaba con dificultad; pero es indudable que, en la nueva generación, una inclinación a la literatura fue un rasgo característico de la familia. Uno de los hijos de la princesa Gagarin fue un poeta mediano, y publicó un tomo de poesias, hecho del cual mi padre se avergonzaba y que evitaba siempre mencionar; y en nuestra propia generación, varios de nuestros primos, asi como mi hermano y yo, hemos tomado más o menos parte en la vida literaria de nuestra época.
Nuestro padre era un oficial tipico del tiempo de Nicolás I. Lo cual no quiere decir que estuviera animado de ardor bélico, ni que le gustase la vida de campaña; dudo que pasara una sola noche de su vida ante el fuego del vivac o hubiese tomado parte en una batalla. Pero en tiempos de dicho emperador eso era lo de menos: el verdadero oficial de entonces era el oficial que estaba enamorado del uniforme, despreciando todo otro traje, cuyos soldados recibian tal instrucción que podian hacer ejercicios casi sobrenaturales (el romper la caja del fusil al presentar armas era uno de los más famosos), y el que se hallaba en condiciones de presentar en un desfile una hilera de soldados, tan perfectamente alineados y tan inmóviles como si fueran de juguete.
- Muy bien -dijo una vez, de un regimiento, el gran duque Mijail, después de haberle tenido una hora presentando las armas-, pero respiran.
Responder a la concepción entonces corriente del verdadero militar, era indudablemente el ideal de nuestro padre.
Cierto es que tomó parte en la campaña turca de 1828; pero se arregló de tal modo que permaneció agregado al Estado Mayor, en toda su duración, y si nosotros, los niños, aprovechando algún momento favorable en que se hallaba de buen humor, le pedíamos que nos contase algo de la guerra, sólo nos referia el formidable ataque de perros turcos que cayeron sobre él y su fiel asistente Frol una noche, al pasar a caballo llevando unos partes, a través de una aldea turca abandonada; tuvieron que recurrir a los sables para librarse de aquellos animales hambrientos. Si el asalto hubiera sido de turcos en vez de perros, eso hubiera impresionado más agradablemente nuestra imaginación; pero a falta de los primeros, tuvimos que contentarnos con los segundos. En otras ocasiones, cuando, acosado por nuestras preguntas, nos contaba cómo ganó la cruz de Santa Ana por méritos de guerra, y la espada con empuñadura de oro que llevaba, debo confesar que no quedábamos muy satisfechos; el caso era indudablemente bien prosaico. Los oficiales del Estado Mayor se hallaban alojados en un pueblo turco, cuando éste se incendió; en un momento se vieron las casas rodeadas por las llamas, y en una de ellas se había quedado una criatura, cuya madre daba desgarradores lamentos. En el acto, Frol, que siempre acompañaba a su señor, se arrojó al fuego y salvó al niño. El general, que había presenciado la acción, le dio en el instante mismo a nuestro podre la cruz del mérito militar.
- ¡Pero padre! -dijimos nosotros- ¡fue Frol quien salvó la criatura!
- ¿Y qué? -contestó él del modo más natural del mundo-. ¿Acaso no era mi asistente? Lo mismo da.
También tomó alguna parte en la campaña de 1831, durante la revolución polaca, y en Varsovia conoció y se enamoró de la hija menor del jefe de un cuerpo de ejército, el general Sulima. El casamiento se celebró con gran pompa en el palacio de Lazienki, siendo padrino del novio el general de brigada conde Paskievich.
- Pero vuestra madre -solia decir nuestro padre- no me trajo ningún capital.
Lo cual era verdad; su padre, Nikolai Semiónovich Sulima, no estaba versado en el arte de hacerse una carrera o una fortuna. Debía ser de la madera de esos cosacos del Dnieper, que sabian combatir con los bien armados y aguerridos polacos o contra los ejércitos turcos, aunque fueran tres veces más numerosos que ellos; pero que ignoraban el modo de evitar el lazo que les tendía la díplomacia de Moscú, perdiendo todas sus libertades y cayendo bajo la dominación de los zares rusos, después de haber luchado contra los polacos en la terrible insurrección de 1648, que fue el principio del fin de la República polaca. Un Sulima fue capturado por los polacos y atormentado y muerto en Varsovia, pero los otros miembros de la familia, que también eran Coroneles, no por eso dejaron de pelear con menos brios, y Polonia perdió la pequeña Rusia.
Respecto a nuestro abuelo, durante la invasión de Napoleón I se habia abierto camino, al frente de su regimiento de coraceros, a través de un cuadro de infantería francesa erizado de bayonetas, y después de haber sido dejado por muerto en el campo de batalla, pudo reponerse de la profunda herida que recibió en la cabeza; pero como no estaba dispuesto a ser lacayo del favorito de Alejandro I, el omnipotente Arakchéiev, fue, en consecuencia, enviado a una especie de honorable destierro, primero como gobernador general de la Siberia Occidental, y más tarde de la Oriental. En aquellos tiempos, tal posición se consideraba más lucrativa que una mina de oro; pero nuestro abuelo volvió de Siberia tan pobre como fue, dejando sólo una fortuna modesta a sus tres hijos y tres hijas. Cuando fui a Siberia en 1862, oia con frecuencia mencionar su nombre con respeto. Habia sido presa de desesperación, a causa del robo desenfrenado que se hacia en aquellas provincias, y que no le era posible reprimir.
Nuestra madre era ciertamente una mujer notable, dada su época. Muchos años después de su muerte descubrí en el rincón de una despensa de nuestra casa de campo una gran cantidad de manuscritos suyos, hechos con pulso firme y hermosa letra; habia un diario en el que hablaba con alegría de los paisajes alemanes y de sus amarguras y sus ansias de felicidad; libros que había llenado de versos rusos prohibidos por la censura; entre ellos las magnificas baladas históricas de Riléiev, el poeta a quien ahorcó Nicolás I en 1826; otros libros contenían música, dramas franceses, versos de Lamartine, poemas de Byron copiados por ella. Encontré también un gran número de acuarelas pintadas por mi madre.
Alta, delgada, adornada con una abundante cabellera de un castaño subido, ojos del mismo color y una boca pequeña, parecia hallarse casi animada, en un retrato al óleo que había sido hecho con amore por un buen artista. Siempre alegre y por lo general contenta, era aficionada al baile, y las mujeres de los campesinos de los pueblos nos contaban cuánto le gustaba contemplar desde un balcón sus danzas (acompasadas y graciosas), concluyendo por tomar parte también en ellas. Tenía un temperamento artístico; en un baile fue donde cogió el catarro que más tarde produjo la inflamación de los pulmones que la llevó al sepulcro.
Todos los que la conocieron la querian; los criados adoraban su memoria; en su nombre, la señora Burman se hizo cargo de nosotros, y en su nombre también, la nodriza rusa nos hizo objeto de su cariño. Mientras nos peinaba o nos persignaba al acostarnos, ésta última solía decir con frecuencia: Y vuestra mamá, que está en los cielos, debe miraros desde allí, y llorar por vosotros, pobres huérfanos. Toda nuestra infancia está llena de su memoria. ¡Con qué frecuencia, al pasar por un lugar obscuro, la mano de un criado nos acariciaba a Alejandro o a mi, y cuántas veces, al encontramos en el campo, la mujer de un agricultor nos preguntaba: ¿Seréis tan buenos como fue vuestra madre? Ella se compadecia de nosotros y vosotros, de seguro, lo haréis también. Nosotros, por supuesto, queria decir los siervos. Ignoro qué destino hubiera sido el nuestro, de no haber hallado entre los siervos dedicados a los trabajos domésticos esa atmósfera de cariño que necesitan los niños a su alrededor. Nosotros éramos sus hijos; nos parecíamos a ella, y ellos nos demostraban su afecto, algunas veces de un modo muy delicado y expresivo, como se verá más adelante.
Los hombres desean apasionadamente vivir después de muertos, y, sin embargo, a menudo dejan de existir sin haberse dado cuenta del hecho que la memoria de una persona verdaderamente buena vive siempre, queda impresa en la generación inmediata y es de nuevo transmitida a los hijos. ¿No es ésta una inmortalidad digna de aprecio?
Dos años después de la muerte de nuestra madre, nuestro padre se volvió a casar; había fijado ya la atención en una linda joven, perteneciente a una opulenta familia, cuando la suerte dispuso lo contrario. Una mañana, mientras se hallaba todavía en ropa de noche, los criados entraron precipitadamente en su habitación anunciándole la llegada del general Timoféiev, jefe del sexto cuerpo de ejército, al cual pertenecia nuestro padre. Este favorito del emperador era un hombre terrible; hacia azotar a un soldado, hasta dejarlo casi muerto, por la más leve falta, o degradaba a un oficial y lo mandaba después de soldado a Siberia, por haberle encontrado en la calle con los corchetes del alto y tieso cuello de la casaca desabrochados. Con Nicolás la influencia de este hombre era ilimitada.
El general, que no había estado nunca en nuestra casa, vino a proponer a mi padre el matrimonio con la sobrina de su mujer, la señorita Elisabeth Karandino, una de las varias hijas de un almirante de la escuadra del Mar Negro; una joven con un clásico perfil griego, que tenía fama de hermosa. Mi padre aceptó, y su segunda boda, como la primera, fue solemnízada con gran fausto.
- Vosotros, los jóvenes, no entendéis nada de estos asuntos -decía en conclusión, después de haberme contado esa historia más de una vez con un gracejo particular que no intento reproducir-. ¿Sabéis, por ventura, lo que significaba en aquel tiempo ser comandante de un cuerpo de ejército? ¿Sobre todo que ese diablo tuerto, como solíamos llamarlo, viniera en persona a hacer la proposición?
Claro es que no traía dote; sólo un gran baúl lleno con sus galas, y Marta, su única sierva, morena como una gitana, sentada sobre él.
De este acontecimiento no guardo memoria ninguna. Sólo recuerdo un gran salón en una casa ricamente amueblada, y en él a una joven bonita, de tipo marcadamente meridional, jugando con nosotros y diciendo: Ya veis qué mamá tan linda vais a tener. A lo cual Sasha y yo, mirándola con enojo, contestamos: Nuestra mamá ha volado al cielo. Mirábamos con prevención su desenvoltura.
Llegó el invierno y empezó para nosotros una nueva vida. Se vendió nuestra casa y se compró otra y amuebló de nuevo por completo. Todo lo que podía recordar a nuestra madre se hizo desaparecer; sus retratos, sus pinturas y sus bordados. En vano la señora Burman imploró que se le dejase, prometiendo dedicarse al hijo que nuestra madrastra esperaba tener, como a cosa propia; fue despedida. No quiero nada de los Sulimas en mi casa, se le dijo. Toda relación con nuestros tíos y abuela fue cortada. Uliana se casó con Frol, que se convirtió en mayordomo, en tanto que ella vino a ser ama de gobierno; y para cuidar de nuestra educación, se tomaron un tutor francés, liberalmente retribuido, M. Poulain, y un estudiante ruso, N. P. Smirnov, a quien se le pagaba una miseria.
Muchos de los hijos de la nobleza de Moscú eran educados en aquella época por franceses, que representaban los restos del gran ejército de Napole6n. M. Poulain era uno de ellos; acababa de terminar la educación del hijo menor del novelista Zagoskin, y su discipulo Sergio gozaba en el barrio de los Viejos Caballerizos de la reputación de estar bien educado, que nuestro padre no vaciló en tomar al tutor por la respetable cantidad de seiscientos rubIos al año.
Este trajo consigo un perro de caza, Trésor, su cafetera Napoleón y libros de texto franceses, y empezó a dirigirnos y a disponer del siervo Matvei, que habia sido destinado a nuestro servicio.
Su plan de educación era muy sencillo: después de despertarnos, se ocupaba de su café, que acostumbraba a tomar en su cuarto; mientras preparábamos las lecciones de la mañana, él se hacia su toilette con gran esmero; se arreglaba su cabello gris de modo que ocultase su creciente calva, se ponia el frac, se rociaba y lavaba con agua de Colonia, y nos escoltaba al piso inferior a dar los buenos dias a nuestros padres. Por lo general, los encontrábamos almorzando, y al acercarnos a ellos deciamos, con tono de declamación y con toda la gravedad posible: Bon jour, mon cher papa y bon jour, ma chere mama, y les besábamos la mano; y él hacia una complicada y elegante reverencia al pronunciar las palabras: Bon jour, monsieur le príncipe Y bon jour, madame la princesse; después de lo cual la procesión se retiraba inmediatamente y volvia a subir. Esta ceremonia se repetia todas las mañanas.
Entonces empezaba nuestro trabajo; el maestro cambiaba el frac por una bata, se cubría la cabeza con un gorro de piel y, arrellanándose en una butaca, decía: Recitad la lección.
Nosotros lo hacíamos de memoria, desde una señal hecha en el libro con la uña, hasta la inmediata. M. Poulain había traído consigo la Gramática de Noel y Chapsal, memorable para más de una generación de jóvenes rusos de ambos sexos; un libro de diálogos en francés, una Historia universal, en un volumen, y una Geografía, universal también e igualmente en un volumen. Teniamos, pues, que encomendar a la memoria la Gramática, los diálogos, la Historia y la Geografía.
La Gramática, con sus conocidas sentencias: ¿Qué es Gramática? El arte de hablar y escribir correctamente, no ofrecía ninguna dificultad. Pero el libro de Historia, desgraciadamente, tenía un prólogo que contenía una enumeración de todos los beneficios que reportaba su estudio; al principio todo marchaba relativamente sin dificultad. Nosotros recitábamos: El principe encuentra en ella ejemplos magnánimos para gobernar a sus súbditos; el jefe militar aprende allí el noble arte de la guerra. Pero al llegar a la parte jurídica se presentó el apuro: El jurisconsulto halla en ella también ... Esto es lo que nunca pudimos llegar a saber. Era terrible la palabra jurisconsulto; lo echaba todo a perder. Al llegar a ella nos parábamos.
- ¡De rodillas, gros pouff! - exclamaba Poulain (esto era por mi). - ¡De rodillas, grand dada! (Esto era por mi hermano). - Y alli nos arrodillábamos llorando, procurando inútilmente enterarnos de todo lo referente al jurisconsulto.
¡Ese prólogo nos costó muchos disgustos! Estábamos ya aprendiendo todo lo concerniente a los romanos, y solíamos poner nuestros bastones en la balanza de Ulíana cuando pesaba el arroz, lo mismo que Breno; saltábamos por la mesa y otros precipicios por la salvación de nuestro pais, imitando a Curcio, y todavía nos hacia volver él de tiempo en tiempo al dichoso prólogo, y de nuevo nos hacia arrodillar por el mismo jurisconsulto. ¿Es, pues, de extrañar que, más adelante, tanto mi hermano como yo sintiéramos una repugnancia invencible por la jurisprudencia?
No sé qué hubiera ocurrido con la Geografia si también hubiese tenido prólogo; pero, afortunadamente, las primeras veinte páginas del líbro habian sido arrancadas (supongo yo que Sergio Zagoskin nos prestó ese gran servicio), y así nuestras lecciones empezaron en la página veintiuna, que comenzaba de este modo: De los ríos que bañan a Francia.
Hay que confesar que no siempre se limitaba todo a arrodillarse: había en la clase una vara de abedul, y a ella recurría el maestro cuando no se adelantaba nada en dicho prólogo o en algún diálogo sobre virtud y urbanidad; pero un dia nuestra hermana Elena, que ya en aquella época había salido del Gatherine Institut des demoiselles y ocupaba una habitación bajo la nuestra, al oir los lamentos que dábamos, corrió, llamando al despacho de nuestro padre, y se lamentó amargamente de que se nos hubiese abandonado a nuestra madrastra, quien nos había entregado en manos de un tambor francés retirado.
- Por supuesto -decía ella, entre lágrimas-, no hay nadie que los defienda; pero no puedo ver con paciencia a mis hermanos tratados de ese modo por un tambor.
Cogido así, de improviso, nuestro padre no supo qué decir: empezó por reprenderla; pero concluyó aprobando el afecto que demostraba hacia sus hermanos. En adelante la vara de abedul se reservó para enseñarle las reglas de urbanidad al perro Trésor.
Apenas se había desprendido M. Poulain de sus penosos deberes profesionales, se convertia en otro hombre: era un alegre compañero, en vez de maestro gruñón, y sus cuentos eran interminables; hablábamos como cotorras. A pesar de que bajo su dirección no pasábamos nunca de las primeras páginas de la sintaxis, pronto aprendimos, sin embargo, a hablar correctamente; nos acostumbramos a pensar en francés; y después de algún tiempo de escribir al dictado la mayor parte de un libro de mitología, del que se servía para corregir nuestras faltas, sin intentar jamás explicarnos por qué una palabra se ha de escribir de un modo determinado, habíamos aprendido a hacerlo con corrección.
Después de comer, dábamos clase con el maestro ruso, un estudiante de Derecho de la Universidad de Moscú; él nos enseñaba todo lo referente a Rusia: Gramática, Aritmética, Historia, y así sucesivamente. Pero en aquel tiempo los estudios serios aun no habían empezado. Al mismo tiempo, nos dictaba todos los días una página de Historia, y de aquel modo práctico aprendimos pronto a escribir el ruso correctamente.
El mejor día para nosotros era el domingo, cuando toda la familia, exceptuándonos a los niños, iba a comer con madame la générale Timoféiev. También ocurría algunas veces que se les permitia salir de casa a Poulain y Smirnov, y cuando ocurría esto, quedábamos al cuidado de Uliana. Entonces, después de una comida sin sosiego, corríamos a la gran antecámara, en la que pronto aparecían las críadas jóvenes. Se jugaba a un sin fin de cosas: a la gallina ciega, la candela y otros juegos parecidos; hasta que, de pronto, Tijón, el sábelotodo, aparecia con un violín. En el acto empezaba el baile; no el acompasado y fastidioso, bajo la dirección de un maestro francés, con piernas de goma elástica, y que formaba parte de nuestra educación, sino una danza libre, que no era una lección, y en la que veinte parejas giraban a su gusto, lo que no era más que un preludio del más animado y poco menos que primitivo baile cosaco. Después Tij6n pasaba el violin a uno de los hombres más formales, y empezaba a hacer tales maravillas con sus piernas, que los huecos de las puertas que conducian al salón se veían bien pronto llenos por los cocineros, y aun los cocheros, que venían a ver el baile, al que los rusos tienen tanta afición.
A eso de las nueve se mandaba el carruaje grande a recoger a la familia, en tanto que Tijón, cepillo en mano, se dedicaba a devolver al suelo su virginal brillo, y el orden más perfecto quedaba restablecido en toda la casa. Y si a la mañana siguiente éramos sometidos los dos a un interrogatorio extremado, no había miedo de que se nos escapase una sola palabra respecto a la fiesta de la tarde anterior; jamás hemos comprometido a ninguno de los sirvientes, ni ellos tampoco nos hubieran delatado a nosotros.
Un domingo, jugando solos en la gran antecámara mi hermano y yo, chocamos contra un soporte, sobre el que había una lámpara de bastante valor, la cual se hizo pedazos. Inmediatamente los criados celebraron consejo: nadie nos reprendió; pero se convino en que a la mañana siguiente, muy temprano, fuera Tijón, saliendo de la casa por su cuenta y riesgo, a comprar otra lámpara idéntica a la que se había roto. Costó quince rublos, enorme cantidad para ellos, pero se compró, y nunca nos dijeron nada referente al particular ni se habló más del asunto.
Cuando pienso ahora en ello, y vuelven todas estas escenas a mi memoria, recuerdo que jamás oimos ninguna palabra soez en ninguno de los juegos, ni vimos en los bailes nada parecido a lo que ahora se ofrece a la admiración de los niños en el teatro. En su departamento, entre ellos, es seguro que usarian otro lenguaje; pero nosotros éramos criaturas -los niños de ella-, y eso nos ponia a cubierto de semejante cosa.
En aquel tiempo los niños no disponían de una profusión de juguetes, como hoy sucede; nosotros casi no poseiamos ninguno, y por consiguiente, teníamos que apelar a nuestros propios recursos para proporcionárnoslos. Además, desde temprano habíamos adquirido ambos afición al teatro; los de mala muerte, en que todo venia a parar en lucha entre los ladrones y la policia, llamaban poco nuestra atención; pues ya estábamos cansados de jugar a eso. Pero vino a Moscú la gran bailarina Fanny Elssler, y la vimos.
Cuando nuestro padre tomaba un palco en el teatro, procuraba que fuera de los mejores, y lo pagaba bien; pero queria que toda la familia lo disfrutara. Aunque entonces yo era todavía pequeño, aquella artista dejó en mi tal impresión, y era tanta su gracia, elegancia y desenvoltura, que desde entonces he visto siempre con indiferencia esos bailes que pertenecen más bien al dominio de la gimnasía que al del arte.
Como es de suponer, el baile de gran espectáculo que vimos -Gitana, la Flamenca española- se repitió en casa; la parte mimíca, no la bailable. Teníamos a nuestra disposición un escenario; pues la puerta que conducía de nuestro dormitorio a la clase, en vez de hoja, no tenia más que una cortina. Algunas sillas, colocadas en semicírculo ante aquélla, con una butaca para M. Poulain, constituían la sala y el palco imperial, y la audiencia podía formarse fácilmente con el maestro ruso, Uliana y un par de criadas cualquiera.
Era necesario representar de algún modo dos escenas del referido espectáculo: aquella en que los flamencos traen a su campo a la gitanilla en un carretoncito, y otra en que aquélla hace su primera aparición en la escena, descendiendo de un cerro y cruzando un puente, sobre un arroyo que refleja su imagen. Entonces los espectadores comenzaron a aplaudir apasionadamente, y nosotros resolvimos que el reflejo en el arroyo habia provocado el palmoteo.
Encontramos nuestra protagonista en una de las muchachas más jóvenes del departamento de las criadas; su vestido, de algodón azul algo oro dinario, no fue obstáculo para que personificara a Fanny Elssler. Una silla tendida, con el espaldar hacia abajo y empujada por los pies, podia pasar por carretón. Pero ¡y el arroyo! Dos sillas y una larga tabla de planchar de Andrei el sastre, formaron el puente, y un pedazo de tela azul el agua; pero la imagen no aparecía en ésta de tamaño natural, por mucho partido que se quiso sacar del espejo de tocador de M. Poulain. Después de inútiles esfuerzos, tuvimos que darnos por vencidos; pero conquistamos a Uliana para que hiciera como que la veia y aplaudiera estrepitosamente ese momento; así que, al fin, empezamos a creer que tal vez algo de ella podía verse.
La Fedra, de Racine, o por lo menos su último acto, se representó también con facilidad, recitando Sasha muy bien los melodiosos versos:
A peine nous sortions aux portes de Trezene.
Permaneciendo yo inmóvil e indiferente durante todo el curso del trágico monólogo, cuyo objeto era informarme de la muerte de mi hijo, hasta el momento en que, con arreglo al libreto, tenía que exclamar: ¡Oh, dioses! Pero cualquiera que fuese el objeto de nuestras representaciones, todas invariablemente terminaban en el infierno. Se apagaban todas las luces menos una, la cual se colocaba tras de un papel transparente, para imitar las llamas, mientras que mi hermano y yo, ocultos tras una cortina, dábamos los más terribles lamentos, imitando a los condenados. Uliana, a quien no gustaban esas alusiones al espíritu maligno, hechas a la hora de acostarse, parecía horrorizarse; pero yo me pregunto ahora si tal vez aquella representación del infierno extremadamente sintética, con una bujía y un pliego de papel, no contribuyó a librarnos a ambos, en una edad temprana, del temor al fuego eterno. La concepción que de él nos habíamos formado era demasiado realista para no producir el escepticismo.
Muy joven debía de ser yo todavía cuando vi a los grandes actores moscovitas Schepkin, Sadovsky y Shumusky en el Corrector, de Gógol, y en otra comedia, y sin embargo no sólo recuerdo las escenas más culminantes de las dos, sino hasta el accionar y la expresión de estos notables artistas de la escuela realista, tan admirablemente representada ahora por la Duse. Me acordaba de ellos tan bien que, cuando vi las mismas obras ejecutadas en San Petersburgo por actores pertenecientes a la escuela francesa de declamación, éstos no lograron impresionarme favorablemente, pues siempre los comparaba con Schepkin y Sadovsky, quienes habían conseguido fijar mi gusto y modo de apreciar el arte dramático.
Esto me hace creer que los padres que deseen desarrollar un gusto artístico en sus hijos, deberían llevarlos de cuando en cuando a ver buenas comedias, bien representadas, en lugar de no darles más alimento artístico que una profusión de las llamadas pantomimas infantiles.
Cuando tenía ocho años, di un nuevo paso en mi carrera de un modo inesperado; no recuerdo bien con qué motivo, pero probablemente fue en el vigésimo aniversario de la subida al trono de Nicolás I, cuando se prepararon grandes festejos en Moscú. La familia imperial venía a visitar la antigua capital, y la nobleza moscovita se proponía celebrar el acontecimiento con un baile de trajes, en el que los niños representarían un importante papel. Se había convenido en que toda la abigarrada multitud de nacionalidades de que se compone la población del imperio ruso, estuviera representada en este baile para felicitar al monarca. Se realizaban en nuestra casa grandes preparativos, así como en todas las de los vecinos. Una especie de vestido ruso, muy notable, se le hizo a nuestra madrastra; en cuanto a nuestro padre, siendo militar, claro es que había de presentarse de uniforme; pero aquellos de nuestros parientes que no pertenecían al ejército, se hallaban tan ocupados en el arreglo de sus trajes rusos, griegos, caucásicos y mongólicos, como las mismas damas. Cuando la nobleza de Moscú da un baile a la familia imperial, la cosa debe resultar extraordinaria. En cuanto a mi hermano Alejandro y a mi, se nos consideraba demasiado jóvenes para tomar parte en un ceremonial tan importante.
Y sin embargo, después de todo, yo estuve en él. Nuestra madre había sido intima amiga de madame Nazimov, la esposa del general que era gobernador de Vilno cuando se empezó a hablar de la emancipación de los siervos; esta mujer, que era muy hermosa, se esperaba que asistiera al baile en compañía de su hijo, un niño de unos diez años, vestida con un traje verdaderamente magnífico, de princesa persa, formando juego con el que se había hecho para el niño de príncipe del mismo país, de un lujo extraordinario, con un cinturón cubierto de piedras preciosas; pero habiendo caído éste enfermo en aquellos dias, su madre creyó que uno de los hijos de su mejor amiga debiera ser el mejor substituto del suyo. Y, al efecto, nos llevaron a su casa a Alejandro y a mi, para que nos probásemos el traje. A él, que era más alto que yo, le estaba muy corto; pero a mi me ajustaba perfectamente, y, por consiguiente, se decidió que yo representase el principe persa.
El inmenso salón dél palacio de la nobleza moscovita estaba cuajado de invitados. Todos los niños recibieron estandartes coronados con las armas de cada una de las sesenta provincias del imperio ruso. Yo tenia un águila flotando sobre el mar azul, que representaba, según supe después, las armas del gobierno de Astraján, en el mar Caspio. Se nos formó a todos en la antecámara y marchamos después lentamente en dos hileras, dirigiéndonos hacia la elevada tribuna en que se hallaban el emperador y su familia; al llegar alli nos dividimos a derecha e izquierda, quedando así alineados en una sola fila ante ellos. A una señal dada se levantaron todos los estandartes, y la apoteosis de la autocracia aparecia muy expresiva. Nicolás quedó encantado; todas las provincias del impero rendían homenaje al jefe supremo. Después, los niños nos retiramos pausadamente al fondo del salón.
En aquel momento se produjo alguna confusión; los ayudas de cámara, con sus brillantes y bordados uniformes, corrian en todas direcciones, y perdí mi puesto en la formación; pero mi tío, el principe Gagárin, vestido de tungo (yo estaba absorto, contemplando con admiración su traje de pieles y su aljaba llena de flechas), me levantó en sus brazos y me colocó en la plataforma imperial. Bien fuera por ser yo el más pequeño de todos los niños presentes, o porque mi cara redonda, adornada por un cabello rizado, y la cabeza cubierta con un gran gorro de pelo de astracán, llamaran su atención, lo cierto es que Nicolás queria que me llevaran a donde él estaba, y alli permanecí entre generales y señoras que me miraban con curiosidad. Después me dijeron que el emperador, que siempre fue aficionado a chistes de cuartel, me tomó por el brazo, y conduciéndome a donde estaba María Alexandrovna (la esposa del príncipe imperial), que se hallaba próxima a su tercer alumbramiento, dijo en su lenguaje militar: - Esta es la clase de niños que debéis traerme - gracia que la hizo ruborizar en extremo. De lo que sí me acuerdo es de que él me preguntó si quería dulces, y yo le contesté que lo que deseaba eran galletas pequeñitas, de las que se sirven en el té (en casa no nos veíamos hartos nunca); entonces llamó a un criado y me vació una bandeja entera en mi alta gorra. - Se las llevaré a Sasha -le dije.
Sin embargo, Mijail, el hermano de Nicolás, que tenia aspecto de soldado y fama de ser muy chistoso, consiguió hacerme llorar. - Cuando sois niño bueno -dijo- os tratan así -y me pasó su gran mano por la cara hacia abajo-. Pero cuando sois malo, os tratan así -y me la pasó hacia arriba, refregándome la nariz, que ya tenía una tendencia marcada a crecer en tal dirección. Las lágrimas, que en vano traté de contener, asomaron a mis ojos; las señoras se pusieron en el acto de mi parte, y Maria Alexandrovna, que tenía muy buen corazón, me tomó bajo su protección; me sentó a su lado en una silla alta de terciopelo verde con espaldar dorado, y mi familia me dijo después que al poco tiempo recliné la cabeza en sus faldas y me quedé dormido, no moviéndose ella de su asiento en todo el tiempo que duró el baile.
Recuerdo también que, mientras aguardábamos en el salón de entrada el carruaje, los mios me acariaciaron y besaron, diciendo: - Chiquito, te han hecho paje. A lo que yo contesté: No soy paje; quiero irme a casa -hallándome muy preocupado, pensando en la gorra que contenía las galletitas que llevaba a Sasha. No sé si llegaron a su poder muchas; pero recuerdo el abrazo tan apretado que me dio cuando le dijeron el interés que me habia tomado en el asunto.
El ser inscripto como candidato para el cuerpo de pajes era entonces una gran distinción, con la cual rara vez favorecía Nicolás a la nobleza de Moscú. Mi padre estaba contentísimo, y ya soñaba con una brillante carrera cortesana para su hijo, y mi madrastra, cada vez que hablaba del particular, agregaba siempre: - Todo se debe a las instrucciones que le di antes de ir al baile.
Madame Nazimov se hallaba también muy complacida e insistía en querer retratarse teniéndome de pie a su lado con el vestído que tan admirablemente le sentaba.
La suerte de mi hermano Alejandro se decidió del mismo modo al siguiente año. En aquella época se celebraba el aniversario de la creación del regimiento de Izmailovsky, al que mi padre había pertenecido en su juventud. Una noche, mientras la casa entera estaba sumergida en un profundo sueño, un coche de tres caballos con los arneses llenos de campanillas, paró ante nuestra puerta, y un hombre que saltó de él, gritó: - ¡Abrid! ¡Una orden de su majestad el emperador!
Fácilmente se comprenderá el terror que esta visita nocturna sembró en nuestra casa: mi padre, temblando, bajó a su despacho; los consejos de guerra y la degradación militar eran cosas de que se oía hablar todos los días; era una época terrible. Pero Nicolás no queria más que tener los nombres de los hijos de todos los oficiales que habían pertenecido al regimiento, con objeto de que se mandaran a las escuelas militares, si es que aun no se había hecho. A ese propósito se envió un mensajero especial desde San Petersburgo a Moscú, el cual llamaba noche y día en las casas de los ex-oficiales.
Con mano temblorosa, mi padre escribió que su hijo mayor Nicolás estaba ya en el primer cuerpo de cadetes en Moscú; que el menor era candidato al cuerpo de pajes; no quedando más que el segundo, Alejandro, por entrar en la carrera militar. Algunas semanas después se recibió una comunicación informando a mi padre de la gracia imperial, ordenándosele a Alejandro que entrara en un cuerpo de cadetes en Orel, pequeña población de provincia, costándole a mi padre mucho trabajo y mucho dinero que se permutara dicho punto por Moscú. Este nuevo favor sólo se obtuvo en consideración a que ya nuestro hermano mayor se encontraba en el primer cuerpo de cadetes de esta ciudad.
Y así, debido a la voluntad de Nicolás I, ambos tuvimos que recibir una educación militar, a pesar de lo cual no pasaron muchos años sin que, por lo absurda, nos pareciera odiosa tal carrera. Pero Nicolás cuidaba mucho de que ninguno de los hijos de la nobleza siguiera otra, a menos de que no gozaran de buena salud; por esta razón nos vimos los tres obligados a ser oficiales, con gran satisfacción de mi padre.
Índice de Memorias de un revolucionario de Pedro Kropotkin | Presentación de Chantal López y Omar Cortés | Siguiente | Biblioteca Virtual Antorcha |
---|