Índice de Memorias de un revolucionario de Pedro Kropotkin | Anterior | Siguiente | Biblioteca Virtual Antorcha |
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EL CUERPO DE PAJES
(Segundo archivo)
VI.- Las ocupaciones en el Cuerpo de pajes. - Los estudios de física, química, matemáticas. - Horas de ocio. - La ópera italiana en San Petersburgo. VII.- El campamento en Peterhof. - Trabajos prácticos en el campo. - Consejos a los educadores. VIII.- Difusión de las ideas revolucionarias. - Abolición de la servidumbre. - Consecuencias importantes de la liberación de los campesinos. IX.- La vida en la Corte. - Sistema de espionaje en el palacio. - Alejandro II. María Alexandrovna. - Alejandro Alejandrovich.
Los años de colegio de un joven ruso son tan diferentes del periodo correspondiente en las escuelas del Occidente europeo, que debo insistir más aún sobre mi vida de estudiante. Los jóvenes rusos, por regla general, aun cuando estén todavía en un liceo o en una escuela militar, se interesan ampliamente por las cuestiones sociales, politicas y filosóficas. Verdad es que el Cuerpo de pajes era, de todos los colegios, el menos adecuado para tales empresas; pero en aquellos años de renacimiento general, las nuevas ideas penetraron hasta allí, conquistándonos a algunos, sin que por eso nos impidieran tomar parte activa en las bromas y juegos propios de nuestra edad.
Estando ya en la clase cuarta, me aficioné a la Historia, y con el auxilio de notas tomadas durante la lección y leyendo todo lo posible, llegué a escribir un curso completo de la primera parte de la historia medioveal, para mi uso particular. Al año siguiente, la lucha entre el papa Bonifacio VIII y el poder imperial llamó especialmente mi atención, y con tal motivo ambicioné ser admitido como lector en la Biblioteca imperial, para poder estudiar tan notable acontecimiento. Pero como esto era contrario al reglamento de la Biblioteca, no admitiéndose a los alumnos de las escuelas secundarias, fue necesario que nuestro buen Herr Becker consiguiera vencer la dificultad para que yo pudiera, al fin, entrar en el santuario y tomar asiento, ante una de las pequeñas mesitas destinadas al público, en una de las butacas de terciopelo rojo que entonces formaban parte del mobiliario del salón de lectura.
Gracias a varios libros de texto de alli y algunos de nuestra propia Biblioteca, pronto di con lo que buscaba. A pesar de no saber latín descubrí, sin embargo, un rico manantial de trabajos originales en el teutón y el francés antiguos, encontrando un inmenso placer estético en la belleza de estructura y expresión del francés antiguo de las crónicas. Toda una nueva composición de la sociedad y todo un mundo de complicadas relaciones se abrieron ante mis ojos; y desde entonces aprendi a apreciar más altamente las fuentes originales de la Historia que las obras de generalizaciones modernizadas, en las que los prejuicios de la política moderna, y aun hasta las meras fórmulas corrientes, sustituyen a menudo la verdadera vida del periodo. No hay nada que dé tanto ímpetu al propio desarrollo intelectual como una investigación independiente de cualquier clase que sea, y estos estudios mios me fueron más tarde de mucha utilidad.
Desgraciadamente tuve que abandonarlos cuando llegamos a la clase segunda (la penúltima). Los pajes tenían que estudiar durante los dos últimos años casi todo lo que se enseñaba en otros colegios militares en tres, y el trabajo que había que hacer para la escuela era muy extenso. Las ciencias naturales, las matemáticas y las ciencias militares habían de relegar forzosamente la Historia a un segundo término.
En la clase segunda empezamos a estudiar formalmente física; teníamos un excelente maestro, Charujin, hombre muy inteligente y de carácter jovial, enemigo de que se aprendiera de memoria, y que consiguió hacemos pensar, en vez de aprender meramente a conocer los hechos. Era un buen matemático, y nos enseñó física, tomando como base las matemáticas, explicando magistralmente al mismo tiempo las ideas fundamentales de la investigación cientifica y de los aparatos de física. Algunas de sus preguntas eran tan originales y tan buenas sus explicaciones, que quedaron grabadas para siempre en mi memoria.
El texto de física de Lenz no era malo (la mayoría de los de su clase para las escuelas militares habían sido escritos por los hombres más notables de la época); pero había quedado algo anticuado, y nuestro profesor, que le gustaba seguir su sistema particular, empezó a preparar un breve sumario de sus lecciones: una especie de aide-mémoire. Sin embargo, a las pocas semanas se arregló la cosa de tal modo, que ese trabajo recayó sobre mi, y nuestro maestro Charujin, procediendo como buen pedagogo, depositó en mí tal confianza, que se limitaba a leer las pruebas. Cuando llegamos a los capitulos sobre el calor, la electricidad y el magnetismo, hubo necesidad de escribirlos enteramente de nuevo, con más amplitud, introduciendo las teorias más nuevas, lo cual hice, preparando así, casi por completo, un libro de texto de física que se imprimió para uso de la escuela. Es comprensible que este trabajo me haya ayudado más adelante.
También en esta clase empezamos a estudiar química y en esto tuvimos igualmente un maestro de primera, el oficial de artilleria Petrushevsky, un amante apasionado de la ciencia, quien había hecho personalmente investigaciones originales de valor.
Los años 1858-61 lo fueron de renacimiento universal, de predilección por las ciencias exactas; Grave, Clausius, Joule y Seguin mostraron que el calor y todas las fuerzas físicas no son más que diversas formas del movimiento; Helmholtz empezó por entonces sus investigaciones, que forman época, respecto del sonido; Tyndall, en sus conferencias populares, hace que uno toque, si tal puede decirse, los átomos y las moléculas mismas. Gerhardt y Avogadro introdujeron la teoría de las sustituciones, y Mendeléiev, Lotarto Meyer y Newlands descubrieron las leyes periódicas de los elementos; Darwin, con su Origen de las especies, revolucionó todas las ciencias biológicas; en tanto que Karl Vogt y Moleschott, siguiendo a Claudio Bernard, sentaron las bases de la verdadera psicologia en la fisiologia. Era una época de renacimiento científico, y la corriente que arrastraba las inteligencias hacia las ciencias naturales era irresistible. Muchos libros excelentes se publicaron en aquella época, traducidos al ruso, y pronto comprendi que cualesquiera que fueran los estudios posteriores a que uno se dedicase, un conocimiento completo de las ciencias naturales, y la familiarización con sus métodos, debian ser el punto de partida. Cinco o seis de nosotros nos unimos para hacernos de cualquier clase de laboratorio. Con los aparatos elementales recomendados para los principiantes en el excelente libro de texto de Stockhardt, inauguramos nuestro laboratorio en un pequeño dormitorio de dos de nuestros compañeros, los hermanos Zamitsky; su padre, un antiguo almirante retirado, se complacia en ver a sus hijos ocupados en tan útil empresa, y no se oponia a que nos reuniéramos los domingos, y durante las vacaciones, en aquella habitación, al lado mismo de su estudio. Con el referido libro por guia hicimos sistemáticamente toda clase de experimentos. Debo decir que una vez casi incendiamos toda la casa, y que más de una envenenamos todas las habitaciones con clorina y otras drogas parecidas. Pero el viejo marino, cuando relatamos la aventura durante la comida, no se incomodó por eso, y nos contó que también el, en unión de varios compañeros, por poco queman una casa entretenidos en la menos provechosa ocupación de hacer un ponche; mientras que la madre, por su parte, se contentó con decir, en los momentos que la dejaba libre la tos:
- Pero si para aprender tenéis necesidad de manejar esas cosas que huelen tan mal, ¡qué le hemos de hacer!
Después de comer solía sentarse ella al piano, y hasta ya tarde pasábamos la noche cantando dúos, tercetos y coros de las óperas, o bien tomábamos la partitura de una de ellas, ya fuera rusa o italiana, y le dábamos un repaso desde el principio al fin, haciendo la madre y la hija de tiples, mientras que nosotros, mejor o peor, ejecutábamos todo lo restante. Así la química y la música iban mano a mano.
El estudio de las matemáticas superiores absorbía gran parte de mi tiempo. Varios de nosotros habíamos ya decidido no entrar en un regimiento de la guardia, en los que se empleaba todo el tiempo en ejercicios y desfiles, sino ingresar, una vez promovidos a oficiales, en una de las academias militares, artillería o ingenieros, a cuyo fin tuvimos que preparamos en trigonometría, cálculo diferencial y el principio del cálculo integral, para lo cual teníamos repasos particulares. Al par de esto, como se nos enseñara astronomía elemental, bajo el nombre de geografía matemática, me sumergi en lecturas astronómicas, especialmente el último año de mi estancia en el colegio. La vida incesante del universo, que yo concebía como vida y evolución, vino a ser para mi una fuente inagotable de elevados pensamientos prácticos, y el concepto de la unidad del hombre con la materia, tanto animada como inanimada, esto es, la poesía de la Naturaleza vino gradualmente a ser la filosofía que domínó toda mi existencia.
Si los estudios de nuestro colegio se hubieran limitado a las materias referidas, no nos hubiera sobrado el tiempo, seguramente; pero, además, teníamos que aprender historia, leyes, esto es, las lineas principales del código ruso, y economía politica en sus principios esenciales, incluyendo un curso de estadística comparada. También necesitábamos dominar formidables cursos de ciencia militar, tácticas, historia militar (las campañas de 1812 y 1815 en todos sus detalles), artillería y fortificación de campaña.
Volviendo ahora la vista a semejante programa de estudios, creo que, aparte de lo referente a la cuestión militar, que podía haber sido reemplazado ventajosamente por trabajos más completos en las ciencias exactas, la variedad de materias que se nos enseñaba no traspasaba los limites de lo que puede aprender un joven de una capacidad corriente. Debido a un regular conocimiento de las matemáticas elementales y de la física, que adquirimos en las clases inferiores, la mayoría de nosotros podía con el trabajo. En algo nos descuidábamos un poco, especialmente en lo forense, así como en historia moderna, para la cual, desgraciadamente, teniamos un maestro, Shulguin, ya inutilizado por los años, a quien sólo se conservaba en su puesto para que pudiera tener opción a su retiro entero. Hay que advertir que se nos daba cierta amplitud en la elección de los asuntos que más nos agradaban, apretándonos bien en sus exámenes; en tanto que, respecto a las otras materias, se nos trataba con benignidad. Sin embargo, la causa principal del buen éxito relativo alcanzado en la escuela, era debido a que se enseñaba el modo más concreto posible. Tan pronto como aprendíamos la geometría elemental en el papel, íbamos a aprenderla en el campo con los postes y la cadena del agrimensor, y más tarde con la plancheta, la brújula y demás aparatos. Después de tan concreta instrucción, la astronomía elemental no ofrecia dificultad alguna, mientras que el trabajo en sí era un manantial inagotable de entretenimiento.
El mismo sitema de enseñanza concreta se aplicaba a la fortificación. En el invierno se resolvían problemas como, por ejemplo, el siguiente: Teniendo mil hombres y quince días a vuestra disposición, construir la mejor fortificación posible, para proteger un puente que ha de servir a un ejército en retirada, discutiendo acaloradamente con el maestro, cada uno en defensa de su proyecto, cuando aquél se permitia criticarlo. En el verano poníamos nuestro conocimiento en práctica. A estos ejercicios campestres atribuyo la facilidad con que la mayoria de nosotros llegamos a dominar tal variedad de materias científicas a la edad de 17 o 18 años.
A pesar de todo esto, teníamos bastante tiempo libre para juegos y distracciones; cuando mejor lo pasábamos, era al terminarse los exámenes, que nos dejaban tres o cuatro semanas en completa libertad, antes de ir al campamento, o a la vuelta de éste, en cuya época nos daban también tres semanas libres antes de empezar el curso.
A los pocos que entonces quedaban en el colegio se les permitía, durante las vacaciones, entrar y salir a voluntad, teniendo siempre allí cama y comida. Yo trabajaba en la Biblioteca o visitaba la galería de pintura de L'herémite, estudiando uno por uno, separadamente, los mejores cuadros de cada escuela, o bien iba a las fábrícas de naipes, algodón, hierro, loza y crístal del Estado que están abiertas al público. Otras veces nos daba por irnos a remar al Neva, pasando toda la noche en el río, y otras en el golfo de Finlandia con los pescadores. Noches melancólicas del Norte, durante las cuales la luz de la aurora viene a mezclarse con los últimos resplandores del crepúsculo de la tarde, y es posible leer un libro al aire libre a medianoche; para todo esto hallábamos tiempo de sobra.
Después de mis visitas a las fábricas, me aficioné a la grande y perfecta maquinaria. Viendo de qué modo una garra gigantesca, partiendo de una grúa, se apoderaba de una viga que flotaba en el Neva y la echaba en tierra colocándola bajo la sierra que la convertía en tablas, o cómo una gran barra de hierro al rojo blanco es transformada en un riel, respués de haber pasado entre dos cilindros, comprendí la poesía de la maquinaria. En nuestras fábricas actuales, el trabajo mecánico es la muerte para el obrero, porque éste viene a convertirse en el servidor perpetuo de una máquina determinada, y nunca puede llegar a ser nada más. Pero esto es cuestión de mala organización, y no tiene nada que ver con la máquina en sí: exceso de trabajo y eterna monotonía son igualmente perjudiciales, ya se haga el trabajo a mano, con herramientas sencillas, o a máquina. Aparte, pues, de esto, me imagino perfectamente el placer que al hombre puede reportar la conciencia del poder de su máquina, el inteligente carácter de su trabajo, lo gracioso de sus movimientos y lo correcto de lo que hace; y creo que el odio que William Morris profesaba a las máquinas, sólo prueba que la concepción de su poder y gracia faltaba a su gran genio poético.
La música también desempeñó un papel importante en mi desenvolvimiento: de ella obtuve mayor placer y entusiasmo aún que de la poesía. En aquellos tiempos, apenas existía la ópera rusa; pero la italiana, que contaba con un buen número de estrellas de primer orden, era la institución más popular de San Petersburgo. Cuando la prima donna Bosio cayó enferma, miles de personas, sobre todo de la juventud, permanecían hasta altas horas de la noche, a las puertas de su hotel, para saber cómo seguia; no era hermosa, pero tanto lo parecía cuando cantaba, que los jóvenes locamente enamorados de ella podían contarse a centenares; y cuando murió se le hizo un entierro como no se recordaba otro igual en San Petersburgo.
La capital entera estaba dividida en dos campos: los admiradores de la ópera italiana y los del gusto francés, que ya entonces empezaba a mostrar en germen la deplorable corriente offenbáquica, que, algunos años más tarde, infectó a toda Europa. Nuestra clase también se hallaba dividida por mitad en estos dos campos, perteneciendo yo al primero. A nosotros no se nos permitia ir al patio del teatro o a las galerias delanteras, y en cuanto a los palcos, los que no estaban abonados se pedian hasta con meses de anticipación, mientras que los otros se transmitian en ciertas familias como posesión hereditaria. Los sábados conseguiamos ir al gallinero, y allí teniamos que estar de pie en la atmósfera de un baño turco, mientras que, para ocultar nuestros llamativos uniformes, acostumbrábamos usar nuestros sobretodos negros, que estaban enguantados y tenian cuellos de pieles; y que manteníamos abotonados, a pesar del calor. Es maravilla que ninguno de nosotros cogiera una neumonia en tales condiciones, saliendo acaloradísimos, no sólo por las causas indicadas, sino además por las ovaciones que soliamos hacer a nuestras constantes favoritas, permaneciendo después a la puerta del vestuario para lanzarles la última mirada y dirigirles una flor. La ópera italiana se hallaba en aquella época, por causas que no son fáciles de explicar, íntimamente unida al movimiento radical, y los recitados revolucionarios de Guillermo Tell y Los Puritanos, eran siempre recibidos con aplausos atronadores y gritos, que iban derechos al corazón de Alejandro II; en tanto que, en la galeria del sexto piso, en el salón de descanso y a la puerta del escenario, la mejor parte de la juventud de San Petersburgo iba a confundirse en un sentimiento común, que semejaba a un culto por tan sublime arte. Todo esto puede parecer ahora infantil; pero lo cierto es que muchas ideas elevadas y muchas generosas aspiraciones surgieron en nosotros al calor del entusiasmo por nuestros artistas favoritos.
Todos los veranos ibamos fuera a acampar a Peterhof, con las demás escuelas militares del distrito de San Petersburgo. En general, nuestra vida aIli era muy agradable, e indudablemente muy provechosa para nuestra salud: dormiamos en espaciosas tiendas, nos bañábamos en el mar, y pasábamos una gran parte de tiempo, durante las seis semanas, en ejercicios al aire libre.
En las escuelas militares el objeto principal de la vida de campamento era evidentemente el ejercicio militar, cosa que todos detestábamos sobremanera, pero cuya monotonia se interrumpia en ocasiones, haciéndonos tomar parte en maniobras de campaña. Una noche, cuando nos ibamos a acostar, Alejandro II puso en alarma a todo el campamento, haciendo tocar llamada. A los pocos minutos todos estaban sobre las armas; varios miles de muchachos reunidos en torno de sus banderas, mientras que los cañones de la escuela de artilleria tronaban en el silencio de la noche. Todo el elemento militar de Peterhof vino a galope al campamento; pero debido a alguna mala inteligencia, el emperador permanecia a pie. Se corrieron órdenes en todas direcciones para proporcionarle un caballo, pero no se encontraba ninguno; pues no siendo buen jinete, no queria montar más caballos que los suyos. Esto le irritó en alto grado, y pronto dio rienda suelta a su cólera. ¡Imbécil (durák)! ¿acaso no tengo más que un caballo? -le oi decir a un ayudante que le había manifestado hallarse su caballo en otro campamento.
Con la negrura de la noche, el estampido del cañón y el estruendo de la caballería, nosotros, los muchachos, nos excitamos mucho, y cuando Alejandro ordenó una carga, nuestra columna cargó en linea recta hacia donde él estaba. Estrechamente unidos en las filas y con las bayonetas bajas, debíamos tener un aspecto imponente; y vi al emperador, que aun estaba a pie, dejar el paso franco a la columna en tres formidables saltos. Entonces comprendi lo que representa una fuerza armada que ataca en columna cerrada bajo la excitación de la música y de la marcha misma. Alli estaba ante nosotros el emperador, nuestro jefe, a quien todos venerábamos; y sin embargo, creo que en esta masa en movimiento ningún paje o cadete se hubiera apartado ni una línea, o detenido para dejarle espacio. Éramos una fuerza en marcha, mientras que él representaba un obstáculo, y la columna lo hubiera arrollado seguramente. ¿Por qué se habia de encontrar en nuestro camino? dijeron los pajes después. En tales casos, los jóvenes, con un rifle en la mano, son aun más terribles que los soldados viejos.
Al año siguiente, cuando tomamos parte en las grandes maniobras de la guarnición de San Petersburgo, vi algo de lo que, hasta cierto punto, es una acción de guerra. Durante dos días consecutivos no hicimos más que marchar arriba y abajo en un espacio como de treinta y cinco kilómetros, sin tener la menor idea de lo que ocurria a nuestro alrededor, o por qué motivo marchábamos. El cañón tronaba, unas veces cerca de nosotros y otras muy lejos; un vivo fuego de fusileria se oía por todas partes de el cerro y el bosque; los ayudantes de órdenes corrían en todas direcciones, mandando unas veces avanzar y otras retroceder; y nosotros marchábamos, marchábamos y marchábamos, sin encontrar sentido o estos movimientos encontrados. Masas de caballería habían pasado por un mismo camino, dejándolo convertido en un lecho de arena movediza, y nosotros tuvimos que avanzar y retroceder varias veces por el mismo terreno, hasta que, al fin, nuestra columna se desmoralizó, pareciendo más bien una masa incoherente de peregrinos que una fuerza militar. Sólo la escolta de la bandera seguía por la carretera; los restantes caminaban lentamente a ambos lados de aquélla por el bosque. Las órdenes y las súplicas de los oficiales resultaban ineficaces.
De repente se oyó a la espalda una voz que decia: ¡El emperador viene! ¡El emperador! Los oficiales corrieron de un lado para otro rogándonos que formáramos en filas; pero nadie les hizo caso.
Al fin llegó el emperador, y una vez más ordenó una retirada. ¡Media vuelta a la derecha! gritó la voz de mando. El emperador está detrás de nosotros; tened a bien volver, murmuraron los oficiales; pero el batallón hizo tan poco caso de la orden como de la presencia del emperador. Afortunadamente, Alejandro II no era fanático por el militarismo, y después de pronunciar algunas palabras para animarnos, prometiéndonos descanso, se fue al galope.
Entonces comprendí la importancia que tiene en las funciones de guerra el estado moral y lo poco que se puede conseguir no empleando más que la disciplina cuando se le pide al soldado que haga más de lo natural. ¡Qué puede conseguir aquélla cuando las tropas, ya cansadas, tienen que hacer un esfuerzo supremo para llegar al campo de batalla a una hora convenida! Nada absolutamente; sólo el entusiasmo y la confianza en sí mismo pueden en tales momentos conducir al soldado a realizar lo imposible, y esto es precisamente lo que de continuo ha de hacer para asegurar el triunfo. ¡Cuántas veces traje a la memoria, más tarde, en Siberia, tan provechosa lección, cuando nosotros también teníamos que llevar a cabo lo imposible durante nuestra expedición científica!
Sin embargo, comparativamente, no era mucho el tiempo que dedicábamos, durante nuestra estancia en el campamento, a ejercicios y maníobras militares. Una buena parte de él se empleaba en un trabajo práctico de levantar planos y hacer fortificaciones. Después de algunos ejercicios preliminares, se nos daba una brújula de reflexión y se nos decía: Id y levantad un plano, bien sea de este lago, de esos caminos o de aquel parque, midiendo los ángulos con aquélla y la distancia a pasos. De mañana, tras de un almuerzo precipitado, el alumno llenaba sus espaciosos bolsillos militares con rebanadas de pan de centeno y se iba por cuatro o cinco horas al parque, dejando kilómetros atrás, topografiando con su brújula y sus pasos los hermosos senderos sombreados por los árboles, los riachuelos y los lagos. Después se comparaba su trabajo con mapas muy correctos, dándose premios de instrumentos de óptica o de dibujo, según la elección del interesado. Para mi, esta ocupación era una fuente inagotable de placeres. La independencia del trabajo, el aislamiento bajo esos gigantes del bosque que contaban siglos de existencia; la vida en el bosque, que podia disfrutar sin que me molestaran, unido al interés que el trabajo inspiraba, todo esto dejó profunda huella en mi espíritu, y cuando me convertí en explorador de Siberia, y muchos de mis compañeros lo fueron del Asia Central, se encontró que estos trabajos habían sido una excelente preparación.
Finalmente, en la última clase se formaban grupos de cuatro alumnos que se llevaban un dia sí y otro no a algunas aldeas situadas a larga distancia del campamento, y allí tenían que medir detalladamente varias millas cuadradas, con ayuda de la tabla del agrimensor y los necesarios aparatos. Y oficiales del cuerpo iban de vez en cuando a revisar sus trabajos y hacerles indicaciones. Esta vida entre los campesinos en la aldea, produjo el mejor efecto en el desarrollo moral e intelectual de los alumnos.
Al mismo tiempo nos ejercitábamos en la construcción de secciones transversales de fortificaciones de proporciones corrientes. Acompañados por un oficial íbamos al campo, y allí teníamos que hacer el perfil de un bastión o de una cabeza de puente complicada, clavando listones y postes, exactamente del mismo modo que lo hacen los ingenieros de ferrocarriles al trazar la vía. Cuando llegamos a las troneras y barbetas, necesitábamos calcular mucho, a fin de obtener la inclinación de los distintos planos, después de lo cual dejó de ofrecer dificultades el conocimiento de le geometría.
Ese trabajo nos deleitaba, y una vez de vuelta en la población, encontrando en nuestro jardín un poco de barro y greda nos pusimos a edificar una verdadera fortificación en escala reducida, con troneras y parapetos rectos y oblicuos bien calculados. Todo fue hecho con esmero, y lo que ahora ambicionábamos era obtener alguna madera para hacer las plataformas para los cañones, y poder colocar sobre ellas los que nos servían de modelos en la clase. Pero ¡hay! nuestros pantalones tomaban un aspecto alarmante.
- ¿Qué hacéís ahí? -exclamó nuestro capítán. ¡Mirad cómo estáis! ¡Parecéis obreros! (lo que precisamente nos servia de satisfacción). ¡Qué diría el gran duque si viniera y os encontrara en semejante estado!
- Le enseñaríamos nuestra fortificación y le pediríamos herramientas y madera para las plataformas.
Todas las protestas fueron vanas; doce trabajadores vínieron al día siguiente a llevarse nuestra hermosa obra, como si se tratara de un montón de basura.
Menciono esto para demostrar cuánto desean los niños y los jóvenes poder poner en práctica lo que han aprendido en la escuela de un modo abstracto, y qué estúpidos son los maestros que no alcanzan a ver la ayuda tan poderosa que podrian hallar en esta dirección, contribuyendo a que sus discípulos se hicieran cargo del verdadero sentido de lo que aprenden. En nuestro colegio todo tendía a educarnos para la guerra; sin embargo, nosotros hubiéramos trabajado con igual entusiasmo en tender una línea férrea, en edificar una barraca o en cultivar un jardín o un campo. Pero todas estas aspiraciones de los niños o los muchachos a un trabajo verdadero son perdidas, sencillamente, porque nuestra idea de la escuela es todavia la del escolasticismo y el monasterio medievales.
Los años 1857-61 lo fueron, como es sabido, de prosperidad para las fuerzas intelectuales rusas; todo lo que se había murmurado al oído en los últimos diez años, con la reserva propia de las reuniones puramente de amigos, por la generación representada en la literatura rusa por Turguéniev, Tolstoi, Herzen, Bakunin, Ogáriov, Dostoievski, Griogorovich, Ostrovski y Nekrásov, empezaba ahora a darse a conocer por la prensa. La censura era todavía muy severa; pero lo que no se podía decir abiertamente en el artículo de fondo, se deslizaba en forma de novelas, relatos humorísticos o comentarios velados sobre acontecimientos de la Europa occidental; todos leían entre líneas y se hacían cargo de lo que se trataba.
No teniendo relaciones en San Petersburgo, aparte del colegio y un reducido circulo de parientes, no tomé parte en el movimiento radical de aquellos años; me hallé muy alejado de él. Sin embargo, su rasgo más característico era tal vez. el tener la facultad de poder penetrar en un colegio de tan buen tono como el maestro, y encontrar eco en un circulo tal como el formado por mis parientes de Moscú.
En aquel tiempo acostumbraba a pasar los domingos y días festivos en casa de mi tia, de quien se ha hablado en uno de los capitulos anteriores bajo el nombre de princesa Mirsky; su marido sólo pensaba en banquetes y comidas extraordinarias, mientras ella y su hija únicamente se ocupaban en divertirse. Mi prima era una joven muy bella de 19 años, de carácter muy amable, y casi todos sus primos estaban perdidamente enamorados de ella. A su vez, ella también se enamoró de uno de ellos y quiso casarse; pero el casamiento entre primos es considerado como un gran pecado por la iglesia rusa, y su madre procuró en vano obtener un permiso especial de las altas dignidades eclesiásticas, por cuyo motivo la trajo a San Petersburgo, en la esperanza de que pudiera elegir entre sus muchos admiradores un marido más conveniente para ella que su propio primo. Debo agregar que todo fue trabajo perdido; pero su elegante morada era el centro de una brillante multitud de jóvenes pertenecientes al ejército y a la carrera diplomática.
Semejante casa hubiera sido la última en que se hubiese podido pensar como relacionada con las ideas revolucionarias; y sin embargo en ella fue donde primero conoci la literatura revolucionaria de la época. El gran emigrado Herzen empezaba a publicar entonces en Londres su revista La Estrella Polar, que tan gran conmoción causó en Rusia, aun entre los circulos palaciegos, y que circulaba en San Petersburgo secretamente. Mi prima pudo hacerse de ella, y acostumbrábamos leerla juntos. Su corazón se rebelaba contra los obstáculos que se oponían a su felicidad, y su cerebro se hallaba por eso mismo más dispuesto para prestar buena acogida a la enérgica critica que el gran escritor lanzaba contra la aristocracia rusa y todo su desacreditado sistema de gobierno. Con un sentimiento que rayaba en veneración acostumbraba yo mirar el medallón impreso en la cubierta de La Estrella Polar, y que representaba las nobles cabezas de los cinco decembristas a quienes ahorcó Nicolás I después de la rebelión del 14 de diciembre de 1825: Bestuzhev, Kajovski, Pestel, Riléiev y Muravief Apostol.
La galanura del estilo de Herzen -de quien Turguéniev ha dicho con razón que escribia con lágrimas y sangre, y a quien nadie en Rusia ha igualado-, la amplitud de sus ideas y su profundo amor a su país, hicieron honda huella en mí, siendo esto causa de que leyera y releyera esas páginas resplandecientes de espíritu e impregnadas de profundo sentimiento.
En 1859 o a principios del 60, empecé a publicar mi primer periódico revolucionario. A tal edad, ¿qué podía ser yo más que un progresista? Asi es que en mi publicación se abogaba en favor de una constitución para Rusia, mostrando su necesidad; se criticaban los desenfrenados gastos de la Corte, lo que se invertía en Niza para mantener poco menos que una escuadra a disposición de la emperatriz viuda, que murió en 1860; se mencionaban los abusos de los funcionarios, de que oía yo hablar continuamente, y se hacía la apología del sistema constitucional. La tirada era de tres ejemplares, que yo deslizaba en las carpetas de tres compañeros de las clases más adelantadas, a quienes suponía que podían interesarse en la cosa pública, encargándoles a los lectores que las observaciones que quisieran hacer las colocaran tras el reloj escocés de la biblioteca.
Con verdadera emoción fui al día siguiente a ver si habían dejado algo para mí. Allí encontré dos notas; dos compañeros escribían que simpatizaban mucho con la idea, y sólo me aconsejaban que no me arriesgara demasiado. Escribí el segundo número, insistiendo con mayor energía aún en la necesidad de unir todas las fuerzas en nombre de la libertad; pero esta vez no contestó ninguno, y en su lugar los dos compañeros vinieron a mí y se expresaron de este modo:
- Tenemos la seguridad de que eres tú quien escribe el periódico, y queremos hablarte sobre el particular. Estamos perfectamente de acuerdo contigo, y hemos venido aqui para decir: seamos amigos; el periódico ha cumplido su misión: ha conseguido unirnos; pero no hay necesidad de que continúe. En todo el colegio no hay más que otros dos que pudieran tomarse algún interés en tales cuestiones, mientras que si se llegara a saber que se publica un periódico de esta índole, las consecuencias serían terribles para todos nosotros. Constituyamos, pues, un circulo, y hablemos de todo lo que nos parezca; tal vez consigamos atraer algunos otros.
Esto era tan razonable, que no pude por menos de estar conforme con ello, y sellamos nuestra unión con un fuerte y cordial apretón de manos. Desde entonces, los tres vinimos a ser buenos amigos, acostumbrando a leer mucho juntos y a discutirlo todo.
La abolición de la servidumbre era el asunto que en aquel tiempo llamaba más la atención de todos los pensadores.
La revolución del 1848 había encontrado un eco lejano en el corazón del campesino ruso, y desde el año 1850 las insurrecciones de los siervos empezaron a tomar serias proporciones. Cuando estalló la guerra de Crimea y se hicieron levas en toda Rusia, estos alzamientos se extendieron con una violencia jamás conocida hasta entonces. Muchos propietarios de siervos fueron muertos por éstos, y los movimientos de los campesinos adquirieron tanta importancia que hubo necesidad de mandar regimientos enteros con artillería y todo para sofocarlos, cuando en otra tiempo bastaba un pequeño destacamento de soldados para reducirlos por el terror a la obediencia.
Estos actos de audacia por una parte, y por otra la profunda aversión a la servidumbre, que había crecido con la generación que venia a la vida pública con el advenimiento de Alejandro II al trono, hacían cada vez más imperativa la emancipación de los aldeanos. El mismo emperador, contrario a dicha institución, y sostenido o, mejor dicho, influido en el seno de su propia familia por su esposa, su hermano Constantino y la gran duquesa Elena Pavlovna, dio los primeros pasos en esa dirección. Su intención era que la iniciativa de la reforma partiera de la nobleza, de los mismos dueños de siervos. Pero en ninguna provincia rusa se pudo inducir a la nobleza a que enviara una petición al zar con tal objeto. En marzo del 56, él en persona dirigió la palabra a la nobleza de Moscú sobre la necesidad de tal medida; pero su discurso sólo fue contestado con un significativo silencio; así que, montando en cólera, Alejandro II concluyó con estas memorables palabras de Herzen: Seria mejor, señores, que la liberación viniera de arriba, que no aguardar a que venga de abajo. Pero ni aun esto causó efecto alguno, y fue necesario recurrir a las provincias de la Antigua Polonia, Grodno, Vilna y Kovno, en las que Napoleón I había abolido la servidumbre (en el papel) en 1812. Nazimov, gobernador general de esas provincias, pudo al fin conseguir la tan deseada petición de la nobleza polaca. En noviembre del 57, el famoso rescripto dirigido al gobernador general de las provincias lituanas, anunciando la intención del emperador de abolir la servidumbre de los campesinos, fue lanzado a la publicidad, y nosotros leímos, con los ojos humedecidos por el llanto, el hermoso articulo de Herzen, titulado Has vencido, Galileo, en el cual los refugiados en Londres declaraban que en adelante no mirarían a Alejandro II como enemigo, sino que, por el contrario, le ayudarían en la gran obra de la emancipación.
La actitud de los campesinos fue verdaderamente notable: no bien circuló la noticia de que la tan deseada liberación se aproximaba, casi todas las insurrecciones se contuvieron. La población rural adoptó una actitud espectante, y durante un viaje que Alejandro efectuó por el interior del país, por todas partes le salían al paso, rogándole les diera libertad, petición que, a pesar de todo, él recibió con gran repugnancia. Es digno de llamar la atención, pues revela la fuerza de la tradición, que se abrió camino el rumor de que había sido Napoleón III quien alcanzó del zar, en el tratado de paz, que se diera libertad a los campesinos. Semejante rumor lo oí con frecuencia; y hasta la vispera misma de la emancipación parecían dudar de que ésta pudiera llevarse a cabo sin que la presión viniera del exterior. No se hará nada, a menos que venga Garibaldi, fue la contestación que dio un labriego a un compañero mío que le habló de la libertad que se acercaba. Y así han pensado muchos (1).
Pero a estos primeros momentos de regocijo general, siguieron años de incertidumbre e inquietud; comisiones especialmente nombradas al efecto en las provincias y en San Petersburgo, discutian el asunto; pero la voluntad de Alejandro parecia vacilante, y de continuo se contenía a la prensa para evitar que se discutieran los detalles. En San Petersburgo circularon siniestros rumores que llegaron hasta nuestro cuerpo.
No faltaban jóvenes entre la nobleza, que trabajaran sinceramente por la franca abolición de la vieja servidumbre; pero el partido contrario se unía cada vez con más fuerza en torno del emperador y concluyó por influir en su ánimo. Ellos murmuraban a su oído que el día que se aboliera la servidumbre, los campesinos empezarian a matar a todos los propietarios territoriales, y Rusia presenciaría un nuevo levantamiento Pugachev, mucho más terrible que el de 1773; y Alejandro, que era un hombre de carácter débil, prestó fácilmente acogida a tales predicciones. Pero toda la máquina destinada a producir la ley de la emancipación se había puesto en movimiento; las juntas se reunían; buen número de proyectos de emancipación dirigidos al emperador, circulaban manuscritos e impresos en Londres. Herzen, secundado por Turguéniev, quien lo tenia bien informado de todo lo que ocurría en los centros oficiales, comentaba en su Kolokol y en su Estrella Polar los detalles de los diferentes proyectos, y otro tanto hizo Chernishevski en el Sovrémennik. Los eslavófilos, en particular Aksákov y Belváev, se habían aprovechado de los primeros momentos de relativa libertad concedida a la prensa, para dar al asunto una gran publicidad y discutir las consecuencias de la emancipación con profundo conocimiento de su aspecto técnico. Todo el San Petersburgo intelectual estaba con Herzen, y sobre todo con Chernishevski, y recuerdo de qué modo los oficiales de la guardia imperial, a quienes veía los domingos después del desfile en casa de mi prima (entre ellos Dmitri Nikoláievich Kropotkin, aide-de-camp del emperador), estaban de acuerdo con el jefe del partido avanzado en la lucha por la emancipación. El torrente de la opinión, lo mismo en los salones que en las calles de San Petersburgo, fue tal, que era imposible retroceder. La liberación tenía que realizarse; y otra cosa de importancia se había conseguido: los libertos recibirían, además de sus hogares, las tierras que hasta entonces hubiesen cultivado.
Sin embargo, el partido de la antigua nobleza no se desanimaba; concentraba sus esfuerzos en la obtención de un aplazamiento de la reforma, en reducir las dimensiones del terreno que se había de conceder al liberto y en la imposición de un impuesto de redención sobre aquél, tan elevado, que hiciera ilusoria su libertad económica; viendo semejantes pretensiones coronadas por el éxito, Alejandro II despidió al que era alma verdadera de todo el movimiento, Nicolás Miliútin (hermano del ministro de la Guerra), diciéndole al partir: Siento privarme de vuestros servicios, pero tengo que hacerlo; la nobleza os considera como uno de los rojos. La primera junta que había redactado el proyecto de emancipación fue disuelta también; y otra nueva revisó aquel trabajo en interés de los dueños de siervos, siendo la prensa una vez más amordazada.
Las cosas tornaron un aspecto muy sombrió, llegándose a dudar de que la liberación pudiera jamás realizarse. Yo seguía febrilmente las peripecias de la lucha, y todos los domingos, cuando mis compañeros volvían de sus casas, les preguntaba lo que habían oído decir a sus padres. Hacia fines del año 60 las noticias eran cada vez peores: El partido de Valluiev está en candelero. Tratan de revisarlo todo. Los parientes del príncipe X (un amigo del zar) no lo dejan de la mano. La liberación será desplazada; temen una revolución.
En enero del 61 empezaron a circular rumores un poco menos pesimistas, y generalmente se confiaba que algo respecto al particular podría surgir el 19 de febrero, aniversario del advenimiento al trono del emperador.
Llegó la fecha deseada, pero no trajo nada nuevo. Aquel día estaba yo en palacio; no habia gran recepción, sino pequeña, y a ella se mandaban los pajes de la segunda clase, con objeto de que se fueran acostumbrando a las prácticas palatinas. Estando yo, pues, de servicio, y teniendo por misión atender a una de las grandes duquesas que habian venido a palacio a asistir a la misa, al no aparecer su marido, fui a buscarlo. Se encontraba en el gabinete del emperador, y al acompañarlo, le dije medio en broma lo ajena que estaria su mujer a la importancia de aquella conferencia. Aparte de muy pocos iniciados, nadie en palacio sospechaba que el manifiesto se hubiera firmado el 19 de febrero, y se hubiese tenido oculto quince dias, únicamente porque el domingo inmediato, el 26, era el primer dia de Carnaval y se temia que, debido a lo que se bebe en las aldeas con tal motivo, pudiera estallar una insurrección. Hasta la feria de Carnaval, que se acostumbraba celebrar en San Petersburgo en la plaza próxima al Palacio de Invierno, fue trasladada aquel año a otra, por temor a un levantamiento en la capital. Las instrucciones dadas a las tropas respecto al modo de reprimir cualquier movimiento de los aldeanos eran verdaderamente terribles.
Quince días después, el último domingo de Carnaval (el 5 de marzo, o más bien el 17, según el Nuevo Cómputo), estaba en el colegio, por tener que tomar parte en un desfile militar de la escuela de equitación; aun me hallaba en cama, cuando mi asistente Ivanov entró precipitadamente con el servicio de té, exclamando: ¡Principe, libertad. El manifiesto está fijado en el Gostini Dvor! (las tiendas que daban frente al colegio).
- ¿Lo viste tú mismo?
- Si; la gente se agolpaba para conocerlo; uno lee, los otros oyen. ¡Es la libertad!
En un par de minutos estaba vestido y en la calle. Un compañero que venia al colegio me dijo:
- ¡Kropotkin, la libertad! Aqui está el manifiesto; mi tio se enteró anoche que se leeria en la primera misa de la catedral de Isaac, y allá fuimos todos. La concurrencia era poco numerosa; no había más que gente del pueblo. Se leyó el manifiesto, y se distribuyó después de la misa. Todos lo comprendieron bien; al salir, dos campesinos que estaban a la puerta, me dijeron de un modo muy significativo:
- ¿Qué tal? ¿Parece que se han ido?
Imitando él el gesto y la acción con que indicaban la salida. Aquel modo de despedir a los amos representaba muchos años de expectación.
Leí y releí el manifiesto; estaba escrito en un estilo elevado por el antiguo metropolitano de Moscú, Philarete, pero con una mezcla de ruso y antiguo eslavo que obscurecia el sentido. Era la libertad, sin duda; pero no en el acto, teniendo los aldeanos que seguir en la servidumbre dos años más, hasta el 19 de febrero de 1863. A pesar de todo esto, una cosa resultaba abolida, y los libertos tomarían posesión de sus hogares y sus tierras. Verdad es que tendrían que pagarlas; pero la antigua mancha de la esclavitud se había borrado; ya no serían esclavos; la reacción esta vez no ganó la partida.
Fuimos al desfile, y cuando la parte militar hubo terminado, Alejandro II, permaneciendo a caballo, gritó: ¡A mi los oficiales! Todos se aglomeraron en torno suyo y él empezó a pronunciar un discurso en alta voz respecto al gran acontecimiento del día.
A nosotros llegaron fragmentos de párrafos como éstos: Los oficiales ... los representantes de la nobleza en el ejército ... se ha puesto un término a siglos de injusticia ... confío en la abnegación de la nobleza ... la leal nobleza se agrupará alrededor del trono ... y otros parecidos. Los oficiales dieron entusiastas vivas al terminar.
Más que marchando, volvimos al colegio corriendo, haciendo todo lo posible por llegar a tiempo a la ópera italiana, cuya última función de la temporada debía tener lugar aquella tarde; por cuyo motivo era de esperarse que se hiciera allí alguna manifestación. Nos quitamos los uniformes precipitadamente y muchos de nosotros, con vestidos ligeros, corrimos a la galería del sexto piso, encontrando el teatro completamente lleno.
Durante el primer entreacto el salón de fumar de la Opera se vio invadido por una multitud de jóvenes excitados, hablando todos unos con otros, se conocieran o no. Convinimos, desde luego, volver a la sala y cantar con todo el público en un coro general el himno Dios salve al zar.
Pero en aquel momento se oyeron los acordes de la música y todos corrimos hacia dentro. La orquesta de la Opera estaba ya tocando dicho himno, que fue ahogado por las exclamaciones que partían de todos los extremos del teatro. Vi a Baveri, el director de orquesta, moviendo la batuta; pero ningún sonido se percibía de aquella banda tan numerosa. Entonces se detuvo aquél, pero los vivas continuaron. Otra vez vi moverse la batuta en el aire, los músicos tocaban sus instrumentos de viento; pero también ahora el ruido de las voces se sobrepuso al sonido de la orquesta. De nuevo empezó Baveri a hacer que se tocara el himno, y sólo al final de esta tercera repetición fue cuando algunos sonidos aislados pudieron dominar el clamor de las voces humanas.
El mismo entusiasmo habia en la calle. Una multitud, compuesta de campesinos e individuos de la clase media, se situó enfrente del palacio dando vivas, y el zar no podia salir sin que una entusiasta muchedumbre lo siguiera corriendo tras el carruaje. Razón tenia Herzen cuando dos años más tarde, mientras Alejandro ahogaba en sangre la insurrección polaca, y el verdugo Muraviev la estrangulaba en el cadalso, escribió: Alejandro Nikoláievich, ¿por qué no te has muerto aquel día? Tu nombre se hubiera transmitido a la historia como el de un héroe.
¿Dónde estaban los levantamientos que habían sido predichos por los campeones de la esclavitud? Condiciones más indefinidas que las creadas por la Polozhénie (la ley de la emancipación) no se hubieran jamás inventado. Si algo podía haber provocado trastornos, era indudablemente la extremada vaguedad de las condiciones creadas por la nueva ley; y sin embargo, excepto en dos lugares donde hubo insurrecciones y en alguno otro sitio, donde ocurrió un pequeño disturbio, debido únicamente a una mala inteligencia, siendo sofocado en el acto, puede decirse que Rusia permaneció tranquila, más tranquila que nunca. Con su buen sentido habitual, comprendieron los campesinos que la servidumbre había concluído, que llegó al fin la libertad, y aceptaron las condiciones que se les imponían, por más que éstas fueran muy gravosas.
Estuve en Nikólskoie en agosto del 61 y también en el verano del 62, y me admiró la manera tranquila e inteligente con que los aldeanos habían aceptado el nuevo orden de cosas. Sabían perfectamente lo difícil que sería pagar el impuesto de redención por el terreno, que era en realidad una indemnización a la nobleza, en vez de las obligaciones de la servidumbre; pero tanto apreciaban la abolición de la esclavitud personal, que aceptaron cargas tan ruinosas, no sin murmurar, como una dura necesidad, desde el momento que se obtenía la libertad personal. Los primeros meses guardaron dos días de fiesta por semana, diciendo que era pecado trabajar en viernes; pero cuando vino el verano se dedicaron al trabajo con mayor energía aun que antes.
Cuando vi a nuestros campesinos en Nikólskoie quince meses después de la liberación, no pude menos que admirarlos. Su bondad ingénita y su dulzura eran las mismas; pero toda clase de servilismo había desaparecido. Hablaban a sus amos como de igual a igual, como si jamás hubieran estado en otras relaciones. Además, aparecieron entre ellos hombres tales, que muy bien pudieran cumplidamente defender sus derechos. La Polozhénie era un libro voluminoso y difícil, que me costó bastante comprender, y sin embargo, cuando Vasili Ivanov, el corregidor de Nikólskoie, vino un día a pedirme que le explicara algo que encontraba obscuro, vi que él, que no leía aun de corrido, había hallado admirablemente su camino a través de los intrincados capítulos y párrafos de la ley.
Los criados, es decir la gente dedicada al servicio doméstico, fueron los que escaparon peor. No les dieron tierras, y apenas hubieran sabido qué hacer con ellas si las hubiesen obtenido. Alcanzaron la libertad y eso fue todo. En nuestra vecindad casi todos dejaron a sus amos; en casa de mi padre, por ejemplo, no quedó ninguno. Se fueron a otra parte en busca de colocación, y muchos de ellos la encontraron al momento en casa de los comerciantes, que tenían a gala tener el cochero de tal o cual príncipe o el cocinero de tal o cual general. Los que sabían un oficio encontraron trabajo en las poblaciones; por ejemplo, la banda de música de mi padre no se disolvió, y halló un buen modo de vivir en Kaluga, conservando amistosas relaciones con nosotros; pero los que no tenian oficio lo habían de pasar muy mal, y sin embargo, la mayoria prefería vivir de cualquier modo antes que permanecer con sus antiguos amos.
Respecto a los propietarios, mientras los más importantes hacían todos los esfuerzos posibles en San Petersburgo para reintroducir las antiguas condiciones con uno u otro nombre (lo que consiguieron hasta cierto punto con Alejandro III, la gran mayoría se sometió a la abolición de la servidumbre como a una especie de calamidad necesaria. La nueva generación dio a Rusia esa notable falange de mediadores de paz y amantes de la justicia, que tanto contribuyó a la marcha pacifica de la emancipación. En cuanto a la antigua, casi todos tenían ya echadas sus cuentas respecto a la inversión que harían de las grandes sumas que debían recibir de los campesinos a cambio de las tierras cedidas a éstos, las cuales habían sido apreciadas muy por encima de su valor real, dudando entre derrochar ese dinero en los restaurantes de las capitales o sobre el tapete verde del juego. Y en verdad que la mayoría lo disipó tan pronto como lo tuvo en su poder.
Para muchos propietarios, la liberación de los siervos fue un excelente negocio; asi, por ejemplo, tierras que mi padre, anticipándose a la emancipación, vendió en parcelas al tipo de once rublos el acre ruso, fueron luego estimadas al de cuarenta en las entregadas a los campesinos; esto es, tres veces y media más de su precio en el mercado, y esto era lo corriente en todos nuestros alrededores; mientras que en la finca de Tambov, de mi padre, en las praderas, el mir, esto es, la aldea en común, fijó el tipo de la renta en todas sus tierras por doce años, en un precio que representaba el doble de lo que él acostumbraba a obtener de ellas cuando las cultivaban los siervos.
Diez años después de esta época memorable fui a aquella misma finca, que habia heredado de mi padre, donde permaneci durante algunas semanas, y en la tarde del dia de mi partida, el cura de nuestra aldea, hombre de inteligencia e ideas independientes, tipo que se encuentra algunas veces en nuestras provincias del Sur, salió a dar un paseo por los contornos del lugar. La puesta del sol era espléndida; un aire embalsamado venia de los campos, y a poco de caminar encontró a un aldeano de una edad regular, llamado Antón Savéliev, sentado sobre una pequeña eminencia, leyendo el libro de salmos. El pobre apenas sabía deletrear el antiguo eslavo, y con frecuencia solía empezar un libro por la última página, volviendo éstas al revés; pero así y todo, le agradaba la lectura, y cuando encontraba repetida una palabra que llamaba su atención, eso le producia contento; en aquel instante leía un salmo, cada uno de cuyos versos empezaba con la palabra regocijaos.
- ¿Qué leéis?, le preguntó el pope. A lo que contestó: Os lo voy a decir ahora, padre: hace catorce años el viejo príncipe vino aquí; era invíerno. Yo no había hecho más que volver a casa medio helado; se había desencadenado una tormenta de nieve; no hice más que empezar a desnudarme, cuando se oyó un golpe en la ventana. Era el corregidor que grítaba: ¡Id a casa del príncipe; os necesita! Todos nosotros -mi mujer y mis hijos- nos quedamos petríficados. ¿Para qué te querrá? exclamó mi mujer alarmada. Salí santiguándome; la nieve me quitaba la vista al cruzar el puente; pero todo concluyó en bien. El viejo príncipe estaba durmiendo la siesta, y cuando despertó, me preguntó si sabía trabajar de albañilería, y sólo me dijo que volviera al día siguiente a recoger los desconchados de una habitación. Así que me fui a casa muy contento, y al llegar al puente, encontré allí a mi mujer, que me esperaba. En aquel lugar había estado, a pesar de la tormenta, aguardándome con el niño en los brazos. ¿Qué ha ocurrido, Savéliev? gritó al verme. Nada de particular -le contesté-; sólo me necesita para hacer una compostura. Esto pasaba, padre, en aquel tiempo, y ahora el joven príncipe vino aquí el otro día; fui a verlo y lo encontré en el jardín tomando el té a la sombra; usted, padre, estaba con él y el corregidor del cantón con su cadena de alcalde sobre el pecho. ¿Quieres tomar té, Savéliev? me preguntó. Toma asiento, Piotr Gregorich -dijo al mayordomo-, danos otra silla. Y aquél que tanto nos aterraba cuando estaba al servicio del viejo principe, la trajo, y todos nos sentamos en torno de la mesa, hablando y tomando el té que él mismo nos sirvió a todos nosotros. Pues bien, padre, como la tarde está tan hermosa y el aire viene embalsamado, yo me siento y leo: ¡regociajaos! ¡regocijaos!
Esto es lo que la abolición de la servidumbre significaba para los campesinos.
Notas (1) Se prueba ahora que este rumor sobre la presión de Franela, aunque parezca extraño, tuvo algún fundamento. Mi amigo, el profesor Nys, me hizo notar, con motivo de estas líneas, que después del tratado de paz, en París, en mayo de 1856, Napoleón III propuso que en esa misma capital tuviera lugar la conferencia entre los representantes de los imperios sobre la situación general de los asuntos de Europa. Como Informante actuó el ministro Wolowski, conocido economista de aquel tiempo, quien habló indudablemente sobre el derecho de la servidumbre y de que Rusia no seria considerada una potencia completamente europea hasta que la esclavitud no hubiese sido abolida. En junio del 61 fui nombrado sargento del Cuerpo de pajes; a algunos de los oficiales no les sentó muy bien, pues decian que no habría disciplina desempeñando yo este cargo; pero no había manera de evitarlo, porque lo corriente era que el prímer alumno de la clase superior fuese el nombrado, y yo había estado a la cabeza de la nuestra durante varios años. Este cargo se consideraba muy envidiable, no sólo porque el sargento ocupaba una situación prívilegiada en la escuela y era tratado como un oficial, sino especialmente porque era también paje de cámara del emperador por el tiempo que durara el cargo, y el ser personalmente conocido por él era, por supuesto, considerado como el prímer escalón para futuras distinciones. Sin embargo, el punto más importante para mi era que me libraba de todas las molestias del servicio interno del colegio, que recaía en los pajes de cámara, y que tendría para mis estudios una habitación separada, en la que podría aislarme del bullicio de la escuela. Verdad es que también tenia un grave inconveniente; yo siempre había encontrado fastidioso el recorrer paso a paso, varias veces al día, las clases en toda su extensión, y acostumbraba a hacerlo a la carrera, cosa que estaba completamente prohibida, y ahora tendría que caminar con mucha parsimonia, en vez de correr, con el libro de la ordenanza bajo el brazo. Sobre tan serio asunto se celebró una consulta entre algunos amigos, decidiéndose que, de cuando en cuando, podría encontrar ocasiones para dar mis carreras favoritas; en cuanto a las relaciones con los demás, dependía de mí el poner las bajo un nuevo pie de igualdad y compañerismo, y resolví hacerlo así. Los pajes de cámara tenían que estar con frecuencia, en palacio, de servicio en las grandes y pequeñas recepciones, besamanos, bailes, comidas de gala y todo lo demás. Durante las semanas de Navidad, Año Nuevo y Pascua teníamos que ir a palacio casi todos los días, y algunas veces hasta dos en uno mismo. Además, era mi obligación, como sargento, dar parte al emperador todos los domingos, en el desfile de la escuela de equitación, de que no había novedad en la compañía del Cuerpo de pajes, aun cuando una tercera parte de la escuela estuviera enferma con alguna afección contagiosa. Al dar hoy el parte, ¿no diré lo que ocurre? -preguntaba yo al coronel en tales ocasiones; a lo cual él me contestaba: ¡Ni pensarlo siquiera; sólo habria que dar parte si sobreviniera una insurrección! La vida de la Corte tiene indudablemente en si mucho de pintoresca con su elegante refinamiento en las costumbres, aunque en el fondo resulte superficial; con su rigurosa etiqueta y el esplendor de que se rodeaba, era indudable que tenia que causar impresión. Un gran besamanos es un hermoso espectáculo, y aun la simple recepción de algunas señoras por la emperatriz, difiere mucho de una entrevista corriente, cuando se efectúa en uno de los salones lujosamente decorados del palacio. Las invitadas son acompañadas por ujieres de cámara y gentileshombres, con uniformes bordados en oro, y la soberana se presenta seguida de pajes brillantemente ataviados y de damas de honor, conduciéndose todos con sorprendente solemnidad. Ser actor en las ceremonias de la Corte, al servicio de los más importantes personajes, ofrecía algo más que un mero interés de curiosidad a un joven de mis años. Además, entonces miraba yo a Alejandro II como a una especie de héroe; hombre que no daba importancia a las ceremonias de la Corte, sino que, en este periodo de su reinado, empezaba su dia de trabajo a las seis de la mañana y estaba empeñado en una lucha reñida con un poderoso partido reaccionario, a fin de poder realizar una serie de reformas, de las cuales la abolición de la servidumbre no era más que el primer paso. Pero gradualmente, a medida que veia más el lado teatral de la Corte, y que de cuando en cuando podia echar una mirada y observar algo de lo que pasaba tras de la escena, me fui haciendo cargo, no sólo de la poca importancia de estas demostraciones y de las cosas cuya misión era precisamente ocultar, sino también de que esas pequeñeces absorben la Corte de tal modo que no le permiten tomar en consideración asuntos de mucha mayor importancia. A menudo, las realidades no se tenían presentes en la acción: desvaneciéndose entonces lentamente la aureola con que mi imaginación había circundado la figura de Alejandro II; así que, al terminar el año, aunque al comenzar yo había abrigado algunas ilusiones respecto a una provechosa actividad en las altas esferas palatinas, todas se vieron marchitadas. En toda festividad de importancia, así como en los días del santo y natalicio del emperador y de la emperatriz, en el de la coronación, y en otros parecidos, se celebraba un gran besamano en palacio. Miles de generales y jefes de todas clases, de capitán arriba, lo mismo que los altos funcionarios civiles, se hallaban formados en dos filas en los grandes salones del palacio, para inclinarse ante el emperador y su familia al pasar solemnemente para ir a la iglesia. Todos los miembros de la familia imperial venían esos días a palacio, reuniéndose unos y otros en una sala, donde charlaban alegremente hasta que llegaba el momento de ponerse la máscara de la solemnidad. Entonces se formaba la columna: el emperador, dando la mano a la emperatriz, abria la marcha, seguido por su paje de cámara, quien a su vez lo era por el jefe del cuarto militar, el aide-de-camp de servicio aquel dia, y el mayordomo mayor de palacio; en tanto que la emperatriz, o mejor dicho, la inmensa cola de su traje, iba seguida de sus dos pajes de cámara, quienes tenian que suspenderla en las vueltas y desplegaria después en todo su esplendor. El presunto heredero, que era un joven de diez y ocho años, y todos los grandes duques y duquesas venían después, por el orden de su derecho de sucesión al trono; siendo seguida cada una de las grandes duquesas por un paje de cámara; continuando luego una larga procesión de las damas de honor, jóvenes y de edad, vistiendo todas el llamado traje ruso; esto es, un traje de etiqueta que se suponia parecido al usado por las mujeres de la antigua Rusia. A medida que pasaba la procesión, yo iba viendo cómo cada uno de los más altos funcionarios militares y civiles, antes de hacer la reverencia, procuraba ser objeto de una mirada del emperador, y si éste respondia al saludo con una leve sonrisa o un imperceptible movimiento de cabeza, o quizás con una palabra o dos, al punto miraba en torno suyo a sus vecinos, lleno de orgullo, esperando ser congratulado por ellos. La procesión venía de la iglesia en igual forma, después de lo cual cada uno se marchaba a sus ocupaciones respectivas. Aparte de algunos acérrimos cortesanos y alguna que otra joven, de cada diez personas que concurrian a estos actos, no se encontraba una que no los mirase como un deber enojoso. Dos o tres veces durante el invierno, se daban grandes bailes en palacio, a los que se invitaba a miles de personas. Después que el emperador abria el baile, con una polonesa, cada uno quedaba en completa libertad de divertirse a su manera. En aquellos salones amplios y brillantemente iluminados, había bastante espacio para que las jóvenes pudieran sustraerse a la asidua vigilancia maternal, y muchas gozaban a su satisfacción de la danza y de la cena, durante la cual la gente joven se despachaba a su gusto. Mis deberes en estos bailes eran algo difíciles:
Alejandro II no bailaba ni se sentaba, paseándose de continuo entre los convidados, y el paje de cámara tenía que seguirlo a cierta distancia de modo que se le pudiera llamar sin molestia, pero sin llegar a una proximidad inconveniente. Esta combinación de presente y ausente no era fácil conseguirla, ni el emperador la necesitaba;
él hubiera preferido quedar sin que nadie le acompañara; pero esa era la tradición y tenia que someterse a ella. Lo peor se presentaba cuando se introducia en una densa aglomeración de señoras, que permanecían de pie formando círculo en torno al lugar donde bailaban los grandes duques, pasando entre ellas lentamente; pues no era pequeña empresa atravesar ese jardín humano, que se abría para dar paso al emperador, y se cerraba inmediatamente en pos de él. En vez de danzar, centenares de señoras y señoritas permanecian allí fuertemente comprimidas unas contra otras, esperando cada una que alguno de los grandes duques se fijara en ella y la sacara a bailar un vals o una polca. Era tal la influencia de la Corte en la sociedad de San Petersburgo, que si uno de los grandes duques se fijaba en alguna muchacha, sus padres hacian todo lo posible porque su hija se enamorase perdidamente de tan gran personaje, a pesar de saber perfectamente que no había casamiento posible, porque a los grandes duques rusos no se les permite casarse con súbditas del zar. La conversación que una vez oí en casa de una familia respetable relacionada con la Corte, después de haber bailado el presunto heredero al trono dos o tres veces con una muchacha de diez y siete años, y las esperanzas que con tal motivo acariciaban sus padres, traspasaban los limites de lo que posiblemente hubiera yo podido imaginar. Cada vez que íbamos a palacio tomábamos el lunch o comíamos allí, y siempre venían los lacayos a contarnos al oído algunas noticias de la crónica escandalosa de la casa, aunque no manifestásemos por saberlas ningún interés. Ellos conocían todo lo que pasaba en los diferentes palacios, que eran sus dominios. Debo, sin embargo, decir en honor de la verdad, que durante el año de que hablo esa clase de crónica no fue tan rica en acontecimientos como llegó a serio desde el 70 en adelante. Los hermanos del zar estaban recién casados, y sus hijos eran todos muy pequeños; pero las relaciones del mismo emperador con la princesa X, a quien Turguéniev ha retratado tan admirablemente en su novela Humo, bajo el nombre de Irene, eran objeto de la crítica de los criados, quienes hablaban con más desenvolutra del asunto que la misma sociedad de San Petersburgo. Pero un día, al entrar en el cuarto donde nos vestíamos, nos dijeron que la princesa X había sido poco antes despedida, esta vez de un modo irrevocable. Media hora después vimos a la dama en cuestión venir a misa con los ojos hinchados de llorar y procurando contener las lágrimas, en tanto que las demás hubieron de colocarse a cierta distancia de ella, como para ponerla más en evidencia. Los lacayos estaban ya enterados del incidente, y lo comentaban a su manera. Había algo verdaderamente repulsivo en la conducta de esos hombres, que el día antes se hubieran inclinado hasta el suelo en presencia de la misma mujer. El sistema de espionaje que se ejerce en palacio, especialmente en torno del mismo emperador, parecería poco menos que increíble a los que no estuvieran iniciados. De ello dará una idea este incidente: algunos años después, uno de los grandes duques recibió una severa lección de un caballero de San Petersburgo, quien había prohibido a aquél la entrada en su casa y, al volver a ella a una hora inesperada, lo encontró en la sala. Corrió hacia él con el bastón levantado; pero el joven, al verlo, cogió precipitadamente la escalera, y estaba ya a punto de saltar al carruaje cuando fue alcanzado por su perseguidor, quien le dio un golpe con el bastón. El policía que estaba a la puerta vio la aventura y corrió a dar cuenta de ella a su primer jefe, el general Trepov, el cual, a su vez, montó en un carruaje y corrió a palacio para ser el primero en comunicar al emperador tan desagradable incidente. Alejandro II llamó al gran duque, y tuvo una conversación reservada con él. Un par de dias después, un antiguo funcionario que pertenecía a la sección tercera de la cancillería imperial, esto es a la policía de Estado, y era amigo de la familia de un compañero mío, refirió toda la conversación. El emperador -según nos manifestó- estaba muy incomodado, y dijo al gran duque al terminar: Debéis saber manejar mejor vuestros pequeños asuntos. Y al preguntarle, como es natural, de qué medios se había valido para conocer esa conversación, dio esta respuesta, que es bien caracteristica: Lo que dice y lo que opina Su Majestad debe ser conocido en nuestro departamento. De otro modo, ¿cómo seria posible que desempeñara fielmente su misión una institución como la policía de Estado? Tened la seguridad que el emperador es la persona que se vigila más de cerca en todo San Petersburgo. No había nada de jactancioso en estas palabras; cada ministro, cada gobernador general, antes de entrar en el despacho del emperador con sus informes, hablaba primeramente con su lacayo particular, para conocer el estado de ánimo del señor aquel día, y según era, le presentaba algún asunto desagradable, o bien lo dejaba dormir en el fondo de su cartera, esperando un momento más adecuado. Cuando el gobernador general de la Siberia Oriental venia a San Petersburgo, siempre mandaba un ayudante con un buen regalo para el camarero particular del emperador. Hay días -este alto funcionario solía decir- en que el emperador se encolerizaria y ordenaria abrir una investigación sobre el proceder de todos, incluso el mio, si le presentase en tales ocasiones algunos expedientes determinados; mientras hay otros en que todo marchará sin tropiezo alguno: ese lacayo es una alhaja. El conocer al día de qué humor estaba el emperador, representaba una parte principal en el arte de retener una posición elevada; arte que más tarde el conde Shuválov y el general Trepov entendieron a la perfección, así como también el conde Ignatiev, quien supongo, según lo que observé, lo poseía sin ayuda del lacayo. Al principio de estar al servicio de Alejandro II sentía una gran admiración por él, considerándolo como el libertador de los siervos. La imaginación a menudo lleva a un joven más allá de las realidades del momento, y el estado de mi ánimo era entonces tal que si se hubiera atentado en mi presencia contra él, lo hubiese cubierto con mi cuerpo. Un día, al comenzar enero del 62, lo vi dejar la procesión y marchar rápídamente solo hacia los salones, donde partes de todos los regimientos de la guarnición de San Petersburgo estaban formadas en batalla. Esta parada solía efectuarse al aire libre; pero este año, a causa de los hielos, tenía lugar en el interior del palacio, y Alejandro, que generalmente pasaba a galope tendido ante las tropas en las revistas, tenia ahora que hacerlo a pie ante los regimientos. Yo sabía que mis deberes de Corte terminaban desde el momento que el emperador aparecia en su calidad de jefe militar de las tropas, y que mi obligación era seguirlo hasta aquel sitio, pero no más allá. Sin embargo, como al mirar en todas direcciones vi que estaba completamente solo, habiendo desaparecido los dos ayudantes, y no encontrándose allí ninguno de la escolta, no lo dejaré, me dije a mí mismo, y lo seguí. Ya fuera porque Alejandro II tuviese mucho que hacer en dicho día, o que deseara, por otras razones, que la revista terminara lo antes posible, lo cierto es que se lanzó con tanta rapidez ante las tropas, dando pasos tan largos y tan ligeros -era muy alto-, que me fue difícil seguirlo, caminando con toda la velocidad de que yo era capaz, teniendo en ciertos momentos que correr para no perder la distancia. Parecía como si huyera de un peligro, comunicándoseme su excitación de tal modo que a cada momento me hallaba dispuesto a colocarme de un salto ante él, sintiendo sólo no llevar más que la espada de ordenanza en vez de la mía propia, que tenia una hoja toledana, con la que se atravesaba una moneda de cobre y era un arma mucho mejor. Sólo después de haber pasado por delante del último batallón fue cuando contuvo algo el paso, y al entrar en otro salón, volvió la cabeza, encontrándose con mi mirada, que centelleaba con la agitación de aquella marcha impetuosa. El ayudante más joven venia a toda carrera dos salones más atrás de nosotros, y yo me preparaba a sufrir una buena reprimienda; en lugar de lo cual me dijo Alejandro II, tal vez revelando sin querer algún secreto pensamiento:
¿Tú aqui? ¡Bravo, muchacho! Y a medida que se alejaba lentamente volvió hacia el espacio aquella problemática y distraída mírada que yo había empezado a sorprender en él con frecuencia. Tal era en aquella época mi modo de apreciar la situación; pero varios pequeños incidentes, al parecer sin importancia, así como el carácter reaccionario que la política de Alejandro II iba tomando, derramaron poco a poco la duda en mí corazón. Todos los años, el 6 de enero, una ceremonia medio cristiana y medio pagana, cuyo objeto es bendecir las aguas, tiene lugar en Rusia, efectuándose también en palacio. Sobre el Neva, y frente al palacio, se levanta un pabellón, y a él va la familia imperial precedida del clero, a través del gran muelle cantándose allí una letanía y sumergiendo la cruz en las aguas del rio. Millares de personas bajan a los muelles y a las heladas aguas del Neva para presenciar el espectáculo, teniendo que estar todos con la cabeza descubierta; y como este año el hielo apretara, un viejo general se había puesto una peluca; mas, debido a la precipitación con que se quitó la esclavina, aquélla se movió, y ahora la tenía atravesada en la cabeza sin darse cuenta de ello. El gran duque Constantino, que lo notó, se estuvo riendo todo el tiempo que duró el Te Deum, así como los grandes duques más jóvenes, mirando todos en la dirección en que se hallaba el infortunado general, quien se reía estúpidamente, ignorando cuál pudiera ser la causa de semejante hilaridad. Al fin, Constantino se lo dijo con disimulo al emperador, quien también miró al general y se rió; algunos momentos más tarde, al cruzar una vez más la procesión el muelle, de vuelta hacia palacio, un viejo campesino, también con la cabeza descubierta, abriéndose camino a través de dos filas de soldados que formaban en la carrera de la procesión, cayó de rodillas a los pies mismos del emperador, presentando un memorial, y gritando con lágrimas en los ojos: ¡Padre, defiéndonos! Siglos de esclavitud de la población rural rusa se hallaban comprendidos en esta exclamación; pero Alejandro II, que algunos minutos antes se había reído, durante el servicio religioso, de una peluca descompuesta, pasó ahora junto al campesino sin hacer el menor caso de él. Yo iba inmediatamente tras el primero, y sólo observé un ligero estremecimiento de temor ante la súbita aparición del segundo; después de lo cual continuó caminando sin dignarse siquiera dirigir una mirada a la criatura humana que se hallaba a sus pies. Miré a mi alrededor: los ayudantes no estaban alli; el gran duque Constantino, que venía detrás, hizo el mismo caso del pobre que su hermano; no había, pues, nadie que tomara la petición, así que la recibí yo, a pesar de saber que por ello sería fuertemente reprendido; porque, en verdad, no era esa mi misión; pero recordé lo que le habría costado al labriego llegar hasta la capital, primero, y hasta el emperador después, pasando las filas de policias y soldados. Como todos los de su clase que presentaban memoriales al zar, iba a ser arrestado, nadie sabe por cuánto tiempo. El día de la emancipación de los siervos, Alejandro II era adorado en San Petersburgo; pero es un hecho bien notable que, aparte de este momento de entusiasmo general, la ciudad no lo quería. Su hermano Nicolás, sin que nadie pudiera decir por qué, era, al menos, muy popular entre el pequeño comercio y los cocheros, pero ni Alejandro ni su hermano Constantino, el jefe del partido reformista, ni su tercer hermano Miguel, contaban con las simpatías de ninguna clase en San Petersburgo. El primero conservaba demasiado el carácter despótico de su padre, que surgía alguna vez que otra a través de su trato, por lo general afable. Se acaloraba con facilidad, y a menudo trataba a sus cortesanos del modo más despreciativo, no siendo lo que se llama un hombre en quien se pudiera depositar confianza, lo mismo respecto a su política que a sus simpatías personales, y además era vengativo. Dudo que profesara sinceramente afecto a alguien; entre los hombres que le rodeaban, los había de bien malos antecedentes; el conde Adlerberg, por ejemplo, quien le hizo pagar una y otra vez sus enormes trampas, y otros renombrados por sus estafas colosales. Desde el principio del 62 empezó a revelarse capaz de resucitar los tiempos peores del reinado de su padre; se sabía que pensaba llevar a cabo una serie de importantes reformas en la magistratura y en el ejército; que los terribles castigos corporales se hallaban a punto de ser abolidos, y que una especie de gobierno local, y tal vez hasta una constitución de cierta clase, se concederían. Pero a pesar de esto, el más ligero disturbio era reprimido bajo sus órdenes con una rígida severidad; cualquier movimiento lo consideraba como un agravio personal; así que, en todo momento, había motivo para temer de él las medidas más reaccionarias. Los desórdenes que estallaron en las Universidades de San Petersburgo, Moscú y Kazán en octubre del 61, fueron reprimidos con una dureza sin igual. Se cerró la Universidad de San Petersburgo, y aunque la mayoria de los profesores abrieron cursos libres en el Ayuntamiento, pronto fueron éstos suprimidos, teniendo los mejores profesores, como Stasinlevich y Kostomarov, que dejar la Universidad. Inmediatamente después de la abolición de la servidumbre, se inició un gran movimiento en favor de la apertura de escuelas dominicales, que surgieron por todas partes, fundadas por corporaciones y particulares -todos los maestros eran voluntarios-, y la gente del pueblo, lo mismo jóvenes que adultos, acudían a ellas en gran número. Oficiales, estudiantes y hasta algunos pajes, se convirtieron en maestros, y tan excelentes métodos se emplearon, que, teniendo la lengua rusa una ortografía fonética, conseguimos enseñar a leer a los campesinos en nueve o diez lecciones. Mas cuando menos se esperaba, esas escuelas, en las que la masa del pueblo hubiera aprendido a leer en pocos años, sin gasto alguno para el Estado, fueron cerradas. Como empezara en Polonia una serie de manifestaciones patrióticas, se mandaron allí a los cosacos a que dispersaran la multitud a latigazos, prendieron centenares de personas en las iglesias con su acostumbrada brutalidad. En las calles de Varsovia se fusilaba a los hombres hacia fines del 61, y para suprimir algunas insurrecciones de campesinos que estallaron, se apeló a las horribles carreras de baquetas por entre dos hileras de soldados, aquel castigo favorito de Nicolás I; lo déspota que Alejandro II vino a ser desde el año 70 al 81, se vislumbraba ya en el 62. De toda la familia imperial, indudablemente la más simpática era la emperatriz Maria Alexándrovna, de carácter sincero, y cuando decía algo agradable, era verdad que lo sentía. La manera como una vez me dio las gracias por una pequeña atención (fue después de haber recibido al embajador de los Estados Unidos, que acababa de llegar a San Petersburgo), me impresionó profundamente; no fue en la forma que debía esperarse de una señora viciada por las costumbres cortesanas, como es de suponer que ha de estarlo una emperatriz. Ella, ciertamente, no era feliz en el hogar doméstico, ni tampoco apreciada por las damas de la Corte, quienes la encontraron muy severa, y no se podían explicar que tomase tan a pecho las étaurderies de su marido. Ahora ya se sabe el papel de verdadera importancia que representó en lo referente a la abolición de la servidumbre; pero en aquella época su influencia en tal sentido se desconocía, considerándose al gran duque Constantino y a la gran duquesa Elena Pavlovna, que era el sostén principal de Nicolás Miliutin en la Corte, como jefes del partido reformista en las esferas palatinas. La emperatriz era más conocida por la parte decisiva que había tomado en la creación de gimnasios para los jóvenes (institutos), que recibieron desde su fundación, en 1859, un alto grado de organización y un carácter verdaderamente democrático. Sus amistosas relaciones con el gran pedagogo Ushinsky le salvaron a éste de participar de la suerte de todos los hombres notables de la época; esto es, del destierro. Siendo ella misma muy bien educada, María Alexándrovna hizo cuanto le fue posible por dar una buena educación a su hijo mayor; los hombres más notables en toda clase de conocimientos fueron buscados como maestros, y hasta Kavelin fue invitado con tal propósito, a pesar de ser conocidas sus amistosas relaciones con Herzen; cuando él las mencionó, contestó ella que, aparte del violento lenguaje que aquél había usado respecto a la emperatriz viuda, no tenia ningún otro resentimiento contra él. El presunto heredero era un joven hermoso, tal vez demasiado hermoso para hombre. No tenía orgullo, y durante los besamanos, acostumbraba a charlar, como entre compañeros, con los pajes de cámara. (Aun recuerdo, en la recepción de Año Nuevo, haber llamado su atención sobre la sencillez del uniforme del embajador de los Estados Unidos, comparado con los trajes de papagayo de los demás). Sin embargo, los que lo conocían bien lo describían como extremadamente egoísta, incapaz de tomar afecto a nadie; este rasgo característico se mostraba más prominente en él aun que en su padre. Respecto a su educación, todos los desvelos de su madre resultaron inútiles. En agosto del 61, sus exámenes, que se efectuaron en presencia de su padre, fueron de un efecto deplorable, y recuerdo que Alejandro II, en un desfile en que aquél mandaba las tropas, y durante el cual cometió algunas equivocaciones, gritó de modo que todos pudieron oirle: ¡Ni aun eso has podido aprender! Murió, como es sabido, a los veintidós años, de una afección a la médula espinal. Su hermano Alejandro, que vino a ser el presunto heredero en 1865, y fue más tarde Alejandro III, formaba raro contraste con Nicolás Alexandrovich. Tanto me recordaba a Pablo I, por su fisonomía, su figura y su contemplación de sí mísmo, que yo acostumbraba a decir: Si alguna vez reina, será otro Pablo I en el palacio de Gatchina y tendrá el mismo fin que su bisabuelo, a manos de sus propios cortesanos. Su resistencia a aprender era invencible: se decía que Alejandro II, habiendo tenido tantas dificultades con su hermano Constantino, que estaba mejor educado que él, adoptó la política de concentrar toda su atención en el primogénito y descuidar la educación de los demás; sin embargo, dudo mucho que eso sea cierto. Alejandro Alejandrovich ha debido tener aversión a todo lo que sea instruirse desde la infancia; su ortografia, que pude apreciar en los telegramas que dirigía a su prometida en Copenhague, era extremadamente mala. No puedo dar aquí un ejemplo de ella en ruso; pero en francés escribía de este modo: Ecri á oncle á propos parade ... les nouvelles sont mauvaissent, y así por el estilo. Se dice que sus maneras se suavizaron en el último tercio de su vida; pero en 1870, y aun mucho después, era un verdadero descendiente de Pablo l. Conocí en San Petersburgo un oficial de origen sueco (de Finlandia), a quien se había enviado a los Estados Unidos a comprar fusiles para el ejército ruso. A su vuelta, tuvo que dar cuenta de su misión a Alejandro Alejandrovich, encargado de la inspección del cambio de armamento del ejército. Durante esa entrevista, el zarevich, dando rienda suelta a su carácter impetuoso, empezó a reprender al oficial, quien probablemente contestaría con dignidad, lo que fue causa de que el principe, presa de un acceso de furor, insultase a aquél usando un lenguaje soez. Pero el ofendido, que pertenecia a ese tipo de hombres dignos y respetables que con frecuencia se encuentran entre la nobleza sueca en Rusia, se retiró en el acto y escribió al presunto heredero una carta, en la cual decía que si en el término de veinticuatro horas no le daba una satisfacción, se pegaría un tiro. Aquello era una especie de duelo japonés; pero el joven Alejandro no mandó sus excusas, y el oficial cumplió su palabra. Yo lo vi en casa de un intimo amigo mio, que lo era también suyo, contando los minutos y esperando recibir la explicación; a la mañana siguiente estaba muerto. El zar se incomodó mucho con su hijo, y le ordenó acampañara el cadáver hasta su última morada; pero ni aun esta terrible lección curó al joven de la altivez e impetuosidad propias de los Romanov.
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