Índice de Memorias de un revolucionario de Pedro Kropotkin | Anterior | Siguiente | Biblioteca Virtual Antorcha |
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SIBERIA
(Primer archivo)
I.- Elección de regimiento. - Incendio en el Apraxin Dvor. - Comienzos de la reacción. - Promoción a oficiales. - Salida para Siberia. II.- Irkutsk. - El general Kúkel. - Actividad reformadora. - La ola de reacción. III.- Levantamiento de Polonia. - Funestas consecuencias para los polacos y los rusos. - La reacción en Siberia. - El final de las reformas. IV.- Anexión del territorio del Amur. - El viaje por el Amur. - Las primeras experiencias de navegante. - El tifón. - El envío a San Petersburgo.
A mediados de mayo de 1862, semanas antes de nuestra promoción, me dijo un día el capitán que hiciera la lista final del regimiento a que cada uno quería pertenecer. Podíamos elegir entre todos los de la guardia, en los que se ingresaba con el primer grado de oficial, y los de linea, con el tercer grado de teniente. Formé una lista de nuestra clase, y fui preguntando a los compañeros; cada uno sabía ya el regimiento al que iría a unirse, y muchos usaban en el jardín las gorras de oficiales de los que habían elegido.
Coraceros de Su Majestad, Guardia de corp Preobrazhensky, Guardia montada, eran las contestaciones que yo inscribía.
Pero tú, Kropotkin, ¿adónde vas? ¿A la artillería? ¿A los cosacos? me preguntaban por todas partes; y no pudiendo responder a tales cuestiones, encargué, al fin, a un amigo que completara la lista y me retiré a mi habitación a meditar una vez más sobre mi última resolución.
Que no había de entrar en un regimiento de la guardia dedicándome a pasar la vida entre desfiles y bailes cortesanos, era cosa ya de antiguo resuelta. Mi sueño se fundaba en el deseo de ir a la Universidad; en aprender, en vivir la vida de estudiante. Lo cual, por supuesto, significaba romper por completo con mi padre, cuyas ambiciones eran muy distintas, y no contar para mi sostén más que con lo que pudiera ganar dando lecciones. Miles de estudiantes rusos viven de ese modo, y tal género de vida no me asustaba en lo más mínimo. Pero, ¿cómo había de hacer frente a las primeras dificultades? Dentro de muy pocas semanas tendria que dejar el colegio, ocuparme de mi ropa, buscar habitación, y no veía la posibilidad de proporcionarme ni siquiera la insignificante cantidad que se necesitaría para empezar, aun en la forma más modesta. Así que, no siendo práctico lo de la Universidad, había pensado a menudo, últimamente, entrar en la Academia de artillería: esto me libraría por dos años de las molestias del servicio militar, y después de los demás estudios, podría continuar los de matemáticas y física. Pero el viento de la reacción se dejaba sentir, y a los oficiales se les había tratado durante el invierno anterior en las academias, como si fueran niños de escuela; en dos de ellas se habían sublevado, y en otra, de ingeniería, se retiraron todos en masa, y entre ellos un amigo mio.
Mis pensamientos se volvian más y más hacia Siberia; la región del Amur había sido anexada recientemente a Rusia; yo conocia todo lo escrito respecto a ese Mississippi del lejano Oriente, las montañas que atraviesa, la vegetación subtropical de su tributario el Usuri, me extasiaba con las ilustraciones agregadas al Viaje al Usuri de Maack, y mi imaginación fue más allá: a las regiones tropicales, que Humboldt ha descrito, y a las grandes generalizaciones de Ritter, que me deleitaba al leer. Además, razonaba asi: en Siberia hay un espacio inmenso para la aplicación de las grandes reformas ya realizadas o que vendrán en breve; alli deben ser poco numerosos los trabajadores, y es indudable que encontraré un campo de acción en armonia con mis inclinaciones. Lo peor era que tendria que separarme de mi hermano Alejandro, quien se habia visto obligado a dejar la Universidad de Moscú, después de los últimos desórdenes, y al cual esperaba (y con razón) sin saber por qué, de un modo o de otro, volver a ver pronto. No quedaba más que elegir el regimiento en la región del Amur. El Usuri me atraía más; pero, desgraciadamente, alli no habia más que un regímiento de cosacos de infantería; y servir en semejante cuerpo era demasiado para un joven de mis años, por lo que resolví ingresar en los de caballeria del Amur.
Lo que anoté en la lista, con asombro de todos mis compañeros. ¡Está tan lejos! -decian; en tanto que mi amigo Daurov, cogiendo el Manual del Oficial, leyó en él, para horror de todos los presentes: Uniforme negro, con cuello rojo sencillo, sin trencillas; gorra de pelo, hecha de piel de perro o de cualquier otro animal; pantalón gris.
- ¡Qué uniforme! -exclamó--. Dejemos aparte la gorra; podéis usarla de piel de lobo u oso; pero, ¡y los pantalones! ¡Grises como los de los obreros! Al oir esto, la consternación llegó a su máximo de intensidad. Yo lo eché a broma lo mejor que pude y llevé la lista al capitán.
- ¡Kropotkin lo ha de tomar todo a broma! -exclamó al verla-. ¿No os he dicho que hay que mandar la lista al gran duque hoy mismo?
Un sentimiento de asombro y compasión se manifestó en su semblante, cuando le dije que aquello expresaba realmente mi intención.
Sin embargo, al dia siguiente, casi estuve a punto de cambiar de resolución al ver cómo la tomó Klasóvsky; él esperaba verme en la Universidad; me habia dado lecciones de latín y griego con tal objeto, y yo no me atrevia a revelarle lo que verdaderamente me impedia hacerlo; pues sabia que, en tal caso, se hubiera ofrecido a compartir conmigo lo poco que tenia.
Mi padre, al saberlo, telegrafió al director que se oponía a que fuera a Siberia, y el asunto pasó al gran duque, que era el jefe de la escuela militar. Fui llamado a su presencia, y alli hablé sobre la fertilidad del Amur y otras cosas parecidas, porque tenia motivos sobrados para presumir que, si manifestaba deseos de ir a la Universidad, y no contaba con recursos para ello, alguien de la familia imperial me hubiera ofrecido una bolsa; cosa que de cualquier modo deseaba evitar.
Es imposible decir cómo hubiera concluido todo esto, cuando un acontecimiento de importancia -el gran incendio de San Petersburgo- vino a traer de un modo indirecto una solución a la dificultad.
El lunes después de la Trinidad -el dia del Espíritu Santo, que caía aquel año el 26 de mayo, antiguo cómputo- estalló un terrible incendio en el llamado Apraxin Dvor, que era un inmenso espacio de más de 800 metros cuadrados, enteramente cubierto de tiendas pequeñas -verdaderas barracas de madera-, donde se vendía toda clase de artículos de segunda y aun de tercera mano. Muebles y camas usados, ropas y libros viejos arrojados allí de todos los barrios de la ciudad, se hallaban almacenados en las pequeñas barracas y expuestos en el espacio que mediaba entre ellas, y aun en los techos de las mismas. Esta acumulación de materias inflamables tenia a su espalda el ministerio del interior y sus archivos, donde se guardaban todos los documentos concernientes a la liberación de los siervos; y a su frente, que estaba formado por una hilera de tiendas construidas de piedra, se encontraba el Banco Nacional. Una estrecha callejuela, formada también de tiendas de sólida construcción, separaba el Apraxin Dvor de un ala del Cuerpo de pajes, que estaba ocupada por tiendas de refinamiento y aceite en el bajo y por los departamentos de los oficiales en el superior. Y casi enfrente del mencionado ministerio, al otro lado del canal, habia extensos depósitos de madera, en los cuales, al mismo tiempo que en el laberinto formado por las barracas de enfrente, se inició el fuego de un modo simultáneo a las 4 de la tarde. Si hubiera habido viento aquel día, media ciudad hubiese sido pasto de las llamas, incluyendo el Banco, varios ministerios, el Gostini Dvor (otra gran aglomeración de tiendas en Nevsky Prospekt), el Cuerpo de pajes y la Biblioteca Nacional.
Yo estaba aquella tarde en el colegio, comiendo en casa de uno de nuestros oficiales, y nos lanzamos hacia el lugar del siniestro en cuanto vimos, desde las ventanas elevarse tan cerca de nosotros las primeras nubes de humo. El espectáculo era terrorífico: como una serpiente inmensa, agitándose y silbando, el fuego se corrió en todas direcciones, a derecha e izquierda, envolvió las barracas, y de pronto se levantó en gigantesca columna, de la que partían sus silbantes lenguas dispuestas a lamer más tiendas con los géneros que contenian. Remolinos de humo y fuego se formaron en el acto, y cuando los producidos por las plumas quemadas, procedentes de las tiendas de colchones, empezaron a inundar el espacio, se hizo imposible permanecer por más tíempo dentro del ardiente mercado: hubo que abandonarIo sin remedio.
Las autoridades habian perdido la cabeza por completo. En aquella época no había una sola bomba de vapor en San Petersburgo, y fueron trabajadores los que dieron la idea de traer una de los talleres de fundición de Kolpino, situados a 35 kilómetros, por ferrocarril, de la capital; cuando la bomba llegó a la estación, el pueblo mismo la arrastró a la conflagración. De sus cuatro lineas de mangueras, una había sido inutilizada por una mano desconocida, y las otras tres se dirigieron al ministerio del interior. Los grandes duques vinieron al lugar del fuego y se volvieron a marchar. Ya entrada la tarde, cuando el Banco estaba fuera de peligro, hizo también el emperador su aparición, y dijo lo que ya sabían todos: que el Cuerpo de pajes era ahora lo que importaba salvar, y había que hacerlo por todos los medios posibles. Era evidente que si el edificio ardía, la Biblioteca Nacional y la mitad de Nevsky Prospekt hubieran desaparecido.
La multitud, el pueblo, fue quien hizo todo lo posible para evitar que el fuego se extendiera cada vez más. Hubo un momento en que el Banco se vio seriamente amenazado: los géneros sacados de las tiendas de enfrente se aglomeraron en la calle Sadovaia, donde yacían apiñados contra el ala izquierda del mencionado establecimiento; los efectos, que ocupaban toda la calle, se inflamaban de continuo; pero el pueblo, asándose materialmente, en medio de un calor insoportable, evitó que el incendio se comunicara a las pilas de géneros que se encontraban al otro lado. La gente clamaba contra todas las autoridades, al ver que ni una bomba siquiera se hallaba disponible. ¿Qué están haciendo todos en el ministerio del interior, cuando el Banco y la Casa de Expósitos van a incendiarse? ¡Todos han perdido la cabeza! ¿Dónde está el jefe de policia, que no puede mandar una brigada de bomberos al Banco? -se oía decir por todas partes. Yo conocia personalmente al jefe aludido, el general Annenkov, por haberlo encontrado una o dos veces en casa de nuestro subinspector, adonde iba con su hermano, el conocido critico literario, y me ofrecí a ir en su busca. Lo encontré, en efecto, paseando, al parecer sin objeto, por una calle; y cuando le di cuenta de lo que ocurría, fue a mi, aunque parezca increíble, a un muchacho, a quien dio la orden de trasladar una de las brigadas de bomberos desde el ministerio al Banco. Yo le manifesté que no me obedecerían, y le pedí una orden por escrito; pero el general no tenía o pretendió no tener una hoja de papel, por lo que le rogué a uno de nuestros oficiales, el teniente L. L. Gosse, que viniera conmigo a transmitir la orden. Al fin dimos con el capitán de una de las brigadas, quien, entre maldiciones y juramentos, vino con su fuerza al Banco.
El ministerio mismo no ardía, lo que se quemaba eran los archivos; y muchos jóvenes, en su mayoría cadetes y pajes, en unión de varios dependientes, cargaban con paquetes de papeles desde el lugar del peligro a los carros. Con frecuencia solia caer alguno al suelo, en cuyo caso el viento, apoderándose de sus hojas, las esparcía por la plaza. A través del humo se distinguía un fuego imponente, corriéndose por los depósitos de madera, al otro lado del canal. La estrecha callejuela que separaba el colegio del Apraxin Dvor se encontraba en un estado deplorable; sus tiendas estaban llenas de azufre, aceite, trementina y otras cosas por el estilo, e inmensas lenguas de fuego de varios colores, lanzadas por las explosiones, lamían los techos de las alas de aquél, que formaba el otro lado de la calle. Las ventanas y pilastras próximas al techo empezaban ya a humear, en tanto que los pajes y algunos cadetes, después de haber desalojado el local, hacían funcionar una pequeña bomba que recibía el agua a grandes intervalos de unas viejas cubas que había que llenar a mano. Dos bomberos que se hallaban en el caldeado techo, gritaban continuamente: ¡Agua! ¡Agua! en un tono que penetraba hasta el corazón. Yo no pude resistir más, y me lance a la calle de Sadóvaia donde por la fuerza obligué al conductor de una de las pipas que pertenecían a una brigada de bomberos de policía, a que entrase con su carro en nuestro patio y diese agua a la bomba; pero cuando traté de repetir lo mísmo, una vez más, me encontré con una terminante negativa de parte de aquél, quien me dijo que le formarían consejo de guerra si me obedecía. Al oír esto, me gritaron los compañeros por todas partes: Ve y busca a alguien -al jefe de la policía, al gran duque, a cualquiera- y dile que sin agua tendremos que abandonar la casa al fuego. ¿No sería mejor dar parte al dírector? alguno díjo; a lo que contestaron los demás: ¡Vayan todos al díablo! se necesítaría una linterna para encontrarlos. Ve y hazlo tú mísmo.
De nuevo fui a buscar al general Annenkov, y al fin me dijeron que debía estar en el patio del Banco. Varios oficiales se encontraban allí, en torno de un general en quien reconocí al príncipe Suvórov, gobernador general de San Petersburgo. La cancela, sin embargo, se hallaba cerrada, y un empleado del establecimiento que la custodiaba se negó a dejarme pasar; pero yo insistí, amenacé, y finalmente me admitieron. Entonces me fui directamente al príncipe, que estaba escribiendo una nota en el hombro de su ayudante.
Cuando le di cuenta del asunto, lo primero que me preguntó fue: ¿Quién os envía?
- Nadie; los compañeros, fue mi respuesta.
- ¿De modo que decís que el colegio estará pronto ardiendo?
- Sí. El partió inmediatamente, y cogiendo en la calle una sombrerera vacía se cubríó con ella la cabeza, yendo a todo correr hacia la callejuela que se encontraba llena de barriles vacíos, paja, cajas de madera y otros combustibles por el estilo, ocupando el espacio que mediaba entre las llamas de las tiendas de grasas incendiadas, de una parte, y el edificio del Cuerpo de pajes, cuyos marcos de ventanas y pilastras empezaban a humear, de la otra. El principe procedió con resolución. En vuestro jardin hay una compañía de soldados -me díjo-, tomad un destacamento y limpiad esa callejuela en el acto. Se traerá aquí inmediatamente una manguera de la bomba de vapor; que no deje de funcionar; lo confío personalmente a vuestro cargo.
No era cosa fácil hacer salir a los soldados del jardín; pues luego de haber dado buena cuenta del contenido de barriles y cajas, con los bolsillos llenos de café y los kepis de terrones de azúcar, disfrutaban de lo templado de la noche, comiendo avellanas bajo los árboles. Ninguno quiso moverse hasta que intervino un oficial. La callejuela quedó limpia, y la bomba no dejaba de funcionar; los compañeros estaban contentos, y cada veinte minutos relevábamos a los hombres que dirigían la manga, permaneciendo a su lado con un terrible calor.
A las tres o las cuatro de la mañana era evidente que se le había puesto una barrera al fuego; el peligro de que se extendiera al Cuerpo había desaparecido, y después de haber apagado nuestra sed en una casita blanca, que casualmente estaba abierta, caímos, medio muertos de fatiga, en la primera cama desocupada que encontramos en la enfermería del colegio.
A la mañana siguiente me levanté temprano y fui a ver el lugar de la conflagración. Al volver a la escuela encontré al gran duque Mijail, a quien acompañé, según era mi deber, en su ronda de inspección. Los pajes, con los rostros negros por el humo, ojos hinchados, labios inflamados, y algunos con el cabello chamuscado, levantaron la cabeza de la almohada; era difícil reconocerlos, y, sin embargo, estaban orgullosos al pensar que no fueron meros espectadores, habiendo trabajado con la misma energía que los demás.
Esta visita del gran duque arregló nú dificultad. Me preguntó por qué había concebído la idea de ir al Amur, si contaba con amigos allí, si tenía relaciones con el gobernador general; y al saber que no contaba con parientes en Siberia, y no conocía en aquella parte del país a nadie, exclamó: Pero, entonces, ¿cómo vais a ir? Podrán enviaros a una triste aldea de cosacos; ¿qué haréis allí? Lo mejor será que yo escriba al gobernador general recomendándoos.
Después de tal ofrecimiento, tenia la seguridad de que la oposición de mi padre cesaría, y, en efecto, así fue. Quedé en libertad de ir a Siberia.
Este gran incendio vino a ser un punto de importancia, no sólo con respecto a la política de Alejandro II, sino también en la historia de Rusia en aquel período del siglo. Que no había sido un mero accidente, era cosa clara; la Trinidad y el día del Espíritu Santo son grandes fiestas en el pais, y en el interior del mercado no había nadie más que los guardas; además, el mercado y los depósitos de madera empezaron a arder al mismo tiempo, y la conflagración de San Petersburgo fue seguida de otras similares en varias capitales de provincia. Que el fuego había sido encendido por alguien, era indudable; pero, ¿por quién? A esta pregunta aun no se ha contestado.
Katkov, el ex-liberal, que profesaba odio personal a Herzen, y en particular a Bakunin, con quien una vez había tenido que batirse en duelo, al día siguiente del siniestro acusó a los polacos y a los revolucionarios rusos de ser sus autores, y esa opinión prevaleció en San Petersburgo y Moscú.
Polonia se preparaba entonces para la revolución que estalló en el siguiente enero, y el comité secreto del partido revolucionario concluyó una alianza con los refugiados de Londres, teniendo sus agentes en el corazón mismo de la administración de San Petersburgo. Muy poco tiempo después del mencionado incendio, el gobernador de Polonia, conde de Lüders, fue muerto de un tiro por un oficial ruso, y cuando el gran duque Constantino fue nombrado en su lugar (con la intención, según se dijo, de hacer de Polonia un reino separado para él), sufrió la misma suerte, y de igual modo, el 26 de junio. Y en agosto se intentó algo parecido contra el marqués Wielopolski, el jefe polaco del partido de la unión con Rusia. Inglaterra y Napoleón III mantenian entre los polacos la esperanza de una intervención armada en favor de su independencia. En tales condiciones, juzgarían desde el punto de vista militar, por lo general limitado, que destruir el Banco de Rusia, en unión de varios ministerios, y sembrar el pánico en la capital, podría ser considerado como buen plan de guerra; pero jamás se encontró ni la más remota evidencia en opoyo de esta hipótesis.
Por otra parte, los partidos avanzados rusos vieron que nada podian esperar en adelante de la iniciativa reformista de Alejandro, comprendiendo claramente que éste se pasaba de un modo resuelto al campo reaccionario. Para los hombres previsores era evidente que la liberación de los siervos, bajo las condiciones de redención que les habían impuesto, significaba su inevitable ruina, y en mayo se distribuyeron proclamas revolucionarias en San Petersburgo, haciendo un llamamiento al pueblo y al ejército, y recomendando a las clases ilustradas que insistieran sobre la necesidad de una convención nacional. Bajo tales circunstancias, la desorganización de la máquina gubernamental podía haber entrado en los planes de algunos revolucionarios.
Finalmente, el carácter indefinido de la emancipación había producido una gran fermentación entre los elementos rurales, que formaban una parte considerable de la población en todas las ciudades rusas, y a través de toda la historia de este país se observa que, cada vez que una agitación igual ha empezado, ha ido acompañada de anónimos anunciando incendios, y algunas veces de estos mismos.
Era posible que la idea de dar fuego al mercado de Apraxin podía haberse ocurrido a los partidarios de la revolución; pero ni las investigaciones más minuciosas, ni las prisiones en grande escala que empezaron a efectuarse en toda Rusia y en Polonia, inmediatamente después del suceso, revelaron la más ligera indicación en tal sentido. Si algo se hubiera hallado, el elemento reaccionario hubiese sacado partido de ello. Muchas reminiscencias y volúmenes de correspondencia de aquella época se han publicado desde entonces; pero nada contienen que pueda dar el menor asomo de verdad a semejante sospecha.
Por el contrario, al estallar conflagraciones parecidas en varias poblaciones sobre el Volga, y especialmente en Simbirsk, y cuando Zhdánov, que era senador, fue enviado por el zar a hacer una investigación en toda regla, volvió con la íntima convicción de que el incendio de esta última ciudad fue obra del partido reaccionario, en el que existia la creencia de que sería posible por ese medio inducir a Alejandro II a posponer la abolición final de la servidumbre, la cual debia tener lugar el 19 de febrero de 1863. Los reaccionarios, conocedores de la debilidad de su carácter, inmediatamente después del gran incendio de San Petersburgo, empezaron una violenta campaña en favor del aplazamiento y de la revisión de la ley de emancipación en sus aplicaciones prácticas. En los circulos bien informados se susurraba que el senador Zhdánov volvía con pruebas positivas de la culpabilidad de los reaccionarios en Simbirsk¡ pero murió en el viaje de regreso, desapareciendo su cartera, que jamás se ha llegado a encontrar.
Pero sea de ello lo que quiera, lo cierto es que el fuego del Apraxin tuvo las más deplorables consecuencias. A partir de esa fecha Alejandro II se entregó a los reaccionarios, y -lo que fue peor aún- la opinión pública de aquella parte de la sociedad de San Petersburgo, y en particular de Moscú, que más pesaba en las determinaciones del gobierno, arrojó de repente su manto liberal, volviéndose, no sólo contra la sección más avanzada del partido reformista, sino que volvió también la espalda a la más moderada. Pocos días después del siniestro, fui un domingo a visitar a mi primo, el aide-de-camp del emperador, en cuya casa había visto con frecuencia a los oficiales de la guardia montada simpatizar con Chernishevski, siendo mi mismo primo, hasta entonces, un asiduo lector del Savrémennik (el órgano del partido reformista avanzado). En esta ocasión trajo varios números de dicho periódico, y colocándolos en la mesa ante la que yo estaba, me dijo: Ahora bien, después de esto, no quiero saber nada más de ese papel incendiario; tengo bastante -y estas palabras expresaban la opinión de todo San Petersburgo. Hablar de reformas se hizo inconveniente; toda la atmósfera se hallaba cargada de espíritu reaccionario; el Sovrémennik, Ruskoie Slovo y otras revistas se suprimieron; las escuelas dominicales fueron prohibidas en absoluto; empezaron los arrestos en gran escala, y la capital se puso en estado de sitio.
Quince días después, en junio 13 (25), la época que tanto habiamos aguardado los pajes y cadetes, vino al fin. El emperador nos hizo una especie de examen militar en toda clase de evoluciones -durante el cual mandábamos las compañias, y yo formaba a caballo ante el batallón-, y fuimos ascendidos a oficiales.
Cuando concluyó el desfile, Alejandro II dijo en alta voz: A mi los nuevos oficiales y nos reunimos en torno suyo, permaneciendo él montado. Aqui lo vi bajo un aspecto completamente nuevo; el hombre que al año siguiente apareció como el sanguinario y vengativo represor de la insurrección polaca, se presentaba de cuerpo entero ante mis ojos, en el discurso que nos pronunció.
Empezó asi, con tono reposado: Os congratulo; sois oficiales. Después habló sobre el deber y la lealtad militares, como es de costumbre en tales ocasiones. Pero si alguno de vosotros -agregó, marcando mucho las palabras, y manifestando repentinamente en el rostro la expresión de la ira-, pero si alguno de vosotros -que Dios os libre de ello- fuera, bajo cualquier circunstancia, desleal al zar, al trono y a la patria, tened cuidado con lo que os digo, será tratado con toda la se-ve-ri-dad de las leyes, sin la más ligera con-mi-se-ra-ción.
El tono de su voz disminuyó, y en su semblante se retrataba esa expresión de ciega cólera que yo había visto en mi juventud en los rostros de los propietarios territoriales, cuando amenazaban a sus siervos con hacerles saltar la piel a baquetazos. Cuando hubo terminado, espoleó su caballo con violencia y se marchó. A la mañana siguiente, el 14 de junio, fueron fusilados por orden suya tres oficiales en Modlin, Polonia, y un soldado, llamado Szur, fue muerto a palos.
La reacción nos arrastra a toda prisa me dije a mi mismo, cuando volvíamos al colegio.
Antes de dejar a San Petersburgo vi a Alejandro II una vez más. Algunos días después de nuestra promoción, todos los nuevos oficiales estaban en palacio para serle presentados. Mí más que modesto uniforme, con sus extraños pantalones grises, atraía la atención universal, y a cada momento tenía que satisfacer la curiosidad de oficiales de todas clases que venían a preguntarme qué uniforme era el mío. Como el regimiento de cosacos del Amur era entonces el más moderno del ejército ruso, me hallaba casi a la cola de los centenares de oficiales presentes. No obstante, Alejandro II me encontró con la vista, y me preguntó: ¿Con que váis a Siberia? ¿Ha consentido al fin vuestro padre? Contesté afirmativamente, y él agregó: ¿No teméis ir tan lejos?
- No, le dije resueltamente, deseo trabajar, y allí habrá mucho que hacer en la aplicación de las grandes reformas que van a implantarse. Me miró fijamente, quedó pensativo y dijo al fin: Id, pues; en todas partes se puede ser útil y su fisonomia tomó tal expresión de fatiga, tal aspecto de debilidad y abatimiento, que pensé en el acto: Es hombre perdido; todo lo va a abandonar.
San Petersburgo había tomado un aspecto sombrío; los soldados marchaban por las calles; patrullas de cosacos de caballería recorrian los alrededores del palacio, y la fortaleza estaba llena de prisioneros. En cualquier parte adonde me dirigiera, siempre vería lo mismo: el triunfo de la reacción. No me fue, pues, sensible alejarme de la capital.
Todos los días iba a la administración de los cosacos a pedir que alistaran pronto mis papeles, y tan luego como los tuve en mi poder, partí para Moscú, a unirme con mi hermano Alejandro.
Los cinco años que pasé en Siberia fueron para mi muy instructivos respecto al carácter y la vida humanos. Me vi puesto en contacto con hombres de todas las condiciones, los mejores y los peores; aquellos que se encontraban en la cúspide de la sociedad y los que vegetaban en su mismo fondo; esto es, los vagabundos y los llamados criminales empedernidos. Tuve sobradas ocasiones para observar los hábitos y costumbres de los campesinos en su labor diaria, y aun más, para apreciar lo poco que la administración oficial podia hacer en su favor, aun cuando se hallara animada de las mejores intenciones. Finalmente, mis largos viajes, durante los cuales recorri más de 85.000 kilómetros en carros, en vapores, en botes, y principalmente a caballo, fueron de un efecto maravilloso en el mejoramiento de mi salud. Enseñándome al mismo tiempo a lo poco que se limitan realmente las necesidades del hombre, desde el momento que sale del circulo encantado de una civilización convencional. Con algunas libras de pan y unas onzas de té en una bolsa de cuero, una tetera y un hacha colgada de la silla, y bajo ésta una manta para extenderla ante el fuego sobre una cama de ramitas de pinabete, recientemente cortadas, se disfruta de una admirable independencia, aun en medio de montañas desconocidas, densamente cubiertas de bosque o coronadas por la nieve. Sobre esta parte de mi vida, bien pudiera escribirse un libro; pero debo recorrerla rápidamente, por ser mucho todavia lo que me queda por relatar respecto a los periodos siguientes.
Siberia no es la tierra helada cubierta en todo tiempo por la nieve y poblada siempre de desterrados que muchos se imaginan, aun entre los mismos rusos. En su parte sur es tan rica en productos naturales como la parte sur del Canadá, a la que tanto se parece en su aspecto fisico, y además de medio millón de naturales, tiene una población de más de cuatro millones de rusos. Las regiones del sur de la Siberia occidental son tan completamente rusas como las provincias situadas al norte de Moscú. En 1862, la alta administración de Siberia era mucho más ilustrada y bastante mejor en todos conceptos que la de muchas provincias de la propia Rusia. Durante varios años, el puesto de gobernador general de la Siberia oriental había sido ocupado por un hombre tan notable como el conde N. N. Muraviev, que anexó la región del Amur a Rusia. Era muy inteligente, muy activo, extremadamente amable y deseoso de trabajar por el bien del país; pero, como casi todos los hombres de acción de la escuela gubernamental, un déspota en el fondo; tenía, sin embargo, opiniones avanzadas, y una República democrática no hubiera llenado por completo sus aspiraciones. Había conseguido desprenderse, hasta cierto punto, del antiguo tipo de empleados, que consideraban a Siberia como país conquistado, y logró reunir en torno suyo un buen número de jóvenes, completamente honrados, y muchos de ellos animados, como él, de los más elevados propósitos. En su propio gabinete, los jóvenes oficiales, con el desterrado Bakunin entre ellos (este se escapó de Siberia en el otoño de 1861), discutían las probabilidades de crear los Estados Unidos de Siberia, federados, a través del Pacífico, con los Estados Unidos de América del Norte.
Cuando llegué a Irkutsk, la capital de la Siberia oriental, la ola de la reacción que vi en San Petersburgo no había llegado aún a estos lejanos dominios. Fui muy bien recibido por el joven gobernador general Korsakov, que acababa de reemplazar a Muraviev; me dijo que le encantaba tener a su lado a hombres de opiniones liberales. En cuanto al comandante militar de la región, llamado B. K. Kúkel -un general joven que aun no habia cumplido los 35 años, cuyo ayudante personal vine a ser-, desde el primer momento me llevó a una de las habitaciones de su casa, en la que encontré, en unión de las mejores revistas rusas, una colección completa de las ediciones revolucionarias de Herzen, publicadas en Londres; pronto fuimos buenos amigos.
Este general se había hecho cargo interinamente del gobierno de Transbaikalia, y a las pocas semanas cruzamos el hermoso lago Baikai, yendo hacia el este, hasta llegar a la pequeña población de Chitá, capital de la provincia. Allí tuve que dedicarme por completo, sin pérdida de tiempo, a las grandes reformas que estaban entonces en estudio. Los ministerios de San Petersburgo habían acudido a las autoridades locales, encargándoles que hicieran proyectos de completas reformas en la administración de las provincias, organización de la policia, los tribunales, las prisiones, el sistema de destierro y la autonomia municipal; todo sobre bases ampliamente liberales, de acuerdo con lo expresado por el emperador en sus manifiestos.
Kúkel, ayudado por el coronel Pedashenko, hombre inteligente y práctico, y un par de empleados civiles, animados de buenos deseos, trabajaba todo el día y a menudo una buena parte de la noche. Yo fui nombrado secretario de dos comités para la reforma de las prisiones y todo el sistema de destierro, y para preparar un proyecto de autonomia municipal, poniéndome a trabajar con todo el entusiasmo de un joven de 19 años. Lei mucho sobre el desarrollo histórico de estas instituciones en Rusia y sus presentes condiciones en el exterior, habiéndose publicado al efecto excelentes memorias y trabajos por los ministros de justicia e interior; pero lo que hicimos en Transbaikalia no fue puramente teórico. Primero discutí las líneas generales, y a continuación todos los puntos de detalle, con hombres prácticos, bien al tanto de las verdaderas necesidades y de los recursos locales, a cuyo fin me asesoré de un número considerable de personas, lo mismo en la capital que en la provincia; una vez hecho esto, las conclusiones a que habíamos llegado se volvían a discutir con Kúkel y Pedashenko, y después de exponer yo los resultados bajo una forma preliminar, se trataba nuevamente punto por punto en los comités. Uno de éstos, el encargado de preparar el proyecto de autonomia municipal, estaba compuesto de ciudadanos de Chitá, elegidos por toda la población, con la misma libertad que se pudiera haber hecho en los Estados Unidos. En suma, nuestro trabajo fue ejecutado a conciencia, y aun ahora, volviendo la vista a él a través de la perspectiva formada por tal número de años, puedo afirmar lleno de confianza que, si entonces se hubiera concedido la autonomia municipal en la modesta forma en que nosotros la proponíamos, las poblaciones de Síberia serían muy díferentes de lo que son. Pero nada resultó de todo ello, como se verá más adelante.
No escaseaban tampoco otras ocupaciones incidentales; había que buscar dinero para el sostenimiento de instituciones benéficas; se necesitaba escribir una memoria sobre el estado económico de la provincia en relación con una exposición agrícola local, o bien hacía falta realizar alguna investigación importante. Es una gran época la que vivimos; trabajad, querido amigo, y recordad que sois el secretario de todos los comités presentes y futuros, solía decirme Kúkel algunas veces, y yo trabajaba con doble energía.
Uno o dos ejemplos demostrarían con qué resultado: había en nuestra provincia un jefe de distrito, esto es, un empleado de policía, investido de facultades muy amplias e indeterminadas, que era una verdadera calamidad; después de robar a los labriegos, los azotaba a diestra y siniestra, no sólo a los hombres, sino hasta a las mujeres, lo que era contrario a la ley; y cuando algún asunto criminal caía en sus manos, era posible que allí quedara detenido meses enteros, permaneciendo mientras tanto los hombres en la cárcel hasta que le daban dinero. El general hacía tiempo que le hubiera dado pasaporte; pero el gobernador general no era partidario de esta idea, porque dicho individuo tenía buenas aldabas en San Petersburgo. Después de muchas vacilaciones se decidió al fin que fuese yo a abrir una información sobre el terreno y a hacerme de datos contra él. Empresa no muy fácil, porque los campesinos, a quienes tal sujeto tenía aterrados, conociendo el antiguo proverbio ruso, que dice: Dios está muy lejos, mientras que el amo es vuestro vecino, no se atrevían a declarar; hasta la mujer que había azotado temia al principio manifestarlo por escrito. Sólo después de haber pasado quince días entre ellos y ganado su confianza, conseguí hacer luz sobre el proceder de aquel jefe. Tan importantes y concluyentes fueron los datos que logré reunir, que el tal empleado se vio cesante, quedando nosotros muy satisfechos por habernos librado de semejante plaga. Pero ¿cuál no sería nuestra admiración cuando pocos meses después supimos que la misma persona había sido nombrada para un destino superior en Kamchatka? Allí podía explotar a la gente del país sin que nadie se lo impidiera, y así lo hizo; algunos años más tarde volvía a San Petersburgo con una fortuna, publicando después, de cuando en cuando, artículos en la prensa reaccionaria, llenos de espíritu patriótico.
La ola de la reacción, como ya he dicho, aun no había llegado a Siberia, y los desterrados políticos seguían siendo tratados con la mayor lenidad posible, como en los tiempos de Muraviev. Cuando en 1861 el poeta M. L. Mijáilov fue condenado a trabajos forzados por una proclama revolucionaria que publicó, y envíado a Siberia, el gobernador de Tobólsk, que fue la primera población siberiana a donde llegó, dio una comida en su honor, a la que concurrió todo el elemento oficial. En Transbaikalia no se le hacia trabajar, permitiéndosele oficialmente permanecer en la enfermeria de la prisión de un pequeño pueblo minero, y como su salud estaba tan quebrantada (murió tísico algunos meses después), el general Kúkel le dio permiso para que residiera en casa de su hermano, ingeniero de minas, que habia arrendado una mina de oro a la Corona por su propia cuenta. Esto se sabia particularmente en toda Siberia, y un dia supimos por Irkutsk que, a consecuencia de una denuncia, el general de los gendarmes (policia de Estado), venia a Chitá para hacer una estricta investigación sobre el asunto. Un ayudante del gobernador general nos trajo la noticia, y yo fui despachado precipitadamente para prevenir a Mijáilov y decirle que debia volver en el acto a la enfermeria de la prisión y permanecer alli todo el tiempo que el general de los gendarmes estuviera en Chitá. Pero como este caballero se encontraba con que todas las noches ganaba cantidades considerables en la mesa del tapete verde en casa de Kúkel, pronto decidió no cambiar tan agradable pasatiempo por un largo viaje a las minas, con una temperatura que era entonces de 12 grados bajo cero, y cuando le pareció, se volvió a Irkutsk, muy satisfecho de su lucrativa misión.
La tormenta, sin embargo, se aproximaba cada vez más, y barrió todo lo que encontró a su paso poco después de estallar la insurrección en Polonia.
En enero de 1863 se levantó Polonia contra la dominación rusa; se formaron partidas insurrectas, y empezó una guerra que duró diez y ocho largos meses. Los refugiados de Londres suplicaron al comité revolucionario polaco que aplazara el movimiento; preveían que, al ser sofocado, pondría un término al período reformista en Rusia; pero no fue posible evitarlo. La represión de las manifestaciones que tuvieron lugar en Varsovia en 1861, y las crueles e injustificadas ejecuciones que siguieron, exasperaron a los polacos; la suerte estaba echada.
En ninguna otra época había tenido la causa polaca tantos simpatizantes en Rusia como en aquélla; no hablo sólo de los revolucionarios; aun entre los elementos más moderados de la sociedad rusa se creía y manifestaba abiertamente que sería un beneficio para Rusia tener en Polonia un vecino amigo, en lugar de un súbdito hostil. Esta última no perderá nunca su carácter nacional, que está fuertemente desarrollado; ha tenido y tiene su literatura nacional y su arte e industria propios. Rusia sólo puede mantenerla en la servidumbre por medio de la fuerza bruta y la opresión; un estado de cosas que hasta ahora ha favorecido y necesariamente favorecerá la tiranía en su propio suelo. Hasta los pacificos eslavófilos eran de esa opinión; y en la época en que yo estaba en la escuela, la sociedad de San Petersburgo aplaudió francamente el sueño que el eslavófilo Iván Aksákov tuvo el valor de publicar en su periódico El Día; soñó que las tropas rusas habian evacuado a Polonia, haciendo consideraciones sobre los buenos resultados que tal medida reportaria.
Cuando estalló la revolución del 63, varios oficiales rusos se negaron a marchar contra los polacos, en tanto que otros se pusieron abiertamente de su parte, muriendo después en el cadalso o en el campo de batalla. En toda Rusia se hacian suscripciones para la insurrección -en Siberia descaradamente-; y en las Universidades rusas, los estudiantes equipaban a aquellos de sus compañeros que marchaban a unirse con los revolucionarios.
Pero en medio de esta efervescencia, se extendió la noticia por toda Rusia de que durante la noche del 10 de enero, partidas de insurrectos habian caído sobre los soldados acantonados en las aldeas, asesinándolos mientras dormían, a pesar de que, hasta la misma víspera de dicho día, las relaciones de las tropas con los polacos parecian ser muy amistosas. En el modo de referir lo ocurrido había alguna exageración; pero en el fondo, desgraciadamente, existía cierta verdad, y la impresión que esto produjo en Rusia fue bien desastrosa; las antiguas antipatías entre ambas naciones, tan afines en su origen y tan diferentes en sus caracteres nacionales, se despertaron una vez más.
Gradualmente esta mala disposición fue desvaneciéndose hasta cierto punto; pues la brillante manera como peleaban los siempre bravos hijos de Polonia, y la indomable energia con que resistieron a un ejército formidable, ganaron simpatias a este pueblo heroico. Pero llegó a saberse que el gobierno revolucionario polaco, al pedir el restablecimiento de Polonia con sus antiguas fronteras, incluia las provincias de la Pequeña Rusia o ucranianas, cuya población greco-ortodoxa odiaba a sus gobernantes polacos, y más de una vez, en el curso de los tres últimos siglos, los habian muerto a centenares. Además, Napoleón III e Inglaterra empezaban a amenazar a Rusia con una nueva guerra; amago vano, que hizo más daño a los polacos que todo lo demás reunido; y finalmente, los elementos radicales rusos vieron con pesar que ahora los polacos puramente nacionalistas eran los que llevaban la dirección, no ocupándose el gobierno revolucionario lo más minimo en conceder la tierra a los siervos; error del cual no dejó el gobierno ruso de aprovecharse, a fin de aparecer en la posición de protesta de los campesinos contra sus señores feudales.
Cuando estalló la revolución en Polonia, se creia generalmente en Rusia que tomaria un carácter democrático republicano, y que la liberación de los siervos, sobre una base ampliamente democrática, seria lo primero que habría realizado un gobierno revolucionario que luchaba por la independencia del país.
La ley de emancipación, según se había promulgado en San Petersburgo en 1861, proporcionaba una gran oportunidad para seguir tal linea de conducta; las obligaciones personales de los siervos para con sus amos no concluían hasta el 19 de febrero del 63, habiendo necesidad de un largo proceso con objeto de llegar a una especie de acuerdo entre los unos y los otros, respecto a las dimensiones y situación de los terrenos que habían de darse a los emancipados. El pago anual que por aquéllos había de efectuarse (extraordinariamente elevado), estaba fijado por la ley a tanto el acre; pero el campesino tenia también que pagar una cantidad adicional por su vivienda, a la que la ley sólo fijaba el máximo, en la creencia de que el dueño pudiera tal vez hallarse inclinado a perdonarla o a contentarse con una parte insignificante de ella. En cuanto a la llamada redención de la tierra, en cuyo caso el gobierno tomó a su cargo abonar al propietario todo su valor en bonos del Estado, en tanto que el labriego que la recibía tenia que pagar en cambio, durante cuarenta y nueve años, el seis por ciento sobre esa cantidad como interés y anualidades, lo que no sólo era desproporcionado y ruinoso para él, sino que ni aun se fijaba un plazo para la redención. Esto se dejaba a voluntad del señor, por cuya razón, en múltiples ejemplos, no se había dado el primer paso en tal sentido a los veinte años después de hecha la ley.
Bajo tales condiciones, un gobierno revolucionario contaba con una gran oportunidad para mejorar inmensamente la ley rusa; tenia la obligación de realizar un acto de justicia para con los siervos -cuya condición en Polonia era tan mala, cuando no peor, que en la misma Rusia-, concediéndoles mejores y más definidas condiciones de emancipación; pero nada de esto se efectuó; pues siendo el partido puramente nacionalista y el aristocrático los que se hallaban al frente del movimiento, dicha cuestión, de una importancia fundamental, fue relegada al olvido. Esto dio facilidad al gobierno ruso para ganarse las simpatias de los campesinos.
De tal torpeza se sacó gran partido cuando Nicolás Miliútin fue enviado a Polonia por Alejandro II, con la misión de liberar a los campesinos del mismo modo que se iba a hacer en Rusia, se arruinaran o no los propietarios. Ve a Polonia, aplica alli tu programa rojo contra los propietarios territoriales polacos, le dijo el emperador; y Miliútin, en unión del príncipe Cherkánski y otros muchos, hicieron cuanto estuvo de su parte para tomar la tierra a los señores y distribuirla liberalmente entre los labriegos.
Una vez encontré uno de los funcionarios rusos que habían ido a Polonia a las órdenes de Miliútin y el principe Cherkánski. Teníamos completa libertad de acción -me dijo- para devolver la tierra a los agricultores. Mi modo corriente de proceder era convocar una asamblea de éstos y preguntarles: Decidme, ante todo, ¿cuánta tierra tenéis actualmente? Ellos me lo manifestaban, y yo seguia interrogando: ¿Es ésta toda la que siempre habéis tenido? A lo cual contestaban todos a una voz: No, por cierto; antes estos prados eran nuestros; este bosque nos pertenecía, y esos campos también, solían agregar. Yo, después de dejar que se despacharan a su gusto, solía preguntar: Ahora bien, ¿quién de vosotros puede certificar, bajo juramento, que ésta o aquélla tierra le ha pertenecido alguna vez? A esto, como es natural, nadie contestaba, por tratarse de una época remota; pero al fin, la multitud se fijaba en un anciano, de quien todos decían: ¡El está enterado de todo; puede jurarlo! Entonces el viejo empezaba a contar una larga historia respecto a lo que conoció en su juventud, o habia oido de sus padres; pero yo le cortaba los vuelos, diciendo: Manifestad bajo juramento lo que sepáis que haya pertenecido a la gmina (el Municipio del pueblo), y la tierra será vuestra. Y desde el momento que prestaba juramento al que implícitamente se concedia gran autoridad, yo extendia los documentos y declaraba a la Asamblea: Ahora esta tierra es vuestra; nada les debéis por ningún concepto a vuestros antiguos amos; desde hoy no sois más que sus vecinos, y todo lo que os queda por hacer es pagar el impuesto de redención, un tanto anualmente al gobierno. Vuestras casas van incluídas en las tierras; las obtenéis de balde.
Puede imaginarse el efecto que semejante politica produciria entre los aldeanos. Un primo mío, Piótr Nikoláievich Kropotkin, hermano del aide-de-camp, de quien he hecho mención anteriormente, estaba en Polonia o en Lituania con su regimiento de ulanos de la guardia. La revolución era tan formidable que hasta estas fuerzas se habían enviado desde San Petersburgo contra ella; y ahora se sabe que, cuando Mijaíl Muraviev fue destinado a Lituania y vino a despedirse de la emperatriz Maria, ella le dijo: ¡Salvad al menos Lituania para Rusia! Polonia se consideraba como perdida.
Las partidas armadas de los revolucionarios ocupaban el país -me dijo mi primo-, y éramos impotentes para vencerlas, y hasta para encontrarlas. Una y otra vez grupos insignificantes atacaban nuestros pequeños destacamentos, y como combatían admirablemente, conocían el país y hallaban auxilio en su población, a menudo obtenían la mejor parte. Asi, pues, nos veíamos obligados a marchar solamente en grandes columnas; se cruzaba una región, caminando a través de los bosques, sin encontrar rastro alguno de las partidas; pero al volver por el mismo sendero se averiguaba que los insurrectos habian aparecido a nuestra espalda, cobrando la contribución impuesta por los patriotas; y si algún campesino había prestado algún servicio a las tropas, se le encontraba ahorcado de un árbol. Tal fue la situación durante meses enteros, sin esperanza de mejora, hasta que Miliutin y Cherkánski vinieron y libertaron a los agricultores, dándoles la tierra. Entonces varió la decoración por completo: aquéllos se pusieron de nuestra parte; nos ayudaron a copar las partidas, y la insurrección tocó a su fin.
Con frecuencia hablé con los desterrados políticos en Siberia sobre este particular; y algunos comprendian la equivocación que se habla cometido. Una revolución, desde sus comienzos, debe ser un acto de justicia en favor de los explotados y oprimidos; no una promesa de realizarlo más adelante. Ocurre con frecuencia, desgraciadamente, que los jefes se hallan tan absortos en meras cuestiones de táctica militar, que olvidan lo más importante. Para los revolucionarios, el no conseguir demostrar a las masas que ha empezado una nueva era realmente para ellas, es asegurar la pérdida inevitable de su causa.
Las desastrosas consecuencias de esta revolución para Polonia son conocidas; pertenecen al dominio de la Historia. Cuántos miles de hombres perecieron sobre el campo de batalla; cuántos centenares fueron ahorcados, y cuántos miles desterrados a varias provincias de Rusia y Siberia, aun no se sabe con certeza, pero hasta en las cifras oficiales publicadas en Rusia hace algunos años, se encuentra que, sólo en las provincias lituanas, sin hablar de Polonia propiamente dicha, aquel hombre terrible, Mijail Muraviev, a quien el gobierno ruso ha levantado un monumento en Vilna, ahorcó, por su propia autoridad, 128 polacos, y desterró a Rusia y Siberia 9.423 hombres y mujeres. Listas oficiales, publicadas también en Rusia, demuestran que el número de aquéllos, de ambos sexos, enviados de Polonia a Siberia, llegó a 18.672, de los cuales 10.407 se mandaron a la Siberia oriental. Recuerdo que el gobernador de esta última región me indicó el mismo número, diciendo que 11.000 personas vinieron condenadas a trabajos forzados o destierro a sus dominios. Yo los vi allí, y presencié sus sufrimientos; en totalidad, unas 60 o 70.000 personas, si no más, fueron arrancadas de sus hogares y transportadas a diferentes provincias de Rusia, a los Urales, al Cáucaso y a Siberia.
Para Rusia, las consecuencias fueron igualmente desastrosas; la insurrección polaca causó la clausura definitiva del período reformista. Verdad es que la ley de autonomía provincial (Zémstvos) y la reforma de las audiencias se promulgaron en 1864 y 1866; pero ambas estaban hechas desde 1862, y además, a última hora, Alejandro II dio la preferencia al proyecto de autonomia preparado por los reaccionarios de Valúiev contra el presentado por Nicolás Miliútin, y a poco de promulgarse ambas reformas, se redujo, y en algunos casos se anuló su importancia, por las leyes adicionales que les agregaron después.
Lo peor de todo fue que la misma opinión pública dio otro nuevo paso hacia atrás; el héroe del día era Kátkov, el jefe del partido de la servidumbre, quien ahora aparecia como un gran patriota, arrastrando en pos de sí la mayoria de la sociedad de San Petersburgo y Moscú; desde entonces los que se atrevian a hablar de reformas eran calificados en el acto por Kátkov como traidores a la patria.
La ola de la reacción se hizo sentir pronto en nuestra remota provincia. Un día del mes de marzo, llegó de Irkutsk un mensajero especial con un oficio; en él se intimaba al general Kúkel a entregar el cargo de gobernador de Transbaikalia y presentarse en Irkutsk a recibir órdenes, y que no volveria a ocupar dicho puesto.
¿Por qué? ¿Qué significaba esto? No se daba la menor explicación; ni aun el mismo gobernador general, amigo personal de Kúkel, había querido correr el riesgo de agregar una sola palabra a orden tan misteriosa. ¿Quería tal cosa decir que el general seria conducido entre dos gendarmes a San Petersburgo, y enterrado vivo en esa gran tumba de piedra que se llama la fortaleza de San Pedro y San Pablo? Todo era posible. Más tarde supimos que ésa fue en efecto la intención, y así hubiera ocurrido a no ser por la enérgica intervención del conde Nicolás Muraviev, el conquistador del Amur, quien imploró personalmente al zar que no tratara con tal rigor a Kúkel.
Nuestra separación de éste y de su encantadora familia fue verdaderamente un duelo. Yo sentía oprimido el corazón; no sólo perdi en él un querido amigo personal, sino que comprendi también que su partida era la terminación de toda una época llena de esperanzas por largo tiempo acariciadas, de ilusiones, como se hizo de moda decir.
Tal fue lo que pasó; después vino un nuevo gobernador, hombre de carácter pacífico y de pocas iniciativas. Con renovadas energías, viendo que no había tiempo que perder, completé los proyectos de reforma del sistema de destierro y autonomía municipal; el gobernador hizo algunas objeciones aquí y allá por mera fórmula, firmando finalmente dichos proyectos, que se remitieron a los centros oficiales. Pero en San Petersburgo ya no los querían, y allí siguen sepultados aún los nuestros, con centenares de otros parecidos, procedentes de todos los puntos de Rusia. Algunas cárceles modelos, más terribles todavia que las antiguas, se han edificado en las capitales, para enseñarlas durante los congresos del ramo a los extranjeros distinguidos; pero las restantes, y todo el sistema de destierro, fueron hallados por George Kennan, en 1886, exactamente en el mismo estado en que las dejé en 1862. Solamente ahora, después de haber transcurrido treinta y cinco años, las autoridades están introduciendo la reforma de los tribunales, y una parodia de autonomía en Siberia, habiéndose nombrado nuevamente comités que informen sobre el sistema de destierro (1).
Cuando Kennan volvió a Londres de su viaje a Siberia, al dia siguiente de su regreso nos buscó Stepniak, a Tchaikovski, a otro refugiado ruso y a mi; aquella noche nos reunimos en su habitación, en un pequeño hotel, cerca de Charing Cross; era la primera vez que lo veíamos, y no teniendo una confianza excesiva en viajeros ingleses que toman previamente a su cargo el enterarse de todo lo referente a las prisiones rusas, sin haber aprendido siquiera una palabra del idioma del país, empezamos a interrogarlo escrupulosamente, viendo con gran sorpresa nuestra, que no sólo hablaba correctamente el ruso, sino que sabía todo lo que verdaderamente era digno de conocerse de Siberia. Como entre unos y otros habíamos tenido relaciones con la mayor parte de los desterrados politicos en dicha región, empezamos a acosarlo con preguntas: ¿Dónde está Fulano de Tal? ¿Se ha casado? ¿Es feliz en su nuevo estado? ¿Se mantiene todavia con ánimo íntegro? Y pronto pudimos convencernos de que Kennan estaba enterado de todo.
Cuando concluyó este interrogatorio, y nos disponíamos a salir, yo pregunté: ¿Sabéis, señor Kennan, si han construido una torre-vigía para la brigada de bomberos en Chitá? Stepniak me miró como para reprocharme por abusar de nuestro amable interlocutor; pero éste en el acto se echó a reir; yo no pude menos que imitarlo, y sin dejar el tono jovial, nos lanzamos una lluvia de preguntas y respuestas: ¿Cómo, estáis enterado de eso? ¿Y vos también? ¿Edificado? ¡Sí, presupuestado en doble! y otras semejantes; hasta que por último Stepniak intervino, y con toda la gravedad compatible con la dulzura de su carácter, dijo: Sepamos al fin de qué os reís. A lo que respondió Kennan contando esta historia, que deben recordar sus lectores: En 1859 la gente de Chitá quiso construir una torre-vigia, y recaudó los fondos necesarios para ello; mas como el presupuesto tenía que remitirse a San Petersburgo, lo enviaron al ministerio del interior; pero al volver, dos años después, aprobado, los precios de la madera y la mano de obra se habían elevado en la joven población que, por momentos, se iba desarrollando. Esto fue en 1862, estando yo allí. Se hicieron nuevos presupuestos y mandaron a la capital, repitiéndose la misma historia durante unos veinticinco años, hasta que al fin los habitantes de Chitá, perdida la paciencia, presupuestaron la obra en el doble de su valor; no obstante, semejante precio fue debidamente estudiado en San Petersburgo, y en definitiva aprobado. Así es como aquella población se hizo su torre.
Se ha dicho con frecuencia que Alejandro II cometió una gran falta, y se acarreó su propia ruina, alentando tantas esperanzas que más tarde había de defraudar. Pero de lo manüestado se desprende -y la historia de Chitá era la de toda Rusia- que hizo más que eso; no sólo despertó aspiraciones, cediendo por un momento a la corriente de la opinión pÚblica que le rodeaba; indujo a los hombres en todo el país a que se pusieran a trabajar, saliendo del dominio de meras esperanzas y sueños, y tocasen con el dedo las reformas que se necesitaban. Les hizo concebir lo que se podia hacer inmediatamente, y lo fácil que seria realizarlo; les exhortó a que sacrificaran todo lo que no pudiera llevarse a la práctica en el acto, y se contentaran con lo que fuera posible de momento. Y después que se amoldaron a esta medida, expresando sus ideas en leyes que sólo necesitaban su firma para entrar en vigor, él se la negó. Ninguna reacción podia levantar la voz, ni jamás lo ha intentado, para afirmar que lo que se pretendia hacer continuar -la antigua organización de los tribunales, la falta de autonomia municipal, o el sistema de destierro- era bueno y digno de conservarse; nadie se ha atrevido a tanto. Sin embargo, debido al temor de hacer algo, todo se dejó como estaba; durante treinta y cinco años, todos los que se aventuraban a mencionar la necesidad de un cambio eran tratados de sospechosos, e instituciones unánimemente reconocidas como malas, se toleraban y sostenian sólo por no volver a oir la horrenda palabra reforma.
Notas
(1) Escrito en el año 1897.
Viendo que no había nada más que hacer en Chitá en punto a reformas, acepté con gusto la oferta de visitar el Amur aquel mismo verano del 63.
El inmenso dominio, comprendiendo la orilla izquierda del Amur (por el norte), a lo largo de la costa del Pacífico, llegando hacia el sur hasta la bahia de Pedro el Grande (Vladivostok), habia sido anexado a Rusia por el conde Muraviév, casi contra la voluntad del gobierno de San Petersburgo, y de seguro con poca ayuda de su parte. Cuando concibió el atrevido plan de tomar posesión del gran rio, cuya parte sur y fértiles tierras fueron durante los últimos doscientos años objeto codiciado de los siberianos, y cuando en la vispera de abrirse el Japón al comercio de Europa decidió ocupar para Rusia una fuerte posición en la costa del Pacifico y darse la mano con los Estados Unidos, tenia en contra suya a casi todo el mundo oficial de San Petersburgo: el ministro de la guerra, quien no contaba con hombres disponibles; el de hacienda, que no tenia dinero para tales aventuras, y especialmente el de relaciones exteriores, guiado siempre por su preocupación de evitar complicaciones diplomáticas. Aquel hombre tenia, pues, que obrar bajo su sola responsabilidad, y confiar únicamente en los reducidos medios que una región tan poco poblada como la Siberia oriental podia aportar para tan gran empresa. Además, todo tenia que hacerse con prontitud, a fin de oponer el hecho consumado a las protestas de los diplomáticos de la Europa occidental, que indudablemente surgirian.
Una ocupación nominal no hubiera sido provechosa, y la idea era tener a todo lo largo del gran río y de su tributario meridional, el Usuri -unos 4.165 kilómetros-, una serie de puntos escalonados que pudieran sostenerse por sí mismos, estableciendo así una comunicación regular entre Siberia y la costa del Pacifico. Para esto se necesitaba gente, y como la escasa población de la Siberia oriental no podia proporcionarla, Muraviev se vio forzado a apelar a medidas extremas. Presos cumplidos, que una vez terminadas sus condenas trabajaban como siervos en las minas imperiales, fueron libertados, organizándose como cosacos transbaikalianos, parte de los cuales fueron instalados a lo largo del Amur y el Usuri, formando dos nuevas comunidades cosacas. Después obtuvo la libertad de un millar de presidiarios condenados a trabajos forzados (la mayoría ladrones y asesinos), que habían de establecerse como hombres libres en el bajo Amur. El en persona fue a verlos marchar, y en el momento de la partida les dijo, ya en el muelle: Id, hijos mios, sed allí libres, cultivad la tierra, hacedla territorio ruso, emprended nueva vida, y otras cosas parecidas. Las mujeres de los campesinos rusos casi siempre siguen voluntariamente a sus maridos, cuando éstos han sido condenados a trabajos forzados en Siberia, y de ese modo muchos de los nuevos colonos iban acompañados de sus familias; pero los que no se hallaban en ese caso, se aventuraron a decir al general: ¡Qué es la agricultura sin una compañera! ¡Se nos debería casar! A lo cual contestó aquél ordenando se pusieran en libertad todas las mujeres que había en la población condenadas a trabajos forzados -sobre un centenar- y las invitó a que eligieran consorte. Y como no había tiempo que perder, porque las aguas empezaban a bajar en el rio rápidamente y las barcazas tenían que partir, Muraviev dijo a la gente que se colocara por parejas en el muelle, y las bendijo diciendo: Yo os caso, hijos mios. Sed buenos el uno para el otro; hombres, no deis mal trato a vuestras esposas, y sed felices.
Vi a estos colonos unos seis años después de esta escena: sus aldeas eran pobres, porque la tierra donde se habían establecido había sido un bosque virgen que tuvieron que roturar; pero, tomando todo en consideración, bien podía decirse que la empresa no había fracasado; los matrimonios que bendijo el general no fueron menos felices que otro cualquiera. El excelente e ilustrado Inocencio, obispo del Amur, reconoció después estas uniones, así como los hijos que de ellas nacieron, como perfectamente legales, haciéndolos inscribir en los archivos eclesiásticos.
Muraviev fue, sin embargo, menos afortunado con otra clase de hombres que agregó a la población de la Siberia oriental. En su penuria de personal, aceptó unos dos mil soldados de los batallones disciplinarios, los cuales se incorporaron como hijos adoptivos a las familias de los cosacos, o se alojaron por grupos en las aldeas de los siberianos. Pero diez o veinte años de vida de cuartel, bajo la horrible disciplina de la época de Nicolás I, no era seguramente una preparación para la agrícola; los hijos desertaron de la casa paterna y constituyeron la población flotante de las ciudades, viviendo al día, de lo que se presentaba, gastando principalmente en la bebida lo que ganaban, y aguardando después, tan impasibles como el ave, lo que les aportara el nuevo día.
La abigarrada multitud de cosacos transbaikalianos, de ex-presidarios y de hijos, instalados todos a la carrera y con frecuencia a la ventura, a lo largo de las márgenes del Amur, no alcanzó ciertamente prosperidad, particularmente en las partes bajas del río, y en el Usuri, donde casi cada metro cuadrado de terreno había que conquistarlo a una selva subtropical virgen, y en cuya región las lluvias torrenciales traídas por los monzones en julio, las inundaciones en alta escala, y millones de aves de paso, destruían continuamente la cosecha, concluyendo por sembrar entre las poblaciones la desesperación y la apatía.
Un suministro considerable de sal, harina, tasajo y otros comestibles había que embarcar todos los años para el sostenimiento, tanto, de las tropas regulares como de los colonos del bajo Amur; para lo cual se construían en Chitá unas 150 barcas, enviándolas, con la primera subida de las aguas en primavera, rio abajo, por el Ingodá, el Shilkay el Amur. Esta flotilla se dividía en grupos de veinte o treinta embarcaciones, puestos bajo las órdenes de cierto número de cosacos y empleados civiles; muchos de éstos entendían poco de navegación, pero al menos eran de confianza, no siendo de temer que robaran las provisiones y las dieran como perdidas. Todo iba a las órdenes del comandante Malinovski, de quien fui nombrado segundo.
Mis primeras experiencias en mi nueva calidad de navegante no fueron completamente felices. Ocurrió que yo debía dirigirme de Sretiensk con algunas barcas lo más rápidamente posible a un punto determinado del Amur, y entregarlas allí, a cuyo fin tuve que tomar a jornal algunos hombres, elegidos de entre los mismos hijos a quienes me he referido anteriormente. Ninguno había navegado jamás, ni yo tampoco. En la mañana de nuestra partida hubo que formar la tripulación con gente reclutada en las tabernas, estando la mayor parte tan borrachos, a hora tan temprana, que fue necesario bañarlos en el rio para que se espabilaran. Una vez embarcados, tuve que enseñarles lo que había que hacer. Durante el día, sin embargo, todo marchó sin dificultad; las naves, arrastradas por una corriente suave, navegaban río abajo, y mi tripulación, a pesar de ser inexperta, no tenía interés en hacer encallar las embarcaciones en la orilla; eso hubiera exigido conocimientos especiales. Pero cuando obscureció y fue hora de arrimar aquéllas a tierra y amarrarlas durante la noche, una, que se encontraba bien distante de la que me conducía, sólo se detuvo al montar sobre una roca al pie de un peñasco extremadamente elevado e inabordable. Allí permaneció inmóvil, mientras que el nivel del río, temporalmente elevado por las lluvias, descendía con rapidez. Mis diez hombres no bastaban con seguridad para ponerla a flote; bogué, pues, río abajo hasta el pueblo más inmediato a pedir auxilio a los cosacos y enviar al mismo tiempo un mensajero a un amigo, oficial de cosacos, que se hallaba destacado a unos 35 kilómetros de alli, y entendía algo de aquello.
Al fin vino el día; un centenar de cosacos hombres y mujeres- acudieron a mi llamamiento; pero no hubo manera posible de hacer la descarga, porque la profundidad del agua, al pie del peñasco, era muy grande. Y en cuanto intentamos sacarla de la varadura se abrió el fondo, entrando libremente el agua e inundando el barco, cuya carga se componía de harina y sal. Con horror vi que por el agujero habían entrado peces pequeños que nadaban en la barca; y allí estaba yo sin poder hacer nada ni saber qué camino tomar. Hay un remedio muy sencillo y eficaz en tales casos: se mete un saco de harina en la vía de agua, a cuya forma se adapta al momento, en tanto que la costra exterior de la pasta que se forma en el saco evita que el resto de la harina se moje, y, por consiguiente, que entre el agua; pero ninguno de nosotros sabía entonces eso.
Afortunadamente para mí, pocos minutos después se vio una embarcación que venía río abajo hacia nosotros. La aparición del cisne que condujo a Lohengrin no fue saludada con más entusiasmo por la desesperada Elsa que aquella tosca nave lo fue por mi. La neblina que cubria el hermoso Shilka en la primera hora de la mañana hacia aún más poética tan halagüeña visión. Era mi amigo, el oficial de cosacos, quien, informado por lo que le había dicho respecto a la crítica situación de la barca y considerándola perdida, traía otra descargada, que por casualidad halló a mano, para transbordar a ella lo que llevaba la mia.
Entonces se tapó la entrada del agua, se achicó ésta con una bomba, se pasó la carga a la otra barca, y a la mañana siguiente pude continuar mi viaje. Esta pequeña lección práctica me fue de mucha utilidad, y pronto llegué al punto de destino en el Amur, sin ninguna otra aventura digna de mención. Todas las noches encontrábamos una playa adecuada donde poder detenernos con las barcas, y nuestras hogueras se encendían al borde de las corrientes y cristalinas aguas, en medio de un paisaje montañoso encantador. Durante el día, apenas podía uno imaginarse un viaje más agradable que el efectuado en una barca, arrastrada blandamente rio abajo, sin el ruido y la trepidación del buque de vapor; bastando dar alguna vez que otra un golpe con el gran remo de popa para mantenerse en el centro de la corriente. Para los amantes de la naturaleza, la parte baja del Shilka y la alta del Amur, donde se ve un hermosisimo y ancho río, deslizándose entre montañas escarpadas y riscos cubiertos de verdura, elevados unos seiscientos y pico de metros sobre el nivel del agua, ofrece una de las escenas más deliciosas del mundo. Pero esta disposición del terreno hace que la comunicación a caballo, a lo largo de la orilla, por una estrecha senda, resulte muy dificil. Esto lo llegué a saber aquel otoño por propia experiencia. En la Siberia oriental, las siete últimas estaciones a lo largo del Shilka (sobre 200 kilómetros) eran conocidas con el nombre de los Siete Pecados Capitales. Esta via del ferrocarril transiberiano, si llega a construirse alguna vez, costará cantidades fabulosas; mucho más de lo que ha importado la línea del Pacifico canadiense en las Montañas Rocosas, en el paso del río Fraser (1).
Después de haber entregado mis barcas, recorrí unos 1.660 kilómetros, río abajo, en uno de los botes correos que allí navegan. La popa estaba cubíerta, y en la proa había un cajón lleno de tierra, sobre la que se mantenía el fuego encendido para hacer la comida; mi tripulación se componía de tres hombres, y como no había tiempo que perder, se bogaba, alternando todo el día, dejando que por la noche se fuera con la corriente, montando yo una guardia de tres o cuatro horas para mantener la embarcación en la mitad del río y evitar que se metiera por alguno de los canales laterales. Estas guardias -brillando arriba la luna llena, y reflejándose en las aguas los obscuros y escarpados montes- eran hermosas sobre toda ponderación. Mis remeros procedían de los ya mencionados hijos; eran tres vagabundos que tenían la reputación de ser incorregibles rateros y ladrones, y yo llevaba un pesado saco lleno de billetes de Banco, plata y cobre; en la Europa occidental, semejante viaje por un río solitario se hubiera considerado peligroso; pero en la Siberia oriental, no. Lo hice sin llevar ni siquiera una vieja pistola, y realicé la expedición sin tener de ellos queja alguna. Sólo al aproximarse a Blagoveschenk se volvieron algo intranquilos. Janshina (el aguardiente chino) está allí barato -decían suspirando- ¡y con seguridad nos ocurrirá alguna averia! ¡Cuesta poco, y pronto da uno en tierra por no estar acostumbrado a él! Yo ofreci dejar el dinero que les correspondia en poder de un amigo, quien se encargaría de embarcarIos en el primer vapor; pero ellos replicaron con tristeza: ¡Eso es insuficiente; cualquiera puede dar una copa -la bebida es barata- y no hace falta más para caerse! Estaban realmente preocupados, y cuando algunos meses después volvi a la misma población, supe que uno de mis hijos, como allí los llamaban, se había encontrado en un aprieto. Una vez agotado el producto de la venta del último par de botas, para continuar envenenándose, robó alguna cosa y cayó preso. Mi amigo obtuvo finalmente la libertad, y consiguió embarcarlo.
Sólo los que han visto el Amur, o conocen el Mississippi o el Yang-tse-kiang, pueden formarse idea de lo inmenso que se vuelve el primero después de haberse unido al Zungari, y comprender lo tremendo del oleaje que rueda sobre su lecho si el tiempo es borrascoso. Cuando la estación de las lluvias, debido a los monzones, viene en julio, el Zungari, el Usuri y el Amur experimentan una crecida considerable; millares de islas poco elevadas sobre el nivel del agua, cubiertas de bosques de sáuces, son inundadas o barridas por aquélla, y la anchura del rio llega en algunos parajes a tres, cinco y aun ocho kilómetros. En tales casos, las aguas se precipitan en los canales laterales y los lagos que se encuentran en las tierras bajas a lo largo del canal principal; y si sopla un viento fresco de la parte oriental contra la corriente, olas gigantescas, mayores aún que las que se ven en el estuario del San Lorenzo, se forman, tanto en el río principal como en los canales laterales, agravándose todavia más la situación cuando viene un tifón del mar de China y se extiende por la región del Amur.
Nosotros experimentamos uno de éstos. Yo me encontraba entonces a bordo de un bote grande de cubierta con el comandante Malinóvski, a quien me uní en Blagoveschensk. El había dispuesto el aparejo de modo que pudiéramos navegar ceñidos al viento, y al empezar la tormenta, conseguimos tomar el lado abrigado del río y refugiarnos en uno de sus pequeños tributarios; allí permanecimos durante dos días, mientras que el huracán soplaba con tal violencia que, cuando me aventuré a penetrar algunos centenares de metros en el bosque vecino, tuve que retroceder, a causa de la gran cantidad de árboles corpulentos que el viento derribaba a mi alrededor. La importancia de la tempestad hizo que empezáramos a inquietamos por la suerte de nuestras barcas; era evidente que, si se hubieran encontrado navegando aquella mañana, no hubiesen podido coger el lado abrigado del rio, sino que, arrastradas por las olas al otro, donde era mayor la velocidad del viento, allí se hubieran irremisiblemente perdido. Que debía haber ocurrido un desastre era cosa casi segura.
Tan luego como amainó la furia del mal tiempo, volvimos a navegar; sabíamos que pronto debíamos tropezar con dos grupos de barcas; pero pasó un día, pasaron dos, y nada se encontraba. Mi amigo Malinovski perdió el apetito y el sueño, y parecía como si acabase de sufrir una grave enfermedad. Se pasaba los días enteros inmóvil sobre cubierta, murmurando: Todo se ha perdido, todo se ha perdido. Los pueblos son escasos y están muy distantes unos de otros en esta parte del Amur, y nadie nos podia dar informe alguno. Se reprodujo la tempestad, y finalmente, al llegar a una aldea al amanecer, supimos que no había pasado ninguna barca, pero que se vieron restos de un naufragio flotando por el rio el día anterior. Era indudable que, por lo menos, cuarenta barcas con una carga de unas 2.000 toneladas debían haberse perdido. Esto representaba el hambre, hasta cierto punto, en el bajo Amur, si no se le abastecía a tiempo, porque la estación estaba avanzada, pronto se suspendería la navegación, y en esa época no había telégrafo a lo largo del río.
Celebramos consejo, decidiendo que Malinovski navegase lo más rápidamente posible, dirigiéndose a la desembocadura de aquél; tal vez se hubieran podido hacer algunas compras de grano en el Japón antes de que la navegación se cerrara. Yo, entretanto, debía marchar lo más velozmente que pudiera río arriba para determinar la importancia del siniestro, procurando recorrer los 3.330 kilómetros que me separaban de la capital, en bote, a caballo o en vapor, si encontraba alguno. Mientras más pronto informara a las autoridades de Chitá, y se remitiera la cantidad de provisiones que hubiese disponible, tanto mejor. Tal vez parte de ellas pudieran llegar este mismo otoño al alto Amur, donde sería más fácil embarcarlas a la entrada de la primavera para las tierras bajas. Aunque no se ganasen más que algunas semanas o días, en tiempos de escasez, eso siempre sería de importancia.
Empecé mi largo viaje en bote a remo, cambiando tripulantes en cada pueblo, o sea cada 35 kilómetros, poco más o menos. Se progresaba lentamente; pero era posible que no hubiera vapor río arriba en quince días, y mientras tanto yo podía llegar a los parajes donde se perdieron las embarcaciones y ver si se habia salvado algo. Además, en la boca del Usuri, Jabarovski, era posible que encontrara vapor. Los barcos que hallaba en los pueblos eran de mala muerte y el tiempo estaba muy revuelto; claro está que no nos alejábamos de la orilla; pero, a veces, teniamos que cruzar algunos afluentes de una anchura considerable, y las olas que levantaba en fuerte viento amenazaban de continuo hacer zozobrar nuestra pequeña navecilla. Un dia tuvimos que atravesar un brazo del río que tenia cerca de cien metros de ancho; grandes olas se elevaban como montañas al encontrarse ambas corrientes, y mis remeros, que eran dos campesinos, se aterrorizaron, y poniéndose blancos como el papel, con los labios temblorosos y lívidos, murmuraban plegarias, pero un bravo muchacho de quince años que iba al timón, vigilaba con calma los movimientos de las aguas, sorteando el oleaje con serenidad admirable. El bote, sin embargo, se anegaba, y yo, con un viejo achicador, procuraba echar por una parte el agua que entraba por la otra, notando algunas veces que aquélla se acumulaba con más rapidez de la que yo podía emplear para desalojarla; hubo un momento en que entró en el bote tanta, de dos olas seguidas, que a una señal de uno de los trémulos remeros me desaté el pesado saco lleno de plata y cobre que llevaba a la espalda ... Durante varios días nos vimos en trances parecidos; yo nunca violenté su voluntad; pero como ellos sabían la causa que motivaba el apresuramiento, aprovechaban toda oportunidad que se presentaba de seguir adelante. No se muere siete veces, sino una, y esto no hay medio de evitarlo solian decir, y, santiguándose, echaban mano a los remos y bogaban.
Pronto llegué al lugar donde ocurrió el principal siniestro: 44 barcas habian naufragado, y como no fue posible descargarlas, pocos efectos se salvaron. Las aguas se llevaron 2.000 toneladas de harina. Con tales noticias continué mi viaje.
Unos dias después, un vapor que remontaba lentamente el rio me alcanzó, y cuando lo abordé me dijeron los pasajeros que el capitán, bajo la acción de una tremenda borrachera, se arrojó al agua; se le pudo, sin embargo, salvar, y se hallaba enfermo en su camarote. Me pidieron que tomara el mando del buque, y tuve que consentir en ello; pero pronto encontré, con gran sorpresa mia, que todo marchaba por si mismo de un modo tan excelentemente rutinario que, aunque me pasaba todo el dia en el puente, no tenia nada que hacer. Aparte de algunos minutos de verdadera responsabilidad, cuando habia que atracar a los desembarcaderos, donde tomábamos leña como combustible, y el decir a los fogoneros alguna palabra que otra de cuando en cuando, con objeto de animarlos y poder salir en el momento que la aurora permitia distinguir el contorno de las orillas, todo marchaba perfectamente. Un práctico que hubiera podido interpretar la carta, hubiese obtenido el mismo resultado.
Viajando algo por vapor, y mucho a caballo, llegué al fin a Transbaikalia. La idea de que el hambre se presentara en el bajo Amur la primavera próxima, me causaba una impresión penosa. Al remontar el Shilka observé que el vaporcito no marchaba con tanta rapidez contra la corriente, por cuya razón lo abandoné, y recorrí a caballo, acompañado de un cosaco, 3.330 kilómetros, Argúfí arriba, a lo largo de uno de los caminos montañosos más abruptos de Siberia, no deteniéndonos para hacer fuego hasta que la medianoche nos sorprendía en el bosque. Ni aun las 10 o 20 horas que se podían ganar, apretando de tal modo, eran de despreciar, porque cada dia se acercaba más el cierre de la navegación, y ya se formaba el hielo por la noche en el rio. Al fin encontré al gobernador de Transbaikalia y a mi amigo el coronel Pedashenko a orillas del Shilka, en la estación penal de Kará, y el último tomó a su cargo el cuidado de enviar inmediatamente todas las provisiones posibles. En cuanto a mí, partí inmediatamente para dar cuenta de todo lo acaecido en Irkutsk.
La gente de esta última se maravillaba de la rapidez con que había podido hacer tan largo viaje, el cual me dejó exhausto. Pude, sin embargo, reponerme durmiendo durante una semana tal número de horas al día, que me avergonzaría mencionarlas.
- ¿Habéis descansado lo suficiente? -me preguntó el gobernador general, a la semana, o poco más, de mi llegada-. ¿Podríais salir mañana, como correo, para San Petersburgo, con objeto de dar vos mismo cuenta de la pérdida de las barcas?
Aquello representaba recorrer en 20 días ni uno más- otra distancia de 5.330 kilómetros entre Irkutsk y Níjni-Nóvgorod, donde podía tomar el tren para San Petersburgo; caminar día y noche en silla de posta, que se necesitaba cambiar en cada estación, pues no era posible que ningún carruaje aguantase semejante viaje, corriendo constantemente sobre los caminos helados. Pero el deseo de ver a mi hermano Alejandro fue bastante para que no dejara de aceptar la oferta, y a la noche siguiente me puse en camino. Cuando llegué a las tierras bajas de la Siberia occidental y los Urales, el viaje se convirtió verdaderamente en un tormento: hubo días en que las ruedas de los vehículos se rompían sobre el terreno helado con una frecuencia deplorable; los ríos se iban helando, y tuve que cruzar el Ob en un bote, a través de témpanos de hielo, que a cada momento amenazaban echar a pique nuestra pequeña embarcación. Cuando llegué al río Tom, en el que el hielo flotante se había soldado uno con otro en la noche anterior, la gente se negó por algún tiempo a pasarme a la otra banda, pidiéndome que les díera un recíbo.
- ¿Qué clase de recibo necesitáis?
- Debéis escribir en un papel: Yo, el infrascrito, testifico, por la presente, que me ahogué por la voluntad de Dios, y no por culpa de los campesinos, y nos dais ese documento.
- Con mucho gusto; vamos a la margen opuesta.
Por último, consegui que me acompañaran; un muchacho muy desenvuelto, que yo había elegido entre la multitud, abria la marcha, tanteando la resistencia del hielo con un palo; yo caminaba detrás, llevando al hombro mi caja de despachos, y ambos íbamos amarrados a largas cuerdas que sostenían cinco labriegos, siguiéndonos a cierta distancia, uno de los cuales traía un haz de paja para echarlo sobre el hielo en los sitios que no ofrecía seguridad.
Finalmente, llegué a Moscú, donde me esperaba mi hermano en la estación, y de allí partimos en el acto para San Petersburgo.
La juventud es una gran cosa: después de semejante viaje, que duró 24 dias con sus noches, entrando de mañana en San Petersburgo, fui en el mismo dia a entregar mis despachos, y no dejé de ir a ver a una de mis tías, o mejor dicho, a una prima, que me recibió con alegria, diciéndome:
- Esta noche damos un baile; ¿vendrás?
- ¡Claro que sí! -le contesté. Y no sólo fui, sino que bailé hasta el amanecer del otro día.
Cuando llegué a San Petersburgo y me presenté a las autoridades, comprendí por qué se me había mandado a dar cuenta en persona de lo ocurrido. Nadie podía creer que hubiera pasado tal siníestro: ¿Habéis estado en el mismo lugar? ¿Visteis la destrucción de las barcas con westros propios ojos? ¿Estáis completamente seguro de que no han robado la carga, enseñándoos los restos de un naufragio cualquiera? Tales fueron las preguntas que tuve que contestar.
Los altos funcionarios que estaban al frente de los asuntos siberianos en San Petersburgo eran admirables por su cándida ignorancia respecto a Siberia. Mais mon cher -me dijo uno de ellos, que me hablaba siempre mezclando el ruso con el francés- ¿cómo es posible que se pierdan cuarenta barcas en el Neva sin que nadie corra en su auxilio?
- ¡El Neva! -exclamé-. ¡Poned tres o cuatro Nevas unidos, y tendréis el bajo Amur!
- ¿Es verdaderamente tan grande?
Y dos minutos después charlaba en correcto francés sobre una multitud de cosas. ¿Cuándo visteis al pintor Schwartz la última vez? ¿No os parece su Iván el Terrible un cuadro admirable? ¿Sabéis por qué iban a arrestar a Kúkel? y me contó todo lo referente a una carta que le remitieron pidiéndole su apoyo para la causa polaca. ¿Sabéis que Chernishevski ha sido preso? Ahora está en la fortaleza.
- ¿Por qué? ¿Qué ha hecho? -le pregunté, y él me respondió: ¡Nada en el fondo, nada! ¡Pero, mon cher, ya sabéis lo que son las cuestiones de Estado! ... ¡Un hombre de tanta inteligencia, tan extraordinariamente ilustrado, y con tan gran influencia sobre la juventud, como comprenderéis, no era posible que pudiera consentirlo un gobierno! Esto es intolérable, mon cher, en un Estado bien ordenado.
El conde N. P. Ignatiev no me hizo tales preguntas, conocía muy bien el Amur, y también a San Petersburgo. Entre humorísticas y pícantes observaciones que hacía respecto a Siberia con pasmosa vivacidad, me dijo: Ha sido una suerte que hayáis estado sobre el terreno y visto la catástrofe. Y han obrado muy cuerdamente al enviaros personalmente con la relación. ¡Muy bien hecho! Al principio no había quien creyera lo de las barcas: Un nuevo robo se decía. Pero ahora afirman las gentes que erais bien conocido como paje, y como sólo habéis estado algunos meses en Siberia, no es de creer que os prestaseis a encubrir un robo, y confían en vos. El ministro de la guerra, Dmitrí Miliútin, fue el único hombre de los que ocupaban un puesto elevado en San Petersburgo que se ocupó formalmente de la cosa. Me dirigió muchas preguntas, y todas pertinentes. Al momento se hizo cargo de la cuestión, y toda nuestra conversación se redujo a cortas sentencias, sin precipitación, y al mismo tiempo sin palabras inútiles. ¿Queréis decir que a los establecimientos de la costa se suministre por mar, y sólo por Chitá al resto? Perfectamente: pero si al año próximo se repite la tormenta, ¿ocurrirá una vez más el mismo siniestro? No, si se dispone de dos pequeños remolcadores que convoyen las barcas. ¿Bastará eso? Sí; con que se hubiera podido disponer de uno solo, la pérdida no hubiese sino ni aun la mitad de importante. Es muy probable; escribidme exponiendo cuanto habéis manifestado con claridad y privadamente, sin cumplimientos.
Notas
(1) Anduvieron, en efecto, alrededor de él. Construyeron el ferrocarril al norte de los vales del Shilka, en un terreno más o menos llano. (Nota del año 1917).
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