Índice de Memorias de un revolucionario de Pedro KropotkinAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

PARTE TERCERA

SIBERIA

(Segundo archivo)


V.- Regreso a Irkutsk. - Viaje por la Manchuria. - El cruce a través del Gran Jingán. - Descubrimiento de la región volcánica de Uiun Yoldondsi. - Los dominios de China. VI.- Remontando el Sungari. - Guirin. - Amigos chinos. VII.- Exploración del Sayan occidental. - Exploración del camino nuevo de las minas de oro cerca del Lena a Chita. - La lección de Siberia. VIII.- Insurrección de los polacos desterrados en el camino cerca del lago Baikal. - Pacificación. - Retiro del servicio militar.




V

No permanecí mucho en San Petersburgo, volviendo a Irkutsk aquel mismo invierno; mi hermano debía ir a reunirse conmigo dentro de pocos meses, pues había ingresado de oficial en los cosacos de Irkutsk.

Viajar a través de Siberia en el invíerno se tiene por cosa terrible; pero si bien se considera es, después de todo, más confortable que en ninguna otra época del año. Los caminos cubiertos de nieve se recorren cómodamente, y aunque el frío es intenso, se puede soportar bastante bien. Tendido uno cuan largo es en el trineo, como todos hacen en Siberia, envuelto en mantas de pieles, con pelo por dentro y por fuera, no se sufre mucho por esa causa, aun cuando el termómetro esté a cuarenta o cincuenta grados Fahrenheit bajo cero. Viajando como lo hacen los correos -esto es, cambiando rápidamente de caballos en cada estación, y parando sólo durante una hora una vez al día para comer-, llegué a Irkutsk a los diez y nueve días de haber salido de San Petersburgo: 330 kilómetros al día es la marcha normal en tales casos, y recuerdo haber recorrido los últimos 1.100 kilómetros de mi víaje en setenta horas. El hielo no era entonces muy espeso; los caminos se hallaban en excelente estado; a los conductores se les mantenía animosos gracias a un abundante suministro de monedas de plata, y el tiro, compuesto de tres caballitos ligeros, no parecía fatigado al correr suavemente sobre los cerros y valles, a través de ríos helados y duros como el acero, y de selvas que resplandecian con su manto argentino bajo los rayos del hermoso sol.

Ahora había sido nombrado agregado al gobierno general de la Siberia oriental, teniendo que residir en Irkutsk; pero en este cargo no había nada de particular que hacer: dejar que todo marchase según la rutina establecida, sin volver a referirse a ningún cambio, era la consigna que venía esta vez de San Petersburgo. Por cuya razón, acepté con placer la propuesta de emprender exploraciones geográficas en Manchuria.

Si se echa una ojeada a un mapa de Asia, se ve que la frontera rusa que corre en Siberia, hablando en términos generales, a lo largo del grado cincuenta de latitud, de repente se inclina en Transbaikalia hacia el norte; sigue en una extensión de 500 kilómetros el río Arguft, y después, al llegar al Amur, se vuelve en dirección al sudeste, hallándose el pueblo de Blagoveschensk, que fue en otro tiempo la capital de las tierras bañadas por el río, situado de nuevo casi a la misma latitud de cincuenta grados. Entre el ángulo sur de Transbaikalia (Nueva Tsurujaitui) y Blagoveschensk, sobre el Amur, la distancia de oeste a este es sólo de 830 kilómetros; pero a lo largo del Argufi y el Amur pasa de 1.665, y además, la comunicación paralela al curso del primero, que no es navegable, resulta extremadamente difícil; en su parte baja no hay más que caminos montañosos en exceso abruptos y poco menos que infranqueables.

Transbaikalia es muy rica en ganadería, y los cosacos que ocupan su extremo sur y son importantes ganaderos, deseaban establecer una comunicación directa con el Amur central, que sería un buen mercado para sus ganados. Traficando con los mogoles, habían oído decir a éstos que no seria difícil negar al Amur, caminando hacia el este, a través del gran Jingán: en tal dirección, les dijeron, se tropieza con un antiguo camino chino, que, después de cruzar el lugar referido, conduce a la población manchuriana de Merguén (sobre el río Nonni, tributario del Zungari), donde se encuentra un camino excelente para el Amur central.

Me ofrecieron la dirección de una caravana comercial que los cosacos pensaban organizar, a fin de encontrar aquel camino, y la acepté con entusiasmo. Ningún europeo había visitado jamás aquella región; y un topógrafo ruso, Vaganov, que emprendió igual camino algunos años antes, fue muerto: sólo dos jesuitas, en tiempos del emperador Kansi, penetraron desde el sur hasta Merguén, determinando su latitud; pero toda la inmensa región que se extendía al norte de dicho lugar, 830 kilómetros de anchura y 1.165 de profundidad, era absolutamente desconocida. Consulté todas las fuentes de información posibles respecto a esa región: nadie, ni aun los geógrafos chinos, sabían lo más mínimo sobre el particular; además, el hecho mismo de poner en relación al Amur con Transbaikalia tenía su importancia, y Novo-Tzurujaitui va a ser ahora la cabeza del ferrocarril transmanchuriano; habiendo sido nosotros, por consiguiente, los precursores de esa gran empresa.

Se presentaba, sin embargo, una dilicultad: en el tratado en que China concedía a Rusía libertad de comercio con el imperio de China y Mogolia, no se mencionaba a Manchuria, pudiendo lo mismo incluirse que excluirse de dícho tratado. Las autoridades chinas de la frontera lo interpretaban de una manera y las rusas de otra. Además, como sólo se mencionaba el tráfico, a un oficial no se le permitía entrar en Manchuria. Tuve, pues, necesidad de ir como negociante, a cuyo objeto compré algunos géneros en Irkutsk, y fui disfrazado de tal. El gobernador general me dio un pasaporte a nombre del segundo contribuyente de Irkutsk, el comerciante Piotr Alexéiev y sus compañeros, previniéndome que, si las autoridades chinas me arrestaban y me llevaban a Pekín, y de allí, a través del Gobi, a la frontera rusa -en una caja, sobre los lomos de un camello, era como conducían a los prisioneros de un extremo a otro de Mogolia-, no debía comprometerlo dando mi nombre. Yo, como es natural, acepté todas las condiciones, pues la tentación de visitar un país que ningún europeo había visto jamás, era demasiado fuerte para que un explorador pudiera resistirla. El ocultar mi identidad mientras estuviera en Transbaikalia no hubiera sido empresa fácil: los cosacos son extremadamente curiosos -verdaderos mogoles-, y desde el momento que un forastero llega a uno de sus pueblos, el amo de la casa a donde llega, aunque ofreciéndole la mayor hospitalidad posible, lo somete a un formal interrogatorio.

- Supongo que el viaje habrá sido molesto -empieza diciendo-; el camino de Chitá a aquí es muy largo, ¿no es verdad? Y tal vez más largo todavia para uno que venga de más lejos. ¿Será quizá de Irkutsk? Allí hay mucho comercio; numerosos comerciantes pasan por aquí. ¿Vais también a Nerchinsk, no es verdad? A vuestra edad es muy corriente estar casado, y supongo tendréis familia: ¿muchos hijos? ¿Probablemente no serán todos varones? Y a este tenor durante media hora.

El jefe local de los cosacos, capitán Buxhövden, conocía bien el personal, y esto fue causa de que tomáramos nuestras precauciones: en Chitá y en Irkutsk habíamos trabajado con frecuencia en teatros de aficionados, representando más generalmente dramas de Ostróvski, en los cuales el lugar de la escena es por lo común entre las clases comerciales. Muchas veces tomé parte en tales funciones, y tanto placer me producía representar, que hasta llegué una vez a escribir a mi hermano una carta entusiasta, confesándole mi ardiente deseo de abandonar la carrera militar y dedicarme al teatro. Yo, trabajando de galán joven, hacia por lo general papeles de comerciante, y me había familiarizado bastante bien con sus modos de hablar, gesticular y beber té en el plato -cosas que aprendí al hacer mis trabajos estadísticos en Nikólskoie-, y ahora se me presentaba ocasión de poner eso en práctica con un objeto provechoso.

Tomad asiento, Piotr Alexeievich, solía decirme el mencionado capitán, cuando la tetera, lanzando nubes de vapor, se colocaba sobre la mesa.

Gracias; nos detendremos aquí, contestaba yo, sentándome en el borde de la silla a cierta dístancia, y empezando a beber mi té como lo hacen verdaderamente los mercaderes de Moscú, mientras que Buxhövden casi no podía contener la risa, al verme soplar mi plato con la vista clavada en él, y morder de un modo especial, arrancándole microscópicas partículas, un pequeño terrón de azúcar que había de servir para media docena de tazas.

Sabiamos que los cosacos llegarían pronto a descubrir la verdad; pero lo importante era ganar algunos días, y cruzar la frontera antes de que esto sucediera. Yo debí representar mi papel muy regularmente, porque los cosacos me trataron como a un mercader cualquiera. En un pueblo, una vieja me llamó al pasar, preguntándome:

- ¿Viene alguien más por el camino, amiguito?

- Nadie, abuela, que yo sepa.

- Dicen que un principe, el de Rapotski, iba a venir; ¿será verdad?

- ¡Oh! ya comprendo: tenéis razón, abuela; sus altezas pensaban hacer el viaje desde Irkutsk. ¿Pero cómo habian de realizarlo con tan malos caminos? ¡Eso no es para ellos! Así es que han resuelto quedarse donde están.

- Es claro; ¡eso no era posible!

Diré para abreviar, que pasamos la frontera sin que nos molestaran; éramos once casacos, un tungo y yo, todos a caballo; llevábamos unos cuarenta de éstos para la venta y dos carros, uno de los cuales, de dos ruedas, era mío, y contenía los paños, terciopelos y tejidos en oro y otras cosas de la misma índole que traía en mí calidad de negociante. El cuidado de mi carro y mis caballos estaba completamente a mi cargo, y como encargado de la caravana elegimos a uno de los casacos, quien debía entenderse para todo con las autoridades chinas. Todos los casacos hablaban la lengua del país, y el tungo entendia la manchuriana. La gente de la caravana sabia, por supuesto, quién era yo -uno de los casacos me había conocido en Irkutsk-; pero nunca se dieron por entendidos, comprendiendo que de ello dependía el éxito de la expedición. Yo llevaba un largo vestido de algodón azul, como todos los demás, y los chinos no se fijaron en mi, así que, sin ser observado, pude trazar el plano del camino. En el primer día, cuando los soldados chinos de todas clases nos rodeaban, con la esperanza de alcanzar una copa de aguardiente, yo, por lo general, apenas podía dirigir una mirada furtiva al sextante y anotar las alturas y las distancias dentro del bolsillo, sin sacar el papel al exterior. No llevábamos arma alguna; únicamente el tungo, que iba a casarse, traía su escopeta de chispa, de la que se servia para cazar algún siervo que se descuidara, proporcionándonos carne fresca, y reuniendo pieles con qué pagar el importe de la novia.

Cuando no pudieron sacarnos más aguardiente, nos dejaron solos los soldados chinos. Y nosotros, caminando directamente hacia el este, cruzamos del mejor modo posible sierras y valles, hasta que, después de cuatro o cinco días de marcha, dimos al fin con el camino chino que debía llevarnos, a través del Jingán, a Merguén.

Con gran sorpresa nuestra, encontramos que el cruce de la gran cordillera, que tan negra y terrible parecia en los mapas, era cosa bien fácil. En el camino alcanzamos a un antiguo funcionario chino, de aspecto miserable, que viajaba en un carro de dos ruedas. En los dos últimos días la marcha había sido cuesta arriba, y el terreno presentaba testimonios de su gran altitud: el suelo se hizo cenagoso, y el camino estaba lleno de fango; la hierba ofrecia pobre aspecto, y los árboles eran enanos, raquíticos y a menudo mal conformados y cubiertos de líquenes. A derecha e izquierda se levantaban montañas desprovistas de vegetación, y ya ibamos pensando en las dificultades que nos ofrecería el paso de la sierra, cuando vimos al chino bajarse de su carro delante de un obó -esto es, un montón de piedras y ramas de árboles, a las que había amarrado mechones de cerdas y pedazos de trapo-, arrancar varias de la crin de su caballo y unirlas a las otras. ¿Qué es eso? le preguntamos. Y él nos contestó: El obó; el agua que tenemos delante va a desembocar en el Amur. ¿Y es esa toda la cordillera del Jingán? ¡Toda! No hay más montañas que cruzar hasta llegar a dicho río; no más que cerros.

Esto causó una verdadera conmoción en nuestra caravana. ¡Los ríos desembocan en el Amur, en el Amur! se decían los cosacos unos a otros. ¡Toda su vida habían oído a los ancianos hablar del gran río donde la vid crece silvestre, y las praderas se extienden por centenares de millas, pudiendo mantener a millones de criaturas; más tarde, cuando se anexó el Amur a Rusia, oyeron hablar del largo camino que había que recorrer para llegar a él, las dificultades con que tropezaban los primeros colonos, y la prosperidad relativa de que disfrutaban los establecidos en el alto Amur, hacia cuya región acabábamos de encontrar el camino más corto. Teníamos ante nosotros una cuesta empinada, y aquél descendía en forma de zigzags hasta llegar a un riachuelo, que se abría paso a través de un mar entrecortado de montañas, y conducía al Amur. Ningún otro obstáculo se presentaba ante nosotros y el gran rio. En cuanto a los cosacos, inmediatamente desmontaron y fueron a su vez a atar mechones de cerdas, arrancadas a sus caballos, a las ramas del obó. Los siberianos, en general, tienen una especie de temor a los dioses chinos; pues, a pesar de no darles importancia, dicen que no son buenos, están inclinados al mal, y nunca conviene indisponerse con tales divinidades; siendo mucho mejor tenerlas contentas con pequeñas muestras de respeto.

Mirad, aquí hay un árbol raro; debe ser un roble exclamaban, a medida que descendíamos por la pendiente. Este árbol no crece en Siberia, no encontrándose hasta llegar a la declinación oriental de la alta meseta. Luego seguían diciendo: ¡He aquí avellanos! ¿y qué árbol es ése? repetían al ver un limonero u otra clase de árbol de los que no se dan en Rusia, y que yo conocía como pertenecientes a la flora manchuriana. Los hombres del norte, que durante tantos años habían soñado con tierras templadas, ahora que las veían estaban entusiasmados. Tendidos sobre el suelo cubierto de hierba abundante, la acariciaban con la vista; la hubieran hasta besado. Y ya ardían en deseos de llegar al Amur lo más pronto posible: así que, cuando quínce días después acampamos en nuestra última etapa, a 35 kilómetros del rio, se pusieron tan impacientes como criaturas, empezando a ensillar los caballos poco después de medianoche, y haciéndome poner en camino mucho antes del amanecer; y cuando, al fin, desde una eminencia divisamos su poderosa corriente, los ojos de estos siberianos, tan poco impresionables generalmente, y desprovistos de sentimientos poéticos, brillaron de un modo expresivo al tender la vista sobre las azules aguas del majestuoso Amur. Era evidente que, más tarde o más temprano, con o sin ayuda del gobierno ruso, y hasta contra su voluntad, tanto las dos márgenes de este rio, hoy desiertas, pero llenas de esperanzas para el porvenir, como los inmensos y despoblados terrenos de la Manchuria del norte, serian invadidos por los colonos rusos, del mismo modo que las orillas del Mississipi fueron colonizadas por voyageurs canadienses.

Entre tanto, el viejo y medio ciego funcionario chino con quien habiamos cruzado el Jingán, arreglándose su vestido azul y sombrero oficial con un botón de cristal en la copa, nos declaró a la mañana siguiente que no nos dejaria pasar más adelante. Nuestro encargado lo recibió a él y a su acompañante en nuestra tienda, y el viejo, repitiendo lo que su secretario le apuntaba al oido, presentó todo género de dificultades encaminadas a impedir que continuásemos avanzando, pretendiendo que acampáramos en aquel lugar, aguardando a que él remitiera nuestro pase a Pekin y recibiera órdenes; a lo que nos negamos en absoluto. Después empezó a hacer comentarios respecto a nuestro pasaporte.

¿Qué clase de documento es ése? dijo mirándolo con desdén, seguramente por estar escrito en pocas lineas en una hoja de papel común, en ruso y en mogol, y no tener más que un sencillo sello de lacre. Vosotros mismos podéis haberlo escrito y sellado con una moneda -observó-; mirad el mio: me parece que vale algo. Y desplegó ante nosotros un gran pliego de papel cubierto de caracteres chinos.

Yo había permanecido apartado durante esta conferencia, arreglando algo mis efectos, cuando me vino a la mano un ejemplar de la Gaceta de Moscú, la cual, siendo propiedad de la Universidad de dicha ciudad, tiene un águila impresa en su cabeza. Enseñadle esto, dije a nuestro encargado, el cual, abriendo la gran publicación, le llamó la atención sobre el águila, agregando: El otro pase era para presentarlo a los extraños; pero he aquí el nuestro. ¡Cómo! ¿todo esto se refiere a vosotros? preguntó el viejo aterrado. Sí, todo contestó el otro, con toda la gravedad posible.

El chino, como verdadero empleado, parecia confundido al ver tal profusión de letras, y examinándonos uno por uno nos hacia a todos reverencias; pero como el secretario no cejaba en sus indicaciones, concluyó declarando que no nos dejaria continuar el viaje. Basta de conversación -dije a nuestro representante-; ordenad que ensillen los caballos. Los cosacos fueron de la misma opinión, y en un momento nos pusimos en marcha, despidiéndonos del pobre hombre y ofreciéndole hacer constar que, fuera de recurrir a la violencia -cosa que no le hubiera sido posible-, había hecho cuanto estaba en su mano para impedir nuestra entrada en Manchuria, de la cual éramos los únicos responsables.

Pocos dias después estábamos en Merguén, donde traficamos un poco, llegando pronto a la población china de Arguft, en la margen derecha del Amur, y a la rusa de Blagoveschensk, en la izquierda. Habiamos descubierto el camino directo y otras muchas cosas interesantes también: el carácter fronterizo del Gran Jingán, la facilidad con que puede cruzarse, los volcanes terciarios de la región Uiún Joldontsi, que durante tanto tiempo habían sido poco menos que enigmáticos en la literatura geográfica, y otros hechos de igual importancia. No puedo decir que fui un comerciante listo, porque en Merguén insisti (en un chino incorrecto) en pedir treinta y cinco rublos por un reloj, cuando el comprador chino ya me habia ofrecido cuarenta y cinco; los cosacos, en cambio, se daban mejores trazas, vendieron sus caballos muy bien, y cuando hicieron lo mismo con los mios y mis géneros y efectos, resultó que la expedición le había costado al gobierno la modesta suma de veintidós rublos, o sea cincuenta y cinco francos.


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VI

Todo ese verano lo pasé viajando por el Amur; fui hasta su misma desembocadura, o mejor dicho, su estuario -Nikoláievsk-, para unirme al gobernador general, a quien acompañé en vapor a remontar el Usuri, después de lo cual, en el otoño, hice otro viaje más interesante aun, subiendo por el Zungari hasta el corazón mismo de Manchuria, llegando a Guirin (o Kirin, según se pronuncia en el sur).

En Asia, muchos ríos están formados por la unión de dos igualmente importantes, lo que hace difícil que el geógrafo pueda decir con certeza cuál de los dos es el principal y cuál el tributario. El Indogá y el Oñón se reunen para formar el Shilka; éste y el Argufi hacen lo mismo para dar por resultado el Amur, el cual se une a su vez al Zungari para constituir esa poderosa corriente que, dirigiéndose hacia el nordeste, entra en el Pacifico, pasando por las inhospitalarias latitudes de la miserable Tartaria.

Hasta el año 1864, el gran rio de Manchuria fue poco conocido. Todas las informaciones a este respecto databan del tiempo de los jesuítas, y esas eran incompletas; pero ahora, que iba a realizarse un renacimiento respecto a la explotación de Mogolia y Manchuria, y el temor que hasta entonces se había tenido a China se consideraba exagerado, todos nosotros, la gente joven, hacíamos presión sobre el gobernador general, mostrándole la necesidad de explorar el Zungari, pues tener a las puertas de casa una inmensa región casi tan desconocida como un desierto africano, nos parecía una cosa verdaderamente tentadora. De pronto, el general Korsakov decidió mandar un vapor que remontase el Zungari, bajo el pretexto de llevar un mensaje de amistad al gobernador general de la provincia de Guirin. El cónsul ruso de Urgá debía ser su portador, y un médico, un astrónomo y yo, todos bajo las órdenes del coronel Cherniaiev, fuimos enviados con la expedición en el vaporcito Usuri, que remolcaba una barca con carbón, en la cual iban veinticinco soldados, cuyos rifles se hallaban ocultos cuidadosamente en la carga.

Todo se organizó con precipitación, y en el pequeño vapor no había dónde acomodar tanta gente; pero como todos estábamos llenos de entusiasmo, nos arreglamos lo mejor que pudimos en los reducidos camarotes. Uno de nosotros tuvo que dormir sobre una mesa, y una vez en marcha, encontramos que no había cubiertos para todos, sin hablar de otras cosas necesarias. Otro de los nuestros recurrió a su cortaplumas, y mi cuchillo chino con dos puntas hizo las veces de tenedor, viniendo a enriquecer el servicio de mesa.

No era empresa fácil navegar contra la corriente; el río, en su parte inferior, donde corre por tierras tan bajas como las del Amur, es muy poco profundo, y aunque nuestro vapor sólo calaba un metro con frecuencia no encontrábamos un canal bastante hondo por donde pasar. Hubo días que sólo recorrimos treinta millas, tocando otras tantas veces en el fondo arenoso del rio, y casí de continuo fue necesario hacer marchar delante una lancha, que fuera reconociendo la profundídad de la corriente. Pero nuestro joven capitán había resuelto llegar a Guirin aquel otoño, y progresábamos diariamente. A medida que se avanzaba más río arriba, hallábamos a éste más hermoso y más navegable, y después de pasar los desiertos arenosos en el lugar donde se efectúa su reunión con su hermano el Nonni, el viaje se hizo tan rápido como placentero. Así, en pocas semanas llegamos a la capital de la provincia de Manchuria. El topógrafo hizo un excelente mapa del rio; pero desgraciadamente, como no había tiempo que perder, rara vez bajábamos a tierra en algún pueblo o aldea. Las poblaciones a orillas de aquél son escasas y distantes unas de otras; en la parte baja sólo encontramos tierras que lo eran también y se inundaban todos los años; más adelante, navegamos unas cien millas entre dunas de arena, y sólo al llegar al alto Zungari y empezar a acercamos a Guirin fue cuando se encontró una densa población.

Si nuestra aspiración hubiera sido el establecer amistosas relaciones con Manchuria, y no sencillamente conocer lo que era el Zungari, nuestra expedición bien hubiese podido considerarse fracasada. Las autoridades chinas tenías frescos aun en su memoria los recuerdos de lo ocurrido ocho años antes con la visita de Muraviev, que tuvo por remate la anexión del Amur y el Usuri, y no podían menos que mirar con prevención esta nueva e injustificada venida. Los veinticinco fusiles ocultos en el carbón, de los que habían llevado noticias a dichas autoridades antes de nuestra salida, provocaron todavía más sus sospechas, y cuando nuestro buque echó el ancla frente a la populosa ciudad de Guirin, encontramos a todos sus comerciantes y mercaderes armados de sables mohosos procedentes de algún viejo arsenal. Sin embargo, no se nos prohibió pasear por las calles; pero al bajar a tierra, todas las tiendas se cerraron y no se permitió que nos vendiera nada. Nos enviaron algunas provisiones a bordo, como obsequio, pero sin querer recibir dinero por ellas.

El otoño se aproximaba rápidamente a su fin; ya habían empezado las heladas, y teníamos que darnos prisa para volver, porque no era posible que invernáramos en el río. En suma, vimos Guirin, pero no hablamos más que con los dos intérpretes que venían diariamente a bordo del vapor. Nuestro propósito, no obstante, se había cumplido: habíamos averiguado que el río es navegable, sacando de él un plano excelente, desde la embocadura a Guirin, con cuya ayuda pudimos hacer el viaje de retorno a toda máquina sin ningún accidente. En una ocasión, nuestro vapor encalló en un banco de arena; pero las autoridades de Guirin, deseando sobre todo que no nos viéramos obligados a pasar el invierno en el rio, mandaron doscientos chinos, que nos ayudaron a ponerlo a flote. Cuando salté al agua y, cogiendo una palanca, comencé a cantar el aire del río Dubinushka, lo que permitió a todos dar un fuerte impulso simultáneamente, les hizo a los chinos mucha gracia, con tanto más motivo cuanto que por semejante medio vieron pronto salir al barco de la arena. Esta pequeña aventura fue motivo de que entre los chinos y nosotros se establecieran las más cordiales relaciones. Pero claro es que me refiero únicamente al pueblo, el cual parecia estar muy disgustado con sus arrogantes autoridades.

Hicimos escala en varios puertos chinos habitados por emigrados del Celeste Imperio, siendo recibidos con la mayor afabilidad. Una noche, especialmente, dejó su recuerdo impreso en mi memoria: habiamos llegado a un pueblecito muy pintoresco a la caída de la tarde; fuimos a tierra algunos, y yo me interné solo por la población. Pronto me vi rodeado de una compacta multitud, como de unas cien personas, y aunque yo no sabía una palabra de su lengua ni ellos tampoco de la mía, hablamos amigablemente por medio de la mimica, entendiéndonos sin dificultad. El tocar a uno en el hombro en señal de amistad, pertenece indudablemente al lenguaje internacional; el ofrecerse mutuamente tabaco y el que le brinden a uno con fuego, es también una expresión internacional de simpatia. Una cosa llamó mucho su atención: ¿cómo era que yo, a pesar de ser joven, tenía barba? Ellos no la usan antes de los sesenta años. Y cuando les dije por señas que, en caso de no tener nada que comer, me podría servir de alimento, la broma se transmitió de uno a otro a la masa entera, todos se rieron mucho y empezaron a tocarme en el hombro de un modo más afectuoso todavía; me acompañaron a todas partes, enseñándome sus casas; todos me ofrecieron sus pipas y vinieron a despedirme hasta el vapor, como se hace con un amigo. Debo hacer constar, sin embargo, que no habia un solo boshkó (policia) en el pueblo. En otras partes, nuestros soldados y yo nos haciamos amigos de los chinos; pero desde el momento en que se presentaba un boshkó, todo se interrumpia. ¡Sin embargo, eran de ver las muecas que hacian a aquél en cuanto volvían la espalda! Indudablemente, no eran partidarios de semejante representante de la autoridad.

Esta expedición cayó después en el olvido; el astrónomo Fh. Usóltsv y yo, publicamos informes sobre el particular en las Memorias de la Sociedad Geográfica Siberiana; pero algunos años más tarde, un terrible incendio destruyó en Irkutsk todos los ejemplares que quedaban de ellas, asi como el mapa original del Zungari, y sólo el año anterior, cuando empezaron los trabajos del ferrocarril transmanchuriano, fue cuando los geógrafos rusos desenterraron nuestros trabajos, encontrando que el gran río habia sido explorado hacia treinta y cinco años por nuestra expedición.


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VII

Como respecto a las reformas nada más podía hacerse, procuré realizar únicamente lo que me parecía posible dadas las circunstancias, lo cual sirvió sólo para convencerme de la absoluta inutilidad del intento. Por ejemplo, en mi nuevo cargo de agregado al gobernador general para lo referente a los cosacos, hice una investigación minuciosa de las condiciones económicas de los del Usuri, cuyas cosechas acostumbraban perderse casi todos los años, teniendo el gobierno necesidad de mantenerlos en el invierno para evitar que fueran víctimas del hambre. Cuando volví con mi Memoria redactada, fui universalmente congratulado, me vi ascendido, y recibí gracias especiales; todas las medidas recomendadas por mi fueron aceptadas, concediéndose subvenciones especiales en efectivo, para ayudar a la emigración de unos, y proporcionarles ganado a otros, según mis indicaciones. Pero el resultado práctico de la medida fue que el dinero vino a parar a manos de un viejo borracho encargado del asunto, que dio buena cuenta de él, apaleando después sin piedad a los desgraciados cosacos, a fin de convertirlos en buenos agricultores. Y esto se encontraba en todas las esferas, empezando por el Palacio de Invierno en San Petersburgo, y concluyendo en el Usuri y en Kamchatka.

La alta administración de Siberia estaba animada de las mejores intenciones, y sólo puedo repetir que, tomado todo en consideración, era mucho mejor, más ilustrada y más interesada en el mejoramiento del país que la de cualquiera otra provincia rusa; pero al fin era una administración, una rama del árbol que tiene sus raíces en San Petersburgo, y eso bastaba para paralizar todas sus excelentes intenciones y para convertirla en un obstáculo a todo principio de progreso espontáneo de la vida local. Cualquier cosa que se iniciara en bien del país por los elementos locales, era mirada con desconfianza e inmediatamente paralizada con una multitud de dificultades que partían, no tanto de la mala voluntad de los hombres -quienes, por lo general, son mejores que las instituciones-, sino simplemente por pertenecer a una administración piramidalmente centralizada. El hecho mismo de ser un gobierno cuyo origen se hallaba en otra parte, hacia que apreciara todas las cuestiones desde el punto de vista del funcionario del poder central que piensa ante todo en lo que dirá su superior, y qué efecto causará esto o lo otro en la máquina administrativa, en vez de hacerlo en interés del país.

Gradualmente, pues, fui encauzando cada vez más de nuevo mis energias hacia las exploraciones cientificas. En 1865 exploré el Sayáns occidental, donde adquirí nuevos conocimientos respecto a la estructura de las altas regiones de Siberia, dando con otra cordillera importante de carácter volcánico en la frontera china; y en suma, al año siguiente, emprendí un largo viaje para descubrir una comunicación directa entre las minas de oro de la provincia de Iakutsk (en el Vitim y en el Olókma) y Transbaikalia. Durante varios años (1860-64), los miembros de las expediciones siberianas habían intentado encontrar ese camino, procurando cruzar la serie de cordilleras rocosas, en extremo agrestes y paralelas, que separan ambos lugares; pero cuando llegaban a esa región, viniendo del sur, y veían ante sus ojos esas terrorificas montañas extendiéndose por centenares de kilómetros hacia el norte, todos ellos, excepto uno que fue muerto por los naturales, se volvieron atrás. Era, por consiguiente, indudable que para alcanzar buen éxito la expedición debía dirigirse de norte a sur; de las temibles y desconocidas soledades, a las regiones populosas y templadas. Ocurrió también que, mientras preparaba la expedición, me enseñaron un mapa que un natural del país había trazado con su cuchillo en la corteza de un árbol; el cual, dicho sea de paso, era tan magnífico ejemplo de la utilidad del sentido geométrico en los períodos más rudimentarios de la civilización -debiendo, por consiguiente, interesar a A. R. Wallace--, y tal su semejanza con la verdad que nos presenta la naturaleza, que me confié a él por completo, empezando mi viaje de acuerdo con sus indicaciones. En compañía de un joven naturalista aprovechado, de nombre Polakov, y un topógrafo, fui primero bajando por el Lena a las minas de oro del norte, y allí equipamos nuestra expedición, tomando provisiones para tres meses, y partimos para el sur. Un viejo cazador yakut, que veinte años antes había seguido una vez el camino indicado en el mapa del tungo, se comprometió a servirnos de guía, y cruzar la región montañosa -unos 420 kilómetros de anchura-, siguiendo el río, los valles y los desfiladeros indicados con el cuchillo de aquél, en el mapa de corteza de abedul, obra gigantesca que realmente llevó a feliz término, a pesar de no haber rastro alguno que seguir, y parecer como absolutamente idénticos todos los valles que se veían desde lo alto del paso de una montaña, cubiertos en su totalidad de bosque, a la vista del que no está habituado a contemplarlos.

Esta vez se dio con la senda: durante tres meses estuvimos vagando por el desierto de montañas casi completamente inhabitado, y por las mesetas pantanosas, hasta que al fin llegamos a nuestro destino en Chitá. Me han dicho que esta via es ahora de provecho para conducir ganado del sur a las minas de oro; en cuanto a mí, el viaje me fue de mucha utilidad, ayudándome extraordinariamente a encontrar la base de la estructura de las sierras y mesetas de Siberia; pero como no estoy escribiendo un libro de viaje, debo hacer aquí punto final.

Los años que pasé en Siberia me enseñaron muchas cosas que difícilmente hubiera logrado aprender en otra parte: pronto me convencí de la absoluta imposibilidad de hacer algo de verdadera utilidad para la masa del pueblo por medio de la máquina administrativa; tal ilusión la perdí para siempre. Entonces fue cuando empecé a comprender, no sólo al hombre y su carácter, sino el móvil interno de la vida de las sociedades humanas. El trabajo constructivo de la masa anónima, del que rara vez se hace mención en los libros, y apareció por completo ante mis ojos la importancia de tal obra en el crecimiento de las formas de la sociedad. Presenciar, por ejemplo, de qué modo las comunidades de Dujobortsi (hermanas de las que ahora van a establecerse en el Canadá, y que tan favorable acogida encuentran en los Estados Unidos) emigraron a las regiones del Amur, ver las inmensas ventajas que les reportó su organización fraternal, casi comunista, y hacerse bien cargo del éxito admirable que alcanzó su colonización, en medio de todos los fracasos de la oficial, fue aprender algo que no se encuentra en los libros. Además, vivir con los indígenas, ver funcionando todas las formas complejas de organización social que ellos habían elaborado bien distantes de la influencia de toda civilización, fue para mi, como no podía menos de ser, acumular torrentes de luz que iluminaron mis estudiós posteriores. La parte que las masas, el pueblo, representa en la realización de todos los acontecimientos históricos importantes, y aun en la guerra, se hizo patente para mi por medio de la observación directa, llegando a tener ideas similares a aquellas que expresa L. N. Tolstoi concernientes a los jefes y las masas, en su monumental obra La guerra y la paz.

Habiendo sido criado en el seno de una familia propietaria de siervos, entré en la vida activa, como todos los jóvenes de mi tiempo, con un gran convencimiento de lo necesario que es mandar, ordenar, reprender, castigar y demás; pero cuando, en la primavera de la vida, tuve a mi cargo empresas de importancia y tratos con los hombres, y cuando cada error hubiera podido tener en el acto graves y serias consecuencias, empecé a apreciar la diferencia que existe entre servirse del principio del mando y la disciplina o valerse del mutuo acuerdo. El primero es de gran efecto en un desfile militar; pero carece de valor allí donde se trata de la vida real, y sólo se puede obtener el éxito por el esfuerzo supremo de muchas voluntades convergentes a un mismo fin. Aun cuando no formulé entonces mis observaciones en términos análogos a los usados por los partidos militantes, puedo decir ahora que perdí en Siberia toda la fe que antes pudiera haber tenido en la disciplina del Estado, preparándose así el terreno para convertirme en anarquista.

Desde la edad de diecinueve a la de veinticinco años, tuve que ocuparme en importantes trabajos de reformas, tratar con centenares de hombres en el Amur, disponer y llevar a cabo arriesgadas expediciones, con medios ridículos por su insignificancia, y otras cosas parecidas; y si todo esto terminó de un modo más o menos satisfactorio, sólo lo atribuyo al hecho de que pronto comprendí que, en situaciones graves, el mando y la disciplina prestan bien poca ayuda. Los hombres de iniciativa hacen falta en todas partes; pero una vez dado el impulso, la empresa ha de ejecutarse, especialmente en Rusia, no en forma militar, sino en una especie de modo comunal, por medio del general acuerdo. Desearía que todos los que fraguan planes de gobierno autocrático, pudieran pasar por la escuela de la vida real, antes de empezar a forjar sus utopías de Estado: entonces se oiría hablar mucho menos que al presente, de proyectos de organización militar y piramidal de la sociedad.

Con todo esto, la vida en Siberia se me hacia cada vez menos atractiva, no obstante haberse unido a mí mi hermano Alejandro, en 1864, en Irkutsk, donde mandaba un escuadrón de cosacos. Los dos nos considerábamos felices de vernos juntos; leíamos mucho, y discutíamos todas las cuestiones filosóficas, científicas y sociológicas de la época; pero ambos buscábamos con anhelo una vida intelectual que no se encontraba en Siberia. El paso casual por Irkutsk de Rafael Pompelly o de Adolfo Bastián -los dos únicos hombres de ciencia que visitaron nuestra capital en el tiempo que estuve en ella-, fue un verdadero acontecimiento para ambos. La vida científica y especialmente la política de la Europa occidental, de las que percibíamos un eco a través de los periódicos, nos atraían, y al volver a Rusia eran el tema obligado al que confluían todas nuestras conversacíones. Finalmente, la insurrección de los desterrados polacos en 1866 nos abrió los ojos, mostrándonos la falsa posición que ocupábamos como oficiales del ejército ruso.


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VIII

Estaba yo lejos, en las montañas de Vitim, cuando los desterrados polacos, ocupados en excavar un nuevo camino en la roca, en las inmediaciones del lago Baikal, hicieron un desesperado esfuerzo para romper sus cadenas y abrirse camino hacia China a través de la Mogolia. Se mandaron tropas contra ellos, y un oficial ruso fue muerto por los insurrectos. Me enteré de esto a mi vuelta a Irkutsk, donde unos cincuenta de aquéllos iban a ser juzgados en Consejo de guerra, y como la celebración de éstos es en Rusia pública, pude tomar de todo notas detalladas, que remití a un diario de San Petersburgo, en el que se publicaron íntegras, con gran disgusto del gobernador general.

Sólo a la Siberia oriental habían sido desterrados once mil polacos, entre hombres y mujeres, a consecuencia de la insurrección de 1863; en su mayoria eran estudiantes, artistas, ex-oficiales nobles, y, en particular, artesanos que procedían de la inteligente población obrera de Varsovia y otras ciudades. Una gran parte de ellos se aplicaba a trabajos forzados, y los restantes se habían distribuido por el país, en pueblos donde no hallaban trabajo alguno, y vivian sumidos en la miseria. Los destinados a trabajos forzados se ocupaban en Chitá de la construcción de barcas para el Amur -estos eran los menos desgraciados- o bien en talleres de fundición y en las salinas. Vi algunos de estos últimos en el Lena, haciendo un trabajo tan penoso y sufriendo tales cambios bruscos de temperatura, que a los dos años de tan atroz faena estos mártires morían con seguridad de consunción.

Más adelante, un número considerable de los mismos se emplearon como peones en la construcción de un camino a lo largo de la costa sur del lago Baikal. Este estrecho lago alpino, de 665 kilómetros de largo, rodeado de hermosas montañas que se elevan de mil a cerca de dos mil metros sobre su nivel, separa a Transbaikalía y el Amur de Irkutsk; en invierno, puede cruzarse sobre el hielo, y en verano hay vapores; pero durante seis semanas en la primavera y otras tantas en el otoño, el único medio de llegar a Chitá y Kiajta (yendo a Pekin) desde Irkutsk, es el de recorrer a caballo un largo y semicircular camino a través de montañas de dos y medio a cerca de tres kilómetros de altura. Una vez hice este viaje gozando grandemente del soberbio espectáculo que ofrecian las montañas con sus mantos de nieve en el mes de mayo; pero por lo demás, la cosa no tuvo nada de agradable. Sólo el trepar trece kilómetros para llegar a la cumbre del paso principal, Jaumar-Dabán, me costó todo un día, desde las tres de la mañana hasta la ocho de la noche; nuestras cabalgaduras se caían con frecuencia a causa de la nieve que se fundía, dando con sus jinetes varias veces al día en la que, semiliquida, corría bajo la costra medio helada, por lo cual se acordó construir un camino permanente a lo largo de la costa sur del lago, labrándolo, por decirIo así, en las rocas empinadas y casi verticales que se elevan desde la orilla misma, y salvando con puentes un centenar de rápidos e imponentes riachuelos que rodaban con furía de la montaña al lago; en tan duros trabajos se empleaba a los desterrados polacos.

Varias partidas de desterrados politicos rusos fueron mandadas a Siberia durante el siglo anterior; pero con esa conformidad con el destino que caracteriza a los rusos, jamás se rebelaron; dejaban que los mataran lentamente sin intentar jamás liberarse. Los polacos, por el contrario -dicho sea en honor suyo-, nunca fueron tan sumisos, y esta vez subleváronse abiertamente; era evidente que no contaban con probabilidades de triunfar; pero, sin embargo, lo hicieron. Tenían por delante al gran lago y a la espalda una cordillera de montañas impracticables, más allá de las cuales se extendían los desiertos de la Mogolia del norte, a pesar de lo cual concibieron la idea de desarmar a los soldados que les custodiaban, forjando al efecto esa arma terrible de las insurrecciones polacas -hoces finas como picas en palos largos- y abrirse camino atravesando la sierra y Mogolia, en dirección a China, donde encontrarían buques ingleses que los recogerian. Un día llegó la noticia a Irkutsk de que una partida de estos polacos, que trabajaba en el camino de Baikal, había desarmado una escolta de doce soldados, declarándose en rebelión; ochenta soldados era todo lo que desde allí se podía mandar contra ellos, los cuales, atravesando el Baikal en vapor, fueron a buscar a los insurrectos al otro, lado del lago.

El invierno de 1866 habia sido extraordinariamente triste en Irkutsk; en la capital siberiana no hay esa distinción entre las diferentes clases que se observa en las grandes poblaciones rusas, y la sociedad de aquélla, compuesta de numerosos militares y empleados, en unión de las esposas e hijas de los mercaderes y aun de los curas, se reunian durante dicha época del año, todos los jueves, en los salones de recepción; pero este invierno, sin embargo, faltaba animación en tales fiestas; los aficionados no actuaban en las representaciones teatrales, y las mesas del tapete verde, que generalmente florecían en gran escala, arrastraban una lánguida existencia. Era indudable que existía una serie escasez de dinero en el mundo oficial, y ni aun la llegada de varios empleados de las minas fue señalada con esa profusión de billetes de Banco con que tan caracterizados personajes animaban las noches pasadas en el juego. Como la tristeza no se disipaba, un caballero, que en el invierno anterior había sido el niño mímado de Irkutsk, gracias a los cuentos humorísticos que narraba con mucho gracejo, viendo que el interés de éste género de entretenimiento decaía, apeló al espiritismo como nuevo recurso, y tan buenas trazas se dio que a la semana toda la población estaba loca con los espiritus parlantes, infundiéndose nueva vida a los que no sabían cómo matar el tiempo. Mesas que hablaban aparecieron en todos los salones, y los amorios marcharon mano a mano con los golpes espirituales. El teniente Potalov tomó desgraciadamente todo esto en serio: el espiritismo y el amor; tal vez fue menos afortunado con lo segundo que con lo primero; el caso es que, cuando llegó la noticia de la insurrección, pidió ir en la expedición con los ochenta soldados, esperando volver coronado con el laurel de la victoria.

- ¡Voy contra los polacos -escribió en su diario-; seria tan interesante ser herido ligeramente!

Fue muerto; iba a caballo, al lado del coronel que mandaba la tropa, cuando la batalla con los insurrectos -cuya brillante descripción puede verse en los anales del Estado Mayor general- empezó. Los soldados avanzaban lentamente a lo largo del camino, cuando encontraron unos cincuenta polacos, cinco o seis de los cuales estaban armados de fusiles y el resto de palos y hoces; éstos ocupaban el bosque, y de tiempo en tiempo hacían disparos de fusil, a los que contestaban los soldados. Potalov pidió dos veces permiso al coronel para echar pie a tierra y correr al bosque, a lo que el jefe referido le contestó, bastante incomodado, que permaneciera donde estaba; a pesar de lo cual, un momento después, el oficial desapareció; se oyeron varios tiros repetidos en el bosque, seguidos de desgarradores lamentos; los soldados se lanzaron en aquella dirección y encontraron al teniente desangrándose en tierra. Los polacos, después de hacer sus últimos disparos, se rindieron; la batalla había terminado y Potalov estaba muerto. Se arrojó, revólver en mano, a la espesura, donde halló varios polacos armados de hoces; disparó sobre ellos su arma precipitadamente, hiriendo a uno, e inmediatamente los otros cayeron sobre él.

Al otro extremo del camino, en esta parte del lago, dos oficiales rusos se condujeron de un modo abominable con los polacos que trabajaban en la misma carretera y no habían tomado parte en el alzamiento; uno de ellos entró furiosamente en la tienda de campaña de los desterrados, blasfemando y disparando su revólver contra aquella gente inofensiva, hiriendo gravemente a dos de ellos; el otro ató a esos hombres pacíficos a los carros y los castigó cruelmente con el látigo, por mera diversión.

La lógica de las autoridades militares en tales circunstancias era que, como un oficial ruso había sido muerto, se hacía necesario ejecutar a varios polacos; los consejos de guerra condenaron a cinco de ellos a muerte; Szaramowicz, un pianista de treinta años y arrogante figura, que fue el jefe de la insurrección; Celinski, hombre de sesenta, que en otro tiempo había sido oficial del ejércíto ruso, y tres más cuyos nombres no recuerdo.

El gobernador general telegrafió a San Petersburgo pidiendo autorización para aplazar la aplicación de la sentencia, mas no le contestaron; había prometido no pasarles por las armas; pero después de haber esperado la respuesta varios días, ordenó que se llevara a cabo la sentencia reservadamente, a la primeras horas de la mañana. La contestación de San Petersburgo vino cuatro semanas después por correo; se dejaba al gobernador en libertad de obrar según su mejor saber y entender. Entre tanto, cinco hombres de elevado espíritu habían sido fusilados.

La gente decía que la insurrección fue una insensatez; y, sin embargo, este valiente puñado de rebeldes obtuvo algo provechoso para los demás. Las noticias de lo ocurrido llegaron a Europa; las ejecuciones, las brutalidades de los dos oficiales, que se hicieron públicas al ser conocidas las sesiones del consejo, produjeron una conmoción en Austria, y ésta intervino en favor de sus súbditos que habían tomado parte en la revolución del 63 y fueron enviados a Siberia. Poco después del alzamiento, la suerte de los desterrados mejoró sensiblemente, lo cual se debió a los que se rebelaron; a aquellos cinco hombres bravos y enérgicos que fusilaron en Irkutsk, y a los que a su lado se levantaron en armas.

Para mi hermano y para mi, esta insurrección fue una provechosa enseñanza: comprendimos lo que significaba el pertenecer bajo cualquier concepto al ejército. Yo estaba muy lejos de alli; pero mi hermano se encontraba en la capital, y su escuadrón recibió orden de marchar contra los insurrectos; afortunadamente, el jefe del regimiento a que mi hermano pertenecia lo conocia a él bien, y, bajo un pretexto cualquiera, ordenó que tomara otro oficial el mando de la parte movilizada del escuadrón; de lo contrario, Alejandro, como es natural, se hubiera negado a marchar; y de encontrarme yo allí, hubiera hecho lo mismo.

Entonces decidimos dejar el servicio militar y volver a Rusia; esto no era empresa fácil, especialmente por haberse casado Alejandro en Siberia; pero al fin, todo se arregló, y en los comienzos de 1867 estábamos en camino hacia San Petersburgo.


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