Índice de Memorias de un revolucionario de Pedro KropotkinAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

PARTE CUARTA

PETERSBURGO. EL PRIMER VIAJE AL EXTRANJERO

(Primer archivo)

I.- Ingreso en la Universidad. - Rectificaciones de la orografía y cartografía del Asia Septentrional. II.- La Sociedad Geográfica. - Los exploradores rusos de la época: Severtzov, Mikluja-Maklay. Fedchenko, Przewalski. Proyecto de expedición ártica. - Exploraciones geológicas en Finlandia. III.- La finalidad de la vida. - Negativa a la propuesta de ocupar el cargo de secretario de la Sociedad Geográfica. IV.- Situación de las cosas en San Petersburgo. - La dualidad de la naturaleza de Alejandro II. - Venalidad de la administración. - Los impedimentos para la difusión de la instrucción pública. V.- Cambios en la sociedad de San Petersburgo. - Resultados de la reacción. - El atentado de Karakozov. - ¿Fue atormentado Karakozov? - La lucha trágica de la juventud.




I

A principios del otoño de 1867, mi hermano, con su familia y yo, nos hallábamos establecidos en San Petersburgo. Entré en la Universidad, y me senté en los bancos entre jóvenes, casi niños, de mucha menos edad que yo. Lo que tanto había anhelado durante los últimos cinco años, se había cumplido: podía estudiar; y en conformidad con la idea de que un conocimiento completo de las matemáticas es la única base sólida para todo estudio posterior, ingresé en la facultad de ciencias físicas y matemáticas, en su sección dedicada a esta última materia. Mi hermano entró en la Academia Militar de Jurisprudencia, en tanto que yo abandoné por completo la milicia, con gran disgusto de mi padre, a quien le repugnaba hasta la vista misma de un traje de paisano. Desde aquel momento no podíamos contar ambos más que con nuestros propios recursos.

El estudio en la Universidad y un trabajo cientifico absorbieron todo mi tiempo durante los cinco años posteriores. Un estudiante de matemáticas tiene, por supuesto, mucho que hacer; pero mis estudios previos en cálculo integral me permitieron dedicar una parte de mi tiempo a la geografia, y además, no habia perdido en Sibería el hábito de trabajar con fe.

La Memoria de mi última expedición estaba en prensa, presentándose al misma tiempo un vasto problema ante mis ojos. Los viajes que habia hecho por Sibería me habian convencido de que las mantañas que en aquella épaca figuraban en las mapas del norte de Asia eran fantásticas en su mayoría, y no daban ni remota idea de la estructura del país. Las grandes mesetas, que son un rasgo tan característico del Asia, no habian sido sospechadas siquiera por los que trazaron los mapas. En su lugar, varías grandes cordilleras, tales como, par ejemplo, la parte oríental de Stanovoi, que aparecía en las mapas como una oruga negra, trepando hacia el este, ha sido engendrada en los centros topográficos, contrario a las indicaciones y hasta a los planos de las exploradores, tales como L. Schwartz. Esas cordilleras no existen en la naturaleza. Las nacimientos de los ríos que corren hacia el Océano Artico de una parte y al Pacifico de otra, se hallan entrelazados en la superficie de una gran meseta, teniendo su orígen en los pantanos mismos; pero en la imaginación del tapógrafo europeo, las más altas cardilleras de montañas deben ir asociadas a las fuentes de los grandes ríos, y alli ha dibujado unas elevados Alpes, de los que no hay ni vestigios en la realidad. Muchas imaginarias mantañas como esas, interceptaban el mapa del norte de Asia en todas direcciones.

Descubrir los verdaderos principios fundamentales en la disposición de las montañas de Asia -la armonia de la formación montañosa- vino a ser una cuestión que absorbió mi atención algunos años. Durante bastante tiempo los antiguos mapas, y más todavia, las generalizaciones de Alejandro von Humboldt, quien, después de un largo estudio de los rios chinos, habia cubierto Asia de una red de montañas, corriendo a lo largo de los meridianos y paralelos, me embarazaron en mis investigaciones, hasta que al fin vi que tampoco las generalizaciones de este autor, a pesar de haberme sido de gran estimulo, estaban de acuerdo con los hechos.

Empezando, pues, por el principio, en una forma puramente inductiva, recolecté todas las observaciones barométricas de viajeros anteriores, y con ellas calculé centenares de altitudes; marqué en un mapa en gran escala todas aquellas altitudes, tanto geológicas como físicas, que habian sido realizadas por díferentes exploradores; los hechos, no las hipótesis, procurando averiguar qué lineas de estructura responderian mejor a las realidades observadas. Este trabajo preparatorio me ocupó más de dos años, seguidos de meses de profundas meditaciones, a fin de descubrir lo que el confuso caos de diseminadas observaciones queria decir; hasta que un dia, repentinamente, todo se me hizo claro y comprensible, como si hubiera sido iluminado por un rayo de luz. Las principales lineas de estructura de Asia no se hallan dirigidas de norte a sur, o de Occidente a Oriente, sino que vienen de sudeste al nordeste; así como en las montañas Rocosas y las mesetas americanas, aquéllas van del nordeste al sudeste, encontrándose sólo algunas cordilleras secundarias colocadas en opuesta dirección. Además, las montañas de Asia no son un conjunto de cordilleras independientes como los Alpes, sino que se hallan subordinadas a una meseta inmensa, un viejo continente que en otro tiempo se dirigía hacia el estrecho de Behring. Altas cordilleras laterales se han elevado a sus costados, y en el transcurso de los siglos han emergido del mar nuevos terrenos, formados de sedimentos posteriores, aumentando por ambos lados la anchura de ese primitivo espinazo de Asia.

Pocos placeres hay en la vida humana que igualen al producido por la aparición repentina de una generalización que ilumina el entendimiento, después de un largo periodo de paciente investigación. Lo que durante años se presentaba muy caótico, muy contradictorio y muy problemático, toma de pronto su posición propia dentro de un todo armónico. Del seno de una confusión enorme de hechos y tras las sombras formadas por una multitud de conjeturas -desvanecidas casi al mismo tiempo que se crean-, un majestuoso cuadro hace su aparición, como la cadena de montañas alpinas emerge súbitamente en todo su esplendor de la niebla que momentos antes la ocultaba, brillando bajo los rayos del sol en toda su sencillez y variedad, en toda su grandeza y hermosura. Y cuando la generalización se pone a prueba, aplicándola a centenares de hechos separados, que un momento antes habían parecido en extremo contradictorios, cada uno de ellos aume la posición que le conviene, aumentando lo impresiso del cuadro, acentuando algunos contornos generales o agregando un inesperado detalle lleno de significación, aquella gana en fuerza y en extensión; sus fundamentos crecen en amplitud y solidez; mientras que a lo lejos, a través de las distintas gasas que flotan sobre el horizonte, la vista descubre las siluetas de nuevas y más dilatadas generalizaciones.

El que durante su vida haya experimentado una vez este placer de creación científica, no lo olvidará jamás; suspirará por renovarlo, y no podrá por menos de ver con tristeza que esta clase de goces está reservada a tan pocos, cuando tantos pudieran disfrutar de ella -en mayor o menor escala-; tan sólo con que los conocimientos científicos y el poder disponer del tiempo necesario no fuera patrimonio de una insignificante minoría.

Considero esta obra como mi principal trabajo científico: mi primera intención fue escribir un gran volumen, en el que las nuevas ideas sobre las montañas y mesetas del norte de Asia fueran robustecidas por un examen detallado de cada región separada; pero en 1873, cuando comprendí que me prenderian pronto, me limité sólo a preparar un mapa que manifestara mis ideas, escribiendo al mismo tiempo una Memoria como explicación. Ambos fueron publicados por la Sociedad Geográfica, bajo la inspección de mi hermano, cuando yo estaba ya en la fortaleza de San Pedro y San Pablo. Petermann, que entonces preparaba un mapa de Asia y conocía mi trabajo preliminar, adoptó mis indicaciones, incluyéndolas en el atlas de Stieler y en su pequeño atlas de bolsillo, donde la orografía estaba excelentemente expresada con un grabado de acero. Después han sido aceptadas por la mayoria de los cartógrafos. El mapa de Asia, tal como ahora se comprende, explica, según creo, los principales aspectos físicos del gran continente, así como la distribución de sus climas, faunas y floras, y aun su historia misma, revelando también, como pude ver durante mi último viaje a América, notables analogías entre la estructura y crecimiento geológico de los dos continentes del hemisferio septentrional. Muy pocos cartógrafos podrian ahora decir de dónde proceden estos cambios en el mapa de Asia; pero en ciencia es mejor que las nuevas ideas se abran camino independientemente del nombre de su enunciador: así los errores, que son inevitables en toda primera generalización, se rectifican con más facilidad (1).



Notas

(1) ¡Ay! en el Atlas de Stleler vuelven a aparecer los mapas de Siberia y Manchuria, donde la orografía es tomada en absoluto, no de los planos nuevos (que no los hubo), sino de las imágenes fantásticas que figuran en los mapas de los chinos antiguos, modificadas al azar por los topógrafos de Irkutsk. Esto ha sido señalado ya en Francia. - P. K. (diciembre de 1917).


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II

Al mismo tiempo yo trabajaba mucho para la , como secretario de su sección de geografia física.

Gran interés despertaba entonces la explotación del Turquestán y del Pamir: de allí acababa de volver Sievertzov, después de varios años de viajes. Gran zoólogo, geógrafo distinguido, y uno de los hombres más inteligentes que jamás he conocido; él, como otros muchos rusos, no era aficionado a escribir. Después de hacer una comunicación oral en una asamblea de la Sociedad, no habia medio de inducirle a escribir una palabra más, fuera de la revisión de su discurso; así que, todo lo que se ha publicado bajo su firma no basta, ni con mucho, para hacer justicia al verdadero valor de las observaciones y generalizaciones hechas por él. Esta repugnancia a escribir los resultados del estudio y la observación es, desgraciadamente, cosa común en Rusia. Lo que oi respecto a la orografía del Turquestán, a la distribución geográfica de plantas y animales, al papel que representan los híbridos en la producción de nuevas especies de aves, y a otras cosas de igual interés, y sus observaciones sobre la importancia del apoyo mutuo en el desarrollo progresivo de las especies, que he visto como incidentalmente mencionadas en un par de renglones, al dar cuenta de una conferencia suya, dan suficiente muestra de un talento y originalidad poco corrientes; pero no poseia la exuberante fuerza de exposición en una forma hermosa y apropiada, que hubiera podido hacer de él uno de los hombres de ciencia más eminentes de nuestra época.

Mikluja-Maklay, muy conocido en Australia, que hacia el fin de sus dias vino a ser su pais adoptivo, pertenecía a la misma clase de hombres; a la de aqellos que han escrito mucho menos de lo que hubieran podido escribir. Era un hombre pequeño y nervioso, que sufria siempre de malaria. Acababa de volver del Mar Rojo cuando lo conocí. Partidario de Häckel, habia trabajado mucho sobre los invertebrados marinos en sus regiones naturales. Más adelante, la Sociedad Geográfica logró obtener que pudiera ir en un buque de guerra a una parte desconocida de la Nueva Guinea, donde deseaba estudiar a los salvajes más primitivos. Acompañado tan sólo de un marinero, lo dejaron en una playa agreste, cuyos habitantes tenian la reputación de ser canibales terribles. Se construyó una choza para los dos Robinsones, quienes vivieron año y medio o más cerca de una aldea de indigenas, teniendo con los mismos cordiales relaciones. El conducirse siempre con ellos de un modo recto y formal, no engañándolos nunca, ni aun en lo más minimo, aun cuando pudiera ser con el mejor de los propósitos, fue la base de su línea de conducta, de la cual jamás se apartaba. Cuando viajaba posteriormente por el archipiélago malayo, llevaba en su compañía un indígena que había entrado en su servicio bajo la expresa condíción de no ser nunca fotografiado; pues los naturales del país, como todos saben, consideran que algo se les quita cuando se les hace un retrato fotográfico. Un día que el indígena dormía profundamente, Maklay, que estaba recolectando material antropológico, confesó que estuvo tentado de fotografiarlo, con tanto más motivo cuanto que era un representante típico de su tribu, y jamás llegaría a saberlo; pero recordó su promesa, y se contuvo. Al dejar Nueva Guinea, los indígenas le hicieron que prometiera volver; y algunos años después, a pesar de estar bastante enfermo, cumplíó su palabra y volvió. Y sin embargo, este hombre tan notable, sólo ha publicado una parte infinitesimal de las observaciones verdaderamente importantes que hizo.

Fedchenko, que había hecho extensas observaciones zoológicas en Turquestán -en compañía de su esposa Olga, que era naturalista también-, fue, según acostumbrábamos a decir, un europeo occidental. Trabajó con empeño para dar a luz, en adecuada forma, los resultados obtenidos: pero, desgraciadamente, perdió la vida al subir a una montaña en Suiza; rebosando ardor juvenil, y lleno de confianza en sus facultades, emprendió una ascención sin guías competentes, y fue víctima de una tempestad de nieve. Por fortuna, su viuda completó la publicación de sus Viajes, y creo que un hijo de ambos continúa la obra de sus padres.

También conocí mucho de lo realizado por Prievalski, o mejor dicho Przewalski, que es como debe escribirse su nombre polaco, a pesar de que a él, por su parte, le gustaba aparecer como patriota ruso: era un cazador apasionado, y el entusiasmo con que hizo sus exploraciones en Asia central fue debido tanto a su deseo de cazar reses de todas clases, gamos, camellos y caballos salvajes, y otros animales por el estilo, como a su interés por descubrir tierras nuevas y de dificil acceso. Al verse obligado a hablar de sus descubrimientos, no tardaba en interrupir su modesta descripción con una entusiasta exclamación: ¡Pero cuántas reses había alli! ¡Qué cacería! contando con vehemencia de qué modo se encaramó a tal o cual altura para tener a tiro un caballo salvaje. No bien se hallaba de vuelta en San Petersburgo, ya estaba proyectando una nueva expedición; procurando, mientras tanto, reunir todos sus recursos y emplearlos en jugadas de Bolsa, a fin de aumentarlos para dicho objeto. Era el verdadero tipo del explorador, por su robusta naturaleza y sus condiciones para hacer durante largo tiempo la ruda vida del cazador de la montaña: tal existencia era placentera para él; en su primera expedición sólo le acompañaron tres amigos, y siempre se mantuvo en excelentes relaciones con los naturales; sin embargo, como las posteriores tomaron cierto carácter militar, empezó desgraciadamente a confiar más en la fuerza de su escolta armada que en las relaciones pacíficas con los habitantes del país; y oí decir en círculos bien informados que, aunque no hubiera muerto en el momento mismo de ponerse en marcha su expedición al Tibet -tan admirable y pacificamente llevada a cabo después por sus compafieros Pievtzov, Robarovski y Kozlov-, es muy probable que no hubiese vuelto de ella vivo.

En aquel tiempo existía una considerable actividad en la Sociedad Geográfica, siendo muchas las cuestiones científicas en que nuestra sección, y en consecuencia su secretario, estaban vivamente interesados; en su mayoria eran demasiado técnicas para hacer de ellas aqui mención; pero necesito aludir al deseo que se despertó favorable a los establecimientos rusos en las costas, las pesquerias y el comercio en la parte rusa del Océano Artico en esos años. Un comerciante y minero de oro, llamado Sidorov, contribuyó con sus esfuerzos a que se consiguiera tal resultado; pues habia previsto que, con una pequeña ayuda en forma de escuelas navales, la exploración del mar Blanco y otras del mismo género, así como las pesquerias y la navegación rusa, hubieran podido adquirir un considerable desarrollo. Pero como hasta este poco, desgraciadamente, necesitaba para realizarse pasar por San Petersburgo, y como los altos gobernantes de esa ciudad cortesana, burocrática, literaria, artística y cosmopolita no era posible que se interesaran por nada provincial, el pobre Sidorov consiguió únicamente ser ridiculizado. Sólo del exterior podía venir el impulso que llamara la atención de la Sociedad de Geografia rusa hacia el extremo norte del país.

En los años 1869-71, los intrépidos cazadores de focas, noruegos, abrieron de un modo completamente inesperado el mar de Kara a la navegación. Con extraordinaria sorpresa nos enteramos un dia en la Sociedad que aquel mar, situado entre la isla de Navaia Zernliá y la costa siberiana, y que confiadamente acostumbrábamos a describir en nuestras Memorias como permanentemente helado, habia sido recorrido en todas direcciones por varias goletas noruegas; y hasta el sitio invernal del famoso holandés Barentz, que creiamos oculto para siempre a la vista del hombre por campos de hielo de centenares de años de existencia, fue visitado por esos aventureros del norte.

Estaciones excepcionales y también un estado anormal del hielo fue lo que dijeron nuestros viejos navegantes; pero, por lo menos, para algunos de nosotros resultaba evidente que, con sus pequeñas goletas y reducidas tripulaciones, los bravos cazadores noruegos, que se hallaban familiarizados con los hielos, se habian atrevido a romper el flotante, que generalmente cierra el paso de aquel mar; en tanto que los comandantes de los buques de guerra, contenidos ante la responsabilidad del servicio, jamás se habían arriesgado a hacer otro tanto.

Estos descubrimientos despertaron un general interés en las exploraciones árticas: puede decirse con razón que fueron los cazadores referidos los que abrieron la nueva era de entusiasmo ártico, que dio por resultado la circunnavegación de Asia por Nordenskjöld, el reconocimiento de un permanente paso al nordeste para Siberia, el descubrimiento del norte de Groenlandia, efectuado por Peary, y la expedición del Fram, hecha por Nansen. También nuestra Sociedad Geográfica empezó a dar señales de vida, nombrándose una comisión que preparara el proyecto de una expedición ártica rusa e indicase el trabajo científico que pudiera realizar. Los especialistas tomaron a su cargo escribir cada uno un capítulo científico de esta Memoria; pero, como sucede con frecuencia, sólo algunos sobre botánica, geología y meteorología, estuvieron listos a su tíempo; y el secretario de la comisión -esto es, yo mismo- tuvo que escribir lo restante. Varios asuntos, tales como la zoologia marina, las mareas, observaciones del péndulo y el magnetismo terrestre, eran completamente nuevos para mi; pero la cantidad de trabajo que un hombre en buen estado de salud, puede ejecutar en poco tiempo, si dedica a el todas sus energías y va derecho a la raíz de la cuestión, no es posible calcularlo de antemano, y de este modo la Memoria fue concluída a su tiempo.

Terminaba recomendando una gran expedición ártica, que despertara en Rusia un interés constante en todo lo referente a dichas regiones; y al mismo tiempo que se efectuara, como preliminar, otra en una goleta fletada en Noruega, que hiciera un reconocimiento al norte o nordeste de Nueva Zembla, la cual pudiera, según indicamos, intentar llegar, o al menos ver, una tierra desconocida que no debía estar situada a gran distancia de la isla indicada, cuya probable existencia había sido señalada por un oficial de la armada rusa, el barón Schilling, en un excelente pero poco conocido informe sobre las corrientes en el Océano Artico. Cuando leí este trabajo, así como el viaje de Lütke a Nueva Zembla, y me hice cargo de las condiciones generales de esta parte del mar referido, vi desde luego que la suposición tenía que ser fundada. Debe haber tierra al nordeste de Nueva Zembla, y ha de alcanzar una latitud más alta que la de Spitzberg: la posición fija del hielo al oeste de la primera, el fango y las piedras que en él se encuentran, y otras varias y pequeñas índicaciones, confirmaban la hipótesis. Además, si esta tierra no se hallara allí, la corriente de hielo que se dirige al oeste desde el meridiano del estrecho de Behring a Groenlandia (corriente que arrastró al Fram) llegaría, como con razón ha observado dicho barón, a alcanzar el cabo Norte, cubriendo las costas de Laponia con masas de hielo, del mismo modo que lo hace con la extremidad norte de Groenlandia. Dicha corriente, templada solamente -débil continuación del Gulf Stream-, no podría haber impedido la acumulación de hielo en la costa norte de Europa. Esta tierra, como se sabe, fue descubierta un par de años después por la expedición austríaca, y recibió el nombre de Tierra de Francisco José.

La Memoria ártica tuvo para mí un resultado completamente imprevisto: se me ofreció la dirección de la expedición de reconocimiento, a bordo de una goleta noruega fletada con tal objeto; a lo que contesté, como es natural, que nunca había navegado por mar; pero me replicaron que, combinando la experiencia de un marino con la iniciativa de un hombre de ciencia, podria hacerse algo de provecho; y yo hubiera aceptado, a no haber opuesto su veto, al llegar aquí, el ministro de hacienda, contestando que el Tesoro no podía conceder los setenta y cinco o cien mil francos que se necesitaban para la expedición. Desde aquella época Rusia no ha tomado parte en las exploraciones de los mares árticos. La tierra que distinguimos a través de las brumas subpolares fue reconocida por Payer y Weypreche, y los archipiélagos que deben existir al nordeste de Nueva Zembla -de lo que estoy ahora más firmemente persuadido que entonces- están aún por descubrir (1).

En lugar de unirme a una expedición ártica, fui enviado por la Sociedad Geográfica a hacer un modesto viaje a Finlandia y Suecia, para explorar los depósitos glaciares; el cual me arrastró por otra dirección completamente distinta.

La Academia de Ciencias rusa enviaba aquel verano a dos de sus miembros -el antiguo geólogo, general Helmersen, y Frederick Schmidt, el incansable explorador de Siberia- a estudiar la estructura de esas largas cordilleras de montes conocidas con el nombre de eskers, kames y otros en las islas Británicas. La Sociedad Geográfica me mandó a Finlandia con igual objeto: los tres visitamos la hermosa cordillera de Pungaharju, separándonos después. Trabajé bastante durante el verano: viajé mucho por Finlandia, pasando luego a Suecia, donde vi correr felices horas en la agradable compañia de A. Nordenskjö1d. Ya entonces -1871- me refirió su proyecto de llegar a las desembocaduras de los rios siberianos, y aun al estrecho de Behring, por la via del norte. De vuelta en Finlandia, continué mis investigaciones hasta bien entrado el otoño, y recogí bastante cantidad de observaciones muy interesantes relativas a la glaciación del país; pero también pensé mucho durante este viaje sobre las cuestiones sociales, y estos pensamientos ejercieron una influencia decisiva en mi desarrollo posterior.

Materiales de importancia de todas clases, relativos a la geografia de Rusia, pasaron por mi mano en la Sociedad Geográfica, lo que me sugirió gradualmente la idea de escribir una extensa geografía física de esa inmensa parte del mundo. Mi intención era dar una completa descripción geográfica del país, basándola en las ideas principales de la estructura superficial, que empecé a desenvolver en la parte correspondiente a la Rusia europea, bosquejando en aquel trabajo las diferentes formas de vida económica que debían prevalecer en cada región respectiva. Tómese, por ejemplo, las dilatadas praderas de la Rusia del sur, tan frecuentemente afligida por la falta de lluvias y la pérdida de las cosechas. Estas calamidades no deben ser consideradas como accidentales: son un rasgo natural tan distintivo de esa región, como su posición en una vertiente sur, su fertilidad y demás aspectos característicos y toda la vida económica de esas praderas necesitaría organizarse en previsión de las inevitables repeticiones de tan periódicos males. Cada región del imperio ruso deberia ser objeto de igual tratamiento cientifico, así como ha hecho Karl Ritter con partes de Asia en sus hermosas monografías.

Pero un trabajo semejante hubiera requerido abundancia de tiempo y libertad completa por parte del autor; pensando con frecuencia cuánto hubiera podido ayudarme en tal empresa el ser nombrado secretario de la Sociedad Geográfica. Y en el otoño de 1871, hallándome ocupado en Finlandia, caminando lentamente a pie hacia la costa, a lo largo del ferrocarril recientemente construido, observando atentamente los parajes donde primero debieron aparecer las muestras inequívocas de la primitiva extensión del mar, que siguió al período glacial, recibí un telegrama de la susodicha corporación, en el que se me decía: El Consejo os ruega aceptéis el cargo de secretario de la Sociedad. Al mismo tiempo, el secretario saliente me suplicaba encarecidamente que prestara buena acogida a la proposición.

Se habían realizado mis esperanzas; pero al mismo tiempo, otras ideas y otras aspiraciones habían invadido mi pensamiento. Después de meditar detenidamente sobre lo que deberia contestar, telegrafié: Gracias encarecidas; pero no puedo aceptar.



Notas

(1) Solamente en 1901 fue llevada a cabo la expedición de Toll con el propósito de descubrirlos, y, como se sabe, el audaz investigador ha muerto quizás en el camino hacia la tierra de Sannikov.


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III

Ocurre con frecuencia que hombres envueltos en dificu1tades políticas, sociales o familiares, sencillamente no han tenido nunca tiempo para preguntarse si la posición en que se encuentran y el trabajo que realizan están en armonía con la razón; sí sus ocupaciones responden verdaderamente a sus inclinaciones y capacidades, dándoles las satisfacciones que todos tienen derecho a esperar de su trabajo. Los que están dotados de actividad se hallan más expuestos que otros a encontrarse en posición semejante; cada día trae consigo nueva cantidad de trabajo, y uno se acuesta bien entrada la noche sin haber terminado lo que esperaba hacer durante la jornada, corriendo después, a la siguiente mañana, a continuar la tarea interrumpida. La vida se va pasando así, y no queda tiempo para pensar, para considerar la dirección que toma la existencia; tal me ocurría a mí.

Pero ahora, durante mi viaje por Finlandia, tenia a mi disposición el tiempo que antes me faltaba, cuando cruzaba en mi carro finlandés de dos ruedas (karria) una llanura que ningún interés ofrecia al geólogo, o cuando caminaba, con el martillo al hombro, de una cueva de arena a otra, podía pensar; y en medio del trabajo geológico indudablemente interesante que tenia entre manos, una idea que me atraía con mucha más fuerza aún que la geología, se elaboraba con persistencia en mi imaginación.

Vi la inmensa cantidad de trabajo que el campesino finlandés emplea en roturar la tierra y en romper el barro endurecido, y me dije a mi mismo: Escribiré la geografía física de esta parte de Rusia, y le diré al agricultor el mejor modo de cultivar el suelo. Aqui, un extractor de raíces americano sería de gran valor; alli la ciencia indicaría los sistemas más adecuados de abonos ... ¿Pero de que serviría hablarle de las máquinas americanas, cuando apenas tiene lo indispensable para poder vivir de una cosecha a otra, cuando la renta que tiene que pagar por ese barro duro crece cada vez más, en proporción con las mejoras que introduce en el terreno? Teniendo que roer sus tortas de harina de centeno, duras como la piedra, que cuece dos veces al año, comiendo con ellas un pedazo de bacalao horriblemente salado y bebiendo un trago de leche desnatada, ¿cómo me he de atrever a mencionarle tales máquinas, cuando todo lo que puede reunir apenas basta para pagar renta e impuestos? Necesita que yo viva en su compañia, que le ayude a ser dueño o libre poseedor de la tierra que ocupa; entonces podrá leer lo libros con provecho, pero no ahora.

Y mis pensamientos vagaban entre los campesinos de Finlandia y los de Nikólskoie, a quienes habia visto últimamente. Ahora son libres, lo que les place grandemente; pero no tienen prados. De un modo o de otro, los grandes terratenientes se han apoderado de todos. En mi infancia, los Savojin solian echar al campo seis caballos a pastar durante la noche; los Talkachov tenian siete. Ahora esas familias no tienen más que tres cada una; y otras que antes disponian de esta cantidad, sólo cuenta con uno. ¿Qué puede hacerse sólo con un miserable caballo? ¡Sin prados no hay caballos ni abonos! ¿Cómo he de hablarles de sembrar hierba, estando ya arruinados -tan pobres como Lázaro- y aguardando dentro de algunos años estarlo aún más, a causa de las disparatadas contribuciones? ¡Qué felices eran cuando les dije que mi padre les daba permiso para segarla en el pequeño espacio abierto que habia en su bosque de Kostin! Vuestras campesinos de Nikólskoie son feroces para el trabajo es lo que comúnmente se oia decir en nuestra vecindad; pero la tierra de sembrar pan, que mi madrastra habia tomado de sus terrenos, en virtud de la ley minima -esa cláusula diabólica introducida por los dueños de siervos cuando se les permitió revisar la ley de emancipación-, está ahora cubierta de monte bajo, no permitiéndose a los feroces trabajadores cultivarla. Y otro tanto sucede en toda Rusia; aun en aquella época era evidente, y los comisionados oficiales lo previnieron de antemano, que la primera cosecha que se perdiera en la Rusia central, daría por resultado un hambre terrible, y ella vino en 1876, en 1884, en 1891, en 1895 y también en 1898.

La ciencia es una cosa excelente; conoci sus goces y pude apreciarlos, tal vez más que la mayoría de mis colegas; aún ahora, mientras contemplaba los lagos y cerros de Finlandia, nuevas y hermosas generalizaciones se levantaban ante mis ojos. Vi en un pasado bien remoto, en la aurora misma del género humano, acumulándose el hielo año tras año en los archipiélagos del norte, sobre Escandinavia y Finlandia. Un crecimiento inmenso de aquél invadió el norte de Europa, extendiéndose lentamente hasta llegar a su parte media; la vida se extinguia en esa zona del hemisferio septentrional, y extremadamente pobre y vacilante, huyó más y más hacia el sur, ante el soplo helado que venia de esas masas inmensas solidificadas por el frío; y el hombre -miserable, débil e ignorante- tuvo que luchar con todo género de dificultades para mantener una precaria existencia. Muchos siglos pasaron antes que empezara el deshielo, y con él vino el periodo lacustre, en que se formaron en las cavidades innumerables lagos, y una raquitica vegetación subpolar comenzó timidamente a invadir los insondables terrenos pantanosos que rodeaban a aquéllos; otra serie de siglos transcurrió antes de que se iniciara un proceso extremadamente lento de desecación, y de que la vegetación empezara su pausada invasión desde el sur, hallándonos en la actualidad en un periodo de rápida desecación, acompañado de la formación de secas praderas y estepas, teniendo el hombre que buscar los medios de contrarrestarla, pues el Asia Central ha sido ya la primera victima de una calamidad que amenaza a la Europa del Mediodía.

La creencia en una capa de hielo que alcanzase hasta la Europa central, era en aquel tiempo una verdadera herejía; pero como ante mi vista se destacaba un cuadro sorprendente, necesitaba describirlo con los miles de detalles que en él observé, para que sirviera de clave a la presente distribución de floras y faunas, abriendo nuevos horizontes a la geología y a la geografía física.

¿Pero qué derecho tenía yo a estos goces de un orden elevado, cuando todo lo que me rodeaba no era más que miseria y lucha por un triste bocado de pan, cuando por poco que fuese lo que yo gastase para vivir en aquel mundo de agradables emociones, había por necesidad de quitarlo de la boca misma de los que cultivaban el trigo y no tienen suficiente pan para sus hijos? De la boca de alguien ha de tomarse forzosamente, puesto que la agregada producción de la humanidad permanece aún tan limitada.

La ciencia es una fuerza inmensa; el hombre debe ilustrarse. ¡Mucho sabemos ya! ¿Pero qué sucedería si, aunque no fuera más que ese conocimiento, viniera a ser posesión de todos? ¿No progresaría la ciencia misma con tal ímpetu, haciendo que la humanidad avanzara tanto en la producción, inventos y creaciones sociales, que hasta nos sería casi imposible ahora medir la rapidez de tal carrera?

Las masas necesitan instruirse; tienen voluntad para aprender y no les falta capacidad. Alli, en la cresta de ese inmenso promontorio que se extiende entre los lagos, como si unos gigantes lo hubieran formado precipitadamente para enlazar ambas oríllas, se halla un campesino finlandés, sumido en la contemplación de los hermosos lagos sembrados de islas que se presentan ante él; ninguno de estos aldeanos, por pobre y desgraciado que sea, pasará por este lugar sin detenerse a admirar la escena. O bien allá, a la orilla de un lago, se encontrará otro agricultor cantando algo tan dulce y armonioso que el mejor de los músicos le envidiaría su balada, a causa de su delicadeza y su fuerza meditativa; ambos sienten intensamente, ambos meditan, ambos piensan; dispuestos están a ensanchar sus conocimientos; sólo necesitan que se les proporcionen, que se les den los medios para disponer de algún descanso.

En semejante dirección es en la que pienso ir, y esta es la clase de gente por la que tengo que trabajar. Todas esas frases sonoras sobre el progreso que hace la humanidad, mientras que, al mismo tiempo, los encargados de realizarlo permanecen alejados de aquellos a quienes pretenden mejorar, son meros sofismas, forjados por imaginaciones deseosas de librarse de una irritante contradicción.

Por eso contesté negativamente a la Sociedad Geográfica.


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IV

San Petersburgo ha cambiado mucho desde que lo dejé en 1862. ¡Oh, si! Conocisteis el San Petersburgo de Chernishevski me decía una vez el poeta Maikov; es verdad, conocí a la ciudad de que aquél era el favorito; ¿pero cómo describiré a la que encontré a mi regreso? Tal vez como la capital de los cafés chantants y de las salas de conciertos, si las palabras todo San Petersburgo han de significar realmente los altos círculos de la sociedad que siguen la norma de la Corte.

En ésta y aquéllos, las ideas liberales se hallaban en un descrédito espantoso; todos los hombres preeminentes del 60, aunque fueran tan moderados como el conde Nicolás Muraviev y Nicolás Miliútin, eran tratados como sospechosos; sólo a Dimitri Miliútin, el ministro de la guerra, había conservado Alejandro II en su puesto, porque la reforma que tenía que llevar a cabo en el ejército necesitaba muchos años para su realización. Todos los demás hombres activos del periodo revolucionario habían sido barridos por la reacción.

Una vez hablé con un alto funcionario del ministerio de Estado; él criticaba con viveza a otro de igual categoría, y como yo dijera en defensa de éste: Sin embargo esto, al menos, hay que decir en su favor, que nunca aceptó ningún cargo bajo Nicolás I. ¡Y ahora sirve a las órdenes de Shubálov! fue la respuesta, la cual pintaba tan admirablemente la situación, que nada tuve que agregar.

El general Shuválov, jefe de la policía de Estado, y el general Trepov, jefe de la de San Petersburgo, eran en realidad los verdaderos gobernantes de Rusia; Alejandro II no era más que su instrumento, su juguete, y ellos dominaban por el terror, Trepov había atemorizado hasta tal punto a Alejandro con el espectro de la revolución que debía estallar en San Petersburgo, que si el omnipotente jefe de policía se retrasaba a]gunos minutos en venir a dar su parte diario a palacio, el emperador solía preguntar en el acto: ¿Ocurre algo en la capital?

Poco después de haber despedido definitivamente Alejandro a la princesa X, contrajo mucha amistad con el general Fleury, el aide-de-camp de Napoleón III, aquel hombre siniestro que fue el alma del coup d´etat del 2 de diciembre de 1851; siempre se les veía juntos, y Fleury informó en una ocasión a los parisienses del gran honor de que era objeto por parte del zar de Rusia. Yendo el último en carruaje por el Nevsky Prospekt, vio al otro y le invitó a montar en su vehículo, que no tenia más que un asiento de doce pulgadas de ancho para una sola persona, y el general francés refería más tarde de qué modo el zar y él, comprimidos el uno contra el otro, tenían que llevar la mitad del cuerpo en el aire, a causa de lo reducido de aquél. Basta nombrar a este nuevo amigo, recién venido de Compiegne, para dar idea de lo que esa amistad significaba.

Shuválov sacaba todo el mayor partido posible del actual estado de ánimo de su señor; preparaba una medida reaccionaria tras otra, y cuando Alejandro manifestaba repugnancia a firmar alguna de ellas, aquél hablaba de la revolución que se acercaba y de la suerte que cupo a Luis XVI, implorándole, por la salvación de la dinastía, que firmara las nuevas adiciones a las leyes de represión. A causa de todo esto, la tristeza y los remordimientos se apoderaban de tiempo en tiempo de Alejandro; cuando esto sucedía, se le veía caer en profunda melancolía y hablar con tristeza de lo brillante que fue el principio de su reinado, y del carácter reaccionario que iba tomando. En tales momentos, Shuválov organizaba una cacería de osos; tiradores, alegres cortesanos y carruajes llenos de muchachas de la servidumbre de palacio, iban al bosque de Novgorod; Alejandro, que era buen tirador, mataba un par de osos, dejando que los animales llegaran a pocos metros de su rifle, y alli, en medio de la excitación de la fiesta cinegética, obtenía Shuválov la firma de su señor para cualquier proyecto de represión o de robo en favor de sus clientes, tramado por él.

Alejandro II no era ciertamente un hombre adocenado; pero vivían en él dos personalidades, ambas fuertemente desarrolladas y luchando una contra otra; y este combate interno se fue haciendo cada vez más vivo con los años. Podía ser de un trato exquisito, y un momento después conducirse de un modo brutal; poseía un valor frio y razonado en presencia de un verdadero peligro, pero vivía en un temor constante de otros que sólo existian en su imaginación. No era ciertamente cobarde, y esperaba al oso frente a frente; en una ocasión, cuando el animal no había sido muerto del primer disparo y el hombre que se hallaba a su espalda con una lanza, al adelantarse, fue derribado por el oso, acudió el zar en su auxilio, matándolo casi a boca de jarro (supe esto por el mismo interesado), y sin embargo, se vio toda su vida perseguido por temores engendrados en su mente y por la intranquilidad de su conciencia. Era de maneras afables para con sus amigos; pero esta bondad se hallaba contrabalanceada por una fría y terrible crueldad -análoga a la del siglo XVII-, de la que hizo gala al sofocar la insurrección polaca, y más tarde, en el 80, cuando se tomaron idénticas medidas para dominar el levantamiento de la juventud rusa; crueldad de que nadie le hubiera creído capaz. Vivía, pues, una doble existencia, y en el periodo de que hablo firmaba sin dificultad los decretos más reaccionarios y después se arrepentia de haberlo hecho. Hacia el fin de sus días, esta lucha interna, como se verá más adelante, se hizo más activa aún, asumiendo un carácter poco menos que trágico.

En 1872, Shuválov fue nombrado para la embajada de Inglaterra; pero su amigo el general Potápov continuó la misma política hasta el principio de la guerra turca en 1877; durante todo este tiempo, se efectuaban en grande escala las más escandalosas dilapidaciones de la hacienda públíca, así como de los bienes de la Corona, de los estados confiscados en Lituania después de la insurrección de 1863, de las tierras de Bashkir en Oremburg y otras. Algunas de estas irregularidades fueron posteriormente descubiertas y juzgadas públícamente por el Senado, que actuaba como alto Tribunal Supremo, después que Potápov perdió el juicio, y Trépov fue reemplazado, procurando sus rivales en palacio presentarles a la vista de Alejandro tales como eran. En una de estas investigaciones judiciales se vino a saber que un amigo de Potápov, del modo más vergonzoso, había robado sus tierras a los campesinos de un estado de Lituania, y después, apoyado por sus amigos en el ministerio del interior, consiguió que los aldeanos que pidieron justicia fueran presos, apaleados bárbaramente y fusilados por la tropa; siendo ésta una de las narraciones de este género más repugnantes que se encuentran en los anales rusos, a pesar de que en ellos tanto abundan robos semejantes. Sólo después que Vera Zasúlich disparó contra Trépov, hiriéndole (para vengar que hubieran apaleado por orden suya a un preso politico, en la prisión), fue cuando las inmoralidades de Potápov y sus paniaguados llegaron a ser bien conocidas y él despedido. Creyéndose que iba a morir, Trépov hizo testamento, por lo cual se supo que este hombre, que había hecho creer al zar que moría pobre, a pesar de haber ocupado muchos años el puesto lucrativo de jefe de la policía de San Petersburgo, dejó en realidad a sus herederos una fortuna considerable. Algunos cortesanos se lo participaron a Alejandro II. Trépov perdió su crédito, y entonces fue cuando algunas de las indignidades del partido de los Shuválov, Potápov y Trépov se presentaron ante el Senado.

El pillaje a que se entregaban en todos los ministerios, especialmente en relación con los ferrocarriles y toda clase de empresas industriales, era verdaderamente enorme, habiéndose hecho en aquella época inmensas fortunas. La marina, según el mismo emperador dijo a uno de sus hijos, se hallaba en los bolsillos de unos y otros. El costo de los ferrocarríles garantizados por el Estado era, iududablemente, fabuloso, y en cuanto a empresas mercantiles, se sabia públicamente que no había manera de fundar ninguna, a menos que se prometiera un determinado tanto por ciento sobre los dividendos a varios funcionarios de los diferentes ministerios. A un amigo mío que intentaba montar una industria en San Petersburgo, le dijeron francamente en el ministerio del interior que tendria que pagar 25 por 100 del producto neto a una persona determinada, 15 a otra en el ministerio de hacienda, 10 a otra en el mismo ministerio, y 5 por 100 a una cuarta.

El trato se hacia sin reserva alguna, teniendo de ello conocimiento Alejandro II; sus propias observaciones escritas en las Memorias del interventor general, lo atestiguan bien claramente; pero como veia en los bandidos sus protectores contra la revolución, los mantenia en sus puestos hasta que los robos producian un escándalo monumental.

Los grandes duques jóvenes, con excepción del presunto heredero, más tarde Alejandro III, que fue siempre un económico pater familias, seguían el ejemplo de su padre; las orgías que uno de ellos solía celebrar en un pequeño restaurante de Nevsky Prospekt eran tan desgraciadamente notorias, que una noche el jefe de policia tuvo que intervenir amenazando al dueño con enviarle a Siberia si volvía a admitir en su salón gran duque a éste. Imaginad mi perplejidad -me decía dicho hombre en una ocasión, cuando me enseñaba ese local, cuyas paredes y techo se hallaban forrados de gruesos cojines de satén-; por un lado tenía que ofender a un miembro de la familia real, que podía hacer de mi lo que quisiera, y por el otro, el general Trépov me prometia mandarme a Siberia! Pero, como es natural, hice 10 que éste me ordenaba, pues, como sabéis, el general es ahora omnipotente. Otro de los grandes duques se hizo sospechoso por sus costumbres, que pertenecen al dominio de la psicopatia, y un tercero fue desterrado a Turquestán, después de haber robado los diamantes de su madre.

La emperatriz Maria Alexandrovna, abandonada por su marido, y probablemente horrorizada del giro que tomaba la vida de la Corte, se hizo cada vez más devota, y pronto cayó en manos del capellán mayor de palacio, representante de un tipo completamente nuevo en la iglesia rusa: el jesuitico. Este género de clero acicalado y corrompido, realizó rápidos progresos en aquella época; ya trabajaba enérgicamente y con éxito para convertirse en una potencia del Estado y apoderarse de las escuelas.

Se ha demostrado una y otra vez que el bajo clero de Rusia se halla tan ocupado con sus funciones -bautismos, casamientos, administrar la comunión a los moribundos, y otras cosas por el estilo--, que sus miembros no pueden dedicarse con provecho a la enseñanza. Aun cuando le paguen en el pueblo por dar lección de religión y moral en la escuela pública, el cura, generalmente, cede a otro el cargo, por falta de tiempo disponible. Sin embargo, el alto clero, explotando el odio de Alejandro II hacia el llamado espiritu revolucionario, empezó su campaña para poner mano en las escuelas. No haya más enseñanza que la eclesiástica fue su divisa; y aun cuando toda Rusia reclamaba educación, ni aun la ridicula e insignificante cantidad de cuatro millones de rublos incluídos anualmente en el presupuesto para las escuelas primarias, llegaban a invertirse por el ministro de instrucción pública, mientras que casi otro tanto se daba al Sínodo como auxilio para establecer escuelas bajo la dirección de los párrocos, muchas de las cuales existieron y figuran todavía solamente en el papel.

Toda Rusia reclamaba la educación técnica, pero el Ministerio solamente abrió los gimnasios de estudios clásicos, porque los enormes cursos de latín y griego eran considerados como el mejor medio para impedir a los jóvenes leer y pensar. En esos gimnasios solamente el dos o tres por ciento de los estudiantes consiguieron completar el curso de ocho años, porque todos los muchachos que prometían algo y que mostraban independencia de pensamiento eran expulsados francamente antes de llegar al último año, y fueron tomadas ciertas medidas para reducir el número de los estudiantes. La educación era considerada a excepción de unos pocos, como un lujo. Al mismo tiempo, el ministro de instrucción pública se hallaba empeñado en una lucha continua, apasionada, con las personas privadas y las instituciones -distritos o asambleas de comarca, municipalidades y otras- que trataban de abrir Escuelas Normales o escuelas técnicas; o tan sólo escuelas primarias. La educación técnica -en un país donde hay tan gran demanda de mecánicos, de agricultores instruidos y de geólogos- era tratada como institución revolucionaria. Estaba prohibida, perseguida; así es que hasta la hora presente, dos o tres mil jóvenes ven cada otoño que se rehusa su admisión en las más altas escuelas técnicas por simple falta de puestos. Un sentimiento de desesperación se posesionaba de los que no podian hacer nada útil en la vida pública; mientras tanto los campesinos eran arruinados con una rapidez espantosa por las sobretasas y por la exigencia de los atrasos de las contribuciones mediante ejecuciones semimilitares que les aterraban para toda la vida. Los únicos gobernadores de provincia bien vistos en la capital eran los que lograban extraer los impuestos del modo más severo.

Este era el San Petersburgo oficial. Esa era la influencia que ejercia sobre Rusia.


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V

Cuando dejábamos Siberia hablábamos con frecuencia mi hermano y yo de la vida intelectual que encontraríamos en San Petersburgo, y de las interesantes relacíones que esperábamos contraer en los círculos literarios, lo que en verdad logramos, lo mismo entre los radicales que entre los eslavófilos moderados; pero debo confesar que no llenaron nuestras aspiraciones. Encontramos muchos hombres excelentes estos no son raros en Rusia-; pero no respondían completamente a nuestro ideal del escritor politico; los mejores, como Chernishevski, Mijáilov y Lavrov, se hallaban desterrados o presos en la fortaleza de San Pedro y San Pablo, como ocurría con Pisarev; en tanto que otros, impresionados por lo sombrio de la situación, habian cambiado de ideales, inclinándose ahora hacia una especie de absolución paternal, y los más, a pesar de no haber abjurado de sus ideas, se habian hecho tan cautos en expresarlas, que su prudencia tenia visos de deserción.

En el periodo efervescente del partido reformista, casi todos los que pertenecian a los circulos literarios avanzados habían tenido algunas relaciones, ya con Herzen o con Turguéniev y sus amigos, o bien con las sociedades secretas Velikaross o Zemlia y Volia, que tenían en aquel tiempo una existencia próspera, mientras que ahora esos mismos hombres hacian cuanto en su mano estaba por ocultar sus antiguas simpatías todo lo más posible, a fin de no aparecer, por ningún concepto, sospechosos.

Una o dos de las revistas liberales que se toleraban en aquel tiempo, debido principalmente al gran talento diplomático de sus directores, contenían trabajos excelentes, en los que se mostraba la creciente miseria y la desesperada condición de la masa de los agricultores, haciendo patentes los obstáculos que se acumulaban en el camino del progreso. La narración de estos hechos bastaba vor sí sola para engendrar la desesperación; pero nadie se atrevía a indicar un remedio ni proponer una acción para salir de un estado de cosas que se consideraba irremediable. Algunos escritores abrigaban aún la esperanza de que Alejandro II volviera una vez más a asumir el carácter reformista; pero para la mayoria, el temor de ver sus publicaciones suprimidas y al director y redactores camino del destierro, era una idea que dominaba a todas las demás. El miedo y la esperanza los tenian igualmente paralizados.

Cuanto más radicales habían sido diez años antes, tanto mayores eran sus temores; mi hermano y yo fuimos muy bien recibidos en uno o dos circulos literarios, a los que concurriamos algunas veces; pero desde el momento que la conversación comenzaba a perder su carácter trivial, o mi hermano, que tenía mucha facilidad para llamar la atención sobre cuestiones interesantes, la dirigía hacia el estado del país, o hacia Francia, donde Napoleón III preparaba rápidamente su caída en 1870, era indudable que había de ocurrir alguna interrupción: ¿Qué opináis, caballeros, de la última representación de La bella Elena? o ¿Qué os parece tal o cual pescado? -preguntaba en alta voz una de las personas de más edad, y la cuestión seria quedaba cortada.

Fuera de los referidos centros, la situación era aún peor en el año 60; Rusia, y en particular San Petersburgo, estaba llena de hombres de ideas avanzadas, que parecían dispuestos en aquella época a hacer cualquier género de sacrificio por la causa que defendían: ¿Qué ha sido de ellos? ¿Dónde están? -me preguntaba; y si tropezaba con alguno, invariablemente había de oír estas palabras: ¡Prudencia, joven! El hierro es más fuerte que la paja. No se puede derribar un muro con la cabeza - y otros innumerables proverbios parecidos, que por desgracia tanto abundan en la lengua rusa, y con los cuales habían formado un código de filosofía práctica. Nosotros ya hemos hecho algo; no hay que pedirnos más o tener paciencia; esto no puede durar -era todo lo que nos decían, mientras que nosotros, los jóvenes, nos hallábamos dispuestos a renovar la lucha, a acudir a la acción, a sacrificarlo todo, si era necesario, y sólo les pedíamos un consejo, una guía, una ayuda intelectual.

Turguéniev ha exhibido en Humo algunos de esos ex-reformadores, procedentes de las capas más elevadas de la sociedad, y su cuadro es verdaderamente desconsolador; pero en las impresionantes y apasionadas novelas y trabajos literarios de madame Jvoshchinskaia, que escribió con el seudónimo de V. Krestovski (no se le debe confundir con otro novelista llamado Vsévalod Krestovski), es donde se pueden seguir y apreciar los variados aspectos que la degradación de los liberales del 60 revistió en aquel tiempo.

El placer de vivir -tal vez el de haber sobrevivido a la catástrofe- vino a ser su dios desde el momento que la multitud anónima, que diez años antes constituía el nervio del movimiento reformista, se negaba a oír hablar más de todo ese sentimentalismo, corriendo a participar de las riquezas que venían a llenar las manos de los hombres prácticos.

Muchos nuevos medios de hacer fortuna habían aparecido desde que se abolió la esclavitud, y la gente se lanzó con avidez por tales vías; los ferrocarriles se construían con ardor febril en Rusia; a los Bancos particulares recién fundados, acudían como moscas los terratenientes a hipotecar sus fincas; los notarios y abogados particulares que acababan de establecerse en las audiencias, disfrutaban de rentas importantes; las compañias por acciones se multiplicaban con sorprende rapidez, y sus promotores florecían. Una clase de hombres que anteriormente hubiera vivido en el campo con la modesta renta de una pequeña propiedad, cultivada por un centenar de siervos, o del salario más modesto aun de un funcionario civil de poca categoria, ahora hace fortuna o gozaba de tales rentas como las que en tiempos de la servidumbre sólo podían tener los grandes propietarios territoriales.

Los gustos mismos de la sociedad se iban degradando cada vez más; la ópera italiana, en otro tiempo foro de las demostraciones radicales, estaba ahora desierta; la rusa, que timidamente venía afirmando el derecho de sus grandes compositores, se veia sólo concurrida por algunos entusiastas aficionados. Ambas eran calificadas de insipidas, y la crema de la sociedad de San Petersburgo acudia a un teatro vulgar, donde las estrellas de segundo orden de los pequeños teatros de Paris conquistaban fáciles laureles de sus admiradores, los oficiales de la guardia, o iba a ver La belle Heléne, que se representaba en la escena rusa, mientras nuestros dramáticos se relegaban al olvido. La música de Offenbach era la preferida, la suprema.

Hay que decir, sin embargo, que la atmósfera politica era tal que los hombres de buena voluntad tenian razones de consideración, o al menos excusas, para permanecer retraidos. Después de haber disparado Karakózov contra Alejandro II, en abril de 1866, la policia de Estado se habria hecho omnipotente; toda persona sospechosa de radicalismo, se hubiera o no metido en algo, tenia que vivir constantemente bajo la amenaza de ser el mejor dia arrestada, tan sólo por haber demostrado alguna simpatia a tal o cual persona complicada en cuestiones politicas, o bien por alguna carta encontrada en un registro nocturno, o simplemente por sus peligrosas opiniones; y la prisión politica podia lo mismo significar años de reclusión en la fortaleza de San Pedro y San Pablo, que destierro a Siberia, o tormentos en los calabozos.

Este movimiento de los círculos Karakózov ha permanecido muy poco conocido hasta en la Rusia misma. Yo estaba en aquel tiempo en Siberia, y sólo lo conozco de oidas. Parece, sin embargo, que se combinaban en él dos corrientes distintas: una de ellas fue el principio de ese gran movimiento popular que posteriormente tomó tan formidables proporciones; en tanto que la otra era principalmente politica. Grupos de jóvenes, algunos de los cuales se hallaban en camino de ser brillantes profesores de la Universidad, u hombres notables como historiadores o etnógrafos, se habian formado por el 64, con la intención de instruir y educar al pueblo, a pesar de la oposición del gobierno; ellos fueron como simples artesanos a los grandes centros industriales, fundando alli sociedades cooperativas y escuelas populares con la esperanza de que, con tacto y paciencia, podrían llegar a educar a los trabajadores, creando así los primeros núcleos en donde irradiarían gradualmente mejores y más elevadas concepciones entre las masas. Su abnegación era muy grande; considerables fortunas se pusieron al servicio de la causa, y me siento inclinado a creer que, comparado con todos los movimientos similares que más tarde tuvieron lugar, éste fue el que tal vez se hallaba fundado en una base más práctica, estando, indudablemente, sus iniciadores bastante próximos a la clase productora.

Por la otra, guiados por varios miembros de esos círculos, entre los que se encontraban Karakózov, Ishútin y sus más íntimos amigos, la acción tomó una dirección determinada. Durante los años que mediaron del 62 al 66, la política de Alejandro II asumió un carácter decididamente reaccionario; rodeado de los hombres más retrógrados, que tomaba como sus más inmediatos consejeros; las reformas mismas que constituyeron la gloria del principio de su reinado, eran ahora substituidas por leyes adicionales y circulares de los ministros; la vuelta al pasado más o menos encubierta, era lo que se esperaba francamente en el antiguo campo, no creyendo nadie en aquella época que la reforma principal -la abolición de la servidumbre- pudiera resistir los asaltos dirigidos contra ella desde el mismo Palacio de Invierno. Todo lo cual debió influir en el ánimo de Karakózov y sus amigos, haciéndoles comprender que la continuación del reinado de Alejandro II sería una amenaza hasta para lo poco que se había conseguido, y que Rusia tendría que volver a los horrores de Nicolás I si aquél continuaba gobernando. Al mismo tiempo, se abrigaban grandes esperanzas -ésta es una historia repetida a menudo y siempre nueva- respecto de las tendencias liberales del heredero del trono y su tío Constantino. Debo también decir que, antes del 66, tales temores y consideraciones parecidas se expresaban frecuentemente en circulos mucho más elevados que los que parece frecuentaba Karakózov. De todos modos, lo cierto es que éste disparó un día sobre Alejandro II en el momento que salía del jardín de verano para tomar su carruaje; pero no le dio y fue preso en el acto.

Katkov, el jefe del partido reaccionario de Moscú, gran maestro en el arte de sacar partido de cualquier acontecimiento politico, acusó en el momento a todos los radicales y hombres de ideas libres de complicidad en el atentado -lo que indudablemente no era cierto-, insinuando en su periódico y haciendo que toda la ciudad lo creyera, que Karakózov había sido un mero instrumento del gran duque Constantino, jefe del partido liberal en los círculos elevados. Puede imaginarse hasta qué punto los dos gobernantes, Shuválov y Trépov, explotarían estas acusaciones y los temores que ellas despertaron en Alejandro II.

Mijail Muraviev, que había conquistado durante la insurrección polaca el apodo de verdugo, recibió órdenes de hacer una investigación muy minuciosa y descubrir por todos los medios posibles la conjura cuya existencia se suponía. De acuerdo con tales instrucciones, prendió a diestra y siniestra en todas las clases de la sociedad, disponiendo centenares de registros y jactándose de que encontraría el medio de hacer a los presos más comunicativos. No era ciertamente de los hombres que retroceden ni aun ante la tortura, y la opinión pública de San Petersburgo estaba casi unánime en afirmar que Karakózov había sido atormentado para obtener declaraciones; pero que no hizo ninguna.

Los secretos de Estado se guardan bien en las fortalezas, especialmente en esa gran masa de piedra enfrente del Palacio de Invierno, que tantos horrores ha presenciado, dados a luz sólo recientemente por los historíadores; allí conserva todavía los secretos de Muraviev; pero lo siguiente tal vez arroje alguna claridad sobre este asunto.

En 1866 estaba yo en Siberia; uno de nuestros oficiales que viajaba de Rusia a Irkutsk, hacia el fin de aquel año, encontró en uno de los paradores dos gendarmes, que habían acompañado a Siberia a un empleado desterrado por robo, y volvían al punto de partida. El primero, que era un hombre muy campechano, al verlos tomando té en una fría noche de invierno, se sentó a su lado, poniéndose a conversar con ellos mientras se cambiaban los caballos; uno de los gendarmes había conocido a Karakózov.

Era un hombre listo -dijo él-; cuando estaba en la fortaleza, nos ordenaron a una pareja que se relevaba cada dos horas, no dejarle dormir. Así es que lo teníamos sentado en un banquillo, y en el momento de empezar a dar cabezadas, lo sacudíamos para despabilarlo ...

- ¿Qué queréis? -preguntaba; y nosotros contestábamos:

- ¡Cumplimos con lo que se nos ordena! ...

Y mirad si era vivo: se sentaba con las piernas cruzadas, columupiando una de ellas, para hacernos creer que estaba despierto, y mientras tanto echaba un sueñecito sin dejar de mover la pierna; pero pronto descubrimos la treta, comunicándola a los que nos relevaron; de modo que se le sacudía y despertaba de cuando en cuando, agitara la pierna o no. ¿Y cuánto duró eso? -le preguntó mi amigo. Oh, muchos dias; más de una semana.

El carácter cándido de esta descripción es de por si una prueba de veracidad; no es posible que fuera inventada; y que se torturó a aquél hasta ese extremo, puede considerarse como indudable. Cuando ahorcaron a Karakózov, uno de mis antiguos compañeros del Cuerpo de pajes se hallaba presente en la ejecución con su regimiento de coraceros. Al sacarlo de la fortaleza -me dijo mi amigo- y verlo sentado en la alta plataforma del carro, que trepidaba al pasar por el glacis de aquélla, mi primera impresión fue que lo que conducian al patibulo era un muñeco de goma elástica, y que Karakózov ya habia muerto. Imaginad que la cabeza, las manos y todo el cuerpo, se hallaban completamente relajados, como si no existieran los huesos, o como si éstos hubieran sido todos quebrantados. Era terrible ver aquello y pensar lo que significaba. Cuando los soldados lo bajaron del carro, vi que movía las piernas y hacia desesperados esfuerzos para andar y subir las gradas del cadalso; de modo que no era un maniqui ni se puede decir que había perdido el conocimiento. Todos los oficiales quedaron sorprendidos de aquello que ninguno acertaba a explicarse. Sin embargo, al hacerle observar que tal vez el reo habría sido atormentado, se le subió la sangre al rostro y contestó: Eso mismo pensamos todos.

Muraviev habia prometido desarraigar todo elemento radical en San Petersburgo, y todos los que tenian, más o menos marcados, algunos antecedentes radicales, vivian ahora bajo el temor de caer el dia menos pensado en las garras del opresor, por lo que procuraban, sobre todo, vivir alejados de los jóvenes, por miedo a verse envueltos con ellos en alguna peligrosa asociación. De este modo, habia una zanja abierta, no sólo entre los padres y los hijos, como Turguéniev ha descrito en su novela, no sólo entre las dos generaciones, sino también entre todos los hombres que pasaban de treinta años y los que se hallaban en los veinte. La juventud rusa se encontraba, por consiguiente, en el caso, no sólo de tener que combatir en sus padres a los defensores de la servidumbre, sino en el de verse abandonados asimismo por sus hermanos mayores, que se negaban a secundarles en sus aspiraciones hacia el socialismo, y hasta temian prestarles ayuda en la contienda a favor de más libertad politica. ¿Ha habido jamás en la Historia -me pregunto a mi mismo- una juventud empeñada en lucha titánica con tan formidable enemigo, que se haya visto tan abandonada, no sólo de sus padres, sino aun de sus hermanos mayores, a pesar de que estos jóvenes no hubieran cometido más falta que tomar a pecho y procurar llevar a la práctica la herencia intelectual de estos mismos padres y hermanos? ¿Se ha empeñado jamás un combate en condiciones más trágicas que éstas?


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Índice de Memorias de un revolucionario de Pedro KropotkinAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha