Índice de Memorias de un revolucionario de Pedro KropotkinAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

PARTE CUARTA

PETERSBURGO. EL PRIMER VIAJE AL EXTRANJERO

(Segundo archivo)




VI.- Enseñanza superior de la mujer. - Aspiraciones de la juventud femenina a cursos intermedios. Los motivos del éxito. VII.- La muerte del padre. Nuevas corrientes en los Viejos Caballerizos. VIII.- El primer viaje al extranjero. - Residencia en Zurich. - La Asociación Internacional de Trabajadores. - La literatura socialista. - Jefes y politiqueros de Ginebra. IX.- Con los obreros relojeros del Jura. El origen del anarquismo. - Los amigos de Neuchatel. - Los emigrantes de la Comuna. X.- La influencia de Bakunin. - El programa socialista. XI.- Cracovia. - Negociaciones con los contrabandistas. - Introducción de libros del extranjero.




VI

El único punto brillante que vi en la vida de San Petersburgo fue el movimiento que tenia lugar entre la juventud de ambos sexos. Varias corrientes convergieron para producir la poderosa agitación, que pronto tomó carácter secreto y revolucionario, embargando la atención de Rusia durante los quince años posteriores. De ella hablaré en uno de los capitulos siguientes, limitándome ahora sólo a mencionar el movimiento emprendido a la luz del día por nuestras mujeres, con el objeto de tener acceso a una educación superior, y del cual era San Petersburgo, en aquella época, el centro principal.

Todas las tardes, la joven esposa de mi hermano, al volver de la escuela normal de maestras a que concurría, tenía algo nuevo que contarnos respecto de la animación que allí se advertía; se presentaron proyectos para abrir una academia de Medicina y Universidades femeninas; se organizaban debates sobre las escuelas y métodos de enseñanza relacionados con el curso, tomando centenares de mujeres un interés apasionado en estas cuestiones, discutiéndolas una y otra vez en sus reuniones privadas. Se formaron sociedades de traductoras, editoras, impresoras y encuadernadoras, a fin de proporcionar trabajo a las más pobres de la hermandad, que afluían a la capital, dispuestas a hacer todo lo que se presentara, alentando tan sólo la esperanza de que también ellas podrian adquirir algún día más instrucción. En estos centros reinaba una vida poderosa y exuberante, contrastando notablemente con lo que en otras partes vi.

Desde que el gobierno se mostró resuelto a no admitir mujeres en Universidades, ellas habían concentrado todos sus esfuerzos con el propósito de abrir otras para su uso particular. Se había dicho en el ministerio de instrucción pública, que las jóvenes que habían recibido la segunda enseñanza en los institutos destinados a su sexo, no estaban preparadas para los cursos de la Universidad, a lo cual contestaron: Perfectamente, permitidnos abrir clases intermedias preparatorias para la Universidad, e imponednos el programa que más os agrade; no pedimos subvención alguna del Estado, dadnos sólo el permiso y lo demás corre de nuestra cuenta. Pero, como era de esperar, el permiso no se concedió.

Entonces organizaron cursos privados y conferencias de salón en todos los barrios de la ciudad. Muchos profesores de Universidad, simpatizando con el nuevo movimiento, se ofrecieron a dar lecciones sin retribución alguna, y a pesar de ser pobres, se mostraron en este punto intransigentes. Excursiones de ciencias naturales se efectuaban todos los veranos en las inmediaciones de San Petersburgo bajo la dirección de catedráticos de la Universidad, en las que el elemento femenino estaba en mayoria. En los cursos de matronas, obligaban a los profesores a tratar cada materia con mucha más extensión de la exigida en el programa, o a abrir cursos adicionales. De todo, hasta de los detalles mAs insignificantes, se aprovechaban para quebrantar la fortaleza y penetrar en su recinto. Llegaron a ser admitidas en el laboratorio anatómico del viejo doctor Gruber, y por su admirable trabajo ganaron para su causa a tan entusiasta anatómico. Si se enteraban de que un profesor no tenia inconveniente en dejarlas trabajar en su laboratorio los domingos, y de noche los demás dias, aceptaban al momento la oferta.

Al fin, no obstante toda la oposición del ministerio, abrieron los cursos intermedios, a los que cambiaron únicamente el nombre, dándoles el de clases pedagógicas. ¿Acaso era posible prohibir a las futuras madres que estudiaran los sistemas de instrucción? Pero como los de enseñar la botánica o matemáticas no podían darse a conocer en abstracto, éstas, como otras ciencias, fueron introducidas entre el número de conocimientos de los cursos pedagógicos, que vinieron a ser preparatorios para la Universidad.

Paso a paso, las mujeres iban de este modo ensanchando sus conocimientos y afirmando sus derechos. En cuanto tenían noticias de que en cierta Universidad alemana un profesor determinado abria su clase a algunas de ellas, otras llamaban a su puerta, y eran admitidas. Estudiaron Derecho e Historia en Heidelberg, y matemáticas en Berlín; en Zurich, más de cien mujeres, jóvenes y adultas, estudiaban en la Universidad y en la escuela Politécnica, ganando allí algo que vale más que el grado de doctora en Medicina: el aprecio y la estimación de los catedráticos más ilustrados, quíenes lo expresaron públicamente varias veces. Cuando fui a esta última ciudad, en 1872, y vine a conocer a algunas de las estudiantes, me quedé admirado al ver jóvenes, casi niñas, que seguían un curso en la escuela Politécnica, resolver intrincados problemas de la teoria del calor, con ayuda del cálculo diferencial, con tanta facilidad como si hubieran estudiado matemáticas años enteros. Una de las muchachas rusas que estudió dicha asignatura en Berlín, en la clase de Weierstrass, llamada Sofia Kovalevski, llegó a conquistar tanta fama como matemática, que fue invitada a ocupar una cátedra en Estocolmo siendo ella, según creo, la primera mujer en nuestro siglo que ha ocupado tal puesto en una Universidad para hombres. Tan joven era, que en Suecia todos la llamaban por su diminutivo de Sonia.

A pesar del odio que profesaba abiertamente Alejandro II a las mujeres instruídas -cuando encontraba en sus paseos una joven con lentes y gorra redonda garibaldina, empezaba a temblar, pensando si sería una nihilista que venía a molestarlo-, no obstante la encarnizada oposición de la policía de Estado, que calificaba a todas las que estudiaban de revolucionarias, y a pesar de todos los dardos y de las viles acusaciones que Katkov lanzaba contra el movimiento en general en casí todos los números de su envenenado periódico, las mujeres consiguieron, en las barbas mismas del gobierno, abrir una serie de institutos de segunda enseñanza. Cuando varias de ellas obtuvieron el grado de doctoras en el extranjero, obligaron al gobierno ruso en 1872 a que se les permitiera abrir una academia de medicina con sólo sus propios recursos, y cuando aquél llamó a las que estaban en Zurich, para evitar que se relacionaran con los refugiados políticos, lograron que las dejara establecer en el pais cuatro Universidades femeninas, que pronto llegaron a tener mil alumnas. Parece cosa increíble; pero es un hecho real que, a pesar de todas las persecuciones por las que la academia de Medicina para la mujer tuvo que pasar, y su clausura temporal, haya ahora en Rusia más de seiscientas setenta practicando la medicina (1).

Fue ciertamente un gran movimiento, asombroso por su resultado y altamente instructivo; sobre todo, a la ilimitada abnegación de una agrupación de mujeres de todas clases y condiciones fue a lo que se debió el éxito obtenido: habiendo ya servido como hermanas de la caridad en la guerra de Crimea, de organizadoras de escuelas después, de asiduas maestras en los pueblos, y como matronas instruídas y ayudantas médicas entre los campesinos. Más adelante fueron, como médicas y enfermeras, a los hospitales invadidos por las fiebres durante la guerra turca de 1878, conquistando la admiración de los jefes militares y del mismo Alejandro II. Conozco a dos señoras, ambas muy buscadas por la policía de Estado, que sirvieron como enfermeras durante la guerra bajo seudónimos, teniendo como garantia pasaportes falsos; una de ellas, la más criminal de las dos, que había tomado una parte importante en mi fuga, fue nombrada encargada de la enfermería en un gran hospital de heridos, en tanto que su amiga estuvo a punto de morir de fiebre tifoidea; en suma: las mujeres acudieron a cualquier cosa, por humilde que fuera en la escala social, y sin reparar en privaciones, con tal de poder ser de algún modo útiles al pueblo, y esto no en corto número, sino por centenares o millares. Conquistaron sus derechos en el verdadero sentido de la palabra.

Otro rasgo de este movimiento era que en él la sima entre las dos generaciones -las hermanas mayores y menores- no existia, o al menos había sido en gran parte cegada. Las que habían sido las iniciadoras del movimiento desde su origen, jamás rompieron los lazos fraternales que las unían a las demás, aun cuando las más modernas tuvieran ideas más avanzadas que las suyas.

Animadas por sentimientos levantados, aunque se mantuvieron ajenas a toda agitación política, nunca cometieron el error de olvidar que su verdadera fuerza se encontraba en las masas de las jóvenes, de las cuales un gran número ingresaron finalmente en los círculos radicales o revolucionarios. Estas directrices eran la corrección misma; en mi concepto lo fueron demasiado; pero no cortaron las relaciones que las ligaban con aquellas de las más jóvenes que iban por todas partes como nihilistas tipicas, con el cabello corto, desdeñando el crinolín, y revelando su carácter democrático en todos sus actos. Y aunque las más graves no se confundieron con ellas, jamás las repudiaron tampoco; cosa importante, según creo, en aquellos tiempos de locas y feroces persecuciones.

Parecía como si dijeran al elemento joven y más democrático: Usaremos nuestros trajes de terciopelo y nuestro clásico peinado, porque tenemos que tratar con necios que dan a la apariencia una importancia excepcional; pero vosotras, las jóvenes, quedáis en libertad de proceder según vuestros gustos e inclinaciones. Cuando las que estudiaban en Zurich recibieron orden del gobierno ruso de volver, estas correctas señoras no rompieron con las que se rebelaban, limitándose a decir al gobierno: ¿No os acomoda que estudiemos aqui? Pues bien; abrid Universidades femeninas en el interior; de lo contrario, nuestras hijas irán al extranjero en mayor número aún, y claro está que entrarán en relaciones con los emigrados politicos. Cuando se les acusaba de fomentar la revolución y eran amenazadas con el cierre de las academias y Universidades, contestaban: Si, es verdad que muchas estudiantes se hacen revolucionarias; ¿pero acaso es eso motivo para suprimir la instrucción? ¡Qué pocos jefes de partidos tienen el valor moral de no renegar del elemento más avanzado de su misma agrupación politica!

El secreto real de su acertada actitud conducida a feliz término, fue que ninguna de las mujeres que constituyeron el alma del movimiento era mera feminista, deseando tan sólo una participación en los privilegios que disfrutaban las clases superiores en la sociedad y en el Estado; lejos de eso, las simpatias de la mayoría de ellas eran favorables a las masas. Recuerdo la parte tan activa que la señorita Stásova, la más veterana de la agitación, tomó en la cuestión de las escuelas dominicales en 1861; la amistad que ella y sus compañeras contrajeron con las jóvenes trabajadoras de las fábricas; el interés que se tomaron por ellas y el combate que sostuvieron con sus codiciosos patronos. No he olvidado el mejor deseo que estas mujeres manifestaron en las academias pedagógicas, en las escuelas de los pueblos y en los trabajos de los pocos que, como el barón Korv, pudieron durante algún tiempo hacer algo en tal dirección, y finalmente, en el carácter social que palpitaba en todo el movimiento. Los derechos por los cuales luchaban, tanto las que formaban a la cabeza como la gran mayoría de las iniciadas, no era sólo el individual a una instrucción superior, sino mucho, bastante más: el derecho a ser trabajadoras útiles entre el pueblo, entre las masas. De ahí el gran éxito que alcanzaron.



Notas

(1) Escrito en el año de 1898.


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VII

En el transcurso de los últimos años, la salud de mi padre habia ido de mal en peor, y cuando mi hermano Alejandro y yo fuimos a verlo en la primavera de 1871, nos dijeron los médicos que las primeras heladas del otoño se lo llevarían. Había seguido viviendo como antes, en el Staraia Koniushennaia, pero en torno suyo todo había variado en este barrio aristocrático: los ricos propietarios de siervos, que en un tiempo se distinguían tanto allí, ya no existian; después de haber gastado de muy mala manera el dinero de la redención, que recibieron al emanciparse los siervos, y de hipotecar una y otra vez sus fincas en los nuevos Bancos territoriales que engordaron a su costa, se retiraron al fin al campo o a alguna capital de provincia, para sumergirse allí en el olvido. Sus casas fueron ocupadas por los intrusos comerciantes ricos y grandes industriales-, en tanto que en el seno de casi todas las antiguas familias que aún permanecían en el barrio de los Viejos Caballerizos, una nueva vida luchaba por abrirse camino a través de las ruinas de la anterior. Un par de generales retirados que maldecian de todo lo nuevo, y se consolaban anunciando para Rusia una rápida y segura caida bajo el actual orden de cosas, o algún pariente que casualmente le visitaba, eran todos los que ahora acompañaban a mi padre. De todas las muchas familias con quienes estábamos emparentados sólo en Moscú durante mi juventud, únicamente dos continuaron en la capital, y éstas habian entrado por la corriente de las reformas, discutiendo las madres con sus hijas cuestiones como las de las escuelas populares y Universidades para mujeres. Mi padre las miraba con desprecio; mi madrastra y mi hermana menor, Paulina, que no habia cambiado, hacian cuanto podian por animarlo; pero a su vez se encontraban también molestas en el nuevo ambiente que las rodeaba.

Mi padre nunca habia sido muy amable y afectuoso con mi hermano Alejandro; pero éste era incapaz de guardarle rencor. Cuando entró en la habitación del enfermo, llenándola con la mirada profunda y tierna de sus grandes ojos azules y con una cariñosa sonrisa que revelaba la bondad de su corazón, procurando informarse de lo que podía hacer para que resultase menos penosa la situación, y ejecutándolo con tanta naturalidad como si siempre hubiese estado al lado de mi padre, éste se quedó admirado, contemplándolo sin poder explicarse bien lo que pasaba. Nuestra visita reanimó aquella casa triste y sombría; la asistencia del enfermo se hizo más llevadera; mi madrastra, Paulina, los criados mismos, cobraron más alientos, y mi padre palpó las consecuencias.

Habia una cosa, sin embargo, que le intrigaba: hubiera querido vernos venir como hijos arrepentidos, implorando su ayuda; pero cuando intentaba dar ese giro a la conversación, nosotros le interrumpíamos diciendo jovialmente: No os preocupéís de eso; nos arreglamos muy bien lo que hacía aumentar su preocupación. El hubiese esperado una escena a la antigua; a los hijos pidiendo perdón y dinero; tal vez sintió que eso no ocurriera; pero nos miraba con cariño. Al separarnos, los tres nos impresionamos mucho; él parecía casi como si temiera volver a su triste soledad, entre el derrumbamiento de un sistema que durante su vida había procurado sostener; pero Alejandro tenía que volver a su obligación y yo marchar a Finlandia.

Cuando me llamaron, en el otoño, de nuevo de alli a casa, corrí a Moscú, llegando en el momento que empezaba el servicio religioso en la misma iglesia roja donde mi padre fue bautizado, y se entonaron las últimas plegarias por la memoria de mi madre. A medida que el cortejo fúnebre recorría las calles, cuyas casas me eran tan familiares en mi infancia, noté que éstas habían cambiado poco, sabiendo, sin embargo, que en todas ellas había empezado un nuevo régimen de vida.

En la casa que antes perteneció a mi abuela paterna, después a la princesa Mirski, y ahora era del general N. -antiguo vecino del barrio-, la hija única de la familia mantuvo durante un par de años una terrible lucha contra sus buenos, pero obstinados padres, que la adoraban, mas no querían dejarla estudiar en los cursos de la Universidad que se había abierto para las señoras de Moscú: al fin se le permitió concurrír a ellos, llevándola en elegante carruaje, bajo la inmediata vigilancia de la madre, quien pasaba valerosamente las horas sentada en los bancos entre las estudiantas, al lado de su querida hija; a pesar de lo cual, dos años después, ésta ingresó en el partido revolucionario, fue presa, y pasó un año en la fortaleza de San Pedro y San Pablo.

En la casa opuesta, los despóticos cabezas de familia, el conde y la condesa Z., se hallaban en ardiente lucha con sus dos hijas, quienes estaban cansadas de la monótona e inútil existencia que sus padres les obligaban a soportar, deseando unirse a aquellas otras jóvenes que, libres y contentas, afluían a los cursos de la Uníversidad. La contienda duró varios años; los padres no cedían en lo más mínimo, y el resultado fue que la mayor se envenenó; debido a lo cual se permitió a la otra que siguiera sus propias inclinaciones.

En la inmediata, en que mi familia había vivido un año, cuando entré en ella con Tchaicovski, para celebrar la primera reunión secreta de un circulo que fundamos en Moscú, en el acto reconocí las habitaciones, en las que por todas partes hallaba recuerdos de mi infancia y rastros de una atmósfera tan distinta de la actual. Ahora pertenecía a la familia de Natalia Armfeld, esa simpática confinada de Kará, a quien George Kennan ha descrito con tanta delicadeza en su libro sobre Siberia. Y en otra casa próxima a aquella en que mi padre había muerto, a los pocos meses de tan triste acontecimiento, recibía yo a Stepniak, vestido de campesino, que se había escapado de una aldea donde fue detenido por propagar ideas socialistas entre los agricultores.

Tales eran los cambios que el barrio de los Viejos Caballerizos había experimentado durante los últimos quince años: la última trinchera de la antigua nobleza era invadida por las nuevas ideas.


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VIII

Al año siguiente, al empezar la primavera, hice mi primer viaje a la Europa occidental. Al cruzar la frontera rusa, experimenté lo que todo ruso siente al dejar a la madre patria. Mientras que el tren corre por territorio ruso, a través de las poco pobladas provincias, parece como si caminara por un desierto; centenares de kilómetros están cubiertos de monte bajo, que apenas merece el nombre de bosque; aquí y allá, la vista descubre una pequeña y pobre aldea enterrada entre la nieve, o un camino vecinal impracticable, estrecho y cenagoso. De pronto, todo cambia, tan luego como el tren penetra en Prusía, con sus limpios pueblos y granjas, sus huertas y sus buenas carreteras, haciéndose el contraste cada vez mayor a medida que se pentra en Alemania; hasta el triste Berlín parece animado, si se le compara con nuestras ciudades rusas.

¡Y qué diferencia de clíma! Dos días antes había dejado a San Petersburgo densamente cubierto de nieve, y ahora, en el centro de Alemania, andaba sin abrigo por los andenes del ferrocarril, en una atmósfera templada, admirando las plantas que empezaban a florecer. Después vino el Rhin, y más adelante Suiza, bañada por los rayos de un hermoso sol, con sus pequeños y curiosos hoteles, donde se sirvió el almuerzo al aire libre, a la vista de las montañas cubiertas por la nieve. Hasta ese momento, jamás me había hecho completamente cargo de lo que significa la posición septentrional de Rusia, y de qué modo su historia ha sido afectada por el hecho de que sus centros principales hayan tenido que desarrollarse en altas latitudes, tan al norte como las riberas del golfo de Finlandia; sólo entonces pude comprender la irresistible atracción que las tierras del sur han ejercido en los rusos, los esfuerzos colosales que han hecho para llegar al Mar Negro, y la constante presión de los colonos siberianos hacia el sur, avanzando más en Manchuria.

En aquella época, Zurich estaba llena de estudiantes rusos de ambos sexos; la famosa Oberstrasse, cerca de la Escuela Politécnica, puede decirse que era una parte de Rusia, donde se hablaba su lengua mucho más que todas las otras. Los estudiantes vivian, como lo hacen la mayoria de los de Rusia, en particular las mujeres, con muy poco: pan y té, algo de leche y un pedacito de carne preparada sobre una lámpara de alcohol, entre animadas discusiones sobre las más recientes noticias del mundo socialista, o respecto del último libro leido, eran su alimento ordinario. Los que contaban con más recursos que los necesarios para vivir de aquella manera, lo daban para la causa común: la biblioteca, la revista rusa que se iba a publicar, y la ayuda prestada a la prensa obrera del pais. En cuanto al vestido, la más estricta economia se observaba en tal dirección. Pushkin ha escrito en un verso muy conocido: ¿Qué no sentará bien a los diez y siete años? Y nuestras jóvenes residentes en Zurich parecian resueltas a lanzar esta interrogación a los habitantes de la antigua ciudad: ¿Puede haber un traje, por sencillo que sea, que no le caiga bien a una joven, cuando, además de los pocos años, es inteligente y está llena de energia? De este modo, la pequeña y activa comunidad trabajó mucho más de lo que nunca han hecho los estudiantes desde que las Universidades existen, y los catedráticos de dicha ciudad no se cansaban jamás de mostrar el progreso realizado por las mujeres en la Universidad, a fin de que sirviera de ejemplo a los varones.

Durante muchos años había anhelado yo conocer detalladamente todo lo que se refería a la Asociación Internacional de Trabajadores; los periódicos rusos aludían a ella con frecuencia en sus columnas, pero no se les permitía hablar de sus principios ni del trabajo que efectuaba; yo presentia que debía ser un movimiento de importancia, lleno de porvenir; pero no podía apreciar bien sus aspiraciones y tendencias; y ahora, que estaba en Suiza, resolví satisfacer mis deseos.

La Asociación se hallaba entonces en la cúspide de su desarrollo. Grandes esperanzas se habían despertado en los años que mediaron del 40 al 48, en el corazón de los trabajadores europeos; sólo ahora empezamos a comprender la formidable cantidad de literatura socialista que se puso en circulación en aquellos años por los partidarios de estas ideas, de todas las denominaciones: socialistas cristianos, socialistas de Estado, fuerieristas, saintnsimonianos, owenistas y otros; y sólo actualmente comenzamos a apreciar la profundidad de este movimiento, al descubrir hasta qué punto mucho de lo que nuestra generación ha conquistado como producto de un trabajo intelectual contemporáneo, estaba ya desarrollado y había sido dicho -a menudo con más penetración- durante aquellos años. Los republicanos entendían entonces bajo el nombre de República algo muy distinto de la organización democrática del gobierno capitalista que ahora se conoce con este nombre. Cuando hablaban de los Estados Unidos de Europa, entendían por ello la fraternidad de los trabajadores, las armas e instrumentos de guerra convertidos en herramientas de trabajo, que deberian ser manejadas por todos los miembros de la sociedad en beneficio de la masa entera; el hierro vuelve al trabajador, como decía Pierre Dupont en uno de sus cantos. No sólo significaban tales ideas el reinado de la igualdad en lo referente al derecho penal y político, sino en particular la igualdad económica también. Los mismos nacionalistas vieron en sus ensueños a la Joven Italía, a la Joven Alemania y a la Joven Hungría tomar la iniciativa de radicales reformas agrarias y económicas.

La derrota de la insurrección de junio en París, la de Hungría por los ejércitos de Nicolás I, y la de Italia por los franceses y austríacos, y la espantosa reacción política e intelectual que siguió por todas partes en Europa, destruyó totalmente aquel movimiento; su literatura, sus obras, sus mismos principios de revolución económica y fraternidad universal, fueron completamente olvidados, perdidos, durante los veinte años posteriores.

Sin embargo, una idea ha sobrevivido: la de una hermandad internacional de todos los trabajadores, que unos pocos emigrados franceses continuaron propagando en los Estados Unidos. y los partidaríos de Roberto Owen en Inglaterra. La inteligencia a que se llegó por algunos trabajadores ingleses y unos cuantos franceses que fueron como delegados a la Exposición Internacional de Londres de 1862, vino a ser el punto de partida de un formidable movimiento que se esparció pronto por toda Europa, incluyendo varíos millones de trabajadores. Las esperanzas que habían estado adormecidas durante veinte años, se despertaron una vez más, cuando se llamó a los trabajadores a que se unieran, sin distinción de creencias, sexo, nacionalidad, raza o color, para proclamar que la emancipación de los trabajadores debe ser obra de los trabajadores mismos, y echar el peso de una fuerte y unida organización internacional en la evolución del género humano; no en nombre del amor y la caridad, sino en el de la justicia, en el de la fuerza que representa una agrupación de hombres impulsados por un conocimiento razonado de sus propias aspiraciones y deseos.

Dos huelgas ocurridas en Paris el 68 y el 69, más o menos sostenidas con pequeños auxilios enviados del exterior, especialmente de Inglaterra, aunque en el fondo eran insignificantes, y las persecuciones que el gobierno imperial francés dirigió contra la Internacional, vinieron a ser el origen de un movimiento inmenso, en el cual se proclamó la solidaridad de los trabajadores de todas las naciones frente a las rivalidades de los Estados: la idea de la unión internacional de todos los oficios, y de la lucha contra el capital, con ayuda del auxilio internacional, arrastraba en pos de si hasta a los más indiferentes. El movimiento se extendió como un reguero de pólvora por Francia, Italia y España, sacando a luz un gran número de trabajadores inteligentes, activos y abnegados, y atrayendo hacia si algunos hombres y mujeres, decididamente superiores, procedentes de las clases más cultas y acomodadas. Una fuerza cuya existencia jamás se habia sospechado, crecia cada vez con más rapidez en Europa; y si el movimiento no se hubiera visto detenido en su marcha por la guerra franco-alemana, grandes cosas hubiesen probablemente sucedido en esta parte del mundo, modificando en gran manera el aspecto de nuestra civilización y acelerado indudablemente el progreso humano. Pero la victoria completa de los alemanes trajo condiciones anormales; detuvo por un cuarto de siglo el desarrollo regular de Francia, y arrojó a toda Europa en un periodo de militarismo en que aún vivimos en la época actual.

Soluciones parciales de todas clases de la gran cuestión social, circulaban profusamente entre los trabajadores: cooperación, asociaciones de producción sostenidas por el Estado, Bancos populares, crédito gratuito, y otras cosas de la misma indole. Cada una de estas soluciones era presentada, primero a las secciones de la Asociación, y después a las asambleas de las federaciones locales, comarcales, nacionales e internacionales, donde se discutian apasionadamente. Cada congreso anual de la Asociación, marcaba un nuevo paso hacia adelante en el desenvolvimiento de ideas relativas al gran problema social, que se levanta ante nuestra generación pidiendo ser solucionado. La cantidad de cosas inteligentes que se dijeron en esas asambleas y congresos, y las ideas cientificamente correctas y profundamente pensadas que en ellos circularon -todo obra del trabajo intelectual colectivo de los trabajadores- aún no ha sido lo bastante apreciada (1); pero no hay exageración en decir que todos los proyectos de reconstrucción social que están ahora en boga, bajo el nombre de socialismo científico, o anarquismo, tuvieron su origen en las discusiones y Memorias de los diferentes congresos de la Internacional. Los pocos hombres instruidos que se unieron al movimiento, no hicieron más que dar forma práctica a los juicios y aspiraciones que se habían expresado en las secciones, y posteriormente en los congresos, por los mismos trabajadores.

La guerra del 70 al 71 había entorpecido el desarrollo de la Asociación, pero no lo detuvo; en todos los centros industriales de Suiza existían secciones de la Internacional, numerosas y animadas, y miles de trabajadores acudían a sus mitines, en los que se declaraba la guerra al actual sistema de propiedad privada de la tierra y las fábricas, proclamándose el próximo fin del sistema capitalista. Se celebraron congresos regionales en varios puntos del país, y en todos ellos fueron discutidos los más arduos y difíciles problemas de la presente organización social, con tal conocimiento de causa y tanta profundidad de ideas, que alarmaron a la clase media más aún de lo que lo había hecho el número de adherentes que formaban las secciones o grupos de la Internacional. Las rivalidades y prevenciones que hasta entonces habían existido en Suiza entre los oficios privilegiados (relojeros y plateros) y los comunes (tejedores y otros) que impidieron una acción común en las luchas entre el capital y el trabajo, iban desapareciendo. Los trabajadores afirmaban cada vez con más insistencia y mayor convencimiento, que de todas las divisiones existentes en la moderna sociedad, la más importante es la que separa a los dueños del capital de aquellos que vienen al mundo sin recursos, viéndose condenados a no ser más que productores de una riqueza que sólo disfrutan los menos.

Italia, especialmente el centro y norte de la misma, estaba sembrada de grupos y secciones de la Internacional, en los cuales la unidad italiana, por la que tanto se había combatido, era calificada de mera ilusión. Se llamaba a los trabajadores a que hicieran la revolución en provecho propio, a que tomaran la tierra para los campesinos y las fábricas para los obreros, aboliendo al mismo tiempo la opresiva y centralizada organización del Estado, cuya misión histórica fue siempre proteger y mantener la explotación del hombre por el hombre.

En España, una organización semejante se extendía por Cataluña, Valencia y Andalucía, ayudada y sostenida por las potentes uniones de oficios de Barcelona, que ya habían introducido la jornada de ocho horas en los convenios pertenecientes a la construcción de edificios. No bajaban de ochenta mil los miembros de la Internacional que cotizaban regularmente en el país, comprendiendo entre ellos el elemento activo e inteligente de la población, que al negarse a tomar parte en las intrigas políticas durante los años 71 y 72, había conquistado en alto grado las simpatias de las masas. Los trabajos de sus congresos comarcales y nacionales, y los manifiestos que publicaron eran modelos de lógica y severa crítica de lo existente, asi como una exposición admirablemente luminosa de los ideales del proletariado. En Bélgica, Holanda y aun en Portugal, el mismo movimiento se generalizaba, habiendo ya atraido al seno de la asociación el mayor número y los mejores elementos de los mineros del carbón y tejedores belgas. En Inglaterra, las uniones de oficio, a pesar de sus tendencias conservadoras, se habían asociado también al movimiento, al menos en principio, y sin declararse francamente a favor del socialismo, se hallaban dispuestas a sostener a sus hermanos del continente en su lucha contra el capital; sobre todo en las huelgas. En Alemania, los socialistas habían concretado la unión con los numerosos partidarios de Lassalle, fundándose así las bases de un partido socialista democrático; Austria y Hungría seguían igual sendero; y a pesar de no ser entonces posible en Francia ninguna organización internacional, tras la derrota de la Comune y la reacción que vino después (habiéndose promulgado leyes draconianas contra los partidarios de la Asociación), todo el mundo estaba, sin embargo, persuadido de que tal período de represión no sería duradero, y pronto podría Francia volver a ingresar en el movimiento general y ocupar en él un lugar preeminente.

Cuando víne a Zurich, entré en una de las secciones de la Asociación Internacional de Trabajadores, preguntando a mis amigos rusos dónde podria informarme más detalladamente respecto del gran renacimiento que se operaba en otros países. Lee, fue su contestación, y mi cuñada, que estaba entonces estudiando allí, me dio un gran número de libros y colecciones de periódicos que comprendían los dos últímos años; a su lectura dediqué los días y las noches, recibiendo una impresión tan profunda, que nada podría borrar, hallándose asociado en mi mente el despertar de un torrente de nuevas ideas, con el recuerdo de un cuartito limpio y aseado en el Oberstrasse, desde cuya ventana se veía el lago azul, y en el fondo las montañas donde pelearon los suizos por su independencia, y las altas torres de la antigua ciudad, teatro de tantas luchas religiosas.

La literatura socialista nunca ha sido rica en libros; dedicada a los trabajadores, para quienes la moneda de cobre es dinero, su fuerza principal estriba en sus pequeños folletos y sus periódicos. Además, el que busca alguna información en los libros respecto a socialismo, encuentra en ellos poco de lo que más necesita. Es verdad que contienen los argumentos científicos en favor de las aspiraciones socialistas, pero no dan idea de cómo las aceptan los trabajadores ni de qué modo podrían llevarse a la práctica. No queda otro recurso que tomar colecciones de periódicos y leerlos por completo, lo mismo las noticias que los artículos de fondo, más aún, si cabe, las primeras que los últimos. Un mundo completamente nuevo de relaciones sociales y modos de pensar y de proceder se revela por estas lecturas, que permiten ver el fondo de lo que no puede hallarse en otra parte, esto es, la profundidad y la fuerza moral del movimiento, el grado en que están los hombres imbuídos de las nuevas teorías, y su disposición para obrar de conformidad y sacrificarse por ellas. Toda discusión respecto a la impracticabilidad del socialismo y a la necesaria velocidad de la evolución, son de poco valor, porque la velocidad de ésta sólo puede ser juzgada por medio de un profundo conocimiento del ser humano, de cuyo desenvolvimiento nos venimos ocupando. ¿Pero cómo se puede apreciar una suma sin conocer sus componentes?

Mientras más leía, más me hacia cargo de que tenía ante mis ojos un mundo nuevo, desconocido para mí, y totalmente también para los fundadores de teorías socialistas, mundo que sólo podía conocer viviendo en la Asociación de los Trabajadores y estando en constante contacto con ellos, por cuya razón decidí hacer dicha clase de vida un par de meses; mis amigos rusos me animaron, y a los pocos días de estancia en Zurich marché a Ginebra, que era entonces un gran centro del movimiento internacional.

El lugar donde las secciones de dicha ciudad acostumbraban a reunirse, era el espacioso Temple Unique; más de dos mil hombres podian reunirse en su gran salón en las asambleas generales, en tanto que todas las noches las secciones de todos los oficios y los comités de las mismas celebraban sus sesiones en las salas laterales, en las que también se daban clases de historia, física, mecánica y otras materias. Allí se proporcionaba enseñanza libre a los trabajadores por los hombres de la clase media, pocos, muy pocos en verdad, que se habían unido al movimiento, y cuya mayoría estaba compuesta de emigrados franceses procedentes de la Comuna. Aquello era una Universidad popular, al mismo tiempo que un foro del pueblo.

Uno de los jefes principales del movimiento en el Temple, era un ruso llamado Nicolás Utin, hombre vivo, inteligente y activo; pero el alma de todo era una señora rusa, en extremo simpática, a quien todos los trabajadores conocían con el nombre de Madame Olga, que era la que animaba la sociedad e influía en todas sus determinaciones. Ambos me recibieron cordialmente, me pusieron en contacto con los hombres más notables de cada sección de oficio, y me invitaron a presenciar las reuniones. Así lo hice, pero prefería estar solo con los trabajadores mismos. Tomando un vaso de vino áspero en una de las mesas del salón, solía sentarme allí todas las noches entre los obreros, y pronto entablé amistad con varios de ellos, especialmente con un cantero de Alsacia, que había abandonado Francia después de la insurrección de la Comuna. Este tenía hijos, próximamente de la misma edad de los dos que mi hermano había perdído tan repentinamente algunos meses antes, y por medíación de aquéllos me puse fácilmente en relaciones con la familia y sus amigos; pudiendo de este modo seguir la agitación desde su mismo fondo, y conocer la manera de apreciarla de los trabajadores.

Estos habían fundado todas sus esperanzas en el movimiento internacional; obreros de todas las edades concurrían al local mencionado, después de su larga jornada de trabajo, a recoger la poca instrucción que podían allí adquirir, o a escuchar a los oradores que les prometían un gran porvenir, basado en la posesión en común de todo lo que el hombre necesita para la producción de la riqueza, y en la fraternidad de todos los hombres, sin distinción de casta, raza o nacionalidad. Todos confiaban que una gran revolución social, fuera o no pacífica, vendria pronto a cambiar totalmente las condiciones económicas; ninguno deseaba la guerra de clases; pero todos decian que si los privilegiados la hacian inevitable, a causa de su ciega obstinación, tendría que darse la batalla, con tal de que trajera el bien y la libertad para las explotadas masas.

Se necesita haber vivido entre los trabajadores, en aquella época, para formarse idea del efecto que el rápido desarrollo de la Asociación produjo en sus imaginaciones; la confianza que en ella depositaron, el amor con que hablaban de la misma y los sacrificios que hicieron en su obsequio. Todos los dias, semana tras semana y año tras año, miles de trabajadores daban su tiempo y su dinero, aun pasando necesidades, con objeto de sostener la vida de cada grupo, ayudar a la publicación del periódico, atender a los gastos del congreso y prestar auxilio al compañero que sufria por causa de la organización, no faltando jamás a los mitines y manifestaciones. Otra cosa que me impresionó profundamente fue la influencia que ejerció la Internacional en la elevación de los caracteres: la mayoría de los internacionales apenas probaban la bebida, y todos habían renunciado al tabaco. ¿A qué he de mantener, decían, esta debilidad? Y lo ruin y trivial desaparecía para dejar el paso franco a las grandes y elevadas inspiraciones.

Los extraños nunca comprendian los sacrificios que llevaban a cabo los trabajadores a fin de sostener viva la agitación. No era poco el valor moral que se necesitaba para ingresar públicamente en una sección de la Internacional, desafiando el descontento del patrón y exponiéndose a ser despedido en la primera oportunidad, sufriendo después largos meses sin trabajo, como ocurre con frecuencia. Aun bajo las más favorables condiciones posibles, el pertenecer a una unión de oficio o a cualquier partido avanzado, exige una serie de no interrumpidos sufrimientos. Hasta los céntimos dados para la causa común imponen una carga en los pobres ingresos del trabajador europeo, y son muchos los que hay que desembolsar cada semana; la frecuente asistencia a los mítines representa también un sacrificio, pues si para nosotros puede ser un placer pasar alli un par de horas, para aquellos cuya jornada de trabajo empieza a las cinco o a las seis de la mañana, esas horas hay que robarlas al descanso del dia.

En esta abnegación del obrero encontré el mayor de los reproches: vi lo ávido de instrucción que está aquél, y qué pocos son, desgraciadamente, los que se hallan dispuestos a dársela; comprendi la necesidad que tienen las masas trabajadoras de ser ayudadas por hombres instruidos y que puedan disponer del tiempo necesario, en sus esfuerzos para extender y desarrollar la organización. ¡Pero qué pocos eran los que acudian a prestar su concurso, sin la intención de sacar partido de esta misma impotencia del pueblo! Cada vez fui conociendo más y más que debia hacer causa común con los desheredados. Dice Stepniak en su Carrera de un nihilista, que todo revolucionario tiene cierto momento en su vida en que un acontecimiento, por insignificante que sea, lo ha hecho dedicarse por entero a la causa de la revolución. Conozco este momento; me he encontrado en él después de una de las asambleas en el Temple Unique, en cuyo instante senti con mayor intensidad que nunca la dolorosa impresión causada por la cobardía de los hombres cultos, que vacilan en poner sus conocimientos, su ilustración y su energia al servicio de aquellos que con tanta necesidad la reclaman. Aqui hay hombres -me decía a mi mismo- que tienen conciencia de su esclavitud, y que trabajan por libertarse de ella; ¿pero quién les ayuda? ¿Dónde están los que han de venir a servir a las masas y no a utilizarlas en su provecho?

Gradualmente, sin embargo, la duda empezó a surgir en mi mente respecto de la importancia de la agitación fomentada en el local referido. Una noche, un abogado muy conocido en Ginebra, el señor A., vino a la asamblea, manifestando que si hasta entonces no había entrado a formar parte de la Asociación, era por tener que arreglar sus asuntos particulares; pero que, una vez terminado esto, venía a ingresar en el movimiento popular. Tan cinica declaración me produjo un efecto deplorable, y cuando se lo comuniqué a mi amigo el cantero, este me explicó que, habiendo sido derrotado este caballero en las pasadas elecciones, en las que esperaba ser sostenido por el partido radical, confiaba triunfar ahora, gracias al voto de los trabajadores. Aceptamos los servicios de esa gente por el momento -dijo en conclusión mi amigo-; pero cuando venga la revolución los arrojaremos a todos al agua.

Tras esto se celebró un gran mitin, convocado precipitadamente, para protestar, según se dijo, contra las calumnias del Journal de Geneve, por haberse atrevido a decir este órgano de las clases conservadoras que algo se tramaba en el Temple Unique, preparándose los obreros de la construcción a hacer otra huelga general como la realizada en el 69. La asamblea, presidida por los jefes, fue numerosa; a ella concurrieron miles de trabajadores, y Utin pidió que aprobaran una proposición, cuyos términos me parecieron bien extraños; en ella se hacia constar una protesta de indignación contra la suposición inofensiva de que los obreros iban a declararse en huelga. ¿Por que ha de considerarse eso como una calumnia? -me preguntaba yo a mi mismo-. ¿Es acaso un crimen el paro? Utin, después de un precipitado discurso, terminó diciendo: Si aprobáis, ciudadanos, esta proposición, la enviaré desde luego a la prensa; y ya se disponia a dejar la tribuna, cuando alguien observó que no estaria de más que se discutiera; y entonces, los representantes de todas las secciones de la Unión de la construcción hicieron uso de la palabra sucesivamente, manifestando que los jornales habian bajado tanto en poco tiempo que casi era imposible vivir sólo con ellos, y que, como con la entrada de la primavera se presentaba bastante trabajo a la vista, pensaban aprovecharse de ello para pedir un aumento, dispuestos a recurrir a la huelga en caso de no ser atendidos.

Aquello me disgustó sobremanera, y al siguiente dia reproché acaloradamente a Utin por su conducta. Como jefe -le dije-, debíais saber que verdaderamente se había tratado algo de la huelga. Yo, inocentemente, no había sospechado la razón de aquello, siendo necesario que el mismo Utin me hiciera comprender que una huelga en tales momentos sería desastrosa para la elección del abogado señor Amberni.

No podía conciliar este tira y afloja de los jefes con los fogosos discursos que había oído pronunciar en la tribuna, lo que me produjo tanta desilusión que indiqué a aquél mi intención de ponerme en contacto con otra agrupación de la Asociación Internacional de Ginebra, que era conocida por la bakuniniana, porque la palabra anarquista no estaba aún muy generalizada. Utin me dio en el acto cuatro letras para otro ruso llamado Nicolás Jukovski, que pertenecía a ella, y mirándome fijamente a la cara, me dijo suspirando: Ya no volveréis más a nuestro lado; os quedaréis con ellos. Y acertó en su pronóstico.



Notas

(1) Debo hacer constar, no obstante, que el libro que responde en parte a esta exigencia empezó a publicarse en el otoño de 1905. Trátase de L'Internationale, Documents et souvenirs (1864-1878), de mi amigo James Guillaume. Apareció en cuatro tomos. (París, 1912-1914).


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IX

Primero fui a Neuchatel, pasando después una semana o poco más entre los relojeros de las montañas del Jura; de este modo conocí por primera vez esa famosa Federación del Jura, que durante los primeros años siguientes representó tan importante papel en el desarrollo del socialismo, introduciendo en él el no-gobierno, o sea la tendencia anarquista.

En 1872, la Federación referida se empezaba a rebelar contra la autoridad del consejo general de la Asociación Internacional de Trabajadores. Esta tenia esencialmente un carácter obrero, considerándola así los trabajadores, y no de partido político. En el este de Bélgica, por ejemplo, habían introducido en los estatutos una cláusula en virtud de la cual nadie que no hiciera un trabajo manual podría pertenecer a las secciones, quedando excluídos hasta los capataces.

Los trabajadores eran, sin embargo, federales en principios; cada nación, cada región separada y hasta cada sección local debía quedar en libertad de desenvolverse según sus deseos; pero los revolucionarios de la clase media de la antigua escuela, que habían entrado en la Internacional, imbuídos como estaban con la noción de las sociedades secretas de los pasados tiempos centralizadas y organizadas piramidaImente, introdujeron las mismas nociones en la Asociación de los Trabajadores. Además de los consejos federales y nacionales, se nombró uno general, con residencia en Londres, destinado a servir como una especie de intermediario entre los de las diferentes naciones. Marx y Engels eran los dos inspiradores de éste; pero pronto se cayó en la cuenta de que el mero hecho de tener semejante organismo central se convertia en fuente de verdaderas dificultades. No contentándose el Consejo General con el papel de centro de correspondencia, intentó dirigir el movimiento, aprobando o censurando los actos, no sólo de las federaciones locales y secciones, sino hasta de los mismos individuos. Cuando empezó en París la insurrección de la Comuna -no pudiendo hacer los jefes más que dejarse ir, sin poder determinar dónde se haIlarian a las veinticuatro horas-, el Consejo General insistió en querer dirigirla desde Londres: pedia partes, diarios de los acontecimientos, daba órdenes, favorecía esto o düicultaba lo otro; poniendo así en evidencia la desventaja de tener un Centro Directivo, aun dentro de la Asociación, lo que se hizo más patente cuando en una Conferencia secreta, celebrada en 1871, el Consejo General, sostenido por algunos delegados, decidió dirigir las fuerzas de aquélla hacia la agitación electoral, dando esto lugar a que la gente se echara a pensar sobre los males de todo gobierno, por democrático que sea su origen. Esta fue la primera chispa del anarquismo, convirtiéndose la Federación del Jura en centro de oposición al Consejo General.

La separación entre jefes y obreros, que yo había notado en Ginebra, en el Temple Unique, no existia en las montañas del Jura: habia allí un cierto número de hombres que eran más inteligentes y en particular más activos que los otros, pero nada más. James Guillaume, una de las personas más ilustradas y cultas que jamás he conocido, era un corrector de pruebas y el encargado de una pequeña imprenta, siendo tan poco lo que por este concepto ganaba, que tenia que emplear sus noches en traducir novelas del alemán al francés, por las que le pagaban ¡ocho francos cada diez y seis páginas!

Cuando llegué a Neuchätel, me dijo que, desgraciadamente, no podía dedicarse a hablar con los amigos ni un par de horas siquiera. Aquella tarde se tiraba en dicho establecimiento el primer número de un periódico local, y, además de sus ocupaciones habituales, tuvo que escribir las direcciones de mil individuos a quienes se habian de enviar los tres primeros números, teniendo que poner él mismo las fajas.

Me ofreci a ayudarle a escribirlas; pero no fue posible, porque o eran tomadas de memoria o estaban escritas en tiras de papel con una letra ininteligible. En vista de lo cual dije: Está bien, volveré más tarde, y mientras yo pongo las fajas me dedicaréis el tiempo que os economizáis de ese modo.

Nos entendimos perfecta y mutuamente. Guillaume me dio un fuerte apretón de manos, y ese fue el principio de una amistad estrecha e inquebrantable. Pasamos toda la primera noche en la imprenta; él escribiendo las direcciones, yo pegando las fajas, y un comunalista francés, que era cajista, charlando con nosotros, al mismo tiempo que componia una novela, intercalando en la conversación las sentencias que iba levantando y que leia en alta voz.

La lucha en las calles -decia, por ejemplo- se hizo muy encarnizada ... Querida Maria, yo os amo ... Los trabajadores estaban furiosos y se batieron como leones en Montmartre ... y cayó de rodillas ante ella ... y aquello continuó durante cuatro dias, sabiendo que Gallifet fusilaba a los prisioneros; lo que dio aspecto más siniestro a la contienda continuando de este modo, sin dejar de componer con rapidez.

Ya era bien entrada la noche cuando Guillaume se quitó su blusa de trabajo, y salimos, departiendo amigablemente durante un par de horas, teniendo él después que reanudar el trabajo como director del Bulletin de la Federación del Jura.

En Neuchätel adquiri también relaciones con Malon: había nacido en una aldea, y fue pastor en su juventud; viniendo más tarde a París, donde aprendió un oficio -el de banestero- y, como el encuadernador Varlin y el carpintero Pindy, con quienes estuvo asociado en la Internacional, llegó a ser muy conocido como uno de los jefes de la Asociación, cuando ésta fue perseguida en 1869 por Napoleón III. Los tres habían conquistado por completo las simpatías de los trabajadores de París, y cuando estalló la insurrección de la Comuna fueron elegidos miembros del consejo comunalista por una gran mayoría. Malon fue también alcalde de uno de los barrios de Paris, y ahora en Suiza se ganaba la vida trabajando en su oficio en un cobertizo, en las afueras de la población, situado en la vertiente de un cerro, que habia arrendado por poco dinero, y desde donde podía contemplar, mientras trabajaba, una extensa vista del lago. De noche escribia cartas, un libro sobre la Comuna y artículos para la prensa obrera, llegando de ese modo a convertirse en escritor.

Todos los dias iba a verlo y oir lo que aquel comunalista de ancha faz, algo poeta, laborioso, de carácter pacifico y de corazón excelente, tenía que contarme de la insurrección en que tomó parte preeminente, y que acababa de describir en su libro La tercera derrota del proletariado francés.

Una mañana, después de haber subido la cuesta y llegado a su pobre morada, me salió al encuentro radiante de alegria, diciendo: ¿No sabéis lo que hay? ¡Pindy está vivo! He aqui una carta suya: está en Suiza. Nada se había sabido de él desde que fue visto la última vez, el 25 o 26 de mayo en las Tullerías, y se le tenía por muerto, cuando en realidad lo que ocurrió fue que estuvo oculto en París. Y mientras los dedos de Malon continuaban oprimiendo el mimbre, rematando una elegante canastilla, me refirió con su voz tranquila, que sólo temblaba ligeramente a veces, cuántos hombres habían sido fusilados por las tropas versallesas, en la suposición de que eran Pindy, Varlin, él mismo, o algún otro jefe. Me contó lo que sabía sobre la muerte de Varlin -el encuadernador a quien tanto querían los trabajadores de París-, la del antiguo revolucionario Delescluze, quien no quiso sobrevivir a aquella nueva derrota, y la de otros muchos, relatándome los horrores que presenció durante el Carnaval sangriento con que las clases acomodadas de Paris celebraron su vuelta a la capital, y que despertó el espíritu de represalia en una parte de la multitud, dirigida por Raoul Rigault, la cual fusiló a los rehenes de la Comuna.

Sus labios se agitaban convulsivamente al hablar del heroísmo de los níños, conmoviéndose bastante al referirme la historia de aquel muchacho a quien las tropas de Versalles estaban a punto de fusilar, y que pidió permiso al oficial para ir a entregar un reloj de plata a su madre, que vivía allí cerca. El militar, movido por un impulso de piedad, lo dejó ir, esperando probablemente que jamás volveria; pero un cuarto de hora después volvia la criatura, y ocupando su lugar entre los cadáveres que se hallaban al pie del muro, dijo: ¡Estoy listo! poniendo las balas término a su infantil existencia.

Creo que nunca he sufrido tanto como cuando lei ese libro terrible, titulado: Le Livre Rouge de la Justice Rurale, que no contenia más que extractos de las cartas de los corresponsales del Standard, el Daily Telegraph y Times, escritas desde París durante los últimos días de Mayo de 1871, relatando los horrores cometidos por el ejército versallés a las órdenes de Gallifet, con algunos recortes del Fígaro de París, en los que rebosaba una sed de sangre popular. La lectura de dichas páginas me produjo una profunda desesperación respecto del porvenir de la humanidad, y en ella hubiera persistido, a no haber hallado después entre aquellos de los vencidos que habían sobrevivido a tantos horrores, esa falta de odio, esa confianza en el triunfo final de sus ideas, esa tranquila aunque triste mirada dirigida hacia el porvenir, y esa predisposición a olvidar los espantosos ensueños del pasado, que tanto llaman la atención en Malon, y puede decirse que en todos los emigrados de la Comuna que encontré en Ginebra, y que aun veo en Luisa Michel, Lefrancais, Elíseo Reclus y otros amigos.

De Neuchätel fui a Sonvilliers. En un pequeño valle de la sierra del Jura hay una sucesión de pequeñas poblaciones y aldeas, cuyos habitantes, que hablaban francés, se veian en aquella época ocupados por completo en las varias ramas de la industria relojera, trabajando familias enteras en pequeños talleres. En una de ellas encontré a otro de los jefes, llamado Adhemar Schwitzguébel, con quien también entablé íntimas relaciones. Cuando lo vi por primera vez, estaba sentado en compañía de unos doce jóvenes, que grababan cajas de relojes de oro y plata; me invitaron a tomar asiento en un banco o sobre una mesa, y pronto nos vimos todos trabados en una animada conversación sobre socialismo, gobierno o no gobierno y los congresos próximos.

Por la noche se desencadenó una furiosa tempestad de nieve que nos cegaba y helaba la sangre en nuestras venas, en la penosa marcha a la población inmediata; a pesar de lo cual, como unos cincuenta constructores de relojes, en su mayoría gente de edad, vinieron de los pueblos y aldeas inmediatas -algunos hasta de más de diez kilómetros de distancia- para asistir a una pequeña asamblea sin importancia que debía tener lugar aquella noche.

La organización del oficio de relojero, que permite a los operarios conocerse a fondo y trabajar en sus propias casas, donde siempre se habla libremente, explica por qué el nivel del desarrollo intelectual en esta industria es más elevado que el de los trabajadores que se pasan toda la vida, desde sus primeros años, en las fábricas. Indudablemente hay más independencia y más originalidad entre los obreros de la pequeña industria; pero la falta de división entre los jefes y las masas en la Federación del Jura fue también motivo de que no hubiera ninguna cuestión sobre la cual todos los miembros de la asociación no procuraran formar su opinión particular e independiente. Aquí observé que los trabajadores no eran una masa que se prestaba a ser dirigida y manejada para servir los fines políticos de unos cuantos; sus jefes no eran sino los compañeros más activos; más que tales jefes, eran simplemente iniciadores. La claridad de la penetración, lo razonado del juicio y la capacidad para desentrañar complejas cuestiones sociales que noté entre los obreros, en particular en los de mediana edad, me impresionaron profundamente; y tengo la firme persuación de que si la Federación del Jura ha representado un papel importante en el desarrollo del socialismo, no ha sido sólo por la bondad de las ideas de no gobierno y federales, de las que era el portaestandarte, sino también por la feliz manera de expresarlas, debido al buen sentido de aquéllos. Sin su concurso, estas concepciones hubieran permanecido siendo meras abstracciones durante mucho tiempo.

Los aspectos teóricos del anarquismo, según empezaban a expresarse en la Federación del Jura, particularmente por Bakunin; las criticas del socialismo de Estado -el temor del despotismo económico, más peligroso todavía que el meramente político- que oí formular allí, y el carácter revolucionario de la agitación, dejaban honda huella en mi mente. Pero las relaciones de igualdad que encontré en las montañas jurasianas, la independencia de pensamiento y expresión que vi desarrollarse entre los trabajadores y su ilimitado amor a la causa, llamaron con más fuerza aún a mis sentimientos, y cuando dejé la montaña, después de haber pasado una semana con los relojeros, mis ideas sobre el socialismo se habían definido: era un anarquista.

Un viaje que poco después hice a Bélgica, donde pude comparar una vez más la centralizada agitación politica de Bruselas con la económica e independiente que fermentaba entre los tejedores de paños de Verviers, sólo sirvió para fortalecer mis opiniones. Estos trabajadores industriales formaban uno de los centros de población más simpáticos que jamás he encontrado en la Europa occidental.


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X

Bakunin estaba en aquel tiempo en Locarno; no lo vi, y ahora lo siento mucho, porque, cuando volvi a Suiza cuatro años después, habia muerto. El fue quien ayudó a los amigos del Jura a despejar sus ideas y a formular sus aspiraciones; él quien les inspiró un poderoso, ardiente e irresistible entusiasmo revolucionario. Tan pronto como vio que un pequeño periódico que Guillaume empezó a publicar en la sierra del Jura (en Locle), hacía vibrar una nueva nota de independencia de la idea, en el movimiento socialista, fue alli. Habló, durante días y noches enteras, a sus nuevos amigos, sobre la necesidad de un nuevo paso en dirección a la anarquía; escribió para aquella publicación una serie de profundos y brillantes artículos sobre el progreso histórico de la humanidad en su marcha hacia la libertad; infundió entusiasmo entre aquellos compañeros, creando este centro de propaganda, desde el cual se extendió más tarde la idea a otros puntos de Europa. Después que se trasladó a Locarno, desde donde inició un movimiento similar en Italia, y por medio de su simpático e inteligente emisario, Fanelli, en España también, la obra que él había comenzado en las montañas jurasianas, fue continuada independientemente por los habitantes del país. El nombre de Miguel, aunque sonaba con frecuencia en las conversaciones, no era como el de un jefe ausente, cuyas opiniones se consideraban como leyes, sino como el de un amigo personal, de quien todos hablaban con amor, en un espíritu de compañerismo. Lo que más llamó mi atención, fue que la influencia de Bakunin se hacía sentir mucho menos como la de una autoridad intelectual que como la de una personalidad moral. En las conversaciones sobre el anarquismo, o respecto a la actitud de la Federación, jamás oi decir: Bakunin opina de este modo, o Bakunin piensa de este otro, como si eso resolviera la cuestión. Sus escritos y sus palabras no eran miradas como leyes, como desgraciadamente ocurre con frecuencia entre los politicos. En todos aquellos asuntos en que la inteligencia es el juez supremo, cada uno usaba en la discusión sus argumentos propios. La idea fundamental pudo haber sido sugerida por Bakunin, o éste haberla tomado de sus amigos del Jura; pero, en uno u otro caso, el argumento conservaba siempre su carácter individual. Sólo una vez oi invocar su nombre con carácter de autoridad, lo que me impresionó tanto, que aun hoy dia recuerdo el sitio en que tuvo lugar la conversación y sus intimos pormenores. Algunos jóvenes se permitían hablar con poco respeto del sexo débil, cuando una de las mujeres que estaban presentes puso término a la cuestión, exclamando: ¡Qué lástima que Miguel no esté aqui; él os haria entrar en razón! La colosal figura del revolucionario, que lo habia dado todo por el triunfo de la revolución, viviendo sólo para ella y tomando de su concepción el modo más elevado y puro de apreciar la vida, continuaba inspirándolos.

Volvi de este viaje con ideas sociológicas claras y precisas, que he conservado desde entonces, haciendo cuanto me ha sido posible por desarrollarlas en formas cada vez más definidas y concretas.

Había, sin embargo, un punto que no acepté sin haber antes dedicado a él una profunda reflexión y muchas horas de la noche. Vi claramente que el cambio inmenso que pusiera en manos de la sociedad todo lo que es necesario para la vida y la producción -bien sea el Estado comunista de los demócratas socialistas, o la unión de grupos libremente asociados, que los anarquistas defienden- implicaría una revolución mucho más profunda que todas las registradas en la Historia. Además, en semejante caso los trabajadores tendrian en su contra, no ya la caduca generación de aristócratas, contra quienes los campesinos y republicanos franceses tuvieron que luchar el siglo pasado -y que, así y todo, fue contienda bien encarnizada-, sino la clase media, que es mucho más poderosa, intelectual y físicamente, teniendo a su servicio todo el potente mecanismo del Estado moderno. Pensando sobre esto observé que ninguna revolución, bien sea pacifica o violenta, se ha llevado jamás a cabo sin que los nuevos ideales hayan penetrado antes profundamente en la clase misma cuyos privilegios económicos y politicos se habían de asaltar. Yo presencié la abolición de la servidumbre en Rusia, y sabía que si la conciencia de la injusticia de sus privilegios no se hubiera extendido ampliamente entre la clase misma de los dueños de los siervos (como consecuencia de la propia evolución y de las revoluciones realizadas en los años 1793 y 1848), la emancipación de los mismos no se hubiera llevado a efecto con tanta facilidad como se hizo en 1861. No ignoraba que la idea de emancipar a los trabajadores del presente sistema de salario, se iba abriendo camino entre la misma clase media. Hasta los más ardientes partidarios del actual estado económico han abandonado ya la idea de derecho al defender sus actuales privilegios, no discutiendo ahora más que la oportunidad del cambio. No niegan la conveniencia de algunas de esas variaciones; sólo preguntan si realmente la nueva organización económica, preconizada por los socialistas, será mejor que la actual; si una sociedad en que los trabajadores lleven la voz cantante, se encontrará con medios de manejar la producción mejor que los capitalistas individuales, movidos sólo por meras consideraciones de interés particular, lo hacen en el presente momento.

Además, empecé a comprender gradualmente que las revoluciones, esto es, los periodos de evolución rápida y acelerada y cambios repentinos, son tan naturales en las sociedades humanas como la lenta evolución que incesantemente tiene ahora lugar entre las razas más civilizadas de la humanidad, y que cada vez que semejante período de acelerada evolución y reconstrucción en gran escala comienza, es muy probable que la guerra civil estalle en mayor o menor escala. La cuestión es, pues, no tanto cómo se han de evitar las revoluciones, sino cómo obtener los mayores resultados con la menor cantidad posible de guerra civil, el más reducido número de victimas y el mínímo de mutuos enconos y antagonismos. Para conseguir tal fin, sólo hay un medio, esto es, que la parte oprimida de la sociedad se forme la más clara concepción posible de lo que se propone realizar y del medio de llevarIo a cabo, hallándose al mismo tiempo dominada por el entusiasmo que se necesita para la ejecución de tal empresa, teniendo, en tal caso, la seguridad de poder contar con el concurso de las fuerzas intelectuales más puras y lozanas de la clase privilegiada.

La Comuna de París fue un terrible ejemplo de un alzamiento sin ideales suficientemente determinados. Cuando los trabajadores se hicieron dueños, en marzo de 1871, de la gran ciudad, no atacaron los derechos de propiedad investidos en la clase media y elevada; por el contrario, pusieron esos derechos bajo su protección, cubriendo los jefes con sus cuerpos el Banco Nacional; y no obstante la crisis que había paralizado la industria, y la consiguiente falta de recursos de una gran masa de obreros, protegieron con sus decretos los derechos de los amos de las fábricas, de los establecimientos industriales y de los dueños de la propiedad urbana. Sin embargo, cuando fue sofocado y vencido el alzamiento, para nada se tuvo en cuenta, por parte de las clases acomodadas, lo modesto de las pretensiones comunalistas de los insurrectos; habiendo vivido dos meses en constante temor de que los trabajadres atacaran sus derechos de propiedad, los hombres ricos de Francia se vengaron de aquéllos con el mismo encarnizamiento que si lo hubiesen hecho realmente. Cerca de 30.000 de ellos fueron sacrificados, como es sabido, no durante la batalla, sino después que la perdieron. Si hubieran dado algunos pasos hacia la socialización de la propiedad, la venganza no hubiese podido ser más terrible.

Si, pues -venia yo a concluir-, hay periodos en el desenvolvimiento humano en que el conflicto es inevitable y la guerra civil estalla independientemente por completo de la voluntad de individuos determinados, que al menos aquéllos tengan por ideal, no vagas y poco definidas aspiraciones, sino propósitos concretos; no puntos secundarios, cuya insignificancia no disminuye la violencia del conflicto, sino amplias ideas que alienten a los hombres por la grandeza de los horizontes que abren ante su vista. En este último caso, el conflicto en si dependerá mucho menos de la eficacia de los fusiles y cañones, que de la fuerza del genio creador que entre en acción al emprenderse la obra de reconstruir la sociedad; dependerá más principalmente de que esas fuerzas constructivas tomen de momento un libre giro; de que sus aspiraciones sean de un carácter más elevado, ganando asi más simpatías aun entre aquellos que, como clase, son opuestos al cambio. Empeñado de este modo el combate sobre una base más extensa, se purificará la misma atmósfera social, y el número de víctimas por ambas partes será indudablemente mucho menor de lo que hubiese sido si la lucha fuera por cuestiones de una importancia secundaria, en cuyo caso los bajos instintos del hombre encuentran terreno apropiado para desarrollarse.

Con estas ideas volví a Rusia.


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XI

Durante mi viaje compré muchos libros y colecciones de periódicos socialistas; en Rusia, los primeros se hallaban absolutamente prohibidos por la censura, y algunos de los segundos, así como las Memorias de los Congresos internacionales, no podían encontrarse a ningún precio, ni aun en Bélgica. ¿Me desprenderé de todo esto, cuando mi hermano y mis amigos gozarian tanto con tenerlo en San Petersburgo? me pregunté a mí mismo, decidiendo introducirlo en Rusia por todos los medios posibles.

Volví a San Petersburgo por la via de Viena y Varsovia. Miles de judíos vivian del contrabando en la frontera polaca, y pensé que si conseguía dar tan sólo con uno de ellos, mis libros pasarian con facilidad al otro lado. Sin embargo, apearse en una pequeña estación de ferrocarril cerca de la frontera, mientras que los demás viajeros continuaban en el tren, y ponerse allí a buscar gente dedicada al contrabando, hubiera sido poco razonable; así que, tomando una vía lateral, me dirigí a Cracovia. La capital de la antigua Poloma está cerca de la frontera pensé, y en ella he de encontrar algún judío que me ponga en relación con los hombres que necesito.

Llegué a la ciudad en otro tiempo renombrada y brillante, por la noche, y a la mañana siguiente, muy temprano, salí del hotel, dispuesto a realizar mi ojeo. Pero, con gran sorpresa mía, me encontré con que a la vuelta de cada esquina, y en cualquier parte del desierto mercado adonde dirigiera la vista, se tropezaba con uno de ellos que, con la túnica tradicional y largas crenchas, en la misma forma que lo usaban sus antepasados, aguardaba que algún noble o comerciante lo ocupara, dándole por el mandado algunas monedas de cobre. Me hacia falta encontrar un judío, y ahora eran muchos los que me salían al paso. ¿A cuál interrogaría? Después de recorrer toda la población, y ya desesperado, decidí abordar al que se hallaba a la entrada misma de mi hotel, inmenso palacio antiguo, cuyos salones se habían visto en otro tiempo invadidos por una elegante multitud vestida de vivos colores y entregada a la danza, y ahora tenía la más modesta misión de dar hospedaje a alguno que otro viajero, explicándole al sujeto mencionado mi deseo de introducir secretamente en Rusia un paquete algo pesado de libros y periódicos.

Esto se hace fácilmente -me replicó. Haré venir al representante de la Compañía Universal de (con perdón sea dicho) Trapos y Huesos. Hacen el mayor negocio de contrabando del mundo, y es seguro que le han de servir. Media hora después volvía, en efecto, con tal representante, un joven elegantísimo, que hablaba perfectamente el ruso, el alemán y el polaco.

Miró el paquete, lo tomó en peso y me preguntó que clase de libros contenía.

Todos están prohibidos por la censura le respondí, y por eso hay que introducirlos de esa manera.

Los libros dijo él, no se hallan exactamente comprendidos entre los artículos que manipulamos; nuestro negocio estriba en sedas de valor. Si hubiera de pagar a mi gente con arreglo a nuestra tarifa de seda, tendria que pedir un precio exorbitante. Además, para decir verdad, no me gusta mucho mezclarme en asuntos de libros; lo más insignificante podría dar lugar a vernos envueltos en una cuestión politíca que ocasionara a la Compañia quebrantos de consideración.

Yo debi parecer muy contrariado, porque el susodicho joven inmediatamente agregó: No paséis cuidado; él (señalando al mandadero del hotel) lo arreglará de una u otra manera.

Ya lo creo; hay mil modos de concertar el asunto para servir al caballero manifestó éste jovíalmente antes de partir.

A la hora estaba de vuelta con otro joven, éste tomó el bulto, lo colocó al lado de la puerta y dijo: Está bien; si partis mañana, encontraréis vuestros libros en tal estación rusa -explicándome cómo se arreglaria el negocio.

¿Cuánto costará? -pregunté.

¿Cuánto estáis dispuesto a pagar? -fue la respuesta.

Yo vacié mi bolsa sobre la mesa y dije: Esto para mi viaje; el resto para vosotros; iré en tercera.

¡Cómo! -exclamaron ambos a un tiempo. ¿Qué dice usted, señor? ¡Semejante caballero ir en tercera! ¡Jamás! No, no; eso no es posible ... Con ocho rubIos para nosotros y uno, poco más o menos, para el mandadero, se llevará lo que usted quiera. No somos salteadores de caminos, sino gente honrada. Y se negaron resueltamente a tomar más dinero.

Con frecuencia había oído hablar de la probidad de los contrabandistas hebreos de la frontera; pero nunca esperé encontrar semejante prueba de ella. Posteriormente, cuando nuestro circulo importó libros del extranjero, o más tarde todavía, cuando tantos revolucionarios y emigrados tuvieron que cruzar la frontera al entrar en Rusia o salir de ella, no hubo un solo caso en que los contrabandistas comprometieran a nadie ni se valieran de las circunstancias para exigir un precio exorbitante por sus servicios.

Al dia siguiente abandoné Cracovia, y en la estación rusa convenida, un mozo se acercó a mi departamento, y hablando en alta voz, a fin de que lo oyera el gendarme que se paseaba a lo largo del andén, me dijo: Aqui está el saco que su alteza dejó el otro día y me dio el precioso paquete.

Tanta alegria me causó recogerlo, que ni me detuve siquiera en Varsovia, continuando mi viaje directo a San Petersburgo para enseñar valiosas adquisiciones a mi hermano.


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