Índice de Memorias de un revolucionario de Pedro KropotkinAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

PARTE CUARTA

PETERSBURGO. EL PRIMER VIAJE AL EXTRANJERO

(Tercer archivo)

XII.- El nihilismo. - Su menosprecio por lo convencional, su veracidad. - El movimiento vonarod. XIII.- El circulo de Tchaikovsky: Dimitri, Serguéi, Sofía Perovskaia, Chaikovsky. XIV.- Las corrientes politicas socialistas. - Alejandro II y los revolucionaríos. XV.- Las notabilidades del circulo de Tchaikovsky. - Amistad con Kravchinsky. Propaganda entre los obreros. - Su valentia. XVI.- Detenciones. - Klemenz en la condición de ilegal. - La detención. - El interrogatorio. - El encarcelamiento en la fortaleza de San Pedro y San Pablo.




XII

Un movimiento formidable se iba desarrollando al mismo tiempo entre la parte más ilustrada de la juventud rusa. La servidumbre estaba abolida; pero una extensa red de hábitos y costumbres de esclavitud doméstica, de completo desprecio de la individualidad humana, de despotismo por parte de los padres y de sumisión hipócrita por el de las esposas, hijos e hijas, se había desarrollado durante los doscientos cincuenta años que duró. En toda Europa, al principio del siglo XIX, dominaba un gran despotismo doméstico; de ello dan buen testimonio las obras de Thackeray y Dickens; pero en ninguna otra parte alcanzó tan extraordinario desarrollo como en Rusia. Toda la vida rusa, en la familia, en las relaciones entre jefes y subordinados, oficiales y soldados, y patronos y obreros, lleva impreso su sello. Todo un mundo de costumbres y modos de pensar, de preocupaciones y falta de valor moral y de hábitos creados al calor de una lánguida existencia, había tomado cuerpo a su sombra. Hasta los hombres mejores de la época pagaban un gran tributo a estos productos del periodo de servidumbre.

A la ley no le era dado intervenir en tales cosas. Sólo un vigoroso movimiento social que atacara las raices mismas del mal hubiera podido reformar los hábitos y costumbres de la vida corriente, y en Rusia esta acción, esta rebeldia del individuo, tomó un carácter más enérgico, y se hizo más radical en sus aspiraciones que en ninguna otra parte de Europa o América. Nihilismo fue el nombre que Turguéniev le dio en su novela, que hará época en la Historia, titulada Padres e Hijos.

Este movimiento ha sido mal comprendido en la Europa occidental; la prensa, por ejemplo, lo confunde continuamente con el terrorismo. La agitación revolucionaria que estalló en Rusia hacia el fin del reinado de Alejandro II, y que terminó en su trágica muerte, es descrita constantemente como nihilismo, lo cual es, sin embargo, una equivocación. Confundir nihilismo con terrorismo, es tan erróneo como tomar un movimiento filosófico, como el estoico o el positivista, por uno politico, como, por ejemplo, el republicano. El terrorismo vino a la existencia traido por ciertas condiciones especiales de la lucha politica, en un momento histórico determinado; ha vivido y ha muerto; puede renacer y volver a morir. Pero el nihilismo ha marcado su huella en la vida entera de la parte más inteligente de la sociedad rusa, y no es posible que ésta se borre en muchos años. Es el nihilismo, desprovisto de su aspecto más violento -cosa imposible de evitar en todo nuevo movimiento de esta indole, lo que da ahora a la vida de una gran parte de la clase más ilustrada de Rusia, un cierto carácter peculiar que nosotros, los rusos, sentimos no encontrar en la de igual índole que habita el occidente europeo; él es también, en sus varias manifestaciones, lo que da a muchos de nuestros escritores esa notable sinceridad y esa costumbre de pensar en alta voz que sorprende a los lectores de aquella parte de nuestro continente.

Ante todo, el nihilista declaró la guerra a lo que puede considerarse como las mentiras convencionales de la humanidad civilizada. Una sinceridad absoluta era su rasgo distintivo, y en nombre de ella, renunciaba, y pedía a los demás que lo hicieran también, a esas supersticiones, prejuicios, hábitos y costumbres que su criterio no lograra justificar. El se negaba a inclinarse ante toda autoridad que no fuera la de la razón, y en el análisis de cada institución o hábito social, se rebelaba contra toda clase de sofismas, más o menos enmascarados.

El nihilista rompió, como es natural, con las supersticiones de sus padres, siendo en concepciones filosóficas un positivista, un ateo, un evolucionista spenceriano del materialismo científico; y aun cuando jamás atacaba la sencilla y sincera creencia religiosa, que es una necesidad psicológica de sentir, luchó abiertamente contra la hipocresía, que conduce a las gentes a cubrirse con la máscara de una religíón de la que repetidamente se desprenden como de un lastre inútil.

La vida de la sociedad civilizada está llena de pequeñas mentiras convencionales. Personas que se odian mutuamente, al encontrarse en la calle cambian una falsa sonrisa, en tanto que el nihilista sólo demuestra su satisfacción al encontrar a alguien digno de aprecio. Todas estas formas de cumplidos superficiales, que no son más que mera hipocresía, le eran igualmente repulsivas, mostrando cierta aspereza exterior como protesta contra la exagerada cortesía de sus mayores. Los había visto hablar apasionadamente como idealistas sentimentales, y al mismo tiempo conducirse como verdaderos bárbaros con sus esposas, sus hijos y sus siervos; y se declaró en rebeldia contra esa clase de sensiblería que, después de todo, se acomodaba tan fácilmente a las condiciones puramente ideales de la vida rusa. El arte se hallaba envuelto en la misma negación niveladora. Un hablar continuo sobre la hermosura, lo ideal, el arte por el arte, estética y otras cosas por el estilo, de que tanto se hacia gala -mientras que todo objeto artístico se compraba con dinero extraído de los hambrientos agricultores o de los esquilmados obreros, y el llamado culto a la belleza no era sino un antifaz para encubrir la más vulgar disolución-, le inspiraban un gran desprecio, y la critica del arte que Tolstoi, uno de los más grandes artistas del siglo, ha formulado ahora con tanta energía, el nihilista la expresaba en esta terminante afirmación: Un par de botas tiene más importancia que todas vuestras madonnas y todas vuestras disquisiciones sobre Shakespeare. El matrimonio sin amor, la familiaridad sin el afecto, eran igualmente repudiados. La joven nihilista, obligada por sus padres a ser un autómata en una casa de muñecas, y a contraer un enlace de conveniencia, preferia abandonar su hogar y sus trajes de seda, ponerse un vestido de lana negro de la clase más inferior, cortarse el cabello e ir a un instituto, dispuesta a ganar allí su independencia personal. La mujer que había visto que su casamiento no tenía ya el carácter de tal, que ni el amor ni la amistad servían de vinculo a los que legalmente eran considerados como esposos, optaba por romper un lazo que no conservaba ninguno de sus rasgos esenciales. De acuerdo, pues, con estas ideas, se iba frecuentemente con sus hijos a arrostrar la miseria, prefiriendo la pobreza y la soledad a una vida que, bajo condiciones convencionales, hubiera sido una negación completa de sí misma.

El nihilista llevaba su amor a la sinceridad hasta los detalles más minuciosos de la vida corriente, descartando las formas convencionales del lenguaje de sociedad y expresando sus opiniones de un modo claro y preciso, no desprovisto de cierta determinada afectación de rudeza externa.

En lrkutsk acostumbrábamos a frecuentar los bailes semanales que se daban en uno de los casinos. Durante algún tiempo fui concurrente a estas soirées; pero después, teniendo que trabajar, me vi obligado a abandonarlas. Una noche, cuando hacía varias semanas que yo no aparecía por alli, una de las señoras preguntó a un joven amigo mio por qué no asistia yo a sus reuniones: Ahora sale a caballo cuando quiere hacer ejercicio, fue la poco atenta contestación que dio aquél. Pero podria venir y pasar un par de horas con nosotras, aunque no bailase, se aventuró a decir otra de ellas. A lo que replicó mi amigo nihilista: ¿Qué habia de hacer aqui, hablar con vosotras de modas y adornos? Ya está cansado de tales simplezas. Pero él va a ver algunas veces a Fulanita, observó timidamente una de las jóvenes presentes. Si, pero es una muchacha estudiosa -respondió bruscamente él-, y le ayuda a repasar el alemán. Debo agregar que esta manera, indudablemente poco cortés, de conducirse, dio su resultado, porque muchas de las jóvenes de Irkutsk empezaron a acosarnos a mi hermano, a mi amigo y a mi, con preguntas respecto de lo que les aconsejariamos nosotros que leyeran o estudiaran.

Con la misma franqueza hablaba el nihilista a sus relaciones, diciéndoles que toda su charla compasiva respecto a los pobres, era pura hipocresia, viviendo ellos, como lo hacían, del mal retribuido trabajo de esa misma gente cuya suero te aparentaban lamentar, sentados amigable y cómodamente en sus dorados y lujosos salones. Y con la misma desenvoltura declaraba al alto funcionario que, endiosado en su pomposo cargo, la situación del pueblo le importaba un pito, y que él, como todos los empleados, no era más que un ladrón; y otras verdades de igual calibre.

Con cierta austeridad, reprendía a la mujer que sólo se ocupaba de cosas frívolas, haciendo gala de sus distinguidas maneras y elegantes vestidos, diciendo, sin rodeos, a una joven hermosa: ¿Cómo no os da vergüenza de hablar tales tonterías y de llevar esa trenza de pelo postizo? En la mujer deseaba encontrar una compañera, una personalidad humana -no una muñeca o una esclava de harem-, negándose en absoluto a tomar parte en esos pequeños actos de cortesía que los hombres tanto prodigan a las que luego se complacen en considerar como el sexo débil. Cuando entraba una señora en una habitación, no saltaba el nihilista de su asiento para ofrecérselo, a menos que no pareciera cansada y no hubiera otro desocupado, tratándola como lo haría con un compañero de su mismo sexo; pero si una dama -aun cuando jamás la hubiera conocido- manifestara deseos de aprender algo que ignoraba y que él sabía, iría todas las noches de un extremo a otro de la más populosa ciudad para servirla. El joven que se negaba a moverse para ofrecer una taza de té a una dama, cedía a menudo a la muchacha que llegaba a Moscú o a Petersburgo con deseos de estudiar la única lección que tenía y que le daba el pan cotidiano, diciendo sencillamente: Para un hombre es mucho más fácil que para una mujer. Mi ofrecimiento no es caballeresco, es motivado simplemente por un sentido de igualdad.

Dos grandes novelistas rusos, Turguéniev y Goncharov, han intentado presentar este nuevo tipo en sus novelas; pero el segundo, en Precipicio, tomando como tal uno, Mark Volojov, que, aunque verdadero, no se hallaba dentro de la generalidad de la clase, hizo una caricatura del nihilista, en tanto que el primero, demasiado buen artista y lleno de admiración por el carácter que se proponia describir, para incurrir en tal defecto, no logró, sin embargo, dejarnos satisfechos con su nihilista Bazarov. Lo encontramos muy poco cariñoso, en particular en sus relaciones con sus ancianos padres, y sobre todo le reprochamos el aparentar el olvido de sus deberes de ciudadano. La juventud rusa no podia quedar satisfecha con la actitud puramente negativa del héroe de Turguéniev. El nihilismo, con su afirmación de los derechos del individuo y su condenación de toda hipocresia, no era más que un primer paso hacia un tipo más elevado de hombres y mujeres que, siendo igualmente libres, viven para hacer progresar una gran causa. Los nihilistas de Chernishévski, según se representan en su novela, menos ideal que las mencionadas, ¿Qué ha de hacerse? se acercaban más a la verdad.

¡Qué amargo es el pan que amasan los esclavos! -habia dicho nuestro poeta Nekrasov; y la nueva generación se negaba ahora a comer ese pan y disfrutar de las riquezas que habian sido acumuladas en las casas de sus padres por medio del trabajo servil, ya fueran los trabajadores verdaderos siervos, o esclavos del presente estado industrial.

Toda Rusia leyó con asombro en la acusación presentada ante el tribunal contra Karakozov y sus amigos, que estos jóvenes, dueños de considerables fortunas, solian vivir tres o cuatro en la misma habitación, no gastando más que diez rublos cada uno al mes para atender a todas las necesidades, y dando al mismo tiempo cuanto poseían para la fundación de sociedades cooperativas, talleres cooperativos también (donde ellos mismos trabajaban) y otras obras análogas. Cinco años después, millares y millares de la juventud rusa -la flor de la misma- seguían ese ejemplo. Su lema era: ¡Vnaród! (Vayamos al pueblo, unámonos a él). Durante los años comprendidos entre el 60 y el 65, en casi todas las casas de las familias ricas se sostenía una lucha encarnizada entre los padres, empeñados en mantener las viejas tradiciones, y los hijos e hijas que defendían su derecho a disponer de su existencia según sus ideales. Los jóvenes abandonaban el servicio militar, las casas de comercio, las tiendas, y afluían a las ciudades universitarias; las muchachas, criadas en el seno de las familias más aristocráticas, corrian sin recursos a San Petresburgo, Moscú y Kiev, ávidas de aprender una profesión que las librara del yugo doméstico, y tal vez algún día también del posible de un esposo, lo que muchas de ellas consiguieron después de duros y asiduos trabajos. Procurando ahora hacer participe al pueblo de los conocimientos que las emanciparon, en lugar de utilizarlos sólo en provecho propio.

En cada población rusa, en cada barrio de San Petersburgo, se formaron pequeños grupos para el mejoramiento y educación mutua; las obras de los filósofos, los trabajos de los economistas, las investigaciones históricas de la nueva escuela de la historia rusa, eran leídas detenidamente en aquellos círculos, siendo seguida la lectura de discusiones interminables. El objeto de todo aquel batallar no era otro que el de resolver el gran problema que se levantaba ante su vista. ¿De qué modo podrían ser útiles a las masas? llegando gradualmente a la conclusión de que el único medio de conseguirlo era vivir entre el pueblo y participar de su suerte. Los jóvenes fueron a los pueblos como médicos, practicantes, maestros y memorialistas, y aun como agricultores, herreros, leñadores y otras ocupaciones similares, procurando vivir allí en estrecho contacto con los campesinos; ellas, después de haberse examinado de maestras, aprendían el oficio de matronas y se iban a centenares a los pueblos, dedicándose por completo a la parte más pobre de sus habitantes.

Estos muchachos y muchachas no llevaban en su mente ningún ideal de reconstrucción social ni pensaban en la revolución; sólo se preocupaban de enseñar a la masa de los campesinos a leer, e instruirla sobre otros particulares, prestarle asistencia médica y ayudarla por todos los medios posibles a salir de su obscuridad y miseria, aprendiendo al mismo tiempo cuáles eran los ideales populares respecto de una vida social mejor.

Al volver de Suiza hallé este movimiento en todo su apogeo.


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XIII

Corri a compartir con mis amigos mis impresiones respecto a la Asociación Internacional de Trabajadores y mis libros. En la Universidad bien puede decirse que no tenía amigos; yo era mayor que la generalidad de mis compañeros, y entre gente joven una diferencia de algunos años es siempre un obstáculo para una franca intimidad. Hay que decir también que, desde que los nuevos reglamentos de admisión en la Universidad se pusieron en vigor en 1861, lo mejor de la juventud -los más listos y más independientes de carácter- fueron eliminados de los institutos, no pudiendo, por consiguiente, llegar a entrar en la Universidad. Debido a esto, la mayoría de mis compañeros era de buena índole, laboriosos, pero no se tomaban interés en nada que no se relacionase con los exámenes. Yo tenia amistad sólo con uno de ellos, a quien llamaré Dimitri Klementz; era hijo de la Rusia del sur, y aunque de apellido alemán, apenas hablaba este idioma, y su fisonomia tenia más de rusa del sur que de teutónica. Era muy inteligente, habia leido mucho y pensado seriamente sobre ello; amaba la ciencia y la respetaba profundamente; pero, como muchos de nosotros, llegó a la conclusión de que el seguir la carrera de hombre de ciencia suponia ingresar en el campo de los filisteos, y que habia bastante trabajo, más urgente y necesario que realizar; y de acuerdo con tales ideas, asistió a los cursos universitarios dos años, abandonándolos después, y dedicándose por entero a la cuestión social. Vivia de cualquier modo; hasta dudo que tuviera residencia fija. Algunas veces solia venir a preguntarme: ¿Tenéis papel? Y, una vez obtenido, se sentaba en la esquina de una mesa durante una o dos horas, haciendo diligentemente traducciones; y con lo poco que ganaba de tal manera, tenia más que suficiente para satisfacer sus limitadas necesidades. Después de lo cual se trasladaba inmediatamente a una parte distante de la población para ver a un compañero o prestar auxilio a un amigo necesitado, o atravesaba a pie San Petersburgo, yendo a un barrio extremo, a fin de obtener la admisión gratuita en un colegio de un muchacho por quien se interesaban los compañeros. Era indudablemente un hombre de notables cualidades; en el occidente europeo, una persona de tales aptitudes hubiera conquistado un lugar preeminente en el campo politico o socialista; pero jamás fueron esas sus aspiraciones. Dirigir a los demás no era por ningún concepto su ambición, rasgo que, en verdad, no le caracterizaba sólo a él; todos los que habian vivido algunos años en los circulos de estudiantes de aquella época, lo poseian en alto grado.

Poco después de mi regreso, Klementz me invitó a ingresar en un circulo, que era conocido entre los jóvenes por el de Tchaikovski, el cual, bajo este nombre, desempeñó un importante papel en la historia del movimiento social en Rusia, y con el que también pasará a la posteridad. Sus miembros -me dijo mi amigo- han sido hasta ahora en su mayoría constitucionales; pero son buena gente, dispuesta en favor de toda noble idea; tienen muchos amigos en todo el país, y más adelante veréis lo que se puede hacer. Yo ya conocía a Tchaikovski y a algunos miembros de este círculo; aquél había ganado mi afecto desde nuestra primera entrevista, permaneciendo nuestra amistad inalterable durante veintisiete años.

Dicha sociedad empezó sus actividades con un grupo insignificante de jóvenes, entre los que se hallaba Sofía Perovskaia, quien entró en él con objeto de mejorar y perfeccionar su educación; y en su seno se encontraba también el amigo antes mencionado. En 1869, Niecháiev había intentado formar una organización revolucionaria secreta entre la juventud, imbuida del deseo anteriormente referido de trabajar entre el pueblo, y para conseguir tal resultado, apeló a los recursos de los antiguos conspiradores, sin retroceder ni aun ante los desengaños, al pretender que sus asociados se conformaran con su dirección. Tales procedimieptos no podian prosperar en Rusia, y pronto se disolvió su sociedad. Todos sus miembros fueron detenidos, y algunos de los jóvenes más entusiastas y decididos fueron desterrados a Siberia antes de haber podido hacer nada. El circulo de mutua educación y mejoramiento de que vengo hablando, se constituyó en oposición al sistema de Niecháiev. Aquel número limitado de amigos había juzgado, muy cuerdamente, que el desarrollo moral del individuo debe ser la base de toda organización, cualquiera sea el carácter político que adopte después y el programa de acción que siga en el curso de los futuros acontecimientos. A esto fue debido que el círculo de Tchaikovski, ensanchando gradualmente su campo de operaciones, se extendiera tanto en Rusia y adquiriera tan ímportantes resultados; y más tarde, cuando las feroces persecusiones del gobierno crearon una lucha revolucionaria, produjera esa notable clase de hombres y mujeres que tan gallardamente sucumbieron en la terrible contienda que empeñaron contra la autocracia.

En esa época, sin embargo -esto es, en 1872,- el círculo no tenia nada de revolucionario. Si se hubiera limitado a no ser más que una sociedad de mejoramiento mutuo, pronto se hubiera petrificado como un monasterio. Pero no fue así; sus miembros se dedicaron a un trabajo útil, empezando por distribuir libros buenos. Compraron ediciones enteras de las obras de Lassalle, Bervi (sobre el estado de la clase obrera en Rusia), Marx, libros de historia rusa y otras publicaciones del mismo género, repartiéndolas entre los estudiantes de las provincias. A los pocos años no había población de importancia en treinta y ocho provincias del imperio ruso, según el lenguaje oficial, donde este circulo no contase con un grupo de compañeros ocupados en la distribución de esta clase de literatura. Gradualmente, siguiendo el impulso general de la época, y estimulando por las noticias que venían de la Europa occidental referentes al rápido crecimiento del movimiento obrero, se fue haciendo cada vez más un centro de propaganda socialista entre la juventud ilustrada, y un intermediario natural para los miembros de los círculos provinciales, hasta que llegó un día en que se rompió el hielo que separaba a los estudiantes de los trabajadores, estableciéndose relaciones directas entre ambos, lo mismo en San Petersburgo que en otras provincias; siendo entonces cuando ingresé en dicha agrupación en la primavera de 1872.

Todas las sociedades secretas son ferozmente perseguidas en Rusia, y los lectores de Occidente tal vez esperen de mí una descripción del modo cómo fui iniciado y del juramento de fidelidad que presté. Pero, aunque tenga que desvanecer esa ilusión, debo manifestar que no ocurrió nada parecido, ni era posible que ocurriera; nosotros hubiéramos sido los primeros en reirnos de semejante ceremonia, y Klementz no hubiese dejado pasar la oportunidad de hacer uso de una de sus sarcásticas observaciones, capaz de concluir con cualquier ritual. No existían ni siquiera estatutos, aceptando sólo como socios a aquellas personas que eran bien conocidas y habian sido probadas en varias circunstancias, y de quienes se sabía que se podia confiar en absoluto. Antes de admitir un nuevo miembro, sus antecedentes se discutían con la franqueza y formalidad que caracterizaban al nihilista. El menor asomo de falta de sinceridad o de amor propio le hubieran cerrado la entrada. No se preocupaba el círculo en cuanto al número de sus individuos, ni propendía a concentrar en sus manos toda la actividad que se notaba entre la juventud, o a incluir en una sola organización los numerosos que existían en la capital y en provincias. Con casi todos ellos mantenia amistosas relaciones, ayudándonos mutuamente, cuando el caso se presentaba, sin que la cuestión de autonomía sufriera el menor menoscabo.

El círculo prefería permanecer siendo un grupo de amigos íntimamente unidos, y jamás encontré en ninguna parte tal número de hombres y mujeres superiores, como aquellos que conocí al asistir por primera vez al círculo de Tchaivkovski, sintiendo todavía una verdadera satisfacción al recordar que fui admitido en su seno.


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XIV

Cuando entré en aquél círculo, hallé a sus miembros discutiendo acaloradamente la dirección que debian dar a su actividad. Unos eran partidarios de que se continuara haciendo propaganda radical y socialista entre la juventud ilustrada, en tanto que otros opinaban que el único objeto de su trabajo debería consistir en preparar hombres que fueran capaces de levantar a las grandes e inertes clases trabajadoras; debiendo, por consiguiente, dedicar todas sus energías a la propaganda entre los campesinos y los obreros de las poblaciones rurales. En todos los círculos y grupos que en aquel tiempo se formaron a centenares en San Petersburgo y en provincias, se discutía el mismo tema, y en todas partes prevaleció la segunda proposición sobre la primera.

Si nuestra juventud hubiera aceptado únicamente el socialismo en abstracto, se hubiese dado por satisfecha con una simple declaración de principios, incluyendo, como aspiración lejana, la posesión en común de los instrumentos de producción, y con sostener al mismo tiempo alguna clase de agitación política. Muchos socialistas políticos de la clase media en el Occidente de Europa y en América se conforman con seguir tal dirección. Pero nuestra juventud había comprendido el socialismo de otra manera; no eran socialistas teóricos; habían aprendido el socialismo viviendo lo mismo que los trabajadores; no haciendo distinción entre lo tuyo y lo mío en sus círculos, y negándose a gozar en provecho propio de las riquezas que heredaron de sus padres. Habian hecho, con relación al capitalismo, lo que Tolstoi indica que debiera hacerse respecto de la guerra, cuando aconseja al pueblo que, en vez de criticarla y seguir usando el uniforme militar, se niegue cada uno por su parte a ser soldado y tomar las armas. De igual manera, nuestra juventud rusa de ambos sexos se negaba individualmente a aprovecharse con carácter personal de las rentas de sus padres. Este modo de identificarse con el pueblo era, indudablemente, necesario. Miles y miles de jóvenes, varones y mujeres, habian abandonado ya sus hogares, procurando ahora vivir en los pueblos y centros industriales de todos los modos posibles. No era éste un movimiento combinado, sino de carácter general, de esos que ocurren en ciertos periodos del repentino despetar de la conciencia humana. Y ahora que se habian constituido pequeños grupos organizados, dispuestos a intentar un esfuerzo sistemático para difundir ideas de libertad y de rebeldia en Rusia, se veian obligados a extender esa propaganda entre las masas de los campesinos y los trabajadores de las ciudades.

Varios escritores han tratado de explicar este movimiento hacia el pueblo por la introducción de influencias extrañas; los agitadores extranjeros se hallan en todas partes, era una explicación muy generalizada. Verdad es que nuestra juventud oyó la poderosa voz de Bakunin, y que la agitación de la Asociación Internacional de Trabajadores ejerció en nosotros una influencia fascinadora. Sin embargo, el movimiento tenia un origen mucho más profundo; empezó antes que los agitadores extranjeros hablaran a la juventud rusa, y aun con anterioridad a la fundación de la Internacional. Tuvo sus comienzos en los grupos de Karakozov en 1866; Turguéniev lo vio venir, y ya en el 59 lo indicó vagamente. Hice cuanto pude por impulsar tal movimiento en el circulo Tchaikovski; pero me favoreció la marea que subía y era infinitamente más poderosa que cualquier esfuerzo individual.

Hablábamos con frecuencia, como es de suponer, de la necesidad de una agitación política contra nuestro gobierno absoluto. Ya entonces veíamos que los campesinos en masa eran arrastrados a una completa e inevitable ruina por lo absurdo de los impuestos y por la gran insensatez de confiscarles el ganado para cubrir los atrasos. Nosotros, los visionarios, sentimos aproximarse esa total ruina de toda una población, que a la hora presente, por desgracia, se ha realizado en un grado alarmante en la Rusia central, y que confiesa el gobierno mismo (1). Sabíamos cómo, en todas direcciones, era saqueado el país del modo más escandaloso; conocíamos y comprobábamos más y más diariamente de qué manera los funcionarios públicos despreciaban la ley y la crasa ignorancia que a muchos de ellos caracterizaba. Oíamos continuamente hablar de amigos cuyas casas eran asaltadas durante la noche por la policia, que desaparecían en las prisiones, y que -según después supimos- habian sido transportados, sin formación de causa, a algún obscuro pueblo de una remota provincia rusa. Comprendiamos, por consiguiente, la necesidad de la lucha política contra tan terrible poder, que trituraba las mejores fuerzas intelectuales de la nación; pero no hallábamos un terreno legal, o semilegal siquiera, donde poder dar la batalla.

Nuestros hermanos mayores no participaban de nuestras aspiraciones socialistas, y nosotros no podíamos desprendernos de ellas; pero aunque alguno lo hubiera efectuado, de nada le hubiese servido. La nueva generación, en su conjunto, era considerada como sospechosa y la anterior temía el contacto con ella. Todo joven de tendencias democráticas, toda joven que siguiera un curso de enseñanza superior, eran motivo de recelo para la policía de Estado, y denunciados por Katkov como enemigos del Estado. Una muchacha con el cabello corto y lentes azules, o un estudiante que llevase en invierno una manta escocesa en vez de un abrigo, signos ambos de sencillez nihilista y costumbres democráticas, eran denunciados como gente de poca confianza. Si la casa donde se hospedaba el estudiante era frecuentemente visitada por sus compañeros, la policía de Estado la registraba periódicamente. Tan corrientes eran estas irrupciones nocturnas en determinados alojamientos de estudiantes, que Klementz dijo una vez, con la suave ironía que le caracterizaba, al oficial de policía encargado del registro: ¿Para qué os molestáis en recorrer todos nuestros libros cada vez que venís a hacer un reconocimiento? Con tener una lista de ellos y confrontar los unos con la otra mensualmente, agregando a aquélla los titulos de los nuevos, todo estaba terminado. El más pequeño indicio de que se ocupaba de política, bastaba para sacar a un joven de una escuela superior, tenerlo varios meses preso y, por último, mandarlo a alguna remota provincia de los Urales por tiempo indefinido, como se acostumbraba a decir en la jerga burocrática. Aun en la época en que el circulo de Tchaikovski no hacia más que distribuir libros aprobados por la censura, el amigo que daba, nombre a aquél fue preso por dos veces, pasando cuatro o seis meses en prisión, la segunda en un momento critico de su carrera de farmacia. Sus investigaciones se habían publicado recientemente en el Boletín de la Academia de Ciencias, disponiéndose a rendir sus exámenes universitarios. Al fin fue puesto en libertad porque la policía no pudo descubrir suficientes pruebas contra él para aplicarle el destierro a los Urales. Pero si os volvemos a arrestar otra vez le dijeron, os enviaremos a Siberia. Era, en verdad, un sueño favorito de Alejandro II formar en alguna parte de las estepas una población especial, guardada noche y día por patrullas de cosacos, a donde se pudiera mandar a la juventud sospechosa, y constituir con ella una ciudad de diez o veinte mil habitantes. Sólo el temor de lo que semejante centro de población pudiera llegar a ser algún dia, evitó que llevara a cabo este proyecto verdaderamente asiático.

Uno de nuestros compañeros de circulo, que era oficial, habia pertenecido a un grupo de jóvenes, cuya ambición consistia en servir en los Zemstvos provinciales (consejos de distritos y de provincias). Ellos consideraban todo trabajo en tal sentido como altamente provechoso, y se preparaban para realizarIo, estudiando detenidamente las condiciones económicas de la Rusia central. Muchos de los jóvenes alimentaron por algún tiempo esas ilusiones; pero todas se desvanecieron al primer contacto con la máquina gubernamental.

Habiendo concedido una forma muy limitada de autonomia a ciertas provincias rusas, el gobierno dirigió inmediatamente después todos sus esfuerzos a anularIa, privándola de toda su significación y vitalidad. La autonomia provincial tuvo que contentarse con ser mera función de agentes del Estado encargados de recaudar impuestos locales adicionales, e invertirlos en las necesidades provinciales de aquél. Todo intento de las diputaciones de provincias para tomar iniciativas, mejoras agricolas, etc., era mirado por el gobierno central con prevención y hasta con hostilidad, siendo deunciado por la Moscovskia Vedomosti como separatismo, como la creación de un Estado dentro del Estado y como rebeldia contra la autocracia.

Si alguien fuera a contar la verdadera historia, por ejemplo, de la escuela normal de Tver, o de otra empresa parecida de los Zemstvos de aquella época, con todas las ruines persecuciones, prohibiciones, suspensiones y todo género de dificultades con que se trataba de embarazar su marcha, ningún lector del Occidente europeo, y en particular americano, lo creeria. Arrojaria el libro a un lado, diciendo: No puede ser verdad; es demasiado inverosimil para que lo sea. Y sin embargo, nada más cierto. Grupos enteros de los representantes electos de varios Zemstvos eran privados de sus cargos, arrojados de sus provincias y sus posesiones, o simplemente desterrados, por haberse atrevido a pedir al emperador, del modo más respetuoso posible, algo de lo que legalmente correspondia a dichas corporaciones. Los diputados provinciales no deben ser más que funcionarios ministeriales y obedecer al ministro del interior. Tal era la teoria del gobierno de San Petersburgo. En cuanto a la gente de segunda fila -maestros, médicos y empleados de todas clases al servicio de los municipios-, eran separados de sus puestos y desterrados por la policia de Estado en veinticuatro horas, sin más ceremonia que una orden de la omnipotente Sección Tercera de la cancilleria imperial. Sin ir más allá del año anterior, 1896, diré que una señora cuyo esposo es rico terrateniente y ocupa una posición distinguida en uno de los Zemtvos, y que se halla interesada en todo lo referente a la instrucción pública, invitó a ocho profesores de primera enseñanza a una fiesta que daba con motivo de su cumpleaños. Pobre gente se dijo a si misma, sin otro trato que el de los campesinos. Al dia siguiente la policia llamó a su puerta, pidiendo los nombres de los ocho maestros que habian asistidó al referido acto, con objeto de comunicar el hecho a las autoridades respectivas. Y como la señora se negara a darlos, le dijeron: Está bien; ya los encontraremos, sin embargo, y se transmitirá el informe. Los maestros no deben reunirse, y si lo hacen, hay que dar parte. Sólo la elevada posición de la dama pudo escudar a aquéllos en este caso; si la reunión hubiera tenido lugar en casa de una persona menos importante, después de ser visitados por la policia de Estado, la mitad, cuando menos, hubieran sido dados de baja por el ministro del ramo; y si, por ventura, se escapaba a alguno de ellos una palabra más alta que otra durante la visita policiaca, al punto seria enviado a una de las provincias de los Urales. Esto es lo que pasa hoy, a los treinta y tres años de la apertura de los consejos provinciales y locales; pero era mucho peor en los que mediaron del 70 al 80. ¿Qué clase de base para una lucha politica podia ofrecer tal situación?

Cuando heredé de mi padre su posesión de Tambov, pensé formalmente, durante algún tiempo, en fijar mi residencia alli y dedicar mis energias a trabajar en el Zemstvo local. Algunos campesinos y los curas más pobres de las inmediaciones me habian pedido que lo hiciera. En cuanto a mi, me hubiera contentado con hacer cualquier cosa, por insignificante que fuera, con tal de poder contribuir asi a elevar el nivel intelectual y material de los agricultores. Pero un dia, cuando se hallaban reunidos muchos de los que tal me aconsejaban, les pregunté: Suponiendo que yo tratara de montar una escuela, una granja modelo, una sociedad cooperativa, y al mismo tiempo tomara a mi cargo la defensa de aquellos de nuestros campesinos que han sido últimamente atropellados, ¿me lo permitirian las autoridades? ¡No, jamás! fue la contestación unánime.

Un cura anciano de cabellos grises, hombre a quien se tenia en gran estima en aquellos alrededores, vino a verme algunos dias después, con dos jefes de influencia, disidentes, y me dijo: Hablad con estos dos hombres. Si os avenis a ello, id en su compañia, y, biblia en mano, predicad a los campesinos ... Ya sabéis lo que hay que propagar ... No hay policia en el mundo que pueda encontraros, como ellos os oculten ... No hay nada más que hacer; esto es lo que yo, que soy viejo, os aconsejo. Les dije francamente por qué no podia asumir el papel de Wicleff; pero el anciano tenia razón. Un movimiento parecido al de los Lollards va creciendo rápidamente entre los campesinos rusos. Las torturas a que han sido sometidas gentes tan amantes de la paz, como los Dujobors, e incursiones como las realizadas contra los campesinos disidentes del sur de Rusia en 1897, en las que se robaron las criaturas para poder educarlas en monasterios ortodoxos, sólo conseguirian dar a ese movimiento una fuerza que jamás hubiera alcanzado hace veinticinco años.

Cuando la cuestión de agitarse en favor de una constitución era continuamente tema de discusión en nuestra sociedad, propuse una vez que se considerase el asunto en serio, adoptándose un plan conveniente de acción. Siempre opiné que, cuando se tomaba un acuerdo por unanimidad, cada miembro debía dejar aparte sus inclinaciones personales y poner en la empresa todas sus energías. Si resolvéis provocar una agitación con el fin indicado -les dije-, he aquí mi plan: me separaré de vosotros en apariencias, manteniendo relaciones sólo con un individuo de la sociedad -por ejemplo, Tchaikovski-, por quien tendré noticias de la marcha de vuestros trabajos y podré comunicaros de un modo general los míos. Mi campo de acción será entre los cortesanos y altos funcionarios; tengo en el seno de esas clases muchas relaciones y conozco a un gran número de personas que se hallan disgustadas con la situación actual. Las aproximaré y uniré, si es posible, en alguna especie de organización, y después, en un momento dado, es indudable que se ha de presentar la oportunidad de poner en acción esas fuerzas, a fin de obligar a Alejandro II a dar una constitución al pais. Llegará de fijo un momento en que toda esa gente, al verse comprometida, por interés propio, dará un paso decisivo. Si es necesario, algunos de nosotros, de los que han sido oficiales, podrán prestar mucho servicio extendiendo la propaganda entre sus antiguos compañeros de armas; pero este trabajo debe ir completamente separado del vuestro, aunque marchando paralelamente con él. He meditado detenidamente sobre ello, conozco bien el personal y en quiénes se puede tener confianza, y hasta creo que algunos de los descontentos ya han pensado en mi como posible centro de acción para algo parecido. Esta linea de conducta no la seguria únicamente por mi voluntad; pero si vosotros la consideráis conveniente, a ella me dedicaré por completo.

El circulo no aceptó esta proposición. Conociéndose unos a otros tan bien como se conocian mis compañeros, creyeron probablemente que, si yo me lanzaba en tal dirección, dejaria de estar de acuerdo conmigo mismo. En nombre, pues, de la tranquilidad de mi conciencia y de la conservación de mi vida, nunca agradeceré ahora bastante el que entonces no se admitiera mi propuesta. Porque de haberlo sido, me hubiera visto obligado a avanzar por una senda poco en armonia con mi naturaleza, no encontrando en ella la felicidad que he hallado siguiendo otros derroteros. Mas cuando seis o siete años después se vieron empeñados los terroristas en su terrible lucha contra Alejandro II, lamenté que no hubiera habido alguien que hubiese hecho la clase de trabajo que yo me ofrecí a efectuar en los círculos elevados de San Petersburgo. Habiéndose establecido de antemano alguna inteligencia, y con las ramificaciones que ésta, probablemente, habria podido echar en todo el imperio, el holocausto de la víctima, no se hubiese hecho en vano. De todos modos, los trabajos de zapa del comité ejecutivo debieron de cualquier modo haber sido secundados por una agitación paralela en el Palacio de Invierno.

Una y otra vez, la necesidad de una acción política se volvió a discutir en nuestro pequeño grupo, sin ningún resultado. La apatía y la indiferencia de las clases más acomodadas eran, en verdad, desconsoladoras, y la irritación de la juventud perseguida no habia llegado a esa altura de tensión que terminó seis años más tarde en la campaña de los terroristas a las órdenes del Comité Ejecutivo. Pero hay más todavía -y ésta es una de los más trágicas ironías de la Historia-: la misma juventud que Alejandro II, en su ciego temor y su ira, ordenó que se mandara a centenares a trabajos forzados, condenándola a una muerte lenta en el destierro, fue la que le protegió desde el 71 al 78. La propaganda que se hacía en los círculos socialistas estaba calculada como útil para evitar la repetición de atentados como el de Karakozo contra la vida del zar. Preparad en Rusia un gran movímiento socialista en que tomen parte obreros y campesinos, era entonces la consigna. No os preocupéis del zar y sus consejeros; si tal movimiento se inicia; si los trabajadores se unen a él para reclamar la tierra y pedir la abolición del impuesto de redención de la servidumbre, el poder imperial será el primero en solicitar el apoyo de las clases adineradas y los terratenientes y convocar un parlamento; como la insurrección de los campesinos en Francia, en 1789, forzó al poder real a convocar la Asamblea Nacional, asi ocurrirá en Rusia.

Mas esto no era todo. Grupos e individuos aislados, viendo que el reinado de Alejandro II estaba irremisiblemente condenado a sumergirse más profundamente en la reacción, y alimentando al mismo tiempo vagas esperanzas respecto al supuesto liberalismo del presunto heredero -de todos los jóvenes herederos de tronos se supone siempre otro tanto-, retornaban con persistencia a la idea de que el ejemplo de Karakozov debiera ser imitado. Sin embargo, los circulos organizados se opusieron enérgicamente a tal idea, aconsejando a sus compañeros que no apelaran a este procedimiento. Ya puedo divulgar lo siguiente, que hasta ahora jamás se habia hecho público. Cuando un joven vino de una de las provincias del sur a San Petersburgo con la firme intención de matar a Alejandro II, y algunos de los miembros del circulo Tchaikovski se enteraron del proyecto, no sólo emplearon todos los argumentos imaginables para disuadirlo, sino que, al ver que esto no era posible, le manifestaron que le vigilarían y le impedirían por la fuerza llevar a cabo semejante atentado. Conociendo bien lo poco resguardado que se hallaba en aquel tiempo el Palacio de Invierno, bien se puede afirmar que le salvaron la vida al emperador. Hasta tal punto era opuesta la juventud en dicha época a la guerra en que más tarde, cuando rebosó la copa de sus sufrimientos, se viera obligada a participar.



Notas

(1) Escrito en el año 1898.


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XV

Los dos años que pasé en el círculo de Tchaikovski, antes de que me arrestaran, influyeron poderosamente en mi posterior modo de ser y de pensar. Durante esos dos años puede decírse que viví a alta presión; que experimenté esa exuberancia de vida en que se siente a cada momento el completo latir de todas las fibras del yo interno, y se tiene conciencia de que vale la pena vivir. Me hallaba como en familia en una asociación de hombres y mujeres, tan íntimamente unidos por una aspiración común y tan amplia y delicadamente humanos en sus mutuas relaciones, que no puedo recordar ahora un solo momento en que un pasajero rozamiento viniese a turbar la armonía general. Los que conozcan por experiencia lo que es vivir en el seno de una agitación política, apreciarán el valor de lo manifestado.

Antes de abandonar por completo mi carrera científica, me consideré obligado a terminar la Memoria de mi viaje a Finlandia para la Sociedad Geográfica, así como otro trabajo que tenía entre manos para la misma; y mis nuevos amigos fueron los primeros en confirmarme en tal decisión, diciendo que no estaria bien proceder de otra manera. Así es que trabajé con fe para terminar pronto mis libros de geografía y de geología.

Las sesiones de nuestro círculo eran frecuentes y jamás falté a ellas. Entonces nos reuníamos en uno de los barrios extremos de San Petersburgo, en una casita de la que Sofia Peróvskaia, con el nombre supuesto y pasaporte falsificado de la mujer de un obrero, era inquilina. Era hija de una familia aristocrática y su padre fue durante algún tiempo gobernador militar de San Petersburgo; pero, de acuerdo con su madre, que la adoraba, abandonó su hogar para ingresar en un instituto de segunda enseñanza, fundando con las tres hermanas Kornilov -hijas de un rico industrial-, aquel pequeño circulo de cultura mutua que más tarde se convirtió en el nuestro. Ahora, presentándose como mujer de un artesano, con traje de algodón y botas de hombre, la cabeza cubierta con un pañuelo ordinario, y acarreando cubos de agua del Neva, nadie hubiera podido reconocer en ella a la joven que pocos años antes brillaba en uno de los salones más elegantes de la capital. Era a todos simpática, y no había nadie que al entrar en la casa no la saludara con una sonrisa; hasta cuando, haciendo cuestión de honor el tener el local lo más limpio posible, nos reprendía por el barro que nosotros, vestidos con pieles de carnero y calzando botas altas, como las que usan los campesinos, traiamos del exterior, después de haber atravesado las calles cenagosas de los suburbios. En tales casos procuraba dar a su infantil, inocente y pequeño rostro lleno de inteligencia la más severa expresión posible. En su concepción de la moral era rigorista, pero no del tipo de las aficionadas a sermonear. Cuando estaba disgustada de la conducta de alguno, le dirigia una grave mirada, frunciendo ligeramente el entrecejo; pero hasta en esto se advertía la bondad de su carácter y la nobleza de su corazón, que sabia apreciar todo lo que es humano. Sólo en un punto era inexorable. El hombre de varias mujeres dijo una vez, hablando de alguno, y la expresión y el modo de decirlo, sin interrumpir su trabajo, fueron tales, que se grabaron para siempre en mi memoria.

Peróvskaia era una populista hasta el fondo mismo de su corazón, y al mismo tiempo una revolucionaria y una luchadora de energia incomparable y sin igual. No necesitaba embellecer al obrero y al campesino con virtudes imaginarias con objeto de amarlos y trabajar por su redención. Los tomaba tales como son, y me dijo una vez: Hemos empezado una gran obra. Tal vez sucumban dos generaciones antes de llegar a la meta; pero al fin se alcanzará. Ninguna de las mujeres de nuestro circulo hubiera desmayado ante el temor de morir en el cadalso; todas hubieran mirado a la muerte cara a cara; pero en aquel periodo de nuestra propaganda no tenian motivo alguno para esperar tal resultado. El tan conocido retrato de Peróvskaia es verdaderamente notable; nos trae a la memoria su valor sin limites, su clara inteligencia y la delicadeza de sus sentimientos. La carta que escribió a su madre, horas antes de ir al patibulo, es una de las expresiones más tiernas de amor filial que el corazón de una mujer ha podido dictar jamás.

El siguiente suceso mostrará lo que eran las demás de nuestro círculo. Una noche, Kupreianov y yo fuimos a casa de Varvara B., a quien teniamos que comunicar algo urgente. Era más de medianoche; pero viendo luz en su ventana, subimos la escalera. Ella se hallaba en su pequeña habitación sentada a la mesa copiando un documento del círculo. Y conociendo lo resuelta que era, se nos ocurrió la desgraciada idea de darle una de esas bromas impertinentes, que los hombres consideran graciosas algunas veces. B. -le dije-, veniamos a buscarte: vamos a intentar la poco menos que loca empresa de libertar a los compañeros que se hallan presos en la fortaleza. Ella no hizo ninguna observación: dejó tranquilamente la pluma, se levantó de la silla y sólo dijo: Vamos. Habló con voz tan reposada y natural, que desde luego comprendi lo neciamente que habia procedido, y le manifesté la verdad. Entonces se dejó caer desplomada en su asiento, y con lágrimas en los ojos y palabras en que se revelaba la emoción, me interrogó de esta manera: ¿No es más que una broma? ¿Por qué dais bromas semejantes? Esto me hizo comprender la crueldad de lo que le habia hecho.

Otro muy apreciado de nuestro circulo era Serguée Kravchinski, que tan bien conocido llegó a ser, tanto en Inglaterra como en los Estados Unidos, bajo el seudónimo de Stepniak. A menudo se le llamaba la Criatura, debido a lo poco que se preocupaba de su propia seguridad; pero este descuido de si mismo no era sino el resultado de la falta completa de temor, lo cual, después de todo, es la mejor politica para aquel que es objeto de la vigilancia policiaca. Como se dio pronto a conocer por su propaganda en los cIrculos de los trabajadores, con su verdadero nombre de Serguéi, la policía deseaba echarle el guante; a pesar de lo cual, no tomaba ninguna precaución para ocultarse, y recuerdo que un dia fue severamente amonestado en una de nuestras reuniones por lo que se calificó de gran imprudencia. Habiéndose retrasado para venir a la sesión, como le pasaba con frecuencia, y teniendo que salvar una gran distancia antes de llegar a nuestra casa, vino vestido de campesino, con su correspondiente zamarra, y a la carrera por el centro de una de las calles de más tránsito de la capital. ¿Cómo habéis hecho tal cosa? -le preguntaron en tono de reproche-; pudierais haber despertado sospechas y dado lugar a que os detuvieran como a un ladrón vulgar. Y, sin embargo, pocas personas eran tan cautas como él en asuntos donde otros pudieran verse comprometidos.

El principio de nuestra estrecha intimidad fue con motivo del libro de Stanley, titulado Cómo descubrí a Livingstone. Una noche, la sesión había durado hasta las doce, y cuando nos hallábamos a punto de partir, una de las hermanas Kornilov entró con un libro en la mano, preguntando quién de nosotros se comprometía a traducir para las ocho de la mañana siguiente dieciséis páginas de aquél. Miré el tamaño de ellas y dije que si alguien me ayudaba podía hacerse dicho trabajo durante la noche. Serguéi se brindó a hacerlo, y a las cuatro de la mañana la traducción estaba terminada. Nos leímos mutuamente nuestro trabajo con el texto a la vista, bebiéndonos después un jarro de caldo ruso, que habían dejado destinado a nosotros sobre la mesa, y salimos juntos para volver a casa. Desde aquella noche fuimos íntimos amigos.

Siempre me ha gustado la gente capaz de trabajar y de hacerlo esmeradamente; así que la traducción de dicho compañero y su disposición para efectuarla con rapidez, ganaron mis simpatías. Y cuando lo conoci más a fondo, me inspiraron un verdadero afecto su carácter franco y abierto, su juvenil energia y su buen sentido, su inteligencia superior, su sencillez, su reserva y su valor y tenacidad. Había leido y pensado mucho, y respecto del carácter revolucionario de la partida en que estaba empeñado, parecia que éramos de la misma opinión. El tenía diez años menos que yo, y tal vez no apreciaba exactamente qué lucha tan encarnízada había de ser la próxima revolución. Una vez nos contó con mucho gracejo el trabajo que hacia en el campo entre los agricultores. Un día -dijo- iba yo por un camino con un compañero, cuando fuímos alcanzados por un aldeano que venía en un trineo. Yo empecé a decirle que no debía pagar la contribución, que los empleados son unos bandidos que roban al pueblo, procurando convencerlo con citas tomadas de la Biblia, de que debían rebelarse. El fustigó al caballo y nosotros avívamos el paso; lo hizo trotar, y nosotros trotamos también, sin dejar de hablarle de lo mismo. Finalmente, lanzó el animal al galope; pero como era de poco poder -una jaquilla ruin y flaca de las que tienen los campesinos-, nosotros no nos quedamos atrás, sino que seguimos propagando hasta que nos faltó aliento.

Durante algún tiempo Serguéi residió en Kazán, y estuve en correspondencia con él; pero como siempre le disgustaba escribir en cifras, propuse un medio de comunicación que ya se había usado en las conspiraciones, y era el siguiente: se escribe una carta corriente, hablando de una multitud de cosas, pero sólo ciertas palabras supongamos que sea cada cinco- son las que han de de tenerse en cuenta. Se dice, por ejemplo: Excusar lo precipitado de esta carta. No descanso jamás; noche tras noche trabajo, y os aseguro que ayuda nunca espero. Y no leyendo más que cada quinta palabra, se encuentra: Esta noche os espero. Tal proceder nos obligaba a escribir cartas de seis o siete páginas para transmitir una información, teniendo que poner a prueba nuestra imaginación a fin de llenar aquéllas con toda clase de asuntos y poder introducir las palabras que se necesitaban. Mi amigo, a quien no era posible hacer que se sirviera de una clave, se aficionó a esta clase de correspondencia y solía enviarme cartas conteniendo cuentos, con detalles interesantes y desenlaces dramáticos. Después me dijo que semejante ejercicio le sirvió para desarrollar sus facultades literarias. La verdad es que cuando se tiene capacidad todo contribuye a su desenvolvimiento.

En enero o febrero de 1874 estaba yo en Moscú, en una de las casas en que pasé mi infancia. De mañana me anunciaron que un campesino deseaba verme: salí y me encontré con Serguéi que acababa de escaparse de Tver. Era de fuerte complexión, y él y otro ex-oficial llamado Rogachov, dotado también de grandes fuerzas fisicas, habian ido recorriendo el país como aserradores de madera. El trabajo era muy penoso, especialmente para gente no acostumbrada a él, pero a ambos les agradaba, y nadie hubiera podido suponer que eran oficiales disfrazados aquellos dos robustos trabajadores. Viajaron de tal modo durante quince días, sin despertar sospechas, e hicieron propaganda revolucionaria a derecha e izquierda sin temor alguno. Otras veces, el primero, que casi se sabía de memoria el Nuevo Testamento, se dirigía a los campesinos aparentando ser un predicador religioso, demostrándoles con citas de la Biblia que debían iniciar una revolución. En otras ocasiones basaba sus argumentos en las doctrinas expuestas por los economistas, siendo siempre escuchados por el pueblo los dos como verdaderos apóstoles, llevándolos de casa en casa, y negándose a recibir nada por el alojamiento. En esos pocos días produjeron una verdadera conmoción en varias poblaciones y aldeas; su fama se iba extendiendo en todas direcciones; y los trabajadores, lo mismo jóvenes que viejos, se decian mtuamente con cierta reserva en los graneros algo respecto a los delegados, concluyendo por alzar la voz y manifestar, más enérgicamente que de costumbre, que los terratenientes serían expropiados de sus tierras, recibiendo en cambio una pensión del zar. La gente joven se hizo más agresiva que de ordinario con la policía, diciéndole: Aguardad un poco, que ya llegará nuestro turno; vuestro reinado, como el de Herodes, no ha de ser ahora largo. Pero la fama de los dos aserradores llegó a oídos de las autoridades, dándose orden de que los condujeran a la estación de policía más próxima, que se hallaba a dieciséis kilómetros de distancia.

Los llevaron custodiados por varios labriegos, y en el camino tuvieron que pasar por un lugar que celebraba su fiesta. ¿Presos? Está bien; aquí cabemos todos dijeron los del pueblo, que bebían todos en honor del día. Allí pasaron buena parte de éste, llevándolos la gente de una parte a otra y obsequiándolos con cerveza casera. A los guardianes no había que decírselo dos veces: bebieron, y se empeñaron en que también bebieran los presos. Afortunadamente -decía Serguéi- pasaban la cerveza en tan grandes tazones de madera, que yo podía hacer como que bebía sin que nadie lograra advertir si lo había hecho o no. Al llegar la noche, los encargados de acompañar los presos estaban todos ebrios, y no queriendo presentarse de tal modo a las autoridades, decidieron permanecer allí hasta la mañana siguiente. Serguéi, aprovechando la coyuntura, no dejó el uso de la palabra; y todos lo escucharon con interés, lamentando que tan buena persona hubiera sido detenida. Cuando ya iban a dormir, un joven campesino le dijo al oído: Al ir a cerrar la puerta dejaré sin echar la llave. Serguéi y su compañero no echaron en saco roto la indicación, y tan pronto como los otros se durmieron se plantaron en la calle, poniéndose a caminar a buen paso, y a las cinco de la mañana se encontraban a treinta y cuatro kilómetros del lugar, en una pequeña estación de ferrocarril, donde tomaron el primer tren para Moscú, en cuya ciudad se quedó mi amigo, y cuando nos prendieron a todos en San Petersburgo, el circulo de aquélla, bajo su inspiración y la de Voinaralski, vino a ser el centro principal de la agitación.

Aquí y allá, pequeños grupos de propagandistas se habían formado en poblaciones grandes y pequeñas bajo diferentes conceptos. Se montaron talleres de herreria y se establecieron pequeñas granjas, trabajando en unos y otras jóvenes de las clases más pudientes, a fin de estar en contacto diario con las masas trabajadoras. En Moscú, muchas jóvenes de familias ricas, que habían hecho sus estudios en la Universidad de Zurich y fundado una organización especial, llevaron tan lejos su amor a la idea, que hasta entraron en fábricas de algodón, trabajando de catorce a dieciséis horas diarias, y viviendo en las barracas de la fábrica, en compañia de las pobres muchachas rusas, verdaderas esclavas industriales. Era un gran movimiento en que, por lo menos, de dos a tres mil personas tomaron una parte activa, en tanto que dos o tres veces ese número de simpatizantes y amigos ayudaban de varios modos los trabajos de la vanguardia. Con una mitad, más bien más que menos, de ese ejército, nuestro circulo de San Petersburgo estaba en regular correspondencia; siempre, por supuesto, sirviéndose de clave.

La literatura que podía publicarse en Rusia, bajo una censura rigurosa -siendo motivo de prohibición la más pequeña alusión al socialismo-, pronto se vio que era insuficiente, y montamos por nuestra cuenta una imprenta en el exterior. Hubo que escribir folletos para los obreros y los campesinos, y a nuestra comisión literaria, a la que yo pertenecía, nunca le faltaba algo que hacer. Serguéi escribió dos de esos opúsculos, uno en el estilo de Lamennais y otro conteniendo una exposición del socialismo en un cuento fantástico, teniendo ambos gran circulación. Los libros y folletos que se imprimían fuera, entraban a millares, de contrabando, en Rusia, y se depositaban en determinados sitios, remitiéndose luego a los círculos locales, que los distribuían entre los trabajadores. Todo esto exigía una vasta organización, así como un viajar constante y una colosal correspondencia, para poner a nuestros amigos y nuestros libros al abrigo de la policía. Teníamos claves diferentes para cada provincia, y con frecuencia, después de haber empleado seis o siete horas discutiendo todos los detalles, las mujeres, que no se fiaban mucho de nuestra escrupulosidad en esta clase de correspondencía, se pasaban toda la noche cubriendo pliegos de papel con números y fracciones cabalísticas.

La mayor cordialidad reinaba siempre en nuestras reuniones. Presidencias y formalidades de todas clases son cosas tan completamente repulsivas para el carácter ruso, que las habíamos suprimido; y a pesar de que nuestros debates eran algunas veces extremadamente acalorados, sobre todo cuando se discutían cuestiones de principios, nos pasábamos sin las formalidades de Occidente. Una sinceridad absoluta, un general deseo de resolver las dificultades lo mejor posible, y un desprecio francamente expresado de todo lo que en lo más minimo revistiera afectación teatral, bastaban para el caso. Si alguno de nosotros se hubiera aventurado a buscar efectos oratorios por medio de un discurso, bromas de buen género le hubiesen demostrado desde luego que el perorar no estaba ya de moda. A menudo teníamos que comer durante estas sesiones. Nuestro alimento se componia invariablemente de pan de centeno, pepino, un pedacito de queso y té claro en abundancia para apagar la sed. Y no era que faltase el dinero; siempre habia suficiente, y sin embargo, nunca era bastante para hacer frente a los gastos, que no dejaban de seguir creciendo, de imprenta, transporte de libros, ocultamiento de los amigos a quienes buscaba la policia, y la iniciación de nuevos trabajos.

En San Petersburgo adquirimos pronto amplias relaciones con los obreros. Serdiukóv, joven de educación esmerada, habia contraído amistad con varios mecánicos, la mayor parte colocados en una fábrica del Estado del departamento de artilleria, y organizado además un circulo compuesto de unos treinta miembros, que acostumbraban a reunirse para leer y discutir. Los mecánicos están relativamente bien retribuidos en dicha capital, y los solteros lo pasaban regular. Pronto se hallaron familiarizados con la literatura radical y socialista corriente; los nombres de Buckle, Lasalle, Draper y Spielhagen se hicieron familiares para ellos, y por su aspecto, estos obreros inteligentes se diferenciaban bien poco de los estudiantes. Cuando Klementz, Serguéi y yo entramos a formar parte del circulo, visitábamos con frecuencia su grupo, dando alli conferencias familiares sobre diversidad de materias. Sin embargo, nuestras esperanzas de que esos jóvenes hubieran de llegar a convertirse en ardientes propagandistas entre las clases menos privilegiadas de trabajadores, no se realizaron por completo. En un pais libre, hubiesen sido los oradores habituales de los mitines, pero, como los trabajadores especiales de la industria relojera en Ginebra, miraban a las masas que trabajaban en las fábricas con una especie de desprecio, y no se daban prisa en convertirse en mártires de la causa socialista. Sólo después de haber sido arrestados, y pasar tres o cuatro años en prisión por tener el atrevimiento de pensar como socialistas, sondeando la profundidad del absolutismo ruso, fue cuando muchos de ellos se hicieron ardientes propagandistas, principalmente de la revolución politica.

Mis simpatias se dirigian especialmente hacia los tejedores y operarios de las fábricas de algodón. Hay miles de ellos en San Petersburgo que trabajan alli durante el invierno y vuelven los tres meses de verano a su pueblo natal para las faenas del campo. Siendo medio campesinos y medio obreros, habian conservado por lo general el carácter del labriego ruso. Entre ellos se extendió el movimiento con sorprendente rapidez; habiendo necesidad de contener el celo de los recién venidos, pues de lo contrario hubieran traido otros nuevos a centenares, lo mismo jóvenes que adultos. La mayoría vivía asociada en grupos o artels, tomando entre diez o doce personas un departamento común, comiendo juntas y pagando cada una al mes su parte corespondiente del gasto general. A las residencias de estos grupos era adonde soliamos ir, y pronto los tejedores nos pusieron en contacto con otros análogos de canteros, carpinteros y demás oficios. En algunos de estos artels, Serguéi, Klementz y dos más de nuestros amigos se hallaban como en su casa, pasando noches enteras hablando sobre socialismo. Además, teníamos en diferentes parajes de la capital locales especiales, a cargo de algunos de los nuestros, adonde concurrían de diez a doce trabajadores todas las noches, para aprender a leer y escribir y hablar después un rato. De tiempo en tiempo, uno de nosotros iba a los pueblos de esos amigos y pasaba un par de semanas haciendo una propaganda poco menos que pública entre los agricultores.

Por supuesto, todos nosotros, al tener que tratar con esta clase de trabajadores, habíamos de vestirnos como ellos, necesitando usar el mismo traje. La sima que separa a los campesinos de las clases más elevadas es tan grande en Rusia y tan raro el contacto entre ambas, que no sólo la presencia de un hombre vestido con el traje de la ciudad promueve en los pueblos la general curiosidad, sino que, hasta si se ve en esta última, reunida con trabajadores, a una persona cuyo aspecto difiere de ellos, al punto se despierta la suspicacia de la policia. ¿Para qué habia de ir con gente baja como no sea con mala intención? -decian los extraños. Con frecuencia, después de una comida en casa de algún potentado o aun en el mismo Palacio de Invierno, adonde iba a menudo a ver un amigo, tomaba un carruaje, corría al pobre alojamiento de un estudiante en un barrio extremo, cambiaba mi traje de etiqueta por una camisa de algodón, botas altas de campesino y una zamarra de piel de carnero, y bromeando con los obreros que encontraba al paso, me dirigia a algún tugurio en busca de mis amigos los trabajadores. Les contaba lo que habia visto del movimiento obrero en el exterior. Ellos me escuchaban atentamente, sir perder una palabra de lo que decia; y después me preguntaban: ¿Qué podemos hacer aqui? Agitad, organizad -era nuestra contestación-, hay que abrirse camino. Y les leíamos un cuento popular de la Revolución francesa, una adaptación de la admirable Historia de un campesino, de Erckmann-Chatrian. Todos admiraban a Chovel, que iba propagando por los pueblos, distribuyendo libros prohibidos, y todos ardian en deseos de seguir sus huellas. Hablad a otros -les deciamos-, procurad que la gente se una; y cuando seamos más numerosos, veremos lo que se puede hacer. Nos comprendieron perfectamente, siendo necesario, más que estimularlos, contenerlos.

Entre ellos vi correr las horas más felices de mi vida. El dia de Año Nuevo de 1874, sobre todo, que es el último que pasé en Rusia en libertad, fue para mí particularmente memorable. La noche anterior habia estado en una reunión de personas distinguidas, donde se pronunciaron elocuentes discursos sobre los deberes del ciudadano, la prosperidad del pais y otras varíaciones sobre el mismo tema. Pero en el fondo de tan pomposas arengas, sobresalia una nota. ¿De qué modo seria posible a cada orador poner a salvo su bienestar particular? Y sin embargo, ninguno tenia el valor de decir franca y abiertamente que estaba pronto a todo lo que no le pudiera perjudicar. Sofismas interminables sobre la lentitud de la evolución, la inercia de las clases inferiores y la inutilidad del sacrificio fueron expuestos para justificar la falta de sinceridad; todo mezclado con las seguridades que daba cada cual de su ardiente deseo de sacrificarse por el bien ajeno. Volvi a casa afectado por la profunda tristeza que me habla producido tanta palabrería.

A la mañana siguiente fui a una de nuestras reuniones de tejedores, que se efectuaba en un sótano donde apenas penetraba la luz. Yo iba vestido, como otros muchos, con mi traje de pieles; y mi compañero, a quien conocian los trabajadores, me presentó, diciendo sencillamente: Borodin, un amigo. Explicad, Borodin -agregó-, lo que habéis visto en el extranjero. Y yo hablé del movimiento obrero en la Europa occidental, sus luchas, sus dificultades y sus esperanzas.

El auditorio, compuesto en su mayoria de adultos, pareció extraordinariamente interesado en la narración. Me hicieron preguntas, todas pertinentes, respecto a los más minuciosos detalles de las uniones de oficios, las aspiraciones de la Asociación Internacional y sus probabilidades de éxito. Interrogándome después sobre lo que podría hacerse en Rusia y las consecuencias de nuestra propaganda. Jamás traté de disminuir los peligros de nuestra agitación, diciendo francamente lo que sentía. A nosotros nos enviarán a Siberia uno de estos días; y una parte de vosotros, por lo menos, pasará largos meses en prisión por habernos escuchado. Este porvenir sombrío no los intimidó. Después de todo, en Siberia hay hombres; no todos son osos. Donde unos hombres viven, otros pueden vivir. El diablo no es tan terrible como lo pintan. Quien tema al lobo, que no vaya tarde al bosque -dijeron al partir. Y cuando, más tarde, muchos de ellos fueron detenidos, casi todos se condujeron dignamente, procurando salvarnos y no haciendo traición a ninguno.


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XVI

Durante los dos años de que vengo hablando se hicieron muchas detenciones, tanto en San Petersburgo como en provincias. No se pasaba un mes sin que experimentáramos la pérdida de alguno, o supiéramos que ciertos miembros de este o aquel grupo provincial habían desaparecido. Hada fines de 1873, los arrestos se hicieron cada vez más frecuentes. En noviembre, uno de nuestros principales centros, situado en un barrio extremo de la capital, fue invadido por la policía. Perdimos a Peróvskaia y tres amigos más, teniendo que suspender todas nuestras relaciones con los obreros de este arrabal. Fundamos un nuevo punto de reunión más a las afueras todavia, pero pronto hubo que abandonarlo. La policía extremó la vigilancia, y la presencia de un estudiante en los barrios de los trabajadores era al punto advertida, circulando espías entre los obreros, a quienes no se perdía de vista. Dimitri, Klementz, Serguéi y yo, con nuestras zamarras y nuestro aspecto de campesinos, pasamos inadvertidos, y continuamos frecuentando el terreno vigilado por el enemigo; pero ellos, cuyos nombres habían adquirido gran notoriedad en dichos barrios, eran objeto de todas las pesquisas; y si hubieran sido hallados casualmente en uno de los registros nocturnos en casa de algún amigo, en el acto los hubieran arrestado. Hubo periodos en que Dimitri necesitó buscar diariamente un lugar donde poder dormir en una seguridad relativa. ¿Puedo pasar aqui la noche? -solía preguntar al presentarse en casa de un amigo a las diez de la misma. ¡Imposible! -era la respuesta-; estoy muy vigilado actualmente. Mejor será que vayas a la de N. ¡Pero si ahora vengo de allí y me ha dicho lo mismo! Entonces ve a casa de M., es gran amigo mío y no infunde sospechas. Pero es lejos de aquí y hay que tomar un coche: vaya el dinero. Mas él, por cuestión de principios, no queria hacer uso de carruajes, y se iba a pie al otro extremo de la ciudad en busca de un refugio, o en último término a quedarse en el alojamiento de un amigo, amenazado de ser visitado a cada momento por la policía.

Al comenzar enero de 1874, se perdió otro centro, que era el principal que teníamos para la propaganda entre los tejedores. Varios de nuestros mejores compañeros desaparecieron, aprisionados entre las garras de la misteriosa Sección Tercera. Nuestro circulo se fue estrechando, las asambleas generales se hacían cada vez más difíciles, e hicimos supremos esfuerzos para formar otros nuevos donde los jóvenes pudiesen continuar nuestro obra, cuando a todos nosotros nos hubieran inutilizado. Tchaikóvski se hallaba en el sur, y obligamos a Dimitri y Serguéi a que se marcharan también, teniendo materialmente que forzarles a que lo hicieran. Sólo quedamos cinco o seis para despachar todos los asuntos del circulo. Yo pensaba, tan pronto como hubiese entregado mi Memoria a la Sociedad Geográfica, irme al sureste del país y formar allí una liga agraria, parecida a la que tanto impulso adquirió en Irlanda desde 1875 a 1880.

Después de dos meses de relativa tranquilidad supimos, a mediados de marzo, que casi todo el círculo de los mecánicos había sido detenido y con ellos un joven ex-estudiante, llamado Nizovkin, quien desgraciadamente había ganado su confianza, y que teniamos la seguridad de que trataría de salvarse contando todo lo que supiera respecto de nosotros. Además de Dímítri y Serguéi, conocía a Serdiukov, el fundador del círculo, y a mí, y era indudable que nos nombraría en cuanto lo acosaran con preguntas. Pocos días después, dos tejedores -gente de poca confianza que hasta se habían quedado con fondos pertenecientes a sus compañeros, y que me conocían por Borodin- fueron arrestados. Estos dos, de seguro pondrían a la policía sobre la pista de Borodin, el hombre que, vestido como los campesinos, hablaba en las reuniones de los tejedores. Aun no había transcurrído una semana cuando todos los míembros de nuestro círculo, exceptuando Serdíukóv y yo, estaban presos.

No nos quedaba más recurso que huir de San Petersburgo; pero esto precísamente era lo que no queríamos hacer. Toda nuestra inmensa organización para imprimir folletos en el exterior e introducirlos de contrabando en Rusia; toda la red de círculos, granjas y establecimientos con que estábamos en correspondencia en cerca de cuarenta provincias, de las cincuenta que hay en la Rusia europea, obra del trabajo lento y penoso de los dos últímos años, y finalmente, nuestros grupos de obreros en San Petersburgo y nuestros cuatro centros diferentes para hacer propaganda entre los trabajadores de la capital, ¿cómo era posible que los abandonásemos, sin haber encontrado a otros que mantuvieran nuestras relaciones y correspondencia? Serdiukov y yo decidimos admitir en el círculo dos nuevos miembros y transferirles lo que habia que hacer. Nos reuníamos todas las noches en lugares distintos, y como nunca guardábamos direcciones o nombres escritos -sólo los correspondientes al contrabando se hallaban, en cifras, guardados en sitio seguro-, tuvimos que enseñar a los recién venidos centenares de unas y otros, en unión de una docena de cifras, repitiendo todo una y otra vez, hasta que conseguian aprenderlo de memoria. Todas las noches recorríamos de este modo el mapa de Rusia, deteniéndonos particularmente en la frontera occidental, que estaba sembrada de hombres y mujeres ocupados en recibir libros de los contrabandistas, y en las provincias orientales, donde teniamos los centros principales. Después, sin dejar el disfraz, teniamos que poner en contacto a los nuevos amigos con los que simpatizaban con el movimiento en la ciudad, Y presentarlos a aquellos trabajadores que aun no habían sido detenidos.

En tal situación, lo que habia que hacer era desaparecer del alojamiento habitual, y andar a salto de mata variando de nombre con frecuencia. Así lo hizo Serdiukov, pero, como no tenia pasaporte, se ocultaba en casa de los amigos. Yo debi haber hecho lo mismo, pero una circunstancia extraña me lo impidió. Acababa de terminar mi Memoria sobre las formaciones glaciales en Finlandia y en Rusia, la cual debia ser leída en una sesión de la Sociedad Geográfica. Ya se habian repartido las invitaciones, cuando ocurrió que, en el dia señalado, las dos sociedades geológicas de San Petersburgo tenian que reunirse en asamblea, y pidieron que se aplazara dicho acto por una semana. Se sabia que yo habia de presentar ciertas ideas respecto a la extensión de la capa de hielo hasta el centro mismo de Rusia, y nuestros geólogos, con la excepción de mi amigo y maestro Friedrich Schmidt, consideraban tales afirmaciones de un carácter demasiado atrevido y deseaban discutirlas detenidamente. Durante otra semama más, por consiguiente, no me era posible partir.

Gente extraña hormigueaba en torno a mi casa y preguntaba por mi, usando los más fantásticos pretextos: uno queria comprar un bosque en mi finca de Tambov, donde no habia más que prados desprovistos de arbolado. Vi rondar por mi calle -la aristocrática Morskáiauno de los dos tejedores presos de quienes he hecho mención, lo que me confirmó en la idea de que la casa estaba vigilada. Sin embargo, necesitaba aparentar que no me daba cuenta de todo aquello, porque el próximo viernes por la noche tenia que presentarme en la sesión de la Sociedad Geográfica.

El acto se realizó al fin: las discusiones fueron muy animadas, y por lo menos una cosa quedó demostrada. Se reconoció que todas las antiguas teorías concernientes al periodo diluviano en Rusia carecian completamente de fundamento, y que era necesario tomar otro punto de partida en la investigación de todo ese asunto, teniendo la satisfacción de oir decir a nuestro más distinguido geólogo, Barbot-de-Marny: Haya habido capa de hielo o no, debemos reconocer, señores, que todo lo que hemos dicho hasta ahora sobre la acción de los hielos flotantes no tiene confirmación alguna en las actuales exploraciones. Y fui propuesto en dicha sesión para la presidencia de la sección de geografía físíca, en tanto que me preguntaba a mi mismo si aquella misma noche no iría a dar con mis huesos en la prisión de la Sección Tercera.

Hubiera sido mejor no haber vuelto a casa; pero estaba rendido de fatiga a causa del mucho trabajo de los últimos dias, y fui. La noche se pasó sin novedad. Eché una ojeada a mis papeles, destrui todo lo que pudiera comprometer a alguien, arreglé mis efectos y me dispuse a marchar. Sabía que mi domicilio estaba vigilado; pero esperaba que la policia no viniera a visitarme hasta bien entrada la noche, y al obscurecer podría salir sigilosamente sin que se notase. Llegó la hora esperada, y cuando me disponía a partir, una de las muchachas de servicio me dijo: Será mejor que bajéis por la escalera interior. Comprendi su intención, y bajé rápidamente, saliendo de la casa. A la puerta no había más que un coche de punto; monté en él, y el conductor me llevó al gran Nevsky. Al príncipio nadie nos perseguía, y me consideré a salvo; pero a poco observé que venía otro carruaje a todo correr tras el nuestro, y habiendo tenido que moderar su marcha el caballo que nos conducla, aquél nos tomó la delantera.

En él vi con sorpresa a uno de los dos tejedores que habían sido detenidos, acompañado de otra persona. Me hizo señas con la mano, como si tuviera algo que decirme, y yo ordené al cochero que parara. Tal vez -pensé- haya sido puesto en libertad y tenga algo importante que comunicarme. Pero tan pronto como nos detubimos, el que acompañaba al tejedor -era un policia- gritó: ¡Señor Borodin, príncipe Kropotkin, quedáis detenido! Hizo seña a los guardias, que tanto abundan en las principales calles de San Petersburgo, y al mismo tiempo saltó a mi coche y me mostró un papel con el sello de la policia de la capital, diciendo al mismo tiempo: Tengo orden de conduciros ante el gobernador general para que deis una explicación. La resistencia era imposible -ya se hallaban dos guardias próximos a nosotros-, y dije al cochero que volviera y nos llevara a casa del funcionario referido, permaneciendo entre tanto el tejedor en el otro carruaje que seguía al nuestro.

Ahora resultaba evidente que la policia había vacilado durante diez días, no decidiéndose a prenderme por no tener la seguridad de que Borodin y yo fuéramos una misma persona; pero mi contestación a la seña del tejedor disipó tales dudas.

Ocurrió que, al salir de mi casa, encontré un joven que venia de Moscú y me traía dos cartas: una de mi amigo Voinaralski y otra de Dimitri dirigida a nuestro compañero Polakov. El primero anunciaba la instalación de una imprenta clandestina en Moscú, y venía llena de noticias satísfactorías concerníentes al movimiento en dicha ciudad; después de leerla la rompí, y como la segunda no contenía nada de particular, la guardé. Pero ahora que estaba preso me pareció mejor destruirla tambíén, y pidiendo al policía que me enseñara otra vez sus papeles, me aproveché del momento que empleó en registrarse el bolsillo para tirarla sin que lo notara. Sin embargo, al llegar a la casa del gobernador general se la dio el tejedor al hombre diciendo: Vi que el señor arrojó esta carta y la he recogido.

Después vinieron largas horas de aburrimiento en espera del representante del poder civil, especie de procurador o fiscal. Este funcionario sirve de testaferro en manos de la policía de Estado, que se vale de él en sus registros domiciliarios, a fin de dar un aspecto legal a sus atropellos. Mucho tiempo pasó antes de que se encontrara y se hiciera venir a ese caballero, para que desempeñase sus funciones como fingido representante de la justicia. Me hicieron volver a mi casa, donde se llevó a cabo un escrupuloso registro de todos mis papeles; esto duró hasta las tres de la mañana, pero no reveló ni lo más mínimo que pudiera perjudicarme ni causar daño a los demás.

Desde allí me llevaron a la Sección Tercera, esa omnipotente institución que ha gobernado en Rusia desde el principio del reinado de Nicolás I hasta la fecha, y que es, puede decirse, un verdadero Estado en el Estado. Empezó bajo Pedro I con el nombre de Departamento Secreto, donde los adversarios del fundador del imperio militar ruso eran sometidos a los más abominables tormentos, que sólo terminaban con la muerte; continuó más tarde con el de Cancillería Secreta durante los reinados de las emperatrices, en cuya época la Cámara de la Tortura del poderoso Minij aterrorizó a toda Rusia, y recibió su organización actual del déspota de hierro Nicolás I, que agregó a ella el cuerpo de gendarmes, siendo el jefe de éstos más temido en el país que el mismo emperador.

Poco después de ser muerto Mezentzev, delante de Loris - Melikov, la Sección Tercera ha sido abolida de nombre; pero renació, como el fénix, y floreció más que la anterior bajo nuevos ropajes (1).

En toda provincia rusa, en toda población de alguna importancia y hasta en cada estación de ferrocarril, hay gendarmes que dan parte directamente a sus coroneles, o generales, quienes a su vez lo hacen al director general, el cual en su visita diaria a palacio da cuenta de lo que juzga oportuno. Todos los funcionarios del imperio se ven sometidos a la vigilancia de la gendarmería, siendo deber de sus coroneles y generales no perder de vista la vida pública y privada de cada súbdito del zar, aun la de los gobernadores de provincias, los ministros y los grandes duques. El mismo emperador se halla bajo su más estrecha vigilancia, y como se encuentran bien al corriente de la vida íntima de palacio y saben cada paso que da el zar, el jefe de los gendarmes viene a ser, sí tal puede decirse, un confidente de la vida privada de los gobernantes de Rusia.

En este período del reinado de Alejandro II, la Sección Tercera era por completo omnipotente. Los coroneles de gendarmes hacian a millares registros domiciliarios, sin ocuparse para nada de leyes ni de tribunales de justicia. Detenían a quien les daba la gana: tenían a la gente presa el tiempo que querían y transportaban a centenares al nordeste de Rusia o Siberia, según su capricho; la firma del ministro del interior no era más que una mera fórmula, porque ni tenía autoridad sobre ellos ni conocimiento de lo que hacían.

Eran las cuatro de la mafíana cuando empezó mi interrogatorio.

- Se os acusa -me dijeron solemnemente- de haber pertenecido a una sociedad secreta que tenía por objeto destruir la actual forma de gobierno y conspirar contra la sagrada persona de su imperial majestad. ¿Sois culpable de tal delito?

- Hasta que no se me lleve ante un tribunal donde pueda hablar públicamente, no os daré ninguna contestación.

- Escribid -dijo el procurador a su ayudante-: No se reconoce culpable. Además -continuó diciendo después de una pausa-, debo haceros ciertas preguntas. ¿Conocéis una persona llamada Nikolai Tchaikovski?

- Si insistís en interrogarme, escribir entonoces no a todo lo que tengáis a bien preguntarme.

- ¿Pero y si os pregunto si conocéis, por ejemplo, al señor Polakov, de quien hablásteis hace poco?

- Desde el momento que me hagáis tal pregunta, no vaciléis escribid: no. No recibiréis de mi otra respuesta; porque si contestara: , con relación a cualquiera, desde luego proyectariais algún mal contra esa persona, registrando su domicilio o haciendo algo peor y manifestando después que yo la había nombrado.

Se leyó una larga lista de preguntas a las que pacientemente contesté cada vez: Escribid: no. Aquello duró casi una hora, durante la cual pude adquirir la certeza de que todos los detenidos, exceptuando los dos tejedores, se habían conducido muy bien. Los mencionados sólo sabían que yo había asistido dos veces a una reunión de una docena de trabajadores, y los gendarmes no tenían noticia alguna respecto a nuestro circulo.

- ¿Qué estáis haciendo, príncipe? -me dijo un oficial de gendarmes al conducirme a mi celda.- El negarse a responder a las preguntas se convertirá en un arma terrible contra vos.

- Estoy en mi derecho, ¿no es verdad?

- Si, pero ... ya sabéis ... Deseo que encontréis esta habitación confortable. Se ha mantenido caldeada desde que os arrestaron.

La hallé, efectivamente, en buenas condiciones y pronto cai en un profundo sueño. A la mañana siguiente fui despertado por un gendarme que me traia el té de costumbre. A poco entró otra persona que, con la mayor naturalidad, me dijo a media voz: Aqui hay una cuartilla de papel y un lápiz: escribid vuestra carta. Era un simpatizante nuestro, a quien conocia de nombre, y que nos servía de intermediario con los presos de la Sección Tercera.

Procedentes de distintos lugares oia golpes en el muro, que se sucedían rápidamente. Eran los presos comunicándose unos con otros por el medio indicado; pero nada pude sacar en claro como recién llegado, de un ruido que parecia venir de todas partes a la vez.

Una cosa me preocupaba: mientras se registraba mi casa, pude coger al vuelo algo dicho con cautela por el procurador al oficial de gendarmes, respecto a ir a hacer otro tanto en el domicilio de mi amigo Polakov, a quien iba dirigida la carta de Dimitri. Era aquél un joven estudiante, zóologo y botánico distinguido, con quien hice mi expedición de Vitim en Siberia. Hijo de una pobre familia cosaca en la frontera de Mogolia, habia tenido que pasar por todo género de dificultades antes de poder venir a San Petersburgo y entrar en la Universidad, donde llegó a ganar gran crédito por su amor al estudio, y se hallaba sufriendo los últimos exámenes. Habíamos sido grandes amigos desde mucho tiempo en la capital, pero no se interesaba por el movimiento político.

Le hablé de él al procurador. Os doy mi palabra de honor -le dije- que Palokov jamás ha tomado parte en ninguna cuestión política. Mañana tiene que rendir un examen, y habréis inutilizado para siempre la carrera científica de un joven que ha tenido que sufrir grandes penalidades y luchar durante años enteros contra toda clase de obstáculos para poder llegar a su actual situación. Sé que eso os interesará bien poco; pero tened presente que en la Universidad es considerado como una de las glorias futuras de la ciencia rusa. El registro se hizo, sin embargo; pero se le dio una prórroga de tres días para que pudiera examinarse. Poco después fui llamado ante el procurador, quien, con aire triunfal, me enseñó un sobre escrito con mi puño y letra, y en él una nota, también mia, que decía así: Tened la bondad de llevar este paquete a V. E. y encargad lo guarden hasta que sea reclamado de un modo conveniente. La persona a quien esta nota se dirigía no estaba en ella consignada. Esta carta -dijo el procurador-, se encontró en casa de Polakov; y ahora, príncipe, su suerte está en vuestras manos. Si me decís quién es V. E., el señor Polakov quedará en libertad; pero si os negáis a ello, seguirá detenido hasta que se decida a darnos el nombre de esa persona.

Mirando el sobre, que estaba escrito con lápiz de carbón, y la carta, que lo había sido con uno de grafito ordinario, recordé inmediatamente las circunstancias en que se escribieron ambos. Tengo la seguridad -exclamé al punto- de que la nota y el sobre no se encontraron juntos. Vos sois quién habéis puesto la una dentro del otro. El procurador se ruborizó, y yo continué diciendo: ¿Pretendéis hacerme creer que, siendo hombre práctico, no habéis notado que los dos están escritos con lápices düerentes? ¡Y ahora tratáis de que la gente acepte como cierto lo que tan lejos está de la verdad! Pues bien, os digo terminantemente que la carta no era para Polakov.

El dudó un momento; pero luego, recobrando su audacia, agregó: Polakov ha admitido que esta carta vuestra era para él. En esto sabía yo que mentía: Polakov hubiera aceptado para sí cualquier género de responsabilidad; pero hubiese preferido el destierro a Siberia antes de comprometer a otro. Así que, mirándole fijamente a la cara, repliqué: No, señor; jamás ha dicho él eso, y sabéis perfectamente bien que vuestras palabras carecen de veracidad. Se puso furioso o aparentó que se ponía, diciendo a continuación: Pues bien: si aguardáis aquí un momento os traeré la confirmación escrita de Polakov sobre el particular; él se halla en la habitación inmediata declarando.

Estoy dispuesto a esperar todo el tiempo que gustéis.

Me senté en un sofá y alli fumé innumerables cigarrilos: nada vino entonces ni después, porque tal cosa no existía.

En 1878 encontré a Polakov en Ginebra, en cuya época hicimos una deliciosa excursión al glaciar de Aletsch. Creo inútil decir que sus contestaciones fueron tales como yo las esperaba: negó tener ningún conocimiento de la carta ni de la persona representada por las iniciales V. E. Muchos libros pasaban con frecuencia de mí a él y viceversa, y la carta se halló en uno de ellos, mientras que el sobre apareció en el bolsillo de un gabán viejo. Le tuvieron varias semanas preso, recobrando después la libertad, gracias a la intervención de sus amigos científicos. No se molestó a V. E., y mis papeles fueron entregados a su tiempo.

No me volvieron a la celda, y media hora después vino el procurador acompañado de un oficial de gendarmes.

Nuestra misión -me dijo- está ya terminada; vais a ser conducido a otra parte.

Más adelante, cada vez que lo veía, siempre me mofaba de él diciendo: ¿Qué hay sobre la declaración de Polakov? Un coche de cuatro ruedas aguardaba a la puerta. Me indicaron que subiera en él, y un corpulento oficial de gendarmes de origen circasiano se sentó a mi lado. Le hablé, pero me respondió con un gruñido. El carruaje cruzó el Puente Colgante, pasó después el lugar destinado a las paradas, corriendo a lo largo del canal, como procurando evitar los sitios de más tránsito. ¿Vamos a la prisión de Litovski? -pregunté a mi acompañante, sabiendo que muchos de mis compañeros estaban ya allí; pero tampoco me contestó. El sistema de silencio absoluto a que se me sometió durante los dos años siguientes empezó en este vehículo; mas cuando pasamos por el Puente de Palacio, comprendi que iba camino a la fortaleza de San Pedro y San Pablo.

Admiré la hermosura del rio, sabiendo que no lo volveria a ver en algún tiempo; el sol marchaba a su ocaso; espesas nubes grises se agrupaban en Occidente sobre el Golfo de Finlandia, en tanto que otras más ligeras flotaban sobre mi cabeza dejando ver aqui y allá partes del azulado cielo. De pronto el coche volvió a la izquierda, penetrando por un pasaje abovedado, que era la entrada a la fortaleza.

Ahora tendré que pasar aqui un par de años -dije al oficial.

No, ¿por qué ha de ser tanto? -contestó el circasiano, quien una vez en el interior de la prisión habia recobrado el uso de la palabra. Vuestro asunto está próximo a terminarse, y podrá pasar a la audiencia dentro de quince dias.

Mi cuestión -repliqué- es bien sencilla; pero antes de llevarme ante un tribunal intentaréis prender a todos los socialistas de Rusia, y como son tantos, en dos años no habréis terminado vuestro cometido. Entonces no pude apreciar todo lo profética que era mi observación.

El carruaje se detuvo a la puerta del comandante militar de la fortaleza y entramos en su salón de recibo. El general Korsákov, hombre delgado y ya de edad, se presentó con una marcada expresión de disgusto en su fisonomía. El oficial le dijo algo a media voz, a lo cual contestó: Está bíen mirándolo de un modo algo despreciativo y volviendo después la vista hacia mi. Era evidente que no le agradaba mucho recibir un nuevo huésped y que se hallaba un poco avergonzado de su misión; pero parecía agregar: Como soldado no hago más que cumplir con mi deber. Poco después, volvimos a subir al carruaje; pero pronto se detuvo ante otra cancela, donde nos hicieron esperar largo rato hasta que vino del interior a abrirla un destacamento de soldados. Caminando por pasadizos estrechos llegamos a una puerta de hierro, que daba acceso a una obscura galeria, tras la cual nos vimos en una pequeña habitación, notable por la falta de luz y la humedad.

Varios oficiales francos de servicio, pertenecientes a la guarnición de la fortaleza, se movian de un lado a otro sin hacer ruido, con sus botas de fieltro forrado, sin hablar una sola palabra; en tanto que el gobernador firmaba en el libro del circasiano el recibo de un nuevo preso. Se me ordenó que me despojara de toda mi ropa y me pusiera el traje de la prisión, consistente en una bata de franela verde, inmensas medias de lana de un grueso extraordinario y chinelas amarillas en forma de barcaza, tan grandes, que casi se me salían de los pies al querer andar con ellas. Las batas y las chinelas siempre me hablan sido repulsivas, y las medias gruesas jamás me gustaron. Hasta tuve que desprenderme de una camiseta interior de seda que, dada la humedad de la fortaleza, me hubiera sido de gran utilidad; pero no se podia permitir que la conservara. Yo, como es natural, empecé a protestar y quejarme de esto, y a la hora, poco más o menos, me la devolvieron por orden del general Korsákov.

Después me llevaron a través de un pasaje obscuro, en el cual vi centinelas armados que se paseaban, y me metieron en una celda. Una pesada puerta de roble se cerró tras de mi, la llave giró en la cerradura, y quedé solo en un local donde apenas entraba la luz.



Notas

(1) Escrito en el año 1898.


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