Índice de Memorias de un revolucionario de Pedro KropotkinAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

PARTE QUINTA

LA FORTALEZA. - LA FUGA

(Segundo archivo)

IV.- El telégrafo de los presos. - Una visita inesperada de Nicolás Nicolaievich. V.- Consecuencias del encarcelamiento. - Traslado al hospital militar. - La fuga. - Ocultamiento ante los gendarmes. - En el vapor inglés.




IV

Las numerosas prisiones que se verificaron durante el verano de 1874, y las salvajes persecuciones de que fueron objeto nuestros partidarios, produjeron un cambio notable en el espiritu de la juventud moscovita. Hasta entonces se había hecho propaganda en los centros obreros, introduciendo en ellos individuos capaces de ser agitadores socialistas; pero como los talleres se inundaron de espías, se corria el peligro de que fueran enviados a Siberia obreros y propagandistas. Entonces se empezó a producir un movimiento popular de un orden completamente nuevo; centenares de jóvenes de ambos sexos se esparcieron por todas partes, y sin tomar precauciones, predicaron la revolución, repartiendo folletos, canciones y manifiestos. En nuestros circulos este verano recibió el nombre de verano delirante.

La gendarmeria estaba desconcertada, porque era tal el número de propagandistas, que no se disponía del tiempo material necesario para detenerlos a todos. Más de mil quinientos fueron los arrestados, muchos de los cuales sufrieron largos años de cautiverio.

Un día de verano de 1875, oi distintamente en la celda inmediata a la mia pasos ligeros y tacones que me parecieron de mujer, y algunos minutos después pude escuchar fragmentos de una conversación. Una voz femenina hablaba desde la celda, y otra recia -indudablemente la del centinela- decia algo en contestación. Después reconoci el sonido de las espuelas del coronel, sus pasos precipitados, sus reprimendas a aquél y el ruido que hacia la llave al girar en la cerradura. El dijo algo que no pude entender, y una voz de mujer le contestó en tono elevado: No hablábamos; yo no hice más que rogarle que llamara al oficial de guardia, cerrándose la puerta a continuación, y volviendo de nuevo el gobernador a reprender al centinela a media voz.

Yo no estaba, pues, solo; tenia una vecina que, desde el primer momento, habia logrado quebrantar la severa disciplina que hasta entonces reinara en la fortaleza.

Desde aquel dia las paredes de la prisión, que habían permanecido mudas durante los últimos quince meses, adquirieron animación. De todas partes se oían golpes que daban con el pie en el suelo; uno, dos, tres, cuatro ... once, veinticuatro, quince golpes; después una pausa seguida de tres y más y una larga sucesión de treinta y tres. Lo cual se repetía en el mismo orden, hasta que el vecino llegaba a comprender que esto quería decir: ¿Kto vy? (¿Quién sois?) siendo la letra v la tercera de nuestro alfabeto. De este modo se entablaba la conversación, que por lo general se mantenía sirviéndose del alfabeto abreviado, inventado por el decabrista Bestuyev, esto es, se le divide en seis hileras de cinco letras cada una, mareándose cada letra por su hilera y el lugar que ocupa en la misma.

Con gran satisfacción descubrí que tenía a mi ízquierda a mi amigo Serdiukov, con quien pronto podría hablar de todo, particularmente usando nuestra clave. Pero esta comunicación con mis semejantes produjo penas lo mismo que alegrias. Mi amigo entablaba casi todos los dias conversación, por el procedimiento indicado, con un campesino a quien no conocía, que se encontraba en una celda situada bajo la que yo ocupaba, y muchas veces, aun sin querer, seguia, mientras trabajaba, su diálogo. También yo hablé con él. Si el aislamiento absoluto, sin ninguna clase de trabajo, es duro para hombres que tengan instrucción, lo es infinitamente más para un campesino, acostumbrado a la labor física, que no es posible que pase años enteros dedicados a la lectura. La situación de este pobre amigo era bien lamentable, pues habiendo pasado cerca de dos años en otra prisión antes de traerlo a la fortaleza, su ánimo se hallaba profundamente quebrantado. Su delito consistía en haber oído propagar el socialismo. Pronto empecé a notar con terror que de tiempo en tiempo su razón divagaba; gradualmente sus pensamientos se fueron haciendo cada vez más confusos, y los dos percibimos, paso a paso, día por día, señales evidentes de que su razón se obscurecía, hasta que al fin en su conversación se reveló su estado. Ruidos espantosos y gritos terribles nos llegaban desde su celda; el infeliz estaba loco, y sin embargo, tuvo que pasar varios meses en tal estado en la casamata, antes de que lo trasladaran a un manicomio, del que ya no salió más. Es terrible tener que ser testigo de tan dramáticos sucesos, que yo creo influyeron de tal manera en el ánimo de mi verdadero y buen amigo Serdiukov que, cuando después de cuatro años de prisión preventiva fue absuelto por el tribunal y recobró la libertad, se pegó un tiro.

Un dia recibí una visita inesperada. El gran duque Nicolás, hermano de Alejandro II, que pasaba una visita de inspección a la fortaleza, entró en mi celda, seguido sólo de su ayudante, cerrándose la puerta tras él. Inmediatamente se acercó a mí, dándome los buenos días, pues me conocía personalmente, y me hablaba en tono amable y familiar, como se hace a un antiguo amigo:

- ¿Es posible que vos, un antiguo paje de cámara, un sargento del Cuerpo de pajes, os halléis envuelto en semejantes asuntos y encerrado actualmente en esta horrible casamata?

- Cada uno tiene su manera de pensar -repliqué.

- En este caso, ¿creéis que era necesario provocar una revolución?

¿Qué debía yo contestar? Si respondía que sí, daría lugar a que dijeran que yo, que me había negado a manifestar nada a los gendarmes, lo declaraba. todo al hermano del zar. Me parecía el jefe de una escuela militar cuando trata de hacer cantar a un cadete. Y sin embargo, tampoco podía decír no, porque hubiera sido una mentira. No sabiendo, pues, qué contestar, opté por no decir nada.

- Lo veis; os avergonzáis ahora de vuestro proceder.

Esta frase me irritó y en el acto le repliqué con víveza:

- Ya he contestado al juez instructor y no tengo que añadir nada nuevo.

- Me extraña que no comprendáis -me dijo en un tono famíliar- que no os hablo como un juez, sino como simple particular, completamente como tal -agregó bajando la voz.

En aquel momento invadió mi mente una multitud de pensamientos. ¿Tenia que proceder como el marqués de Posa? ¿Debi decir al emperador, por conducto de su hermano, que Rusia estaba desolada, que los campesinos se hallaban arruinados, que los funcionarios públicos cometían toda clase de crímenes, que en perspectiva se presentaba terrible y amenazador el espectro del hambre? ¿Habría de manifestar que lo que nos proponíamos era ayudar a los campesinos a salir de su desesperada situación, hacer que levantaran la cabeza, y procurar así, por todos los medios posibles, influir en el ánimo de Alejandro II?

Estos pensamientos pasaron rápida y sucesívamente por mi imaginación, hasta que al fin dije para mi:

- ¡Jamás! ¡Qué tontería! Todo eso lo saben ellos demasiado; pero son enemigos del pueblo, y semejantes palabras no les harian cambiar.

Le contesté, pues, que para mí siempre sería una persona oficial, y que no podía considerarlo en otro concepto.

Entonces empezó a hacerme preguntas, al parecer indiferentes.

- ¿No fue en Siberia, con los decabristas, donde comenzásteis a sustentar tales ideas?

- No; sólo conocí a uno de ellos, y no hablé con él nada de particular.

- ¿Fue acaso en San Petersburgo donde las adquiristeis?

- Siempre he pensado de igual modo.

- ¡Cómo! ¿Teníais semejantes ideas cuando estabais en el Cuerpo de pajes? -me preguntó con asombro.

- Alli era un niño, y lo que se encuentra indefinido en la juventud toma forma y carácter en la edad adulta.

Después me hizo otras preguntas de la misma índole, y a medida que hablaba me parecía leer en su pensamiento su intención. Era indudable que se proponía sacar de mí algo concreto, para poder decir a su hermano: Los jueces son unos imbéciles; a ellos nada ha contestado, y yo, en menos de diez minutos, he logrado hacerle confesar. Esto empezaba ya a molestarme, lo cual hizo que, al preguntarme:

- ¿Qué queríais hacer con esos campesinos y gente desconocida? -le respondiera secamente:

- Ya os he dicho que he contestado al juez de instrucción.

Entonces el gran duque salió bruscamente de mi celda.

Los soldados de la guardia forjaron una leyenda sobre la citada visita. Por parecerse ligeramente al gran duque Nicolás la persona que vino en carruaje a recogerme en el momento de mi fuga, llevar como aquél gorra militar y tener también barba rubia, supusieron que había sido el gran duque en persona quien me había prestado tal servicio. Así se crean las leyendas, hasta en esta época de periódicos y diccionarios biográficos.


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V

Habían transcurrido dos años; varíos de mis compañeros perdieron durante ese tiempo la vida, otros la razón, y, sin embargo, aun no sabíamos cuándo se vería nuestra causa en la Audiencia.

Mi salud empezó a quebrantarse hacia el fin del segundo año. El banco de roble se me hizo más pesado, y los ocho kilómetros me parecieron interminables. Como éramos unos sesenta los que estábamos en la fortaleza, y los días de invierno son cortos, sólo nos sacaban a pasear veinte minutos por el patio, una vez cada tres días. Hice todo lo posible por mantener mis energías; pero tan prolongado invierno ártico, sin tener descanso alguno en el verano, me causó un daño atroz. De mis excursiones siberianas habia traido como recuerdo ligeros síntomas de escorbuto, que ahora, en la obscura y húmeda casamata, tomaba caracteres más dístintos. Esta calamidad que tanto abunda en las prisiones, se había apoderado de mi.

Al fin, en marzo o abril de 1876 nos manifestaron que la Sección Tercera había terminado el sumarío preliminar y que pasaba la causa a la autoridad judicial, por cuyo motivo nos trasladaron a la cárcel inmediata a la Audiencia, la cual está construída según el modelo de las prisiones celulares belgas y francesas. En ella estaban los detenidos mejor que en la fortaleza, porque tenian más medios para comunicarse con sus familias y amigos, y al mismo tiempo con los vecinos de celda, usando el procedimiento de los golpes. Yo llegué por el citado medio a contar a un joven que estaba en la celda inmediata toda la historia de la Comuna de Paris, invirtiendo en ello una semana.

En cuanto al estado de mi salud, se empeoró más aún debido a la pesada atmósfera de la pequeña celda, que sólo media cuatro pasos de un ángulo a otro, y en la cual, desde que empezaban a funcionar los tubos de calefacción, cambiaba la temperatura desde un frio glacial a un calor insoportable.

Como habia que girar con tanta frecuencia, a los pocos momentos de pasear me mareaba, y los diez minutos de ejercicio al aire libre, en el rincón de un patio cerrado entre altos muros de ladrillo, no me servían de mucho. Respecto al médico de la cárcel, que no quería oír la palabra escorbuto pronunciada en su prisión, mientras menos se hable de él, tanto mejor.

Se me permitió recibir la comida de casa, lo que se podía hacer con tanta más facilidad cuanto que una parienta mía, casada con un abogado, vivía muy cerca de la Audiencia. Pero de tal modo se debilitaron mis fuerzas digestivas, que pronto no pude comer más que un poco de pan y uno o dos huevos al día; mi decaimiento avanzaba aceleradamene, y la opinión general era que sólo me quedaban unos meses de vída. Al subir la escalera que conducia a mi celda, que se hallaba en el segundo piso, tenía que detenerme a descansar dos o tres veces, y recuerdo que en una ocasión un viejo soldado de la escolta me dijo, compadecido al verme: ¡Pobre hombre! No llegaréis al fin del verano.

Tal estado alarmó extraordinariamente a mi familia; tanto que mi hermana Elena hizo todo lo posible porque me concedieran libertad bajo fianza; pero el procurador Shubin le contestó sonriendo sardónicamente: Si me traéis un certificado facultativo afirmando que morirá dentro de diez dias, lo soltaré, teniendo la satisfacción de ver caer a mi hermana en una silla y llorar amargamente en su presencia. Ella, sin embargo, logró que me reconociera un buen médico: el director del hospital militar de San Petersburgo. Era un general ya de edad, pequeño, vivo e inteligente, quien, después de examinanne escrupulosamente, vino a concluir que no tenia ninguna enfermedad orgánica, padeciendo únicamente de falta de oxidación de la sangre. Todo lo que necesitáis es aire, me dijo, y después de un breve momento de duda, agregó de un modo resuelto: De nada sirve hablar; no podéis permanecer aquí; tenéis que pasar a otra parte.

Unos diez días después fui transferido al hospital militar, que está situado en un extremo de la capital, y tiene una pequeña prisión para los oficiales y soldados que caen enfermos estando sumariados; dos de mis compañeros habían pasado a ella cuando era seguro que morirían pronto de consunción.

En el hospital empecé a reponerme con rapidez. Me dieron una habitación espaciosa en el piso bajo, junto al cuerpo de guardia, la cual tenía una gran ventana que daba al sur, desde la que se veía un pequeño boulevard con dos hileras de árboles, y más allá un ancho espacio donde doscientos carpinteros se hallaban ocupados en la construcción de unas barracas de madera para enfermos de tifoidea. Todas las tardes dedicaban una hora o cosa así a cantar en coro, como acostumbraban a hacerlo las agrupaciones de ese oficio. Y un centinela cuya garita estaba frente a mi habitación, se paseaba arriba y abajo por el boulevard.

Mi ventana estaba abierta todo el día, y yo me bañaba en los rayos del sol, de los que me había visto privado por tanto tiempo. Aspiraba el aire embalsamado de mayo con toda la fuerza de mis pulmones, y mi salud mejoró con rapidez, quizá con demasiada rapidez, llegué a pensar. Pronto estuve en disposición de digerir alimentos ligeros; gané fuerza y reanudé mi trabajo con nuevas energías. No viendo manera de poder terminar el segundo tomo de mi obra, escribí un resumen de él, que se agregó al primero.

En la fortaleza oí decir a un compañero que había estado en la prisión del hospital, que no me sería muy dilícil fugarme, por cuya razón di cuenta de que me hallaba alli a los compañeros. Sin embargo, la cosa no resultaba tan fácil como se me había hecho creer. La vigilancia a que estaba sometido era verdaderamente extraordinaria. El centinela del corredor tenia su punto de parada en mi puerta, y nunca me dejaban salir al exterior. Los soldados del hospital y los oficiales de guardia, al entrar donde yo me encontraba, parecían temer estar en mi compañía más de un minuto o dos.

Mis amigos imaginaron vários proyectos de evasión, algunos muy originales y divertidos. Yo debía, por ejemplo, deslizarme a través de la reja de mi ventana, eligiendo para esto una noche de lluvia. En el momento que el centinela del boulevard estuviera medio dormido, dos compañeros que se hubiesen acercado cautelosamente empujarian por detrás la garita, haciéndola caer sobre aquél, que se encontraría cogido como el ratón en la ratonera, debiendo yo entretanto saltar por la ventana. Pero la mejor solución se presentó de un modo inesperado.

Un dia me dijo un soldado al pasar junto a mi: Pedid permiso para salir un rato a pasear. Aproveché la idea, y con el apoyo del médico consegui que me permitieran pasear por la tárde, de cuatro a cinco, por el patio de la prisión. Debia hacerlo vestido con la bata de franela verde que usan los enfermos del hospital; pero todos los dias me daban mis botas, mi chaleco y mis pantalones.

Jamás olvidaré mi primer paseo. Cuando me sacaron se presentó ante mi vista un patio de unos trescientos pasos de largo por más de doscientos de ancho, todo cubierto de hierba. Su puerta de entrada estaba abierta, y a través de ella podia ver la calle, el inmenso hospital de enfrente y la gente que transitaba por alli. Me detuve en el umbral de la prisión, sin poder de momento continuar avanzando, cuando vi aquel patio y aquella puerta. En uno de los lados del primero se levantaba la mansión referida -edificio estrecho, de unos ciento cincuenta pasos de largo-, en cada uno de cuyos extremos habia una garita. Los dos centinelas, al pasearse arriba y abajo ante dicho local, habian marcado una vereda en el césped; por ella me dijeron que paseara, y como aquéllos también lo hacían, nunca estaba a más de diez o quince pasos de uno o de otro. Tres soldados del hospital estaban sentados junto a la misma puerta.

En la parte opuesta de este espacioso patio, una docena de trabajadores descargaban unas carretas que habían traído leña, y apilaban ésta contra el muro. Una alta cerca, formada de tablones gruesos, rodeaba el lugar mencionado, cuya puerta siempre estaba abierta para facilitar la entrada y salida de los carros. Esta puerta me fascinaba; comprendía que no debía mirarla fijamente, pero los ojos, maquinalmente, se dirigían a ella.

En cuanto entré en mi celda escribí a mis amigos para comunicarles tan buena nueva. Me siento casi imposibilitado de usar la clave -escribí con mano trémula, trazando signos poco menos que ininteligibles en vez de cifras-. El ver tan cerca la libertad me hace temblar, cual si fuera presa de fiebre. Hoy me han sacado al patio, cuya puerta estaba abierta y los centinelas a cierta distancia de la misma. Por ella pienso salir, y creo que no me han de coger aquéllos. Dando yo mismo el siguiente plan de fuga: una señora ha de venir en un carruaje descubierto al hospital; deberá bajarse y aquél esperaría en la calle a unos cincuenta pasos de la puerta. Cuando me saquen a las cuatro, me pasearé con el sombrero en la mano, y alguien que pase ante la puerta verá en ello una señal de que no hay novedad en la prisión. Entonces debéis contestar con otra que signifique calle libre, sin la cual no me moveré; y una vez fuera, confio que no han de capturarme. Para vuestra señal sólo deben usarse la luz y el sonido. El cochero puede enviar un rayo de luz sobre el edificio, sirviéndose como reflector de su sombrero charolado, o mejor aún, se puede utilizar una canción que no deje de entonarse, mientras no haya novedad en la calle, a menos que no se pueda ocupar la casita gris que se ve desde el patio y hacer la señal desde su ventana.

El centinela correrá tras de mi como el perro tras la liebre; pero tendrá que describir una curva, mientras que yo correré en linea recta, siempre le llevaré algunos pasos de delantera. Ya en la calle, saltaré al carruaje y partiremos al galope; si el soldado hace fuego, sufriremos las consecuencias, puesto que el evitarlo no se halla a nuestro alcance; de todos modos, entre una muerte segura en la prisión y otra problemática en la calle, la elección no es dudosa.

Se hicieron otras proposiciones; pero en definitiva se adoptó dicho plan. Nuestro circulo tomó el asunto a su cargo, y personas que nunca me habian conocido aportaron su concurso, como si se tratara de libertar al más querido de sus hermanos. Sin embargo, la cosa estaba erizada de dificultades, y el tiempo transcurria con terrible velocidad. Trabajaba bastante, escribiendo hasta bien entrada la noche; pero, a pesar de todo, mi salud mejoraba con una rapidez que me parecia alarmante. La primera vez que me dejaron salir al patio, iba arrastrándome como una tortuga a lo largo de la vereda; ahora me sentia con fuerzas suficientes para correr; pero siempre seguía aparentando lo primero, por temor de que me suspendieran el paseo; mas lo impetuoso de mi carácter podía hacerme traición a cada momento.

Mis compañeros, entretanto, tuvieron que dar participación en el asunto a multitud de personas, buscar un caballo de confianza y un cochero experimentado y arreglar infinidad de contrariedades que siempre surgen en torno de tales empresas. En los preparativos se invirtió como un mes, y el día menos pensado estaba expuesto a ser llevado nuevamente a la cárcel.

Al fin se fijó el día de la fuga. El 29 de junio, según el antiguo cómputo, es el día de San Pedro y San Pablo, y mis amigos, dando un toque de sentimentalismo al asunto, querían libertarme en ese día. Me comunicaron que, en cuanto señalase yo que dentro no había novedad, ellos contestarían elevando un globo rojo, de los que sirven de juguete a los niños, lo cual significaría que tampoco la había fuera. Después se acercaria un coche e inmediatamente una canción sería la señal de que la calle estaba libre.

Salí el día convenido; me quité el sombrero y esperé el globo. Se pasó media hora; oí el paso de un carruaje y la voz de un hombre que cantaba una canción desconocida; pero el globo no aparecía por ninguna parte.

Pasó la hora en que me conducían al paseo y, profundamente afectado, regresé a mi habitación, figurándome que algún contratiempo debía haber ocurrido.

Y en efecto, lo que menos se podía esperar fue lo que aconteció. Centenares de globos como el que se necesitaba se hallan siempre en venta cerca del Gostinoi Devor; pero aquella mañana no los había; no pudo encontrarse ni uno solo. Al fin se halló uno en poder de un niño, pero estaba viejo y no se elevaba. Mis amigos corrieron a la tienda de un óptico, compraron un aparato para hacer hidrógeno, y aunque lo llenaron de éste, no consiguieron su objeto, porque se les olvidó secar el referido gas.

Entonces una señora, viendo que el tiempo pasaba, ató el globo a su sombrilla, y manteniéndola en alto, se paseó arriba y abajo por la calle; pero yo nada vi, porque o el muro era demasiado alto, o ella tenía poca estatura.

Después de todo, aquel incidente, en apariencia desgraciado, fue una verdadera suerte para mí. Si llego a fugarme, mis perseguidores me hubieran dado alcance, porque el carruaje que debía conducirme, y que al terminar la hora se fue, siguiendo el itinerario aceptado, se encontró detenído en una calle estrecha por una docena de carretas que conducían leña al hospital. Los caballos de algunas se habían espantado, y en ciertos sitios obstruían el paso por completo; así que, de ir en él, nos alcanzarían sin remedio.

Para evitar que pudiera repetirse semejante contrariedad, se estableció un servicio de señales a lo largo de las calles que nuestro coche había de recorTer, a fin de que avisaran si ocurría novedad. Hasta la distancia de tres kilómetros, a partir del hospital, mis compañeros se colocaron de trecho en trecho de centinela; uno debía pasearse con un pañuelo en la mano, que se guardaría en el bolsillo si se aproximaban los carros; otro tenía que estar sentado en una piedra, levantándose si aquéllos se acercaban, y así sucesivamente. Todas estas señales, transmitidas de una calle a otra, debían por último, llegar al carruaje. Mis amigos habían alquilado también la casita gris que yo veía desde el patio, y en una de sus ventanas, que estada abierta, un violinista empezaria a tocar desde que recibiera la noticia de que la calle estaba libre.

La evasión se aplazó para el dia inmediato; posponerla por más tiempo hubiera sido peligroso. La presencia del carruaje no había pasado inadvertida para la gente del hospital, y algo sospechoso debió haber llegado a oídos de las autoridades, puesto que en la noche que precedió a mi fuga oi al oficial de guardia decir al centinela que estaba colocado frente a mi ventana:

- ¿Dónde tenéis las municiones? Y como el soldado las sacara torpemente de la cartuchera, empleando dos minutos en la operación, aquél le increpó con dureza, agregando: ¿No se os ha dicho que tengáis esta noche cuatro balas siempre a mano? -no marchándose de allí hasta no ver que el centinela daba cumplimiento a lo ordenado, añadiendo al partir: ¡Mucho ojo!

Era necesario que, sin pérdida de tiempo, me comunicasen las nuevas señas que habían adoptado. De ello se encargó una querida parienta mía (1), que al día siguiente, a las dos de la tarde, pidiendo que me entregaran un reloj, el cual, como todos los objetos destinados a los presos, debía pasar por las manos del procurador; pero como sólo se trataba de un simple reloj sin estuche, llegó a mi poder sin düicultad. Dentro de él venía una pequeña nota en cifras que me ponía al corriente de todo. Al ver el papel quedé sorprendido de la audacia de la citada señora, que era además sospechosa a la policia por hallarse mezclada en asuntos políticos, y a quien hubieran detenido en el acto si a alguno se le antojaba abrir la tapa. Y sin embargo, la vi salir tranquilamente de la prisión y alejarse con reposado paso a lo largo del boulevard.

A las cuatro, según costumbre, salí e hice mi seña, y al momento llegó a mi oído el ruido de un coche, y pocos minutos después, las notas de un violín que partiendo de la casa de enfrente se oían distintamente en el patio. Pero entonces me encontraba en el otro extremo del edificio, y cuando volví a la parte más próxima a la puerta, esto es, a unos cien pasos de la misma, el centinela estaba tan cerca de mí, que tuve que resignarme a dar una vuelta más; pero antes de llegar al fin del lado opuesto, el violín dejó de pronto de tocar.

Se pasó más de un cuarto de hora, que para mi fue un siglo, hasta que vi entrar una docena de carros cargados de leña que se dirigían al otro extremo del patio.

Inmediatamente el violinista -que, dicho sea de paso, era un buen artista- empezó a ejecutar una excitante mazurca de Kontski, que parecía decirme claramente: ¡Audacia; ha llegado el momento! Entonces me dirigí lentamente a la parte de la vereda más próxima a la puerta, temblando ante la idea de que la música se interrumpiera nuevamente antes de llegar a ella.

Una vez allí, volví la cabeza: el centinela se había parado a cinco o seis pasos de distancia y miraba a otro lado. Ahora o nunca, recuerdo que pensé con la velocidad del relámpago, y arrojando mi bata de franela verde, emprendí la carrera.

Durante muchos dtas me había estado adiestrando en el modo de desprenderme lo más brevemente posible de prenda tan larga como embarazosa. Tal era su extensión, que yo llevaba en el brazo izquierdo su extermo, como hacen las señoras con las colas de sus vestidos de montar. No había manera de quitársela en un solo movimiento; corté las costuras bajos los sobacos, pero ni aun así logré mi deseo. Entonces me dediqué a aprender a hacerlo en dos tiempos: uno soltando la parte que iba sobre el brazo, y otro dejando caer la bata al suelo. Ensayé con paciencia en mi habitación hasta poder hacerlo con la misma precisión con que los soldados manejan sus fusiles. Uno, dos, y la bata estaba en tierra.

No confiaba mucho en mis fuerzas, y empecé a correr con poca rapidez, a fin de economizar éstas todo lo más posible. Pero no bien había avanzado algunos pasos, cuando los campesinos que apilaban la leña en el otro lado del patio, gritaron: ¡Que se escapa! ¡Detenedlo! e intentaron interceptarme el paso. Entonces corrí lo más posible y no pensé más que en salvarme.

El centinela, según me dijeron después los amigos que presenciaron la escena desde la casa gris, corrió en mi persecución seguido de tres soldados que habían estado sentados junto a la puerta. El primero se hallaba tan cerca de mí, que se creía seguro de cogerme, y varias veces intentó alcanzarme con la bayoneta. Hubo un momento en que mis amigos me creyeron perdido, y otro tanto debió pensar también el centinela, cuando, a pesar del poco espacio que nos separaba, no se decidió a disparar su fusil. Pero yo mantuve siempre mi distancia, y el centinela no pudo pasar de la puerta.

Una vez franqueda ésta, vi con terror que el carruaje se hallaba ocupado por un hombre vestido de paisano y con gorra militar, que estaba sentado sin vover la cabeza hacia mí. Mi primera impresión fue que había sido vendido. Los compañeros me decian en su última carta: Una vez en la calle, no os entreguéis; no os faltarán amigos que os defiendan en caso de necesidad. Yo no queria saltar al coche, si estaba ocupado por un enemigo; pero al acercarme a aquél, noté que el individuo tenia patillas rubias muy parecidas a las de uno de mis mejores amigos, que, aunque no pertenecia a nuestro círculo, me profesaba verdadera amistad, a la que yo correspondia, y en más de una ocasión pude apreciar su valor admirable, y hasta qué punto se volvian hercúleas sus fuerzas en los momentos de peligro. ¿Será posible -decía yo- que sea él? Y estaba a punto de pronunciar su nombre, cuando, conteniéndome a tiempo, toqué las palmas, sin dejar de correr, para llamarle la atención. Entonces se volvió hacia mi y supe quién era (2).

- ¡Subid, subid pronto! -gritó con voz terrible, y después, dirigiéndose al cochero revólver en mano, añadió-: ¡Al galope, al galope, u os salto la tapa de los sesos! El caballo que era un excelente animal, comprado expresamente para el caso, salió en el acto galopando. Una multitud de voces resonaban a nuestra espalda, gritando: ¡Paradlos! ¡Detenedlos! en tanto que mi amigo me ayudaba a ponerme un elegante abrigo y un claque.

Pero el peligro verdadero no lo constituian los perseguidores, sino el centinela del hospital que estaba al otro lado del sitio en que había esperado el carruaje y que podía detenerlo con facilidad, por cuya razón se encargó un amigo de dístraerlo, cosa que consiguió admirablemente. Sabiendo que el soldado había estado empleado algún tiempo en el laboratorio del hospital, dio a la conversación un giro científico, hablándole del microscopio y de las cosas tan admirables que con él pueden verse. Refiriéndose a cierto parásito del cuerpo humano, le preguntó:

- ¿Habéis visto alguna vez la cola tan formidable que tiene?

- ¡Cola! ¿Cola?

- Sí, la tiene, y con el microscopio se percibe muy bien.

- No me vengáis con cuentos -le contestó el soldado.

- Es un hecho positivo; fue lo primero que vi al usar el microscopio.

Esta discusión tenía lugar mientras yo saltaba al coche y nos poníamos en marcha. Parece fábula; pero es una realidad.

El carruaje giró rápidamente al penetrar en una callejuela próxima al muro del patio donde los campesinos habían estado apilando la leña, quienes habían suspendido aquel trabajo para correr trás de mí. El movimiento fue tan brusco que el vehículo estuvo a punto de volcar, siendo necesario que yo me inclinara hacia el lado contrario, impulsando en esa dirección a mi amigo, para evitar el accidente.

Más adelante tomamos a la izquierda. Dos gendarmes que estaban a la puerta de una taberna, al ver la gorra militar de mi compañero, le saludaron militarmente. Cálmate, cálmate -le dije al ver que aun estaba algo excitado-; todo va bien; hasta la policía nos saluda. En aquel instante el cochero se volvió hacia mí, y pude reconocer en él a otro amigo que me expresaba su satisfacción con una sonrisa.

Por todas partes veíamos compañeros que nos saludaban con la vista y nos animaban con el gesto, mientras nuestro hermoso caballo nos conducia a trote largo hacia la ancha vía de Nevsky Prospekt. Una vez en ella, tomamos por una calle lateral y bajamos ante una puerta, despidiendo al cochero. Después subí rápidamente una escalera y arriba me hallé con una parienta que, presa de terrible ansiedad, me esperaba con los brazos abiertos. La pobre reía y lloraba al mismo tiempo, aconsejándome cambiara pronto de traje y me cortara la sospechosa barba. Diez minutos después mi amigo y yo salíamos de aquella casa y tomábamos un coche de punto.

Mientras esto ocurría, el oficial de guardia de la prisión y los soldados del hospital se habían lanzado a la calle para perseguirnos, dudando qué camino tomar. No se encontraba carruaje alguno en más de un kilómetro a la redonda, porque mis amigos los habían alquilado todos.

Una vieja compesina, demostrando tener más malicia que los demás, dijo, como razonando consigo misma: Es casi seguro que se habrán dirigido hacia el Prospekt, y alli serán cogidos si alguien toma por esta callejuela que conduce en línea recta a aquel lugar. Así era, en efecto, y el oficial corrió a un tranvía que se hallaba inmediato, pidiéndole al cochero que prestase los caballos para enviar a dos soldados que nos interceptaran el paso; pero aquel se negó en absoluto y él oficial no apeló a la violencia.

El violinista y la señora que habían alquilado la casita gris, salieron también a la calle, mezclándose con la multitud, y alli oyeron a la vieja hacer su pérfida insinuación, marchándose después cuando la gente se dispersó.

Hacia una tarde espléndida. Nos dirigimos a las islas, sitio donde se reune toda la aristocracia de San Petersburgo, en los hermosos días de primavera, para presenciar la puesta del sol.

Al paso nos detuvimos en una peluqueria de una calle poco céntrica, con objeto de que me cortaran la barba, quedando así, aunque no mucho, algo desfigurado.

Paseábamos a la ventura, pues habiéndosenos dicho que no fuéramos adonde debía pasar la noche hasta bien entrada ésta, no sabíamos en qué emplear el tiempo. ¿Qué haremos mientras tanto? -dije a mi amigo, quien, después de reflexionar un instante, dijo dirigiéndose al cochero. A Donon -que es el nombre del mejor restaurante de San Petersburgo. Nadie pensará en ir a buscarnos a Donon -agregó tranquilamente-; os supondrán en todas partes menos allí, y comeremos y beberemos una copa en celebración del buen éxito de vuestra fuga.

A tan razonables palabras nada tuve que contestar. Fuimos, pues, al lugar indcado; atravesamos los salones brillantemente iluminados y cuajados de clientes que acudian a la hora de comer, y nos instalamos en un gabinete reservado, donde pasamos el tiempo hasta llegar la hora convenida.

La casa en que primero paramos después de la evasión fue registrada por la policía dos horas después de abandonarla nosotros, cabiendo igual suerte a la mayor parte de las de nuestros amigos. Pero nadie tuvo la idea de ir a buscarnos a Donon.

Dos días más tarde debía trasladarme a una casa que habían tomado para mí, y en la que me podría instalar provisto de un pasaporte falso. Mas la señora que debía acompañarme en carruaje tomó la precaución de ir primero ella sola a hacer un reconocimiento, del cual resultó que la referida casa estaba muy vigilada por la policía, pues eran tantos los amigos que habían ido allí a preguntar por mí, que al fín despertaron la suspicacia de las autoridades. Además, la Sección Tercera había distribuido mi retrato con profusión entre sus esbirros y agentes secretos. Todos los que me conocían de vista me buscaron por todas partes, y los que no, iban ácompañados de soldados y carceleros que me habían visto en la prisión.

El zar estaba furioso de que semejante fuga hubiera podido efectuarse en su capital, en pleno día, ordenando que era necesario que me encontraran a toda costa.

En tales condiciones me era imposible permanecer en San Petersburgo, y fui a ocultarme a una casa de campo en sus inmediaciones. Acompañado de media docena de amigos, permanecí en un pueblecito frecuentado en aquella época del año por los habitantes de la capital. Allí se decídió que debía marchar al extranjero. Pero por un diario del exterior habíamos sabido que la frontera, lo mismo en las provincias del Báltico que en Finlandia, estaba escrupulosamente vigilada por policías que me conocían personalmente. Razón por la cual resolví seguir la dirección que ofreciera menos peligro.

Provisto del pasaporte de un amigo y acompañado de otro, atravesé la frontera, llegando hasta el norte del golfo de Botnia, donde embarqué para Suecia.

Una vez a bordo del vapor, y ya próximo a partir, el amigo que me acompañó hasta la frontera me dio noticias de San Petersburgo, que había prometido no comunicarme hasta última hora. Mi hermana Elena acababa de ser detenida, así como la cuñada de mi hermano, que me había visitado una vez en la cárcel, un mes después de la partida de Alejandro y de su mujer para Siberia.

Mi hermana ignoraba por completo los preparativos de fuga; sólo después de haberse efectuado tuvo de ella noticia por un amigo que le comunicó tan fausta nueva. Pero todas sus protestas fueron estériles; la arrancaron del lado de sus hijas y la tuvieron presa quince dias.

La otra tenia una noción ligera del asunto; pero no habia tomado parte alguna en los preparativos. El sentido común debia haber demostrado a las autoridades que una persona que me habia visitado oficialmente en la cárcel, no podia tomar una parte activa en semejante aventura. A pesar de ello, estuvo presa más de dos meses. Su marido, un eminente jurisconsulto, trató en vano de que la pusieran al instante en libertad. Sabemos ahora -le contestaron los jefes de la gendarmeria- que ella no ha tenido participación en la fuga; pero como hemos dado parte al emperador de haber detenido a la persona que la habia organizado, es necesario que pase algún tiempo para que el zar pueda acostumbrarse a la idea de que no está en nuestro poder el culpable.

Atravesé Suecia sin detenerme en parte alguna, yendo a Cristiania, donde esperé algunos dias la salida de un vapor para Hull, aprovechando aquel intervalo en adquirir informaciones respecto al partido de los agricultores del Storthing noruego.

Cuando me dirigia al buque, me preguntaba lleno de ansiedad: ¿Bajo qué bandera navegará? ¿Será noruega, alemana o inglesa? Mas pronto vi flotar sobre la popa la Union Jack, bandera a cuya sombra tantos refugiados rusos, italianos y franceses, húngaros y de todas naciones, han hallado un asilo, saludando desde el fondo de mi corazón la bandera del pueblo hospitalario.



Notas

(1) Ahora puedo decir quién era esa luchadora: se trataba de la cuñada de mi hermano, Sofía Nicolaevna Lavrov, fallecida dos meses antes de la revolución rusa.- P. K.

(2) Era el doctor Orest Eduardovich Weimar, que sorprendió después a todo el mundo con su audaz sangre fria en los puntos de curación de heridos durante la guerra turca, y que falleció de tuberculosis en el exilio de Kara, a donde fue deportado en el año 1880 como narodóvoletz.


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