Índice de Memorias de un revolucionario de Pedro KropotkinAnterior SiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

PARTE SEXTA

LA EUROPA OCCIDENTAL

(Primer archivo)


I.- En Edinburgo y en Londres. - Colaboración en Nature y en Times. - Salida a Suiza. II.- La Internacional y la social-democracia alemana. El desarrollo de la Internacional en Francia, España e Italia. III.- La Federación del Jura y sus hombres notables: Guillaume, Schwitzguébel, Spichiger, Elíseo Reclus, Lefrançais y otros. IV.- Visita a Chaux-de-Fonts. Prohibición de la bandera roja en Suiza. - Una nueva forma de la Sociedad. V.- Lucha entre el anarquismo y la social-democracia. - Expulsión de Bélgica. - Visita a Suiza. - Renacimiento del socialismo en Francia. VI.- Amistad con Turguéniev. - Su influencia sobre la juventud rusa. - Turguéniev y el nihilismo. - Bazárov.




I

Al aproximamos a las costas de Inglaterra estalló una tempestad en el Mar del Norte. Pero aquello, en vez de causarme disgusto, me produjo placer; la lucha de nuestro vapor contra las embravecidas olas me encantaba, dejando transcurrir horas enteras sentado en la proa, recibiendo en el rostro la espuma del furioso mar. Después de los dos años que había pasado en una sombría casamata, todas las fibras de mi ser parecían anhelantes y ansiosas de gozar de la completa intensidad de la vida.

Mi propósito era no permanecer en el extranjero más que algunas semanas o meses, a lo sumo; únicamente lo preciso para dar lugar a que se disipara la polvareda levantada con motivo de mi fuga, y al mismo tiempo restablecer algo mi salud. Desembarqué bajo el seudónimo de Levashov, que fue el que usé al salir de Rusia; y no pensando en ir a Londres, donde los espias de la embajada rusa darian pronto con mi paradero, me marché primero a Edinburgo.

Pero las cosas se arreglaron de tal modo que, a pesar de semejantes intenciones, no he vuelto más a Rusia. Pronto me vi arrastrado por la ola del movimiento anarquista, que entonces precisamente se elevaba en la Europa occidental, y crei que podria ser más útil ayudando a aquél a desenvolverse y hallar su forma propia de expresión, que cuanto me hubiera sido dado hacer en mi país. En él era demasiado conocido para poder efectuar una propaganda eficaz, especialmente entre los obreros y agricultores, y más tarde, cuando el movimiento se convirtió allí en una conspiración permanente y una lucha encarnizada contra los representantes de la autocracia, toda idea de una acción popular fue necesariamente abandonada. Mis propias inclinaciones, por otra parte, me impulsaban cada vez con más intensidad a unir mi suerte a la de las clases trabajadoras y desheredadas. Presentarles ante su vista tales concepciones que puedan ayudarles a encaminar sus esfuerzos en la dirección que más convenga al interés de todos los productores en general, profundizar y ensanchar los ideales y principios que han de servir de base a la futura revolución social, desarrollándolos y haciéndolos comprensibles a los trabajadores, a fin de que influyan en ellos, no como una orden emanada del jefe, sino como resultado de su propio raciocinio, despertando de este modo su iniciativa individual, ahora que están llamados a aparecer en la clásica arena, como los fundadores de un nuevo y equitativo modo de organización de la sociedad, lo cual me parecia tan necesarío para el desarrollo de la humanidad como todo lo que en esa época hubiera yo podido hacer en Rusia. De acuerdo, pues, con estas ideas, me uní a los pocos hombres que trabajaban en tal sentido en la Europa occidental, relevando a aquellos a quienes largos años de una lucha penosa habian dejado fuera de combate.

Cuando desembarqué en Hull y fui a Edinburgo, sólo a muy pocos amigos de mi pais y de la Federación del Jura informé de mi feliz llegada a Inglaterra.

Un socialista debe confiar siempre para vivir en su trabajo personal, y en su consecuencia, tan pronto como me instalé en una pequeña habitación situada en un barrio extremo de la capital de Escocia, procuré buscar algún trabajo.

Entre los pasajeros que venian a bordo de nuestro vapor, habia un profesor noruego, con quien conversé más de una vez, procurando recordar lo poco que antes sabia de la lengua sueca. El hablaba alemán; pero al ver que yo trataba de aprender su idioma, me dijo: Puesto que sabéis alguna cosa, hagamos uso del noruego.

- ¿Queréis decir sueco? -me atrevi a preguntarle-. ¿No es esto lo que hablo?

- Me parece más bien noruego que otra cosa -fue su contestación.

Ocurriéndome asi, lo mismo que a uno de los héroes de Julio Verne, que aprendió por equivocación portugués en vez de castellano. De todos modos, lo cierto es que hablé largo y tendido con el profesor, aunque fuera en noruego, y él me dio un periódico de Cristianía que contenía la Memoria de la expedición ártica que acababa de regresar a su país.

Desde el momento que me vi en Edinburgo escribí un suelto en inglés respecto de estas exploraciones y se lo remití a Nature, que mi hermano y yo leíamos con regularidad desde su primera aparición. El subdirector acusó su recibo, dando al mismo tiempo las gracias y observando con una marcada benevolencia, que a menudo he encontrado después en su país, que mi inglés resultaba aceptable, no necesitando más que hacerse un poco idiomático. Por mi parte, sólo puedo decir que estudié dicha lengua en Rusia, habiendo traducido en compañía de mi hermano la Filosofía de la Geología, de Page y los Principios de Biología, de Spencer. Mas como sólo lo habia aprendido teóricamente, lo pronunciaba muy mal; así que me era muy difícil entenderme con la patrona, escribiendo su hija y yo en una tira de papel lo que teníamos que comunicarnos; y como mis conocimientos del inglés corriente eran nulos, debí cometer los más divertidos errores. Recuerdo, por ejemplo, haber protestado una vez por escrito de que no era una taza, sino varias, las que deseaba que me dieran a la hora del té. Es muy posible que la patrona me tomara por un glotón; pero debo manifestar, en descargo mío, que ni en los libros de geología que había en inglés, ni en la obra de Spencer, antes mencionada, había la más pequeña alusión a tan importante asunto como es el de beber té.

Recibí de Rusía el Diario de la Sociedad Geográfica, y pronto empecé a remitir tambíén al Times, de cuando en cuando, algunos apuntes sobre las exploraciones geográficas rusas. En aquel tiempo estaba Pryevalsski en el Asia central, y sus noticias se leían con ínterés en Inglaterra.

Sin embargo, el dinero con que llegué íba desapareciendo rápidamente, y como toda mi correspondencia dirígida a Rusia era interceptada, no logré conseguír dar a conocer mi dirección a la familia, por cuyo motivo, a las pocas semanas me trasladé a Londres, esperando poder encontrar alli más regularidad en el trabajo.

El antiguo refugiado P. L. Lavrov continuaba publicando en la gran metrópoli su periódico Vperiod; pero como yo esperaba volver pronto a mi país, y la redacción de aquél debía estar muy vigilada por espías, no fui a ella.

Me presenté, como es natural, en la de Nature, donde fui muy cordialmente recibido por el gerente M. J. Scott Keltie. El director deseaba ampliar la sección de informaciones, y le pareció bien el modo como yo las escribía. Así, pusieron a mi disposición una mesa sobre la cual colocaron revistas científicas de todos los países. Venga todos los lunes, Mr. Levashov -me dijeron-; hojée estas revistas, y si hay algún artículo que le llame la atención, escriba un suelto o márquelo; nosotros lo enviaremos a un especialista. Mr. Keltie no sabía, por de contado, que yo acostumbraba a escribir mi original tres o cuatro veces antes de presentárselo. Me llevé, pues, dichas revistas a casa, y con lo que tomaba de ellas para la Nature y los sueltos del Times saqué cómodamente con qué vivir. La costumbre de pagar todos los jueves los trabajos de la índole del mío, remitidos a este último, me pareció excelente. Es verdad que había semanas en que no se recibían noticias interesantes de Pryevalski, y las de otras partes carecían de interés, en cuyo caso la alimentación tenía que reducirse a pan y té solamente.

Un día, sin embargo, el gerente tomó de un estante varios libros rusos, encargándome hiciera una crónica para la Nature. Su visita me produjo una impresión embarazosa, pues hallé que eran mis obras sobre El Partido Glacial y La Orografía de Asia, siendo mi hermano quien había mandado aquellos ejemplares a nuestra revista favorita. Como me encontraba en gran perplejidad, metí los libros en mi saco de mano y me los llevé a casa para reflexionar sobre el asunto.

¿Qué debo hacer? -me pregunté en el acto-. No puedo elogiarlos, porque son mios, ni criticarlos, puesto que ellos expresan mis opiniones. Decidi devolverlos al dia siguiente y manifestarle a M. Keltie que, a pesar de haberme presentado con otro nombre, yo era el autor de aquellos libros y no podia, por lo tanto, juzgarlos.

Dicho señor sabia por los periódicos algo respecto a mi fuga, y se manifestó muy complacido de hallarme libre de todo peligro en Inglaterra. En cuanto a mis escrúpulos, observó, con muy buen juicio, que podia abstenerme de censurar o elogiar al autor, limitándome sencillamente a dar cuenta a los lectores del contenido de aquéllos. Desde aquel dia quedamos unidos por los lazos de una sincera y leal amistad.

En noviembre o diciembre de 1876, viendo en la parte del periódico de P. L. Lavrov, dedicada a la correspondencia, un aviso a K para que se presentara en la redacción a recoger una carta de Rusia, y creyendo se trataba de mi, fui allá pronto y entablé amistad con aquél y los jóvenes que le ayudaban.

Cuando llegué la primera vez a dicho lugar, afeitado y con sombrero de copa, y pregunté a la señora que me abrió, en mi mejor inglés posible, si estaba M. Lavrov, me figuré que nadie podria imaginar quién era yo, y sin embargo, aquélla, que jamás me habia visto, pero que conoció a mi hermano en Zurich, me reconoció al punto y subió a decir quién era el visitante: En cuanto os vi los ojos -me dijo después-, supe quién erais en el acto, pues tienen un gran parecido con los de vuestro hermano.

Aquella vez no permaneci mucho tiempo en Inglaterra. Había mantenido una activa correspondencia con mi amigo James Guillaume, de la Federación del Jura, y tan pronto como encontré algún trabajo permanente de geografía, que pudiera hacerse en Suiza, lo mismo que en Londres, me marché allí. Por otra parte, en las cartas que al fin recibí de casa me decian que no hallaban inconveniente en que permaneciera en el extranjero, no habiendo de momento nada que hacer en Rusia, donde dominaba entonces una corriente de entusiasmo en favor de los eslavos que se habían sublevado contra la antigua dominación turca. Y mis mejores amigos, como Serguéi (Stepniak), Klementz y otros muchos, se había marchado a la península de los Balkanes a unirse a la insurrección. Leemos -me escribía un amigo- la correspondencia del Daily News sobre los horrores de Bulgaria, y su lectura nos hace verter lágrimas, corriendo después a prestar nuestro concurso a la obra de emancipación.

Llegué a Suiza, ingresé en la Federación del Jura, perteneciente a la Internacional de Trabajadores, y siguiendo los consejos de mis amigos del país, fijé mi residencia en La Chaux-de-Fonds.


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II

La Federación del Jura ha representado un papel importante en el moderno desarrollo del socialismo.

Sucede siempre que, después que un partido politico ha manifestado una aspiración definitiva, proclamando que no se contentará con menos de lo consignado en su programa, se divide en dos fracciones. Una de ellas permanece inalterable, mientras que la otra, aunque pretendiendo no haber cambiado nada de sus primitivos propósitos, acepta alguna especie de transacción, y una vez dado el primer paso en este sentido, se va ensanchando la distancia que ha empezado a separar a las dos, hasta que la última llega a alejarse tanto del punto de partida, que termina por convertirse en otra agrupación limitada sólo a pretender muy modestas reformas.

Esto es precisamente lo que ha ocurrido con la Asociación Internacional de Trabajadores. Nada menos que la expropiación de los actuales poseedores de la tierra y el capital, y el pase a manos de los productores de la riqueza de todo aquello que es necesario para su producción, era, en un principio, la franca aspiración de dicha sociedad. Se habia hecho un llamamiento a los trabajadores de todas las naciones para que se organizaran en sus paises respectivos, a fin de estar dispuestos a luchar directamente contra el capitalismo, a estudiar los medios de socializar la producción de la riqueza y su consumo, y cuando se encontraran aptos para realizarlo, tomar posesión de los elementos de producción y regir ésta, sin preocuparse de la presente organización social, la cual debe sufrir una reconstitución completa.

La asociación ha tenido que ser, por consiguiente; el medio de preparar una inmensa revolución, primero en las inteligencias y más tarde en las formas mismas de vivir; revolución que abriría a la humanidad una nueva era de progreso, basado en la solidaridad de todos.

Este fue el ideal que despertó de su sueño a millones de trabajadores europeos, y atrajo a la asociación sus mejores fuerzas intelectuales.

Dos fracciones, sin embargo, se dibujaron en corto tiempo. Cuando la guerra de 1870 terminó en una completa derrota para Francia, el levantamiento de la Commune de París fue ahogado en sangre, y las leyes draconianas que se promulgaron contra la Asociación excluían a los trabajadores franceses, prohibiendo que pertenecieran a ella; y cuando, por otra parte, el gobierno parlamentario fue introducido en la Unión alemana -meta a la que aspiraban a llegar los radicales desde el 48-, los alemanes hicieron un esfuerzo para modificar las aspiraciones y la marcha de todo el movimiento socialista.

La conquista del poder, dentro del actual estado de cosas, vino a ser la consigna de esa fracción que tomó el nombre de Democracia Socialista. Su primer triunfo electoral en las elecciones al Parlamento alemán despertó grandes esperanzas. Habiendo crecido el número de diputados de ese partido de dos a siete y luego a nueve, se calculó confiadamente por hombres que, aparte de esto eran razonables, que antes de terminar el siglo XIX, la democracia socialista tendria mayoria en el Parlamento alemán, pudiendo entonces introducir el Estado popular por medio de una legislación adecuada. El ideal socialista de esta agrupación perdió gradualmente el carácter de algo que tiene que plantearse por las mismas organizaciones obreras, convirtiéndose en una aspiración a que el Estado intervenga en la vida industrial; en una palabra, en el socialismo de Estado; esto es, en el capital oficial.

Hoy, en Suiza, los esfuerzos de los demócratas socialistas se dirigen en politica, a favor de la centralización y contra el federalismo, y en el terreno económico, a procurar que el Estado se haga cargo de los ferrocarriles y monopolice la banca y la venta de alcoholes. La administración de la tierra y de las principales industrias, y hasta del consumo de la riqueza, seria el paso inmediato en un porvenir más o menos remoto. Gradualmente, la vida y actividad del partido de la democracia socialista alemana se fue subordinando a consideraciones electorales; las uniones de oficios eran tratadas con desprecio y las huelgas sólo hallaban desaprobación porque ambas apartaban la atención del obrero de las campañas parlamentarias. Todo movimiento popular, toda agitación revolucionaria en cualquier pais de Europa, era mirada en aquellos años por los jefes de dicho partido con mayor animosidad si cabe que por la prensa capitalista.

Pero en los pueblos de raza latina este nuevo giro halló poca acogida. Las secciones y federaciones de la Internacional permanecieron fieles a los principios que habian sido proclamados al fundarse la asociación; federales por su historia, hostiles a la idea de un estado centralizado y amantes de las tradiciones revolucionarias, estos trabajadores no podian seguir la evolución de los de Alemania.

La división entre las dos ramas del movimiento socialista se hizo aparente inmediatamente después de la guerra franco-alemana. La asociación, según tengo ya manifestado, habia creado una especie de gobierno, bajo la forma de un Consejo General con residencia en Londres; y siendo los inspiradores de éste dos alemanes, Engels y Marx, él fue la piedra angular del nuevo partido; en tanto que las federaciones latinas seguian los consejos de Bakunin y sus amigos y se dejaban guiar por ellos.

El conflicto entre los partidarios de Marx y los de Bakunin no tenia un carácter personal; era el resultado inevitable del antagonismo entre los principios federales y los centralizadores; el municipio libre y la paternal tutela del Estado; la acción espontánea de las masas y el mejoramiento de las condiciones capitalistas existentes por medio de la legislación; conflicto entre el espiritu latino y el Geist alemán que, después de la derrota de Francia en el campo de batalla, reclama la supremacía en el terreno de la ciencia, en el de la politica y también en el del socialismo, calificando de cientifica su concepción de estas ideas y de utópica la de todos los demás.

En el Congreso de La Haya, de la Internacional, celebrado en 1872, el Consejo General de Londres, valiéndose de una mayoria ficticia, excluyó a Bakunin, a su amigo Guillaume y aun a la misma Federación del Jura, de la Asociación. Pero como era indudable que casi todo lo que quedaba entonces de la Internacional, esto es, las federaciones españolas, italianas y belgas, harían causa común con la del Jura, el Congreso intentó disolver la Asociación. Un nuevo Consejo General, compuesto de algunos demócratas socialistas, fue elegido en Nueva York, donde no habia organizaciones obreras pertenecientes a esta sociedad que pudieran influir en su conducta ni vigilar sus actos, y donde desde entonces no se ha vuelto a oir más de él. Entre tanto, las federaciones de España, Italia y Bélgica, asi como la del Jura, siguieron sin disolverse, reuniéndose anualmente, como de costumbre, durante los cinco o seis años posteriores, en congresos internacionales.

La Federación del Jura, en la época en que fui a Suiza, era el centro y la fuerza motriz de las federaciones todas. Bakunin acababa de morir (19 de Julio de 1876); pero aquélla se mantenia en el lugar que habia ocupado bajo su impulso.

Las condiciones en que se vivia en Francia, España e Italia eran tales, que sólo el mantenimiento del espiritu revolucionario que se habia desarrollado entre los trabajadores internacionalistas, antes de la guerra franco-alemana, evitó que los gobiernos apelaran a medidas extremas para acabar con todo el movimiento obrero e inaugurar el reinado del Terror Blanco.

Es cosa bien sabida que el restablecimiento de la monarquia borbónica en Francia estuvo a punto de ser un hecho consumado. Al general Mac Mahón se le mantenia como presidente de la República, sólo con el fin de ir preparando la restauración monárquica; el dia mismo de la solemne entrada de Enrique V en Paris se hallaba designado, y hasta las guarniciones de los caballos, adornados con las coronas e iniciales del pretendiente, estaban listas, sabiéndose igualmente que, sólo debido a que Gambetta y Clemenceau -los oportunistas y los radicales- habian cubierto una gran parte de Francia de Comités que contaban con gente armada y dispuesta a levantarse tan pronto como se diera el golpe de Estado, no se realizó éste. Pero la fuerza efectiva de esos comités residia en los trabajadores, muchos de los cuales habian pertenecido antes a la Internacional, y conservado el antiguo espiritu revolucionario. Hablando por propia experiencia, no creo aventurado afirmar que los jefes radicales de la clase media, hubieran flaqueado en caso de ser necesaria la acción, en tanto que el pueblo hubiese aprovechado la primera oportunidad para llevar a cabo un levantamiento que, empezando con la defensa de la República, pudiera haber ido algo más allá en el sentido socialista.

Una cosa parecida ocurrió en España; tan pronto como los clericales y aristócratas que rodearon al rey le inclinaron a que apretara el tornillo de la reacción, los republicanos le amenazaron con un movimiento, en el cual, como era bien notorio, los trabajadores serian el principal elemento de combate. Sólo en Cataluña habia como unos cien mil hombres bien organizados en uniones de oficio y más de ochenta mil españoles pertenecian a la Internacional, celebrando regularmente sus congresos, y pagando puntualmente sus cotizaciones a la Asociación, con una conciencia del deber verdaderamente española.

Puedo hablar de este asunto porque personalmente vi sobre el terreno, y sé que se estaba dispuesto a proclamar la República federal en España, dar independencia a las colonias y en algunas de las regiones más avanzadas intentar algo serio en sentido colectivista. Esta amenaza permanente fue la que impidió que la monarquia española suprimiera todas las organizaciones de agricultores y obreros, e inaugurase una franca reacción clerical.

También en Italia existian condiciones muy semejantes: las uniones de oficios en el norte del país no habían alcanzado la tuerza que hoy tienen; pero partes importantes de la nación se hallaban sembradas de secciones de la Internacional y de grupos republicanos. La monarquía se hallaba bajo una amenaza constante de ser derribada, en cuanto los republicanos de la clase media apelaran a los elementos revolucionrios existentes entre los trabajadores.

En suma, volviendo la vista atrás, hacia esos años, de los que nos hallamos separados por un cuarto de siglo, estoy firmemente persuadido de que, si Europa no pasó por un período de terrible reacción después de 1871, fue debido principalmente al espíritu revolucionario que se difundió por la Europa occidental antes de la guerra franco-alemana, y que desde entonces se ha mantenido vivo por los anarquistas internacionales, los blanquistas, los mazzinianos y los republicanos cantonales españoles.

Los marxistas, como es de suponer, absortos por sus luchas electorales, apenas se enteraron de nada de esto. Procurando no atraer el rayo de Bismarck sobre sus cabezas, y temiendo, ante todo, que el espíritu revolucionario pudiera hacer su aparición en Alemania, dando lugar a represiones a las que no se encontraban con fuerzas para resistir, no sólo repudiaron, como cuestión de táctica, toda clase de relación con los revolucionarios de Occidente, sino que gradualmente llegaron a sentirse inspirados de odio hacia dicha tendencia, denunciándola con virulencia donde quiera que hacia su aparición, hasta cuando vieron sus primeras manifestaciones en Rusia.

Ningún periódico revolucionario podía publicarse en aquella época en Francia, bajo la férula de Mac Mahón; el canto mismo de La Marsellesa era considerado como un crimen, y una vez (en Mayo de 1878) quedé extraordinariamente sorprendido al ver el terror que se apoderó de varios viajeros que iban en el mismo tren que yo, al oir a unos cuantos reclutas entonar la canción revolucionaria. ¿Es permitido otra vez cantar eso? -se preguntaban unos a otros asustados. La prensa francesa no contaba con ninguna publicación socialista; la española estaba bien redactada, y algunos de los manifiestos de sus congresos eran admirables exposiciones del socialismo anarquista; pero ¿quién conoce las ideas españolas fuera de España? En cuanto a los periódicos italianos, todos tenian una vida efímera, apareciendo, desapareciendo y volviendo a reaparecer en otra parte con nombre distinto; y a pesar de la verdadera importancia que algunos de ellos tenian, no consiguieron ver extendida su circulación más allá de la frontera, por cuya razón, la Federación del Jura, con sus órganos impresos en francés, vino a ser el centro del sostenimiento y la expresión, en los pueblos latinos, del espiritu que, lo repito, salvó a Europa de un negro periodo de reacción, siendo, al mismo tiempo, el terreno sobre el cual las concepciones teóricas del anarquismo se formularon por Bakunin y sus partidarios, en un lenguaje que fue comprendido en toda la Europa continental.


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III

Un crecido número de hombres notables, de diferentes nacionalidades, quienes en su gran mayoría habían sido amigos personales de Bakunin, pertenecían en aquel tiempo a la Federación del Jura.

El editor de nuestro principal periódico, el Bulletin de la Fédération Jurassienne, era James Guillaume, profesor de instrucción pública, que pertenecía a una familia aristocrática de Neuchätel. Pequeño, delgado, con la apariencia severa y resuelta de un Robespierre y con un corazón verdaderamente hermoso, que sólo se daba a conocer entre sus íntimos, era un jefe innato por sus exuberantes facultades para el trabajo y su actividad incansable. Durante ocho años luchó contra toda clase de obstáculos para mantener la vida del periódico, tomando una parte muy importante en todo lo concerniente a la feleración, hasta que hubo de abandonar Suiza, donde no encontraba trabajo de ninguna clase, y establecerse en Francia, en cuyo país se citará algún día su nombre con gran respeto én la historia de la enseñanza.

Adhemar Schwitzguebel, también suizo, era el tipo del jovial, alegre y vivo relojero de las montañas del Jura, por la parte de Berna. Siendo su oficio grabador de relojes, nunca intentó abandonar su posición de obrero manual, y contento siempre y activo, sostenía a una numerosa familia a través de los tristes períodos en que el trabajo era escaso y los jornales reducidos. Su aptitud para estudiar una cuestión económica o política dificil, y después de pensar bien sobre ella, considerarla desde el punto de vista obrero, sin despojarla de su profunda significación, era admirable. Lo conocían bastante en la serrania, teniendo muchos y buenos amigos entre los trabajadores de todos los países.

Contrastaba con éste otro suizo, relojero también, llamado Spichiger; era un filósofo, tanto en el pensar como en los movimientos, de aspecto inglés, que siempre procuraba depurar los hechos, impresionándonos a todos por la exactitud de las conclusiones a que llegaba, al ocuparse de una infinidad de asuntos, mientras se hallaba ocupado en rematar tapas de relojes.

En torno de estos tres se reunían muchos trabajadores entusiastas y convencidos, amantes apasionados de la libertad y felices de poder tomar parte en un movimiento de tan risueño porvenir, destacándose entre ellos un numeroso grupo de jóvenes inteligentes y despiertos, en su mayoría relojeros también, que se hallaban animados de los más levantados propósitos y dispuestos a sacrificarse por la idea.

Varios refugiados de la Commune de París se habían unido a la federación. El gran geógrafo Eliseo Reclus era uno de ellos; tipo del verdadero puritano en sus costumbres, y del filósofo enciclopedista francés del siglo XVIII por su entendimiento; hombre capaz de inspirar a los demás, pero no dispuesto a gobernarlos ni a dirigirlos; anarquista cuyo ideal es el resumen de un amplio e intimo conocimiento de las formas de vida de la humanidad, bajo todos los climas y en todos los periodos de civilización; que ha escrito libros dignos de figurar al lado de los más importantes de la época, con un estilo y hermosura tal que conmueven al mismo tiempo el pensamiento y la conciencia, y que al entrar en la redacción de un periódico anarquista, dice al gerente, aun cuando sea un niño comparado con él: Decidme lo que tengo que hacer, sentándose como el más humilde redactor a llenar cuartillas para el próximo número. En la Comuna de Paris, se limitó sencillamente a tomar un fusil y ser un soldado de fila; y si invita a un colaborador a ayudarle en la composición de un volumen de su universalmente famosa geografia, y aquél le interroga timidamente respecto a qué ha de hacer, al punto le responderá: Aqui están los libros; ahi la mesa. Haced lo que queráis.

A su lado se hallaba Lefrançais, hombre de alguna edad, que fue profesor de instrucción pública en otro tiempo y que habia estado tres veces emigrado después de junio del 48, a causa del golpe de Estado de Napoleón, y tras los acontecimientos de 1871. Ex-miembro de la Comuna, y por consiguiente, uno de aquellos de quien se decia que habian salido de Paris con los bolsillos repletos de millones, trabajó de mozo de estación en el ferrocarril de Lausana, estando a punto de perder la vida en tal ocupación, que reclamaba espaldas más fuertes que las suyas. Su libro sobre la Comuna es el que contiene la verdadera significación histórica de aquellos acontecimientos. Soy comunalista, pero no anarquista -decia-; no puedo estar al lado de locos semejantes, y, sin embargo, con nadie estaba más que con nosotros, porque, como solía decir, a pesar de todo, sois la gente que más me gusta, pues se puede trabajar a vuestro lado sin perder uno su individualidad.

Otro de los ex-miembros de la Comuna que se encontraba entre nosotros era Pindy, un carpintero del norte de Francia e hijo adoptivo de Paris, donde se dio a conocer durante una huelga sostenida por la Internacional, por su energía y clara inteligencia, siendo después elegido para el mencionado cargo, y recibiendo de la Comuna el nombramiento de gobernador del palacio de las Tullerías.

Cuando las tropas versallescas entraron en Paris, fusilando a sus prisioneros a centenares, tres hombres, por lo menos, fueron pasados por las armas en düerentes partes de la capital, a quienes tomaron por él. Sin embargo, una vez terminada la lucha, fue ocultado por una joven valerosa, de oficio costurera, que le salvó gracias a su serenidad y que más tarde vino a ser su compañera. Sólo a los doce meses después de aquellos sucesos pudieron abandonar Paris sin ser vistos y venir a Suiza. Aquí aprendió el oficio de ensayador de metales, en lo que se hizo muy hábil, pasando los días al lado de la enrojecida estufa, y las noches dedicado apasionadamente a trabajos de propaganda, en los cuales combinaba admirablemente el ardor del revolucionario con el buen sentido y facultades organizadoras, caracteristicas del trabajador parisiense.

Pablo Brousse era entonces un médico joven, lleno de actividad mental, vivo, alegre, animado, dispuesto a desarrollar cualquier idea, con una lógica matemática hasta sus últimas consecuencias, fuerte en la critica del Estado y su organización, y hallaba tiempo suficiente para publicar dos periódicos, uno en francés y otro en alemán, escribir una multitud de voluminosas cartas y ser el alma de las reuniones nocturnas de obreros, a todo lo cual se unía un trabajo constante dedicado a organizar trabajadores, con esa delicadeza de concepto propia de un verdadero meridional.

Entre los italianos que colaboraban con nosotros en Suiza, se hallaban dos compañeros cuyos nombres permanecieron siempre asociados y no se han de olvidar muy fácilmente en Italia, siendo ambos íntimos amigos de Bakunin; estos hombres se llamaban Cafiero y Malatesta. El primero era un idealista del tipo más puro y elevado, que había consagrado su considerable fortuna a la causa, sin preocuparse después de cómo podría vivir en el porvenir; un pensador sumergido en especulaciones filosóficas; un hombre incapaz de hacer daño a nadie, y sin embargo, tomó un fusil y marchó a los montes de Benevento, cuando él y sus amigos calcularon que un alzamiento de carácter socialista deberia intentarse, aunque no fuera más que para dar a conocer al pueblo que sus actos de rebeldia contra los cobradores de impuestos, era necesario que revistieran mayor alcance y más profundo significado. Malatesta era un estudiante de medicina que había abandonado su carrera y también su fortuna por dedicarse a la revolución; lleno de ardor e inteligencia, verdadero idealista, que en toda su vida -y ya se aproxima a los cincuenta- no ha pensado jamás si tendrá un pedazo de pan para la cena y una cama donde pasar la noche. Sin tener siquiera una habitación que poder llamar suya, ha visto correr los dias vendiendo helados en las calles de Londres para poder vivir, y las noches escribiendo brillantes articulos para la prensa italiana. Preso en Francia, expulsado después, condenado de nuevo en Italia, confinado en una isla, fugado y vuelto de nuevo de incógnito a su pais; siempre en la vanguardia, ya sea en Italia o en otra parte, ha perseverado en esta clase de vida durante más de treinta años sucesivos. Y cuando lo volvemos a encontrar recién venido de una prisión o fugado de alguna isla, lo hallamos tal como estaba la última vez que lo vimos; siempre dispuesto a continuar la lucha, con el mismo amor a sus semejantes, la misma falta de rencor contra sus adversarios y carceleros, la misma franca sonrisa para el amigo e igual afecto para las criaturas.

Entre nosotros el número de rusos era limitado, habiéndose ido la mayor parte con los demócratas socialistas. Estaban, sin embargo, a nuestro lado, Jukovsky, amigo de Herzen, que había abandonado a Rusia en el 63 -hombre perteneciente a la nobleza, elegante, vivo e inteligente, que tenia gran partido entre los trabajadores- y que, más que ninguno de nosotros, poseía lo que llaman los franceses l'oreille du peuple (el arte de conquistar el auditorio), porque conocía el modo de entusiasmarlo, mostrándole el importante papel que estaba llamado a representar en la reconstrucción de la sociedad, levantando su ánimo ante la vista de los grandes hechos históricos, arrojando un rayo de luz en los más árduos problemas económicos, y electrizando con su franqueza y sinceridad. Y Sokolov, que había pertenecido al cuerpo de Estado Mayor ruso y era un admirador de Pablo Luis Courier por su entereza, y de Proudhón por sus ideas filosóficas, cuya propaganda en artículos de revista trajo al campo socialista fuerzas de consideración.

Sólo hago aquí mención de aquellos que se hicieron generalmente conocidos como escritores, delegados a los congresos o en algún otro concepto. Y sin embargo, no dejo de preguntarme si no haría mejor en hablar de aquellos que, a pesar de no haber visto jamás sus nombres en letras de molde, tuvieron tanta importancia en la vida de la federación como cualquiera de los otros, peleando con constancia y energía, sin salir del seno de la masa anónima, y siempre dispuestos a tomar parte en cualquier arriesgada empresa, sin preguntar nunca si el trabajo seria grande o pequeño, modesto o distinguido, si traería importantes consecuencias o sería simplemente fecundo en molestias infinitas para sus familias y ellos.

Debería también mencionar a los alemanes Werner y Rínke, que llegaron a pie desde Bélgica al congreso suizo, y al español Albarracín, estudiante a quien un movimiento popular puso a la cabeza de la comuna de Alcoy, y a otros muchos; pero temo que estos ligeros bocetos míos no despierten en el lector la misma impresión de respeto y cariño, con que cada uno de los que constituían esta pequeña familia, se hacía apreciar por los que lo trataban personalmente.


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IV

De todas las poblaciones suizas que conozco, La Chaux-de-Fonds es tal vez la menos atractiva; situada en una alta meseta desprovista de toda vegetación y abierta a los vientos frios de un riguroso invierno, cae en ella la nieve en tanta cantidad como en Moscú, y se derrite y vuelve a caer con tanta frecuencia como en San Petersburgo. Pero era conveniente extender nuestras ideas y dar más vida a la propaganda local. Alli estaban Pindy, Spichiger, Albarracín y el blanquista Ferré, y Jallot; pudiendo yo de cuando en cuando ir a hacerle una visita a Guillaume en Neuchätel y a Schwitzguebel en el valle de Saint-Imier.

Entonces empezó para mi una vida de trabajo atractivo. Celebramos muchos mitines, distribuyendo nosotros mismos las convocatorias por los cafés y talleres. Una vez a la semana se reunia nuestra sección, lo que daba lugar a las más animadas discusiones, y también ibamos a predicar el anarquismo a las reuniones promovidas por los partidos políticos. Yo viajé mucho en aquellos dias, visitando otras secciones y ayudándolas en lo que podia.

Durante aquel invierno conquistamos muchos prosélitos; pero la marcha normal de la propaganda se vio entorpecida por una crisis en la industria relojera. La mitad de los obreros se hallaban parados o trabajando sólo menos tiempo del regular; asi que el municipio tuvo que abrir cocinas económicas, donde se proporcionaban raciones al precio de costo.

El taller cooperativo establecido en La Chauxde-Fonds, por los anarquistas, en el cual las utilidades se dividian por igual entre todos sus miembros, encontró muy dificil hallar trabajo, a pesar del crédito de que gozaba, y Spichiger tuvo que recurrir varias veces a cardar lana para poder vivir.

Todos nosotros tomamos parte aquel año en una manifestación que se hizo en Berna, llevando a la cabeza la bandera roja. La ola de la reacción habla llegado hasta Suiza, y estaba prohibido por la policia de dicha ciudad hacer uso de la bandera de los trabajadores, a pesar de ser un derecho consignado en la Constitución. Era, pues, necesario manifestar que, a lo menos, ya que no en todas, en algunas poblaciones aquéllos no estaban dispuestos a permitir que se pisotearan sus libertades, y se encontraban decididos a oponer resistencia. Por esto fuimos todos a dicha ciudad en el aniversario de la Commune a pasear la bandera roja por las calles, a pesar de la prohibición.

Esto, como era de esperar, produjo un choque con la fuerza pública, del cual resultaron dos compañeros acuchillados y dos policías gravemente heridos; pero el simbolo de redención se salvó de la refriega, siendo conducido en triunfo al salón donde se celebró después un animado mitin. Creo inútil agregar que los llamados jefes iban entre la masa y pelearon como los demás. En el asunto resultaron complicados cerca de treinta ciudadanos suizos, todos los cuales pidieron ser procesados, y los dos que hirieron a los agentes se presentaron espontáneamente, confesándose autores del hecho. Mucho ganó la idea cuando se vio en la Audiencia esta causa, pues quedó demostrado que todas las libertades deben defenderse con energía si se quiere que no se pierdan. Gracias a semejante actitud, las sentencias fueron relativamente leves, no pasando la máxima de tres meses de cárcel.

El gobíerno de Berna, sin embargo, prohibió que se sacara a la calle la bandera roja en ningún lugar del cantón, en vista de lo cual, la Federación del Jura decidió hacer lo contrario, aceptando el reto de las autoridades de Saint-Imier, donde debíamos celebrar nuestro congreso anual aquel año. Esta vez casi todos íbamos armados y dispuestos a defender nuestra bandera hasta el último extremo. Un fuerte destacamento de policia había sido colocado en una plaza para cerrar el paso a la manifestación, y una parte de la milicia se hallaba dispuesta, con pretexto de tirar al blanco, en un campo inmediato, cuyos disparos oíamos distintamente al recorrer la población. Pero cuando nuestra columna apareció en la plaza y se juzgó por su aspecto que el choque habría de revestir un carácter de gravedad, el alcalde nos dejó seguir nuestro camino, sin molestamos hasta llegar al salón donde se debía celebrar la reunión referida.

Ninguno de nosotros deseaba un rompimiento; pero el influjo de aquella marcha en orden de combate, acompañada de música marcial, fue de tal índole que no puedo decir cuál de estos dos sentimientos dominaba más en nosotros en el primer momento de nuestra llegada al salón: si el de satisfacción por habernos librado de una iucha que ninguno deseaba, o el de disgusto porque aquélla no se hubiera realizado. El hombre, en verdad, es un ser muy complejo.

Nuestra principal actividad, sin embargo, estaba consagrada a desenvolver los aspectos prácticos y teóricos del socialismo anarquista, y en este sentido la federación ha realizado, indudablemente, algo que durará.

Veiamos que una nueva forma de la sociedad empezaba a germinar en las naciones civilizadas, la cual debia reemplazar a la antigua; una sociedad de iguales, donde nadie se verá obligado a vender sus brazos y su inteligencia a aquellos que quieren emplearlos cuando y como mejor les convenga, sino que todos podrán aplicar sus conocimientos y aptitudes a la producción en un organismo de tal modo constituido, que al mismo tiempo que combine los comunes esfuerzos, a fin de procurar la mayor suma posible de bienestar para todos, deje a cada uno la mayor libertad imaginable, con objeto de que pueda manifestarse sin obstáculos toda iniciativa individual. Esta sociedad se compondrá de una multitud de asociaciones federadas para todo aquello que reclama esta forma de agrupación: federaciones de oficios para la producción en general, agrícola, industrial, intelectual, artistica; municipios encargados de organizar el consumo, proporcionando alojamiento, alumbrado, alimentos, servicio sanitario, etc.; federación de los municipios entre si, y de éstos con las organizaciones de oficio, y, finalmente, grupos más extensos, abarcando una o varias regiones, compuestas de individuos encargados de colaborar en la satisfacción de aquellas necesidades económicas, intelectuales, artisticas y morales que no se hallan limitadas a un país determinado. Todo esto se combinará directamente por medio del concierto libre, del mismo modo que las compañias de ferrocarriles o las centrales de correos de diferentes naciones cooperan actualmente, sin tener un gobierno encargado de su dirección, y esto sucede, a pesar de estar guiadas las primeras por móviles puramente egoistas, y pertenecer las segundas a diferentes y aun antagónicos Estados, o como los meteorólogos, los club alpinos, las estaciones de botes salvavidas en la Gran Bretaña, los ciclistas, los maestros y otros, se combinan para toda clase de trabajo en común, ya se trate de empresas intelectuales o simplemente de recreo y placer. Habrá libertad completa para el desenvolvimiento de nuevas formas de producción, inventos y organización, y la iniciativa individual será estimulada, haciéndose lo contrario con la tendencia hacia la uniformidad y centralización. Además, esta sociedad no estará cristalizada en ciertas e invariables formas, sino que modificará continuamente su aspecto, porque será un organismo vivo y sujeto a la evolución, no sintiéndose la necesidad de tener gobierno, porque el libre acuerdo y la federación lo reemplazarán en todas aquellas funciones que el Estado considera suyas al presente, y porque también, habiéndose reducido las causas del conflicto, los que aun se vean surgir pueden someterse fácilmente al arbitraje.

Ninguno de nosotros desconocia la importancia y magnitud del cambio a que aspirábamos. Comprendiamos que las ideas corrientes respecto de la necesidad de la existencia de la propiedad de la tierra, fábricas, minas, habitaciones y todo lo demás, como medio de asegurar el progreso industrial, y del sistema del salario, como la manera de obligar a los hombres a trabajar, no cederían fácilmente el puesto a concepciones más perfectas de propiedad y producción socializadas. Sabíamos que una propaganda penosa y una larga serie de combates, de rebeldías individuales y colectivas contra el régimen de propiedad existente, de sacrificios personales, de movimientos y revoluciones parciales habían de surgir, y por ello era necesario pasar antes que las naturales ideas sobre la propiedad privada sufrieran modificación. Y no ignorábamos tampoco que el actual modo de pensar concerniente a la necesidad de la autoridad, en el cual todos hemos sido amamantados, no era posible ni debía esperarse que fuera abandonado de golpe por los pueblos civilizados.

Largos años de propaganda y una prolongada serie de actos parciales de rebeldía contra la autoridad, así como una modificación radical en la enseñanza que hoy se desprende de la historia, se hacian indispensables antes de que los hombres comprendieran que se habían engañado al atribuir a sus gobernantes y sus leyes lo que se derivaba en realidad de sus inclinaciones y hábitos sociales. Todo eso lo conocíamos, pero sabíamos también que, al predicar la reforma en estas dos direcciones, ayudariamos a la corriente del progreso humano.

Cuando adquiri un conocimiento más exacto de las poblaciones obreras y de los que con ellas simpatizaban, procedentes de las clases más ilustradas, pronto me convenci de que apreciaban su libertad personal más aún que su bienestar material.

Hace cincuenta años, los trabajadores estaban dispuestos a vender su libertad personal a los gobernantes de todas clases y hasta a un César, a cambio de una promesa de mejoramiento personal; pero hoy, afortunadamente, ya no sucede eso. Vi igualmente que la fe ciega en los gobernantes elegidos, aun cuando hubieran sido elegidos entre los jefes más caracterizados del movimiento obrero, iba desvaneciéndose entre los trabajadores de los pueblos latinos. Primero necesitamos saber qué es lo que nos hace falta, para poder después realizarlo por nosotros mismos, era una idea que encontré muy desarrollada entre ellos, mucho más extendida de lo que generalmente se cree. La sentencia ya consignada en los estatutos de la Internacional, y que decía: La emancipación de los trabajadores debe ser obra de los trabajadores mismos, halló en todas partes generales simpatías, y ha echado raíces en las conciencias, siendo plenamente confirmada por la triste experiencia de la Comuna.

Al estallar la insurrección, un considerable número de hombres, pertenecientes a la clase media, estaba dispuesto a dar, o al menos a aceptar, un nuevo paso en el sentido de la reforma social. Cuando mi hermano y yo saliamos de nuestro alojamiento -me dijo una vez Eliseo Reclus-, tropezábamos a cada momento con personas pertenecientes a todas las clases sociales, hasta las más acomodadas, que nos preguntaban: Decidnos lo que hay que hacer. Estamos dispuestos a ensayar un nuevo régimen. Pero nosotros no nos hallábamos preparados para responder a esa interrogación.

Jamás gobierno alguno habia sido tan verdaderamente representante de todos los partidos avanzados como lo fue el Consejo de la Comuna, elegido el 25 de marzo de 1871. Opiniones revolucionarias de todos los matices, como blanquistas, jacobinos e internacionales, se hallaban representadas en él en justa proporción. Y sin embargo, como los trabajadores no tenian ideas claras de reformas sociales que imprimir a sus representantes, el gobierno de la Comuna no hizo nada en semejante sentido. El solo hecho de haber estado encerrados en el Hotel de Ville y alejados de las masas, hubiera bastado para paralizarlos.

Para que triunfe el socialismo, las ideas de no gobierno, de confianza en si mismo, de libre iniciativa, del anarquismo, en una palabra, tienen necesariamente que propagarse, al mismo tiempo que las de socialización de la propiedad y de la producción.

Nosotros, indudablemente, preveiamos que si se dejaba al individuo en libertad completa para expresar sus ideas y para obrar en conformidad, habríamos de tropezar con algunas extravagantes exageraciones de nuestros principios, cosa que yo habia visto en el movimiento nihilista en Rusia. Pero confiábamos -y la experiencia ha demostrado que teniamos razón- que la vida social por si misma, acompañada de una franca y sincera critica de opiniones y actos, seria el medio más eficaz de depurar las opiniones y despojarlas de inevitables exageraciones. Ajustábamos, pues, nuestra conducta al antiguo adagio que dice que los males momentáneos que produce la libertad, se curan con ella misma. Existe en la humanidad un núcleo de hábitos sociales -herencia del pasado, no apreciada aún debidamente- que no se mantiene por la imposición y es superior a ella. Sobre él está basado todo el progreso de la humanidad, y mientras ésta no empiece a deteriorarse física e intelectualmente, no hay temor de que lo destruya ninguna clase de critica o de protesta pasajera que se levante contra él. En tales opiniones me he ido afirmando cada vez más, a medida que aumentaba mi conocimiento de hombres y cosas.

Nos hicimos cargo, desde luego, de que semejante cambio no es posible que se produzca por la iniciativa de un hombre de genio, que no puede ser obra de una individualidad aislada, sino el resultado del trabajo constructivo de las masas; asi como las formas de procedimiento judicial que se elaboraron en la primera época del periodo medioeval, la comunidad del pueblo, el municipio, la ciudad de entonces y los fundamentos de la ley internacional, fueron consecuencia de la labor constante del pueblo mismo.

Muchos de nuestros predecesores se han ocupado de describir sociedades ideales, basándolas generalmente en el principio de autoridad, y en raras ocasiones en el de la libertad. Robert Owen y Fourier han dado al mundo sus concepciones de una ciudad libre, orgánicamente desarrollada, en oposición a aquellas otras de forma piramidal, copiadas del imperio romano o de la Iglesia católica. Proudhon ha continuado la obra de los primeros, y Bakunin, aplicado su claro y profundo conocimiento de la filosofía de la historia a la crítica de las presentes instituciones, construyó en tanto que demolía. Pero todo eso no era más que un trabajo preparatorio.

La Asociación Internacional de Trabajadores inauguró un nuevo medio de resolver los problemas de la sociología práctica, apelando a los trabajadores mismos. Los hombres instruidos, que habían ingresado en la referida asociación, sólo se encargaron de ilustrar a los primeros respecto de lo que ocurría en otros países, analizar los resultados obtenidos y más tarde ayudarles a formular sus conclusiones.

No pretendimos hacer surgir un Estado ideal, como consecuencia de nuestros puntos de vista teóricos, respecto a lo que debería ser la sociedad, sino que creímos más acertado invitar a los trabajadores a investigar las causas de los presentes males, y en sus discusiones y congresos considerar los aspectos prácticos de una organización social mejor que ésta en la cual vivimos.

Una proposición presentada en un congreso internacional se recomendaba como objeto de estudio a todas las uniones de oficios. En el transcurso del año era discutida en toda Europa, en las pequeñas asambleas de las naciones, con profundo conocimiento de cada industria y cada localidad, después de lo cual el dictamen de aquéllas se presentaba en el primer congreso de cada federación regional, siendo finalmente sometido, en una forma más acabada, al próximo congreso internacional.

La estructura de la sociedad por la que tanto habíamos suspirado se hallaba realizada, teórica y prácticamente; la ímpulsión partía de abajo arriba, correspondiendo a la Federación del Jura una parte importante en la elaboración del ideal anarquista.

En cuanto a mí, colocado como estaba en tan favorables condiciones, pronto llegué gradualmente a comprender que el anarquismo representa algo más que un mero modo de acción y una mera concepción de una sociedad libre, y que forma parte de una filosofía natural y social, que debe desarrollarse de una manera completamente distinta de los sistemas metafísicos y dialécticos empleados en las ciencias que se ocupan del hombre. Vi claramente que debe ser tratado por los mismos procedimientos aplicados a las ciencias naturales, no ciertamente en el terreno inseguro de simples analogías, tales como las que acepta Herbert Spencer. sino sobre las sólidas bases de la inducción aplicada a las instituciones humanas. Haciendo por mi parte cuanto me fue posible por trabajar en tal dirección.


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V

En el otoño de 1877 se celebraron dos congresos en Bélgica: uno de la Asociación Internacional de Trabajadores en Verviers, y el otro, socialista e internacional en Gante. El último, sobre todo, era importante, pues se sabía que los demócratas socialistas alemanes intentarían reunir todo el movimiento obrero de Europa en una organización dependiente de un Comité Central, que vendría a ser el antiguo Consejo General de la Internacional, con otro nuevo nombre. Era, pues, necesario preservar la autonomía de las organizaciones obreras en los pueblos latinos, e hicimos cuanto estuvo en nuestras manos por estar bien representados en dicho congreso. Yo asistí a él bajo el seudónimo de Levashov; dos alemanes, el tipógrafo Werner y el mecánico Rinke, hicieron casi todo el viaje a pie desde Basilea a Bélgica, y aunque entre todos no éramos más que nueve anarquistas en Gante, conseguimos hacer fracasar el proyecto de centralización.

De entonces acá han pasado veintidós años; varios han sido los congresos socialistas internacionales celebrados, y en cada uno de ellos ha surgido nuevamente la misma contienda; los demócratas socialistas, procurando alistar bajo sus banderas y tener bajo su dominio a todo el movimiento obrero europeo, y los anarquistas oponiéndose a ello y evitándolo.

¡Qué cantidad tan grande de fuerza perdida, de palabras fuertes cambiadas y esfuerzos divididos, sencilla y únicamente porque los que han adoptado la forma de conquista del poder dentro del estado actual no comprenden que la actividad en este sentido no puede abarcar a todo el movimiento socialista! Desde sus comienzos, el socialismo siguió en su desenvolvimiento tres líneas independientes representadas por Saint-Simon, Fourier y Robert Owen. El saintsimonismo ha venido a parar en la democracia socialista, y el fourierismo en el anarquismo, en tanto que el owenismo se desarrolla en Inglaterra y los Estados Unidos bajo la forma de uniones de oficios, de cooperación y del llamado socialismo municipal, permaneciendo hostil al socialismo de Estado demócrata socialista y teniendo muchos puntos de contacto con el anarquismo. Pero a causa de no haberse logrado reconocer que los tres se dirigen hacia una meta común por tres caminos diferentes, y que los dos últimos contribuyen eficazmente al progreso humano, se ha dejado transcurrir un cuarto de siglo ocupados en la ingrata tarea de realizar la imposible utopia de un solo movimiento obrero, según el molde demócrata socialista.

El congreso de Gante terminó para mi de un modo inesperado. A los dos o tres días de su inauguración supo la policla quién era Levashov, y recibió orden de arrestarme por haber faltado a las ordenanzas gubernativas al dar en el hotel un nombre supuesto.

Mis amigos belgas me previnieron de lo que ocurría; me aseguraron que el ministerio clerical, que estaba en el poder, era capaz de entregarme a Rusia, e insistieron en que abandonara desde luego el congreso, empeñándose en que no había de volver al hotel. Guillaume me cerró el paso, diciendo que tendria que hacer uso de la fuerza material si insistía en querer ir a él. Tuve, pues, que marcharme con algunos de los compañeros de la localidad, y apenas me uní a ellos, empecé a oír voces veladas y silbidos que partian de todos los ángulos de una plaza poco alumbrada, en la que había diseminados grupos de trabajadores; todo aquello parecía muy misterioso; al fin, después de mucho cuchicheo y vacilaciones, varios compañeros me llevaron a casa de un obrero demócrata socialista, donde tenía que pasar la noche, y que me recibió, a pesar de ser yo anarquista, con la afabilidad y el cariño de un hermano.

A la mañana siguiente tomé de nuevo el camino para Inglaterra a bordo de un vapor, provocando benévolas sonrisas entre los aduaneros ingleses, que me preguntaban por mi equipaje, mientras yo no llevaba más que un pequeño saco de mano.

No permanecí largo tiempo en Londres. En las admirables colecciones del Museo Británico estudié los principios de la Revolución francesa -de qué modo surgen las revoluciones-, pero necesitaba más actividad, y pronto me fui a Paris. Un renacimiento de agitación obrera empezaba alli después de los tristes sucesos de la Comuna. Con el italiano Costa y los pocos amigos anarquistas con que contábamos entre los trabajadores de la gran ciudad, así como con Julio Guesde y sus colegas, quienes no eran estrictamente demócratas socialistas en aquella época, formamos los primeros grupos socialistas.

Nuestros comienzos fueron ridículamente pequeños: una media docena nos reuniamos en un café, y cuando en un mitin el auditorio llegaba a unas cien personas, nos considerábamos dichosos. Nadie hubiera podido calcular entonces que dos años más tarde el movimiento se hallaría en todo su apogeo.

Pero en Francia las ideas tienen su modo especial y característico de desarrollarse; cuando la reacción ha vencido, todas las trazas visibles de agitación desaparecen, siendo pocos los que se hallan dispuestos a luchar contra la corriente. Pero de un modo algo misterioso, por una especie de infiltración de las ideas, se le empieza a minar el terreno a la reacción; una nueva corriente se presenta, y entonces obsérvase de manera evidente y repentina que lo que se juzgaba muerto, no sólo se halla vivo, sino que ha ido extendiéndose y ensanchándose durante todo ese tiempo, y tan pronto como la manifestación de la conciencia pública se hace posible, miles de partidarios, cuya existencia nadie sospechaba, aparecen en escena. Hay en París -solía decir el antiguo revolucionario Blanqui- cincuenta mil hombres que nunca van a un mitin o a una manifestación, pero que, desde el momento que ven que el pueblo está en la calle, acuden a prestar su concurso y favorecer la insurrección. Otro tanto pasó entonces: no llegábamos a veinte los promotores de la agitación, ni a doscientos los que la sostenian abiertamente. En la primera conmemoración de la Comuna, en marzo de 1878, con seguridad que no llegábamos a ese número; pero dos años después, una vez votada la amnistia, la población de Paris salió a la calle a recibir a los comunalistas que volvian, y acudieron a millares para vitorearlos en los mitines, y el movimiento socialista adquirió una rápida expansión, arrastrando en pos de si a los radicales.

Antes de ese momento, la situación era aun dificil, y una noche, en abril de 1878, Costa y un compañero francés fueron detenidos y condenados a dieciocho meses de cárcel, por internacionales. Yo me escapé de correr la misma suerte, debido sólo a una equivocación: la policia buscaba a Levashov, y fue a detener a un estudiante ruso cuyo nombre era muy parecido a ese; y yo, que habia dado el mio verdadero, seguí viviendo en Paris un mes más, marchándome luego a Suiza, de donde me llamaban.


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VI

Durante esta permanencia en París trabé mis primeras relaciones de amistad con Turguéniev, quien había expresado a nuestro común amigo P. L. Lavrov el deseo de verme, y, como un verdadero ruso, celebrar mi fuga con un modesto banquete familiar.

Con un sentimiento de profundo respeto, que rayaba en veneración, atravesé los umbrales de su puerta. Si con sus Notas del Cazador prestó a Rusia el inmenso servicio de hacer más odiosa aún la servidumbre (en esa época ignoraba yo que había colaborado en una publicación tan importante como Kolokol, de Herzen), con sus demás novelas fue igualmente muy útil a su patria. Ha mostrado lo que es la mujer rusa, qué grandeza de pensamiento y corazón atesora, y lo que puede ser como inspiradora del hombre, haciéndonos ver de qué modo miran a las mujeres que aman aquellos a quienes con algún fundamento se les considera como seres superiores. En mi ánimo, como en el de miles de mis contemporáneos, esta parte de su doctrina causó una impresión indeleble, mucho más eficaz que los mejores artículos sobre los derechos de la mujer.

Su aspecto es bien conocido: alto, de fuerte complexión, la cabeza cubierta de una fina y espesa cabellera gris; era lo que se llama una hermosa figura; en sus ojos brillaba la inteligencia, descubríase en su mirada un toque de dulce ironía, y todas sus maneras atestiguaban esa sencillez y falta de afectación que son características de los mejores escritores rusos. Su admirable cráneo revelaba un vasto desarrollo cerebral, y a su muerte, cuando Pablo Bert y Pablo Reclus (el médico) pesaron su masa encefálica, pasaba de los dos mil gramos, y esta cifra aventajaba tanto a las más elevadas entonces conocidas -la del cerebro de Cuvier-, que desconfiando de la balanza, buscaron otras, a fin de comprobar la operación.

Su conversación era indudablemente notable: hablaba como escribía, en imágenes; cuando queria desarrollar un pensamiento, no acudia a argumentos, a pesar de ser un maestro en discusiones filosóficas, sino que lo ilustraba con un cuadro, presentábalo en forma tan artística como si lo hubiera tomado de una de sus novelas.

Debéis conocer muy a fondo el carácter francés, el alemán y el de otros pueblos, a causa del tiempo que habéis vivido en el extranjero -me dijo una vez-. ¿No habéis notado que hay una profunda sima entre muchas de sus concepciones y el modo de ver que nosotros, los rusos, tenemos sobre el mismo particular, existiendo puntos sobre los cuales jamás nos pondremos de acuerdo?

Yo le contesté que no me había fijado en ello.

Sí, los hay -replicó él-. He aquí un ejemplo: una noche nos hallábamos en el estreno de una comedia; yo estaba en un palco con Flaubert, Daudet y Zola (No estoy seguro de que nombrase a ambos, Daudet y Zola, pero sí de que indudablemente se refirió a uno de los dos). Todos eran hombres de opiniones avanzadas, y el argumento de la obra tal como sigue: Una mujer, después de separarse de su marido, había vuelto a amar, y ahora vivia con otro, a quien se representaba en la obra como una persona excelente. Durante años habían disfrutado de felicidad. Los dos hijos de ella -una niña y un varón- eran pequeños cuando se efectuó la separación; ahora ya habían crecido, y durante todo este tiempo consideraron a aquel hombre como su verdadero padre; ella tenía unos dieciocho años y él diecisiete. El supuesto padre les profesaba un afecto como si realmente hubieran sido sus hijos, y ellos correspondían a su cariño.

La escena representaba la familia reunida a la hora de almorzar. La muchacha entra y se aproxima al que hace las veces de padre, quien va a darle un beso; pero el joven, que ha llegado a enterarse de todo, se interpone gritando: ¡No oséis tocarla! (¡N'osez pas!).

Esta exclamación arrebató al teatro, y los aplausos estallaron por todos lados; Flaubert y los otros tomaron parte en ellos, y yo quedé disgustadísimo.

¡Cómo -dijo después-, esta familia era feliz! El hombre había sido mejor padre para esas criaturas que el verdadero ... y la madre lo queria y era dichosa a su lado ... Este muchacho, mal educado y presa del extravío, sólo merece censura por lo hecho ... Pero fue inútil. Discutí después con ellos durante horas enteras, mas ninguno logró comprenderme.

Yo, aunque naturalmente estaba por completo de acuerdo con tales ideas, observé, sin embargo, que como sus relaciones eran principalmente entre la clase media, alli la diferencia de nación a nación es inmensa en verdad; en tanto que las mias se hallaban exclusivamente entre el pueblo, cuyo parecido, en particular al tratarse de los agricultores, es muy grande.

Al expresarme asi, cometi, no obstante, un grave error, pues al conocer más tarde y de modo más intimo el carácter del trabajador francés, pensé a menudo en la exactitud de las referidas indicaciones. Media verdaderamente un abismo entre el concepto que se tiene en Rusia del matrimonio y el que predomina en Francia, lo mismo entre los trabajadores que en la clase media, y otro tanto ocurre al tratarse de otros asuntos entre el punto de vista ruso y el de otros pueblos.

Se ha dicho en alguna parte, después de la muerte de Turguéniev, que se habia propuesto escribir una novela sobre este particular. Pero si la hubiera empezado, la escena recién referida se encontraria en el original. ¡Qué lástima que no lo hiciera! El, que era un verdadero occidental en sus modos de discurrir, pudo haber hecho muy profundas reflexiones sobre un asunto que tan directa y personalmente le afectaba.

De todos los novelistas del siglo XIX, Turguéniev es ciertamente el que ha llegado a más altura como artista, y su prosa suena como una dulce armonía en los oidos rusos, música tan sublime y expresiva como la de Beethoven. Sus principales novelas -la serie de Dimitri Rudin, El Retiro de un Noble, La Víspera, Padres e Hijos, Humo y Suelo Virgen- representan los principales caracteres históricos de las clases más ilustradas de Rusia, que se sucedieron rápidamente desde el 48; todos dibujados con tan completa concepción filosófica, conocimiento humano y hermosura artística, que no encuentra semejanza en ninguna otra literatura. Y sin embargo, Padres e Hijos -novela que él, con razón, consideraba como su obra más importante- fue recibida por la juventud rusa con una ruidosa protesta, pues ésta declaró que el nihilista Bazarov no era, ni con mucho, un verdadero representante de la clase, considerándolo muchos como una caricatura de la nueva generación. Esta critica afectó profundamente al autor, y aunque más tarde se efectuó una conciliación entre ambas partes en San Petersburgo, después de publicado Suelo Virgen, la herida que estos ataques le causaron no se cerró jamás.

El sabia por Lavrov que yo era un entusiasta admirador de sus obras, y un dia, al volver juntos en carruaje de una visita al estudio de Antokolski, me preguntó qué pensaba de Bazarov, a lo que contesté can franqueza: Esa figura es un retrato admirable del nihilista, pero se percibe que no sentías por él el mismo afecto que por los demás personajes.

Por el contrario, le amo, le quiero intensamente -replicó él con una energia inusitada-; al llegar a casa os enseñaré mi diario, en el que hallaréis anotado las lágrimas que derramé al terminar la novela con la muerte de Bazarov.

Era evidente que Turguéniev sentia cariño por el aspecto intelectual de Bazarov, e identificábase de tal modo con la filosofia nihilista de su héroe, que hasta llegó a llevar un libro de apuntes a su nombre, apreciando los acontecimientos del dia según el criterio da Bazarov. Pero asi y todo, creo que era mayor la admiración que el afecto que sentia por él.

En una brillante conferencia sobre Hamlet y Don Quijote, divide a los grandes escritores en dos clases, representadas por uno u otro de estos dos caracteres. Ante todo el análisis, después la incredulidad, y por consiguiente la falta de fe; un hombre vanidoso no puede creer ni aun en si mismo -asi describía a Hamlet-, siendo, por consiguiente, un escéptico que jamás hará nada de importancia, mientras que Don Quijote, que pelea contra los molinos de viento y toma la bacía de un barbero por el mágico yelmo de Mambrino (¿quién de nosotros no ha cometido alguna vez el mismo error?), es un verdadero jefe de las masas, porque éstas siempre siguen a aquellos que, sin preocuparse de los sarcasmos de la mayoria ni tampoco de las persecuciones, marchan en linea recta hacia adelante, con la vista fija en una meta que tal vez sean ellos los únicos que la divisan. Estos hombres pueden caer buscándola, pero se volverian a levantar, y no pararán hasta encontrarla; lo que, dada su perseverancia, es ciertamente justo y natural. En cuanto a Hamlet, a pesar de ser un escéptico, como ya se ha dicho, y no creer en el Bien, no le sucede lo mismo respecto al Mal; por el que siente aborrecimiento. Este y el engaño son sus naturales enemigos; sin embargo, su escepticismo no es indiferencia, sino duda y negación que, finalmente, concluyen por consumir su voluntad.

Estas ideas de Turguéniev dan, en mi concepto, la clave que se necesita para poder apreciar bien las relaciones existentes entre él y los personajes de sus novelas. Dicho escritor, asi como muchos de sus mejores amigos, pertenecian, de modo más o menos encubierto, al tipo de Hamlet. Amando, pues, a Hamlet y admirando a Don Quijote, se entusiasmaba también con Bazarov. El representaba la superioridad de éste perfectamente bien; comprendia el carácter trágico de su aislada posición, pero no le era posible circundarle de ese amor delicado que profesaba, como a un amigo enfermo, a sus héroes, cuando éstos se acercaban al tipo de HamIet. Esto no hubiera sido natural. Y nosotros sentiamos su ausencia.

¿Conocisteis a Mishkin? -me preguntó una vez en 1878. Al verse el proceso de nuestros circulos Mishkin se reveló como una gran personalidad-. Me gustaría poder apreciar todos los detalles de su existencia -continuó diciendo-. Ese es un hombre en quien no se encuentra la más leve traza de hamletismo. Y al hablar así, es indudable que meditaba sobre este nuevo tipo del movimiento ruso, que no se conocía en la época que él escribió su Suelo Virgen, y que no apareció hasta dos años más tarde.

Lo vi por última vez en el otoño de 1881. Se hallaba muy enfermo y atormentado por la idea de que debía escribir a Alejandro III -que acababa de subir al trono y vacilaba respecto de la politica que habia de seguir- pidiéndole que diera a Rusia una constitución, demostrando con una sólida argumentación la necesidad de este paso.

Con profundo pesar me dijo, refiriéndose a dicho asunto: Comprendo la necesidad de hacerlo, pero veo que no me va a ser posible realizarlo. En efecto, ya entonces sufria intensos dolores ocasionados por un cáncer en la espina dorsal, costándole gran trabajo hasta el sentarse y conversar por breves momentos. No pudo, pues, hacer lo que deseaba, y algunas semanas más tarde hubiera resultado inútil, porque el nuevo emperador habia anunciado en un manifiesto su intención de seguir siendo el jefe absoluto del país.


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