Índice de Memorias de un revolucionario de Pedro Kropotkin | Anterior | Siguiente | Biblioteca Virtual Antorcha |
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LA EUROPA OCCIDENTAL
(Segundo archivo)
VII.- Acrecentamiento del disgusto general en Rusia después de la guerra ruso-turca. - El proceso de los ciento noventa y tres. - Atentado contra Trépov. - Cuatro atentados contra cabezas coronadas. - Persecuciones a la Federación del Jura. - Fundación del Révolté. - ¿ Qué debe ser un periódico socialista? - Dificultades pecuniarias y técnicas. VlII.- El movimiento revolucionario en Rusia toma un carácter más serio. - Atentados contra Alejandro II, organizados por el Comité Ejecutivo. - Muerte de Alejandro II. IX.- Formación de la liga para la lucha contra los revolucionarios y para la protección del emperador. - Supuestos homicidios de los revolucionarios. - Expulsión de Suiza. X.- Un año en Londres. - Estancamiento en Inglaterra. XI.- Instalación en Thonon. - Los espías. - Convenio de Ignátiev con el Comité Ejecutivo.XII.- Francia en los años 1881-1882. - Los sufrimientos de los trabajadores en Lyón. - La explosión en el café. - Detención y condena.
Entretanto, los asuntos de Rusia tomaron un nuevo giro. La guerra empezada contra Turquía en 1877 terminó entre el disgusto general. Antes de que aquélla estallara había en el país un gran entusiasmo en favor de los eslavos oprimidos; muchos también creían que una guerra de emancipación en los Balkanes daria por resultado un movimiento de avance en dirección del progreso en la Rusia misma. Pero la liberación de las referidas poblaciones sólo se efectuó de un modo limitado.
Los tremendos sacrificios hechos por el pueblo ruso resultaron estériles, debido a las torpezas de los altos jefes militares. Centenares de miles de hombres habían sido sacrificados en batallas que sólo fueron victorias a medias, y las concesiones arrancadas a Turquía vinieron a quedar en nada en el Tratado de Berlin, sabiéndose igualmente por el país en general que la malversación de los fondos pÚblicos había sido casi tan grande en esta guerra como en la de Crimea.
Y precisamente en este momento de disgusto general por que atravesó Rusia en 1877, fue cuando 193 personas, presas desde 1873, y relacionadas con nuestra agítación, comparecieron ante los tríbunales.
Los acusados, defendidos por varios abogados de talento, conquistaron desde el primer momento las simpatías del público, y causaron una impresión muy favorable en la sociedad de San Petersburgo, y, cuando se llegó a saber que la mayoría había pasado tres o cuatro años de prisión preventiva y que no bajaban de veintiuno los que habían perdido la razón o apelado al suicidio, creció más aún el sentimiento despertado en su favor hasta en los magistrados mismos. Las sentencias fueron graves para los menos y leves para los demás. Estas últimas, en virtud del largo tiempo que todos habían estado bajo proceso, lo que por sí solo constituía un duro castigo, al que nada en justicia era dado agregar.
Todo el mundo confiaba que el emperador mitigada aún más las condenas; pero se vio con gran sorpresa que sucedió todo lo contrario. Aquellos que habían sido absueltos fueron desterrados a remotas regiones de Rusia y Siberia, imponiéndoles de cinco a doce años de trabajos forzados a los que habían sido condenados a algunos meses de correccional. Esto fue obra del general Mezentzev, jefe de la Sección Tercera.
Al mismo tiempo que sucedia eso, el general Trépov, jefe de policía de San Petersburgo, al notar en una de sus visitas a la prevención, que uno de los presos políticos llamado Bogoliubov, no se había quitado el sombrero para saludar al omnipotente sátrapa, se arrojó sobre él, le golpeó, y al ver que se defendía ordenó que le azotaran. Los demás presos, al enterarse en sus celdas de lo que ocurria, expresaron ruidosamente su indignación, a consecuencia de lo cual fueron terriblemente apaleados por carceleros y policías. Los presos políticos rusos soportaron sin murmurar todas las penalidades impuestas sobre ellos, pero todos se hallan resueltos a no tolerar castigos corporales.
La joven Vera Zasúlich, que ni aun de vista conocía a Bogoliubov, cogió un revólver, buscó al jefe de policía y le pegó un tiro, hiriéndolo solamente. Alejandro II contempló a la heroica joven, que debió impresionarle, tanto por su dulce semblante como por su modestia. Eran tantos los enemigos que tenia Trepov en San Petersburgo, que aquéllos consiguieron que se viera la causa ante el jurado, declarando ella al tribunal que sólo había acudido a la violencia después de agotados todos los medios para hacer público lo que pasaba, y obtener alguna especie de satisfacción. Hasta el mismo corresponsal del Times en Londres, a quien se había pedido diera cuenta del suceso en su publicación, se negó a ello, tal vez por considerarlo improbable. Entonces fue cuando, sin dar parte a nadie de sus intenciones, trató de matar a Trepov, y ahora que el suceso se había hecho del dominio público, se alegraba de que no hubiese tenido más graves consecuencias. El jurado la absolvió por unanimidad, y cuando la policía trató de volverla a detener al salir de la Audiencia, los jóvenes de la capital, que se hallaban agrupados a sus puertas, la libraron de caer nuevamente en las garras. Después marchó al extranjero, y pronto se vio entre nosotros en Suiza.
Este acontecimiento produjo una gran sensación en toda Europa. Yo estaba en Paris cuando llegó la noticia de la absolución, y, como tuviera que ir aquel dia a las redacciones de varios periódicos, encontré a sus directores radiantes de entusiasmo, escribiendo inspirados artículos en honor de la heroina. Hasta la sesuda Revue des Deux Mondes manifestó en su revista del año que las dos personas que más impresionaron la opinión pública en 1878 fueron el príncipe Gortchakov, en el Congreso de Berlin, y Vera Zasúlich, cuyos retratos aparecieron uno al lado del otro en varios almanaques. La impresión que en los trabajadores de Europa produjo la abnegación de esta valerosa joven fue tremenda.
Algunos meses después, sin que fuera el resultado de una conjuración, se realizaron, aunque sin éxito, cuatro atentados contra cabezas coronadas, en corto intervalo. El trabajador Hödel y el doctor Nobiling hicieron fuego contra el emperador de Alemania; pocas semanas después, un trabajador español, llamado Oliva Moncasi, intentó hacer lo mismo con el rey de España, y el cocinero Passananti se lanzó cuchillo en mano sobre el de Italia.
Los gobiernos de Europa no podían creer que tales atentados contra la vida de tres reyes hubieran podido ocurrir sin tener como origen una conspiración internacional, deduciendo de ahí que la Federación del Jura y la Asociación Internacional de Trabajadores eran las responsables. Más de veinte años han pasado desde entonces, y puedo afirmar de modo incuestionable que semejantes suposiciones carecen por completo de fundamento. A pesar de lo cual, todos los gobiernos europeos hicieron cargos a Suiza, reprochándole que daba abrigo a los revolucionarios que fraguaban tales empresas. Pablo Brousse, el director de nuestro periódico del Jura Avant-Garde, fue detenido y procesado. Al ver los jueces suizos que no habia ni el más ligero pretexto para complicar a dicho amigo o a la mencionada Federación en los referidos acontecimientos, lo condenó únicamente a dos meses de cárcel por los articulos denunciados; pero la publicación fue suprimida, y el gobierno federal indicó a todos los establecimientos tipográficos del pais la conveniencia de no imprimir dicho periódico ni otro alguno de la misma indole, por cuya razón la Federación del Jura quedó sin representación en la prensa.
Además, los politicos suizos, que miraban con malos ojos la agitación anarquista que tenia lugar en su pais, se condujeron privadamente de tal modo que obligaron a los jefes principales suizos de aquella Federación a retirarse de la vida pública o a morirse de hambre. A Brousse lo expulsaron de Suiza; James Guillaume, que durante ocho años habia mantenido a través de todos los obstáculos el órgano oficial de la Federación, viviendo principalmente de sus lecciones, no encontraba ocupación, y al fin se vio obligado a dejar el pais y trasladarse a Francia. Adhémar Schwitzguebel no encontraba trabajo en su oficio de relojero, y agobiado por el peso de una numerosa familia, tuvo que retirarse del movimiento. Spichiger, que se hallaba en el mismo caso, emigró, y sucedió, pues, que yo, a pesar de ser extranjero, tuve que hacerme cargo de la publicación del periódico, órgano de la Federación. Vacilé, como es natural, antes de abordar tal empresa; pero como no había otro remedio, emprendi la obra en compañia de dos amigos, Dumartheray y Herzig, y sacamos en febrero de 1879, en Ginebra, un quincenario con el titulo de Le Révolté; tenia que escribir yo casi todo el número. Sólo contábamos con veintitrés francos para empezar; pero todos nos dedicamos a buscar suscripciones, y conseguimos dar a luz el primer número. Era moderado en la forma, pero revolucionario en el fondo, e hice lo posible por redactarlo en un lenguaje tal que las cuestiones complejas, lo mismo históricas que económicas, se hallaran al alcance de todo obrero inteligente. A seiscientos llegaba el máximo de los ejemplares que se tiraban del órgano anterior. De Le Révolté publicamos dos mil, y en pocos días todos se habían colocado. Su éxito fue completo; aun sigue publicándose en París, con el nombre de Temps Nouveaux (1).
Los periódicos socialistas tienden a menudo a convertirse en memoriales de agravios contra el régimen actual. En ellos se relatan los sufrimientos de los trabajadores de las minas, las fábricas y los campos; la miseria que aflige a aquéllos y sus padecimientos durante la huelga son descritos con esos colores; su impotencia en la lucha legal con los patronos se pone de manifiesto, y esta sucesión de esfuerzos inútiles, dados a conocer por la prensa, ejerce una influencia muy deprimente en el ánimo del lector. Para contrarrestarla, el periodista tiene que acudir principalmente a un lenguaje enérgico, con el cual procura despertar al dormido y avivar la fe del incrédulo.
Yo, por el contrario, pensé que un periódico revolucionario debe ser, ante todo, el que ponga de manifiesto esos síntomas, que en todas partes anuncian la llegada de una nueva era, la germinación de nuevas formas de vida social y la creciente rebeldía contra las caducas instituciones. Estas señales de los tiempos deberían ser atentamente observadas, reunidas según sus afinidades y agrupadas de tal modo que hicieran ver al espíritu vacilante de las mayorías, la ayuda invisible, y con frecuencia inconsciente, que las ideas avanzadas encuentran en todas partes, cuando un renacimiento de vida intelectual tiene lugar en la sociedad entera. Identificarse con las aspiraciones del corazón humano en toda la superficie del planeta, con los actos de rebeldía contra las antiguas y añejas injusticias sociales, con sus esfuerzos encaminados a buscar nuevas formas -tal debía ser el principal deber de una publicación revolucionaria. La esperanza y no la desesperación, es lo que da el triunfo a las revoluciones.
Los historiadores nos dicen con frecuencia de qué modo este o aquel sistema filosófico ha realizado un cambio primero en el pensamiento humano y después en las instituciones. Pero ésta no es la historia; los más grandes filósofos sociales no han hecho más que advertir los cambios que se avecinan, comprender sus íntimas relaciones y, ayudados por la inducción y la intuición, predecir lo que ha de suceder. También puede ser fácil fraguar un plan de organización social, tomando como punto de partida algunos principios, y desarrollarlos hasta sus últimas consecuencias, como se hace con una conclusión geométrica deducida de varios axiomas; pero esto no es sociología.
No es posible pronosticar correctamente con carácter social, sin perder de vista la multitud de signos que dan a conocer la nueva vida, separando los hechos anormales de aquellos que son esencialmente orgánicos, y edificando sobre esta base la generalización.
Esa era la manera de pensar con que yo queria familiarizar a mis lectores, haciendo uso de un lenguaje claro y sencillo, a fin de acostumbrar aún a los más modestos a juzgar por sí mismos todo lo referente a la cuestión social, y corregir, si fuese necesario, al pensador, en el caso que éste llegase a conclusiones erróneas.
En cuanto a la crítica de lo existente, sólo me ocupé de ella para desarraigar las causas del mal y demostrar que un fetichismo profundamente implantado, y cuidadosamente mantenido, respecto de las antiguas costumbres, correspondiente a fases anteriores del desarrollo humano, y una generalizada cobardía de la mente y de la voluntad, son las principales fuentes de todas las calamidades.
La cooperación de Dumartheray y Herzig me fue en extremo provechosa; el primero era hijo de una de las más pobres familias de Saboya; su instrucción no pasaba de los primeros rudimentos, y sin embargo era uno de los hombres más inteligentes que jamás he conocido. Sus apreciaciones de los acontecimientos corrientes y de los hombres del día eran tan notables por su extraordinario buen sentido, que a menudo resultaban proféticas. Se distinguía igualmente como uno de los más notables criticos de la literatura socialista de la época, y nunca se dejaba intimidar por palabras retumbantes y frases huecas.
Herzig era un joven dependiente de comercio, natural de Ginebra; hombre de emociones comprimidas, timido, que se ruborizaba como una joven al expresar una idea original, y que después de mi arresto, cuando quedó a cargo de la continuación del periódico, aprendió a escribir muy bien, gracias a su fuerza de voluntad. A pesar de haberle cerrado sus puertas todos los patronos, y sufriendo en compañia de su familia los rigores de la miseria, no abandonó el periódico mientras no nos fue posible trasladarlo a París. Más tarde editó en Ginebra, juntamente con el italiano Bertoni, un excelente periódico anarquista para obreros, Le Réveil.
En el juicio de estos dos amigos se podía confiar implicitamente. Si Herzig fruncia el ceño murmurando: Sí, bueno, puede pasar, ya se sabía que el párrafo no era viable. Y cuando Dumartheray, que siempre se quejaba del mal estado de sus gafas cuando tenia que leer alguna nota manuscrita, por clara que fuera la letra, por cuyo motivo generalmente no leia más que pruebas, se interrumpía exclamando: ¡No, eso no encaja bien! comprendia yo en el acto que algún error se había cometido y trataba de ponerle remedio. No se me ocultaba que era ínútil preguntarle por qué encontraba mal aquel pasaje, pues seguramente hubiera contestado: Eso no es cuenta mía, sino vuestra. Todo lo que yo puedo decir es que no está bien. Mas como yo veía que tenía razón, poníame a rehacer el punto aludido, o, tomando el componedor, levantaba otro nuevo en lugar de aquél.
Debo hacer constar también que no escaseaban las dificultades. No bien habíamos publicado cuatro o cinco números, cuando el dueño de la imprenta nos dijo que nos fuéramos con la música a otra parte. Para los trabajadores y sus periódicos, la libertad de imprenta escrita en la constitución tiene más cortapisas de lo que parece. El patrón no era enemigo de la publicación; por el contrario, le gustaba; pero en Suiza todos los establecimientos tipográficos dependen, más o menos, del gobierno, quien les proporciona trabajos estadísticos o de otra índole, y se le hizo saber al patrono que, si continuaba imprimiendo nuestro periódico, no contara con más encargos del Estado.
Recorrí toda la región de Suiza que habla francés, y en ella recibí igual contestación, aun de aquellos a quienes no disgustaban las ideas, respondiendo todos en estos o parecidos términos: No podemos vivir sin trabajar para el gobierno, el cual nada nos daría desde el momento que aceptáramos publicar Le Révolté.
Volví, pues, a Ginebra muy desanimado; pero Dumartheray se hallaba en cambio muy confiado y lleno de energía. La cuestión es bien sencilla -nos dijo-; compraremos lo que se necesite a tres meses fecha, y en ese tiempo hallaremos manera de atender a nuestros créditos.
Durante veintisiete años, nuestro periódico ha seguido viviendo al día; aparecía en casi todos los números un llamamiento en demanda de fondos; pero mientras hubiese quienes dedicasen a él todas sus energías, como Herzig y Dumartheray lo hicieron en Ginebra, y como Grave lo ha hecho en París, el dinero no cesará de entrar, y un ingreso anual de 20.000 francos se recaudará, compuesto principalmente de cobres y pequeñas monedas de plata de los trabajadores, destinado a cubrir los gastos de impresión del periódico y algunos folletos. Para esto, como para todo lo demás, los hombres son de mucho más valor que el dinero.
Instalamos nuestra imprenta en un local muy reducido, y un cajista procedente de la Pequeña Rusia se comprometió a hacer el periódico por la modesta suma de sesenta francos al mes. Con sólo poder comer bien frugalmente e ir alguna vez que otra a la ópera, se daba por satisfecho.
- ¿Vas a tomar un baño turco, Iván? -le pregunté una vez que lo encontré en la calle con un pequeño lío bajo el brazo.
- No, es que me mudo -me respondió con su voz constantemente melodiosa y su acostumbrada sonrisa.
Desgraciadamente no sabía francés. Yo procuraba escribir mis originales con la mejor letra posible, pensando a menudo en el tiempo que había perdído en la escuela, en la clase de nuestro buen Ebert; sin embargo, él trataba de leerlo lo mejor que podía, y aunque en vez de inmediatament solía poner inmuidiatmunt u otra cosa por el estilo, como el espacio no variaba y no era necesario alterar la extensión de la línea al hacer la corrección, bastando con reemplazar unas letras por otras, no lo pasábamos del todo mal. Nuestras relaciones con Iván eran amistosas, y bajo su dirección aprendi algo de tipografía. La composición se terminaba siempre a tiempo para llevar las pruebas a un compañero suizo, que era el editor responsable, y a quién se las presentábamos antes de tirar el número, después de lo cual se llevaba todo a un establecimiento donde se imprimía. Nuestra Imprimerie Jurassienne se dio pronto a conocer, gracias a sus publicaciones, y en particular a sus folletos, que Dumartheray no permitía se vendieran a más de diez céntimos, y cuya redacción estaba hecha en un estilo completamente nuevo. Debo confesar, sin embargo, que algunas veces me permití envidiar a aquellos escritores que pueden desarrollar su pensamiento con la mayor extensión posible, y a quienes se les permite dar la conocida excusa de Talleyrand: No he tenido tiempo de ser breve. Cuando tenia que condensar los resultados de varios meses de trabajo sobre, digamos, por ejemplo, los origenes de la ley, en un folleto de diez céntimos, era indudable que necesitaba tiempo para escribir con brevedad; pero como lo hacíamos con destino a los trabajadores, no perdiamos de vista que veinte céntimos suelen ser para muchos de ellos una carga excesiva. El resultado fue que nuestros folletos de diez y cinco céntimos se vendieron a millares y fueron traducidos a otras lenguas. Los principales de esa época fueron publicados más adelante, mientras yo estaba preso, por Eliseo Reclus, con el título de Palabras de un rebelde (Parols d'un Révolté).
Francia era siempre el punto objetivo de todas nuestras aspiraciones; pero como Le Révolté se hallaba terminantemente prohibido en dicho país, y los contrabandistas tenían tantas cosas buenas que introducir en él procedentes de Suiza, no querían ocuparse de los asuntos nuestros. Una vez fui en su compañía y crucé con ellos la frontera; vi que eran buena gente y de confianza, pero no logré mi propósito. Todo lo que pude hacer fue enviar el periódico bajo sobre a un centenar de personas en Francia, sin cargar nada por el franqueo, confiando en la suscripción voluntaria de nuestros amigos para cubrir los gastos extraordinarios, cosa que nunca nos faltó; pues a menudo pensamos que la policía francesa había perdido una buena oportunidad de arruinamos, suscribiéndose a cien ejemplares y no mandando nada en cambio.
Desde el primer año tuvimos que confiar en nuestros propias fuerzas; pero gradualmente Eliseo Reclus fue interesándose por el asunto, dándole, después de mi arresto, más vida que nunca al periódico. Este amigo me había invitado a que le ayudara en la preparación del volumen de su monumental geografía, en la parte referente a los dominios rusos en Asia, pues aunque había aprendido el ruso, creía que, como yo conocía bíen a Siberia, podría serle útil, y como mí esposa se hallaba delicada de salud y el médico le había ordenado que no siguiera expuesta a los vientos de Ginebra, nos trasladamos en los primeros días de la primavera de 1880 a Clarens, donde aquél residía entonces. Nos instalamos, por consiguiente, allí, en una casita con vistas a las azules aguas del lago de Ginebra, que se encontraban en segundo término, y a las nieves que cubrían el Dent du Midi, que cerraba el fondo del cuadro. Un arroyo que después de la lluvia rugía como un torrente, arrastrando inmensas rocas y cavándose un nuevo lecho, corría al pie de nuestras ventanas, y en la vertiente del cerro opuesto se levantaba el antiguo castillo de Chatelard, cuyos dueños, hasta la revolución del burla papei, (los incendiarios de papel), en 1799, imponían sobre los campesinos que poblaban las inmediaciones, vejatorios impuestos con motivo de los nacimientos, matrimonios y defunciones. Aqui, con el concurso de mi mujer, con quien solía discutir sobre todos los acontecimientos y los trabajos realizados, y que ejercía una severa crítica literaria sobre estos últimos, fue donde produje lo mejor que hice para el Révolté, entre lo cual se encuentra el llamamiento A los jóvenes, que tanta aceptación halló en todas partes. En una palabra, en este lugar eché los cimientos y tracé las lineas generales de todo lo que escribi más adelante.
En Clarens, además del trato con Eliseo Reclus y Lefrançais, que desde entonces he cultivado siempre, me hallaba en íntimas relaciones con los obreros, y aunque trabajaba bastante en la geografía todavía me era dado contribuir en mayor escala que de ordinario a la propaganda anarquista.
Notas
(1) Con el principio de la guerra debió suspenderse, ya que la mayoria de los compañeros fueron alistados. (Observación de 1917). En Rusia, la lucha en favor de la libertad tomaba cada vez un carácter más alarmante. Varios procesos pollticos habian sido vistos en las Audiencias -el de los ciento noventa y tres, el de los cincuenta, el del círculo de Dolgushin y otros,- y en todos ellos resultó aparente el mismo hecho. La juventud estudiosa habla ido a predicar el socialismo a los trabajadores del campo y a los de las fábricas, distribuyó entre ellos folletos de ideas, impresos en el extranjero, e hizo llamamientos a la revolución, de un modo vago e indeterminado, contra las opresivas condiciones económicas. Por último, no se hizo nada distinto de lo que ocurre en toda agitación socialista en cualquier país del mundo. No se hallaron huellas de conspiración contra la vida del zar, ni rastro alguno de que se preparaba una revolución, porque semejante cosa no existía. La gran mayoría de la referida juventud era en aquella época contraria a la violencia. Y mirando ahora con tranquilidad de ánimo hacia aquel movimiento, que duró desde 1870 a 1878, puedo afirmar, sin temor a equivocarme, que los más se hubieran dado por satisfechos con sólo haber podido vivir al lado de los agricultores y de los obreros, enseñarles y colaborar en cualquiera de sus múltiples capacidades, bien sea privadamente o formando parte de las corporaciones locales, en donde una persona instruida y de buena voluntad puede ser de gran provecho a la masa del pueblo. Repito que, enterado, como estaba, de todo, puedo hablar así con profundo conocimiento de causa. A pesar de lo cual, las sentencias fueron feroces y tan estúpidas como inhumanas, porque el movimiento, engendrado en el estado anterior del país, estaba demasiado arraigado para poder ser sofocado sólo por medio de la brutalidad. Las condenas de seis, diez y doce años de trabajos forzados en las minas, seguidas de deportación perpetua a Siberia, eran cosa corriente. Hubo casos, como el de una muchacha que fue sentenciada a nueve años de trabajos forzados y destierro perpetuo a Siberia, por haber dado un folleto socialista a un trabajador; ese fue su crimen. Otra joven de catorce años, la señorita Gukovskaia, fue transportada a perpetuidad a una remota aldea de Siberia, por haber intentado, como la Klarchen de Goethe, inducir a una indiferente multitud a que libertara a Kovalski y sus amigos cuando iban a ser ahorcados, acto tanto más natural en Rusia, aun desde el punto de vista de la autoridad, cuanto que la pena de muerte no existe en el país para los delitos comunes, y su aplicación a los políticos constituía una novedad, una vuelta a tradiciones poco menos que olvidadas. Esta infeliz criatura, abandonada en su destierro, se suicidó arrojándose al Ienisei. Aun aquellos que salían absueltos de los tribunales, eran desterrados por los gendarmes a pequeñas aldeas en Siberia y al noroeste de Rusia, donde forzosamente tenían que morirse de hambre con lo que les pasaba el gobierno, esto es, tres rublos al mes. En tales regiones no existe industria alguna, y al deportado le estaba estrictamente prohibido dedicarse a la enseñanza. Como si se tratara de exasperar a la juventud todavía más, a sus consortes no les mandaban a Siberia, sino que antes les hacian pasar un número de años en presidio, cuya triste vida hacía que miraran con envidia la de los deportados en la región antes nombrada. Estas prisiones eran verdaderamente espantosas. En una de ellas, que, según dijo su capellán en un sermón, no era más que un foco de fiebre tifoidea, la mortalidad alcanzó la aterradora cifra de veinte por ciento al año. En las prisiones centrales, en las de trabajos forzados de Siberia y en fortaleza, los presos tienen que acudir al plante de rancho, a la huelga del hambre, para ponerse a cubierto de la brutalidad de sus guardias u obtener ciertas consideraciones, como algún determinado trabajo o autorización para leer en la celda, a fin de no caer víctimas de la locura en pocos meses. Los horrores de semejantes huelgas, en las cuales los hombres y las mujeres se negaban, durante siete u ocho días consecutivos, a tomar toda clase de alimento, quedando después sin acción y con la mente extraviada, cosa que no parecía afectar mucho a los gendarmes, los cuales ataban a los postrados presos con cuerdas y los alimentaban forzosa y artificialmente. Las noticias de estas atrocidades salían de los presidios, cruzaban las ilimitadas distancias de Siberia, extendiéndose en todas direcciones entre la juventud. Hubo un tiempo en que no transcurría una semana sin que se diera a conocer alguna infamia de este género o tal vez peor. Esto fue causa de que la más terrible exasperación se apoderase de nuestros jóvenes. En otros países -empezaron a decir- los hombres tienen el valor de sus convicciones. Un inglés o un francés no soportaría semejantes ultrajes.
¿Por qué los hemos de tolerar nosotros? Resistamos con las armas en la mano las incursiones nocturnas de los gendarmes; hagámosles saber, al fin, que ya que la prisión equivale a una muerte lenta en sus manos, sólo muertos podrán apoderarse de nosotros. En Odessa, Kovalski y sus amigos recibieron a tiros de revólver a los gendarmes que fueron una noche a prenderlos. La contestación de Alejandro II a esta nueva actitud fue la proclamación del Estado de sitio. Se dividió el país en varios distritos, regido cada uno por un gobernador general, quien recibió la orden de ser implacable y ahorcar sin piedad a los que alteraran el orden. Kovalski y sus amigos, que, como ya hemos dicho, recurrieron a la violencia, pero que con sus disparos no hirieron a nadie, fueron ejecutados. El patíbulo se puso a la orden del día; en dos años perdieron la vida en él veintitrés personas, incluyendo a un muchacho de diecinueve años, Rozovski, que fue detenido fijando una proclama revolucionaria en una estación de ferrocarril; este acto -y llamo la atención sobre él- fue todo lo que resultó en su contra, y sin embargo murió, a pesar de ser un niño, con el valor de un hombre entero. Entonces el santo y seña de los revolucionarios vino a ser la autodefensa, lo mismo contra los espías que se introducían en los circulos bajo la máscara de amigos, y denunciaban miembros a diestro y siniestro para obtener buena retribución por sus servicios, que contra los que maltrataban a los presos, o los poderosos jefes de la policia del Estado. Tres funcionarios de alta categoría y dos o tres simples espías, cayeron en esta nueva fase de la lucha. El general Mézentzov, que indujo al zar a doblar las condenas después de la vista del proceso de los ciento noventa y tres, fue muerto en pleno dia en San Petersburgo; un coronel de gendarmes, culpable de algo peor que eso, tuvo la misma suerte en Kiev, y a mi primo Dimitri Kropotkin, gobernador general de Jarkov, lo mataron de un tiro al volver del teatro. La prisión central, en donde se efectuó primero el plante del hambre y se hizo comer a la fuerza a los presos, se hallaba a sus órdenes. En el fondo no era un hombre malo; sé que por su voluntad hubiera sido bueno para el preso; pero era débil y cortesano y no tuvo valor para sobreponerse al mal. Una palabra suya hubiera bastado para evitar tales horrores. Alejandro II lo quería tanto y era tan grande su influencia en la Corte, que su intervención hubiera sido probablemente aprobada. Os doy las gracias; habéis procedido en un todo de acuerdo con mis deseos le dijo una vez el zar, dos años antes de esto, cuando vino a San Petersburgo a dar cuenta de la pacifica actitud que habia adoptado en un tumulto llevado a cabo por la parte más pobre de la población y de la benignidad con que fueron tratados los revoltosos. Pero esta vez aprobó el proceder de los carceleros, y la juventud de Jarkov se exasperó tanto al ver cómo trataban a sus amigos, que uno de ellos lo mató. A pesar de todo, la personalidad del emperador se descartaba de la lucha, y hasta 1879 nadie atentó contra él. El libertador de los siervos estaba rodeado de una aureola que lo protegía mucho más eficazmente que el enjambre de policias que le acompañaba a todas partes. Si Alejandro II hubiera dado muestras en esta ocasión del menor deseo de mejorar el estado de cosas de Rusia; con que sólo hubiera llamado a uno o dos hombres de aquellos con quienes colaboró durante el período reformista, y les hubiera ordenado abrir una investigación respecto a la situación del país o únicamente respecto de la de los campesinos: si hubiese demostrado el menor propósito de limitar las facultades de la policía secreta, tales medidas hubieran sido acogidas con entusiasmo. Tan sólo una palabra le hubiese convertido nuevamente en el libertador, y una vez más la juventud hubiese respetado la célebre frase de Hérzen: ¡Has vencido, oh Galileo! Pero, lo mismo que durante la insurrección polaca, las tendencias despóticas se despertaron en él e, inspirado por Katkov, apeló a la horca; así también luego, guiado por el mismo consejo, no encontró nada más adecuado que hacer que el nombramiento de gobernadores militares que desempeñaron el oficio de verdugos. Entonces, y sólo entonces, un puñado de revolucionarios -el Comité Ejecutivo-, sostenidos, debo hacer constar, por el creciente descontento de las clases más cultas, y hasta por los mismos que giraban en torno del zar, declaró esa guerra contra el absolutismo que, después de varios infructuosos intentos, terminó con la muerte de Alejandro II. Dos hombres, como ya he dicho, existían en él, y ahora el conflicto entre ambos, que había ido agrandándose durante toda su vida, asumía un aspecto verdaderamente trágico. Cuando tropezó con Soloviov, que le hizo fuego y erró el primer tiro, tuvo la suficiente presencia de ánimo para correr a la puerta más próxima, no en línea recta, sino en zigzágs, mientras aquél seguía disparando; escapó así con un balazo en el abrigo solamente. También en el día de su muerte dio pruebas de un valor indudable. Frente a un peligro real era sereno; pero temblaba continuamente ante los fantasmas de su propia imaginación. Una vez hizo fuego contra un ayudante, por haber hecho éste un movimiento brusco y creer que atentaba contra su persona. Sólo por salvarse de la muerte entregó todo su poder imperial en manos de aquellos que, en vez de ocuparse de su señor, sólo pensaban en conservar sus lucrativas posiciones. Era incuestionable que no dejaba de tener algún afecto a la madre de sus hijos, a pesar de vivir ya entonces con la princesa Iurievski-Dolgoruki, con quien se casó poco después de la muerte de la emperatriz. No me habléis de ella;
eso me hace sufrir demasiado -dijo más de una vez a Loris-Melikov. Y sin embargo, tenia completamente abandonada a su mujer, que nunca se separó de su lado mientras era el libertador, y a quien dejó morir en el palacio en el olvido. Un doctor en medicina ruso, que ya no existe, manifestó a sus amigos que, aunque no era más que un extraño, se sentia dolorosamente afectado al ver la indiferencia con que trataba a la emperatriz en su última enfermedad; se hallaban, como es natural, alejadas de ella todas las damas de la Corte, y no tenía a su lado más que dos fieles servidoras, recibiendo sólo una vez al día una breve visita oficial de su esposo, que habitaba entretanto en otro palacio. Cuando el Comité Ejecutivo tomó la enérgica resolución de intentar volar el mismo Palacio de Invierno, Alejandro II tomó una medida sin precedente; creó una especie de dictadura, e invistió con amplios poderes a Loris-Melikov. Este general era un armenio a quien el emperador habia en otra ocasión, dado ya las mismas facultades, con motivo de haber estallado la peste bubónica en el bajo Volga y amenazar Alemania con movilizar sus tropas y poner a Rusia en cuarentena si la plaga no se contenía. Y ahora que Alejandro veía que no era posible tener confianza ni en la policía de palacio, y como Loris-Melikov tenia la reputación de ser liberal, se dedujo que la convocatoria de una Asamblea nacional no se haría esperar mucho tiempo. Pero como después de esa explosión no se volvió de momento a intentar nada contra su existencia, recobró la serenidad, y pocos meses después, antes de que aquél hubiera podido realizar algo, pasó de dictador a ocupar el cargo de ministro del interior. Los repentinos accesos de tristeza de que anteriormente me he ocupado, y durante los cuales el emperador se lamentaba del carácter reaccionario que su reinado había asumido, tomaban ahora, la forma de violentos paroxismos acompañados de copioso llanto, pasándose las horas enteras en este estado, para desesperación de Loris-Melikov. Después de lo cual solía preguntar a su ministro: ¿Cuándo estará listo vuestro proyecto de constitución? Mas si dos días después aquél decía que ya se hallaba terminado, parecía sorprendido y como olvidado de todo lo referente al particular, observando con tal motivo: ¿Acaso lo he pedido yo? ¿Para qué? Mejor será que lo dejemos para mi sucesor. Que haga él ese regalo a Rusia. Si llegaban a sus oídos rumores de una nueva conjura, al punto se encontraba dispuesto a emprender cualquier cosa; pero cuando todo parecía tranquilo en el campo revolucionario, se volvía de nuevo del lado de sus consejeros del partido de la reaccíón y dejaba todo como estaba. Cuando esto sucedía, Loris-Melikov esperaba a cada momento la dimisión. En febrero de 1881 dijo el ministro que se había fraguado otra nueva trama por el Comité Ejecutivo; pero por más que se hizo, no se lograba conocer los detalles, por cuya razón decidió Alejandro que se convocara una especie de Asamblea deliberativa, compuesta de delegados de las provincias, siempre pensando que le estaba reservada la misma suerte que a Luis XVI, llamando a la proyectada reunión Assemblée des Notables, como la convocada por el mencionado monarca antes de la Asablea de 1789. El proyecto tenía que presentarse ante el Consejo de Estado, pero de nuevo le asaltaron las vacilaciones. Solamente en la mañana del 1 (13) de marzo de 1881, después de otro avíso alarmante de Loris-Melikov, ordenó que se presentara al referido alto tribunal el inmediato jueves. Esto ocurría el domingo, y Melikov le indicó la conveniencia de no ir aquel día al desfile, por haber temores de que pudiera tener lugar un atentado. A pesar de lo cual asistió; quería ver a la gran duquesa Catalina (hija de su tía Elena Pavlovna, que había sido una de las directoras del partido de la emancipación en 1861) y darle personalmente la buena nueva, tal vez como ofrenda expiatoria a la memoria de la emperatriz María.
Y se dice que le habló de esta manera: Je me suis decidé a convoquer une Assemblée des Notables. Mas como esta tardía y limitada concesión no se había anunciado, al volver al Palacio de Invierno fue muerto. Todos saben como ocurríó el hecho. Se arrojó una bomba bajo su carruaje blindado para detenerlo, y varios circasianos de la escolta resultaron heridos. Risakov, que la tiró, fue preso en el acto. Entonces, aunque el cochero del zar le aconsejó con vivo interés que no descendiera, manifestándole que el vehículo había sufrido poco y podía conducirlo en él hasta palacio, insistió en bajarse. Sin duda creyó que su dignidad militar le imponía el deber de acercarse a los soldados heridos y prestarles consuelo, como había hecho con los que fueron heridos también durante la guerra turca, en ocasión de un imprudente asalto a Plevna, que amenazaba terminar en un terrible desastre. Acercándose a Risakov le hizo alguna pregunta, y al pasar después al lado de otro joven llamado Grinievetski, éste lanzó otra bomba entre él y Alejandro lI, a fin de que los matara a los dos; y en efecto, ambos vivieron sólo pocas horas. Alli quedó el emperador desangrándose sobre la nieve y abandonado de todo su séquito; todos habían desaparecido. Sólo los cadetes que volvían del desfile lo recogieron del suelo, cubriendo su cuerpo tembloroso con un capote de cadete y su descubierta cabeza con una gorra de los mismos. Y el terrorista Emelianov, con una bomba envuelta en un papel bajo el brazo, fue quien, con riesgo de ser preso en el terreno y luego ahorcado, corrió con los cadetes en auxilio del herido. La naturaleza humana está llena de estos contrastes. De este modo terminó la tragedia de la vida de Alejandro Il. La gente no podía comprender cómo era posible que un zar que tanto había hecho por Rusia, hubiera hallado la muerte en manos de los revolucionarios. Mas para mí, que por suerte fui testigo de los primeros pasos reaccionarios de Alejandro II y de su decadencia gradual; que había podido apreciar el carácter complejo de su personalidad -el de un autócrata de nacimiento, cuyo genio violento sólo se hallaba parcialmente mitigado por la educación; el de un zar que poseía valor militar, pero no el que necesita un hombre de Estado, el de una persona de fuertes pasiones y débil voluntad- era evidente que la tragedia se desarrollaba con la inevitable fatalidad de uno de los dramas de Shakespeare. El último acto ya estaba escrito para mí, desde el día que le oí dirigirse a nosotros, los oficiales ascendidos, el 13 de junio de 1862, inmediatamente después de haber ordenado las primeras ejecuciones en Polonia. Un pánico horrible se apoderó de los círculos de la Corte de San Petersburgo, y Alejandro III, que a pesar de su colosal estatura y fuerza físíca no era hombre de gran valor, se negó a ir hasta el palacio de Invierno, retirándose al de su bisabuelo Pablo I, en Gatchina. Conozco bien ese antiguo edificio, construido según el modelo de una fortaleza de Vauban, rodeado de fosos y protegido por miradores, desde los cuales se podía bajar por escaleras secretas a las habitaciones del emperador. He visto la puerta reservada que hay en su despacho, desde la que se podía arrojar a un enemigo a la roca cortada a pico primero y al agua después, y la escalera secreta que conduce a prisiones subterráneas y también a un camino subterráneo que viene a desembocar en un lago. Todos los palacios de Pablo I están edificados del mismo modo. Además, una galeria subterránea, provista de aparatos eléctricos adecuados para evitar que pudieran minarla los revolucionarios, se había construido en torno del palacio de Anichkov, residencia de Alejandro III cuando no era más que presunto heredero.
Se formó una liga secreta para la protección del zar; se invitaba a entrar en ella a los oficiales de todas las graduaciones, induciéndoles a hacer asi el ofrecimiento de triples pagas, a fin de que se dedicaran al espionaje en el seno de todas las clases de la sociedad. Esto, como es natural, dio lugar a escenas verdaderamente cómicas. Dos oficiales, ignorando que ambos pertenecian a dicha liga, procuraban enredarse mutuamente en una conversación peligrosa durante un viaje en ferrocarril, procediendo luego a arrestarse reciprocamente, descubriéndose después que todo habia sido tiempo perdido. Esta liga existe todavia en una forma regular, bajo el nombre de Ojrana (Protección), y de tiempo en tiempo se entretienen sus miembros en asustar al presente zar con toda suerte de peligros imaginarios, con objeto de no perder la colocación. En el mismo periodo se formó una organización aun más secreta, llamada la Liga Santa, bajo los auspicios del hermano del zar, Vladimir, con objeto de hacer frente de varios modos a los manejos revolucionarios, saliendo de ellos el asesinato de los emigrados politicos a quienes se considerase complicados en las últimas conspiraciones. Yo me encontraba incluido en ese número. El gran duque reprochó duramente a los oficiales de la liga por su cobardía, quejándose de que no hubiera entre ellos ninguno que tomara a su cargo tal empresa, y uno que había sido paje de cámara en la época que yo estaba en el cuerpo, fue elegido por la liga para llevarla a término. Lo cierto es que los emigrados no intervenian para nada en los trabajos del Comité ejecutivo, que residia en San Petersburgo. Pretender dirigir conspiraciones desde Suiza, mientras que los que se hallaban en la capital se jugaban la cabeza continuamente, hubiera sido gran locura, y como Stepniak y yo escribimos en varias ocasiones, ninguno de nosotros hubiese aceptado la misión, bien rara, en efecto, de formar proyectos de acción sin poder tomar parte en ellos. Pero es indudable que a los intereses de la policía convenia hacer creer que si se hallaban impotentes para proteger al zar, era debido a que todos los planes se fraguaban en el extranjero, según le comunicaban sus espias, que se hallaban al tanto de todo, según ellos. Skobelev, el héroe de la guerra turca, fue también invitado a formar parte de dicha liga, pero no aceptó. Según se desprende de escritos póstumos de Loris-Melikov, parte de los cuales fueron publicados en Londres por un amigo suyo (ver Constitución de Laris-Melikov, edición londinense, 1893), cuando Alejandro III subió al trono, y dudó si convocaria o no la Asamblea de Notables, Skobelev ofreció al primero y al conde Ignatiev (el Pasha embustero, como le apodaron los diplomáticos de Constantinopla) arrestar al emperador y obligarle a firmar un manifiesto constitucional, en vista de lo cual se dice que el tal conde denunció el proyecto al zar, lo que le valió el nombramiento de primer ministro, en cuyo cargo apeló, siguiendo los consejos de M. Andrieux, el ex prefecto de policía de París, a varias estratagemas, con objeto de paralizar a los revolucionarios. Si los liberales rusos hubieran mostrado algún valor, aunque fuera muy limitado, y no hubieran carecido de facultades para organizar la acción, es seguro que en aquella época se habría convocado una Asamblea Nacional. De los mismos mencionados documentos se desprende que hubo un tiempo en que Alejandro ni se hallaba dispuesto a convocarla; así se lo hizo saber a su hermano. Y hasta el viejo Wilhelm I lo alentaba a seguir por ese camino. Sólo después de ver que los liberales no hacían nada, en tanto que el partido de Katkov no daba paz a la mano, y Andrieux le aconsejaba que aplastara al nihilismo, indicándole el modo de efectuarlo (la carta en que se refiere a esto se halla en el folleto indicado), fue cuando el emperador se decidió al fin a declarar que continuaría siendo el jefe absoluto del Estado. Yo fui expulsado de Suiza por orden del Consejo federal, pocos meses después de la muerte de Alejandro II, a lo que no dí importancia. Asediado por las potencias monárquicas a causa del asilo que el país ofrecía a los refugiados, y amenazada por la prensa oficial rusa con la expulsión en masa de todas las nodrizas y camareras suizas, cuyo número es considerable en el país, los gobernantes suizos, al decretar mi expulsión, dieron de ese modo una especie de satisfacción a la policia rusa. Pero considerado desde el punto de vista del interés suizo, sentí vivamente que semejante paso se hubiera dado, pues constituia una sanción a la teoría de conspiraciones fraguadas en Suiza, siendo, al mismo tiempo, una prueba de debilidad de la que Italia y Francia se aprovecharon bien pronto. Así que, dos años después, cuando Julio Ferry propuso a Italia y Alemania el reparto de Suiza, su principal argumento debió haber sido que el mismo gobierno del país era un hervidero de conspiraciones internacionales. Esta primera concesión dio margen a exigencias más arrogantes, que dejaron a dicho país en un lugar mucho menos independiente del que de otro modo hubiese ocupado. El decreto en cuestión me lo entregaron a poco de haber vuelto a Londres, a donde fui con motivo de un congreso anarquista, celebrado en Julio de 1881. Y una vez terminado aquél, permanecí algunas semanas más allí, escribiendo los primeros artículos sobre los asuntos rusos, según nuestro criterio, para la Newcastle Chronicle. En aquella época, la prensa inglesa no era más que un eco de las opiniones de madama Novikov -esto es, de Katkov y de la policia de Estado rusa-, por lo que me sirvió de mucha satisfacción el que Mr. Joseph Cowen juzgara oportuno ofrecerme hospitalidad en su publicación, para poder defender desde sus columnas nuestro modo de pensar. Yo acababa de reunirme con mi mujer en la alta montaña, donde residía próxima a la casa de Eliseo Reclus, cuando me dieron la orden de salir del pais. Mandamos nuestro pequeño equipaje a la estación de ferrocarril más próxima, y nos dirigimos al Aigle, gozando por última vez del hermoso espectáculo de un panorama tan atractivo para nosotros. Algunas veces, creyendo acortar las distancias, nos apartábamos del camino y cruzábamos una loma, riéndonos después al ver que, en lugar de abreviar la marcha, no habíamos hecho más que prolongarla, teniendo que bajar hasta el fondo del valle para subir después la arenosa pendiente. El incidente cómico que siempre se presenta en tales casos, lo proporcionó una señora inglesa. Una dama ricamente vestida, reclinada al lado de un caballero, en un carruaje de alquiler, arrojó varias hojas de propaganda religiosa, a los dos pobres que encontraron en el camino humildemente vestidos. Yo recogí los papeles del suelo; ella era evidentemente una de esas señoras que se tienen por cristianas y consideran como un deber distribuir tales impresos entre los inmorales extranjeros. Pensando que con seguridad habíamos de volver a encontrarla en la estación, escribí en una de las hojas los conocidos versos relativos a la suerte del rico en el reino de Dios, y otras citas igualmente apropiadas, en las que se decía que los fariseos eran los peores enemigos del cristianismo. Cuando llegamos al pueblo, la dama tomaba un refresco en su coche. Parecía indudable que prefería continuar el viaje en ese vehículo, a lo largo del risueño valle, mejor que ir empaquetada en el tren. Le devolvi sus folletos cortésmente, diciéndole que habia agregado algo que tal vez encontrara útil para su gobierno. Ella no sabia si tirármelos a la cara o aceptar la lección con paciencia cristiana; sus ojos expresaron alternativamente ambos impulsos en un breve momento. Como mi esposa se hallaba a punto de examinarse para recibir el grado de bachiller en ciencias en la Universidad de Ginebra, nos establecimos, por lo pronto, en una pequeña población francesa, llamada Thonon, situada en la costa saboyana del lago de Ginebra, permaneciendo alli un par de meses. En cuanto a la sentencia de la Santa Liga, diré que me llegó un aviso procedente de los circulos más elevados de Rusia. Hasta el nombre mismo de la dama enviada de San Petersburgo a Ginebra, para ser el alma del asunto, me fue transmitido. Asi que yo no hice más que comunicar el hecho y los nombres al corresponsal del Times en la última de las ciudades mencionadas, encargándole la publicación si ocurria algo en tal sentido, y al efecto inserté una nota en Le Révolté, no ocupándome más del asunto. Mi mujer, sin embargo, dio más importancia a la cosa, y la dueña de la casa donde parábamos en aquel pueblecito, persona excelente, llamada madama Sansaux, y que habia tenido conocimiento del asunto por medio de su hermana, que servia de niñera en casa de un agente ruso, se tomaba por mi un interéis como si fuera de la familia. La casa se encontraba en las afueras del lugar, y cada vez que yo tenía que salir de noche, generalmente para esperar a mi esposa en la estación del ferrocarril, siempre hallaba pretexto para hacer que su marido me acompañara con una linterna. Esperad nada más que un momento, señor Kropotkin -acostumbraba a decir-; mi marido tiene que ir por el mismo camino para comprar alguna cosa, y ya sabéis que lleva siempre una linterna. O en otras ocasiones mandaba a su hermano que me siguiera a cierta distancia, sin que yo lo notara. En Octubre o Noviembre de 1881, tan pronto como mi mujer rindió sus exámenes, nos trasladamos de Thonon a Londres, donde permanecimos cerca de doce meses. Pocos años nos separan de esta época (1) y, sin embargo, bien puedo decir que la vida intelectual de Londres y de toda Inglaterra era muy diferente entonces de lo que ha llegado a ser después. Todo el mundo sabe que en los años transcurridos del 40 al 50, dicho pais se hallaba casi a la cabeza del movimiento socialista de Europa; pero durante los siguientes periodos de reacción que siguieron, ese gran impulso, que tan profundamente habia afectado a la clase trabajadora, y en el cual se dio a conocer cuanto hoy se alega en favor del socialismo cientifico o anarquista, vino a quedar paralizado. Quedó olvidado, lo mismo en Inglaterra que en el continente, y lo que los escritores franceses califican de tercer despertar de los proletarios, no ha comenzado aún en aquel pais. La labor de la comisión agricola de 1871, la propaganda entre los campesinos y los anteriores esfuerzos de los socialistas cristianos, han contribuido de algún modo a preparar el camino; pero el desbordamiento de las ideas socialistas que se observó en Inglaterra después de la publicación de Progreso y Miseria de Henry George, no lo hemos visto todavia. El año que entonces pasé en Londres fue de verdadero extrañamiento. Para el que profesaba ideas socialistas avanzadas, no había atmósfera donde poder respirar, nada que indícara ese animado movimiento socialista que encontré tan ampliamente desarrollado a mi vuelta en 1886. Burns, Champion, Hardie y los otros jefes de los trabajadores, aun no se habian dado a conocer; la Sociedad Fabiana no existia; todavia no se habia declarado socialista William Morris, y las uniones de oficios, limitadas en Londres sólo a unos pocos privilegiados, eran hostiles a la nueva idea. Los únicos activos y francos representintes. del movimiento eran la señora de Hyndman y su marido, con algunos trabajadores agrupados a su alrededor. Ellos celebraron el otoño de 1881 un pequeño congreso, y nosotros soliamos decir bromeando, lo que después de todo se aproximaba mucho a la verdad, que dicha señora habla recibido todo el congreso en su casa.
Era indudable que el movimiento, más o menos radical y socialista, que se iba abriendo camino en la mente de los hombres, no se manifestaba aún de un modo franco y despejado. Ese número tan importante de hombres y mujeres que aparecieron en la vida pública cuatro años después, y sin declararse por completo socialistas, tomaron parte en varios movimientos relacionados con el bienestar e instrucción de las masas, que han creado ahora en casi todas las ciudades de Inglaterra y Escocia una atmósfera completamente nueva de reforma y una nueva sociedad de reformadores, aun no habían hecho sentir su influencia; pero, como es natural, ya existian, pensaban y se comunicaban las ideas; todos los elementos necesarios para difundir el movimiento, se encontraban alli; pero faltos de esos centros de atracción en que más tarde se fueron convirtiendo los grupos socialistas, se encontraban perdidos en el seno de la masa; no se trataban de unos a otros, y hasta les faltaba un conocimiento exacto de si mismos. N. V. Tchaikovski estaba entonces en Londres, y, como en años anteriores, empezamos una propaganda socialista entre los trabajadores. Ayudados por algunos de éstos, con quienes entablamos relaciones en el congreso de 1881, o a quienes las persecuciones contra Johann Most habían atraído hacia nuestro campo, frecuentamos los clubs radicales, hablando en ellos de los asuntos rusos, del movimiento de nuestra juventud en dirección al pueblo, y del socialismo en general. Nuestro auditorio era, por lo general, ridículo por lo limitado, pasando raras veces de una docena de personas. En varias ocasiones, un Chartista de barba gris tomaba la palabra y nos manifestaba que hacía cuarenta años se decía otro tanto en medio del entusiasmo que tales ideas despertaban en multitud de trabajadores, mientras que ahora todo estaba muerto y no había esperanzas de resurrección. Mister Hyndman acababa de publicar su excelente exposición del socialismo marxista, con el titulo de Inglaterra para todos; y recuerdo que un dia, en el verano de 1882, le aconsejé sinceramente que publicara un periódico socialista. Le referí lo mal de recursos que estábamos cuando dimos a luz Le Révolté, presagiándole un éxito relativamente feliz si se decidía a probar fortuna. Pero tan sombrias se presentaban las líneas generales del proyecto, que él mismo, a pesar de su entusiasmo, creyó que nada podria conseguirse, a menos de no contar con recursos propios para hacer frente a los gastos. Tal vez tuviera razón; pero, cuando poco menos de dos años después emprendió la publicación de Justice, encontró muy buena acogida por parte de los trabajadores, y en los albores de 1886 había tres periódicos socialistas, y la Federación socialdemocrática era una sociedad de importancia. En el verano referido hablé en un inglés no muy correcto ante la asamblea anual de los mineros de Durham; di conferencias en Newcastle, Glasgow y Edinburgo, sobre el movimiento ruso, y fui recibido con entusiasmo, dando la multitud frenéticos vivas a los nihilistas en la calle, después de terminada la reunión. Pero mi mujer y yo nos encontrábamos tan solos en Londres, y nuestros esfuerzos para despertar una agitación socialista en el pais resultaban tan estériles, que en el otoño del mismo año 1882 decidimos volver a Francia. Teníamos casi la seguridad de que allí sería pronto detenido; pero ambos nos decíamos con frecuencia: Mejor es una prisión francesa que esta tumba. Los que propenden a hablar de la lentitud de la evolución, deberían estudiar el desarrollo del socialismo en Inglaterra. Lenta es la marcha de la evolución, pero no uniforme; tiene sus períodos soñolientos y otros de progreso acelerado. Notas (1) Escrito en el año 1898. Una vez más nos instalamos en Thonon, tomando algunas habitaciones a nuestra antigua patrona madama Sansaux, y reuniéndose a nosotros un hermano de mi mujer, que habia llegado a Suiza atacado de consunción. En mi vida he visto tantos espias rusos como durante los dos meses que permaneci en dicho pueblo. Diré, para empezar, que desde que nos quedamos en la casa referida, un tipo sospechoso, que pretendia pasar por inglés, alquiló otro departamento de la misma. Una verdadera multitud rodeaba constantemente nuestra morada, procurando penetrar en ella con un pretexto cualquiera, o contentándose con rondar por parejas y aun en grupos de tres o cuatro juntos. Me figuro lo curioso que serían sus informes, porque el espía forzosamente tiene que dar cuenta de algo, pues si manifestase que se había pasado una semana en la calle sin notar nada de particular, pronto le rebajarían el sueldo, si es que no lo despedian del todo. Aquella era la edad de oro de la policía secreta rusa; la política de Ignatiev daba su fruto; había dos o tres cuerpos de policía compitiendo entre sí, disponiendo todos de dinero en abundancía y metiéndose en las intrigas más atrevidas. El coronel Sudiéikin, por ejemplo, jefe de uno de ellos -de acuerdo con un tal Diegáiev, quien, después de todo, lo mató- denunció los agentes de Ignatiev a los revolucionarios de Ginebra, ofreciendo a los terroristas rusos las mayores facilidades para matar al ministro del interior, conde Tolstoi, y al gran duque Vladimir, agregando que, de este modo, llegaría él a ministro con poderes dictatoriales y el zar se hallaría por completo en sus manos. Esta actividad de la policia rusa vino a tener como coronamiento, más adelante, el rapto del príncipe de Battemberg realizado en Bulgaria. La policía francesa estaba también a la espectativa. El saber lo que se hacía en Thonon, le intrigaba. Yo continuaba editando Le Révolté y escribiendo artículos para la Encyclopaedia Britannica y la Newcastle Chronicle. ¿Pero qué informe se podía forjar de todo esto? Un día, el gendarme de la localidad hizo una visita a mi patrona; había oído desde la calle el ruido producido por algún instrumento mecánico, y se figuraba que yo tenía en mi casa una prensa clandestína, lo que hizo que se aprovechara mi ausencia para pedir a aquélla que se la enseñara. La señora le respondió que no había ninguna, y que tal vez el ruido a que él se refería era el causado por su máquina de coser; pero no dándose por satisfecho con explicación tan prosaica, la obligó a ponerla en movimiento para poder comprobar si ambos sonidos tenian un origen común. - ¿Qué hace todo el dla? -le preguntó al ama. - Escribir. - ¿Pero no hace más que eso? - A las doce se pone a aserrar madera en el jardín, y por las tardes sale a dar un paseo desde las cuatro a las cinco (era en noviembre). - ¡Ah, eso es! ¿A la caída de la tarde? -y escribió en su libro de memorías-: No sale más que de noche. En aquel tiempo no me di una explicación satisfactoria de esta especial atención por parte de los espías rusos, pero debe tener alguna relación con lo siguiente: Cuando Ignatiev fue nombrado primer ministro, siguiendo los consejos de Andrieux, como ya tengo dicho, adoptó un nuevo plan. Mandó un enjambre de sus agentes a Suiza, encargándose uno de ellos de la publicación de un periódico que defendiera débilmente la extensión de la autoridad provincial en Rusia, pero cuyo principal objeto fuera combatir a los revolucionarios y separar de ellos a los emigrados que no simpatizaban con el terrorismo. Este era, indudablemente, un medio de sembrar la división. Después, cuando casi todos los miembros del Comité ejecutivo habían sido presos en Rusia y sólo dos de ellos pudieron refugiarse en Paris, aquél envió un agente para proponer un armisticio, prometiendo que no se harían más ejecuciones con motivo de las conjuras que tuvieron lugar en el reinado de Alejandro II, aun cuando los sentenciados en rebelión cayeran en poder del gobierno, que a Chernishevski se le dejaría volver de Siberia, y que se nombraría una comisión para revisar el caso de los que habían sido deportados a dicha región gubernativamente, pidiendo en cambio al Comité ejecutivo que no intentara nada contra la vida del zar, hasta que terminaran las ceremonias de la coronación. Haciéndose, tal vez, mención de las reformas que Alejandro III intentaba plantear en favor de los campesinos. El concierto se efectuó en París y fue respetado por ambas partes. Los terroristas suspendieron las hostilidades y no se ejecutó a nadie por complicidad en los anteriores atentados; pero los que más adelante se vieron por este concepto detenidos, fueron enterrados vivos en la Bastilla rusa de Schlüsselburg, sin que se volviera a saber nada de ellos en quince años, y donde aun siguen muchos (1). Chernishevski volvió de Siberia y recibió orden de permanecer en Astrakan, donde quedó separado de todo contacto con el mundo intelectual de Rusia, y murió pronto. Una comisión recorrió Siberia, levantando la deportación a unos y fijando a los demás un tiempo limitado. A mi hermano Alejandro le recargaron cinco años más. Estando en Londres en 1882, me dijeron un día que un hombre que pretendía ser un agente bona fide del gobierno ruso y podía probarlo, quería entrar en negociaciones conmigo. Decidle que si viene a mi casa rodará por la escalera, fue mi contestación. Es, sin embargo, probable que esto fuera debido a que Ignatiev, aun estando tranquilo respecto a un ataque del Comité ejecutivo, temía que intentaran algo los anarquistas y quería descartarme de la cuestión. Notas (1) Como es sabido, libróles solamente el movimiento revolucionario del año 1905. El movimiento anarquista experimentó un notable desarrollo en Francia durante los años 1881 y 1882. Se creía generalmente que el carácter francés era hostíl al comunismo, y dentro de la Internacional se propagaba el colectivismo en su lugar, lo que suponía que la posesión en
común de los instrumentos de producción se habría de efectuar según los principios individualistas o comunistas. Pero la verdad era, sin embargo, que lo que hallaba resistencia en Francia no era más que el comunismo monástico, el falansterio de las antiguas escuelas y el ejército del trabajo, sobre el cual se habló tanto entre 1840 y 1850. Así que, cuando la Federación del Jura, en su congreso de 1880, se declaró abiertamente anarquista-comunista, esto es, en favor del completo comunismo, el anarquismo ganó muchos prosélitos en aquel país. Nuestro períódico empezó a circular allí con profusión; se sostenía una activa correspondencia con los trabajadores franceses, y un movimiento anarquista de importancia se desarrolló rápidamente en París y en algunas provincias, en particular en la región lionesa. Cuando crucé a Francia en 1881, en mi viaje de Thonon a Londres, visité Lyón, St Etienne y Vienne, en cuyas poblaciones di conferencias, encontrando en ellas un considerable número de trabajadores dispuestos a aceptar nuestras ideas. Hacia fines de 1882 hubo en la región de Lyón una crisis terrible. La industria de la seda quedó paralizada, y la miseria entre los tejedores fue tan grande que una multitud de criaturas acudía todas las mañanas a las puertas de los cuarteles para recoger lo poco que podían darle los soldados. Este fue el principio de popularídad del general Boulanger, que permitió esa distribución de alimento. La situación de los mineros de esa misma región era igualmente bien precaria. Yo no ignoraba que allí existía una gran fermentación; pero durante los once meses que permanecí en Londres perdí el estrecho contacto que antes tenía con el movimiento francés. A las pocas semanas de mi vuelta a Thonon, supe por los periódicos que los mineros de Monceaules-Mines, perdida la paciencia a causa de las vejaciones de los neocatólicos dueños de las minas, habían empezado una especie de agitación; celebraban reuniones secretas, en las que se hablaba de huelga general; las cruces de piedra levantadas en todos los caminos que conducían a las minas, eran derribadas o voladas con cartuchos de dinamita, con los que están familiarizados los mineros por su trabajo subterráneo, y de los que frecuentemente pueden disponer. En el mismo Lyon la situación tomó un carácter más violento. Los anarquistas, que eran bastante numerosos en la ciudad, no dejaban pasar ningún mitin de los políticos oportunistas sin aprovecharlo para exponer allí sus doctrinas, o, en último término, armar un escándalo monumental. En esas asambleas presentaban proposiciones encaminadas a que las minas y todo lo necesario para la producción, así como las habítaciones, vinieran a ser propiedad del pueblo, proposiciones que eran aprobadas con entusiasmo con horror de la burguesía. La animosidad de los trabajadores contra los consejales oportunistas y políticos en general, así como contra la prensa, que se aprovechaba de todas las calamidades y en nada contribuía para contener la creciente miseria, era grande. Como es corriente en tales casos, la furia de los pobres se vuelve especialmente contra los sitios destinados a diversiones y depravación, que se hacen tanto más odiosos en tiempo de desolación y miseria, cuanto que ellos representan para los trabajadores el egoísmo y la corrupción de las clases acomodadas. Un lugar mirado con particular prevención por aquéllos, era el café subterráneo del teatro Bellecour, que permanece abierto toda la noche, y en el cual al amanecer podía verse a periodistas y políticos comiendo y bebiendo en compañía de mujeres galantes. No se celebraba ningún mitin sin que se hiciera alguna alusión amenazadora a dicho establecimiento, y una noche explotó un cartucho de dinamita, colocado allí por una mano desconocida. Un trabajador que asistía con frecuencia a dicho lugar, y era socialista, trató de apagar la mecha y fue muerto por la explosión, en tanto que algunos políticos que en él se encontraban de holgorio resultaron ligeramente heridos. Al día siguiente, estalló otro cartucho a la puerta de una oficina de reclutamiento, y se dijo que los anarquistas se proponían volar la gran estatua de la Virgen que se encuentra en uno de los parajes más elevados de Lyon. Se necesita haber vivido en dicha ciudad o en sus alrededores para poder formarse idea de lo posesionado que está todavía del pueblo y de las escuelas el clero católico, y comprender el odio que a éste le profesa el elemento masculino de la población. En tal situación, las clases conservadoras fueron presa de terrible pánico; unos sesenta anarquistas -todos trabajadores y sólo un miembro de la clase media, llamado Emilio Gautier, que se hallaba en una excursión de propaganda por la provincia- fueron detenidos. La prensa de la localidad tomó a su cargo al mismo tiempo el incitar al gobierno a que me prendiera, presentándome como el jefe de la agitación, que habia venido expresamente de Inglaterra para dirigir el movimiento. Con este motivo, numerosos espias rusos volvieron a pulular por nuestro pueblecito. Casi diariamente recibia cartas, escritas indudablemente por los esbirros de la policia internacional, haciendo mención de algún proyecto de atentado por medio de la dinamita, o anunciándose misteriosamente la remesa de una fuerte partida de ella consignada a mi nombre. Formé una completa colección de dichas cartas, poniendo a cada una un epigrafe Policia internacional, llevándoselas la policia francesa al hacer un registro en mi casa; pero no se atrevieron a presentarIas en la Audiencia, ni me las devolvieron jamás. Y no sólo revisaron todas las habitaciones, sino que hasta mi mujer, que iba a Ginebra, fue detenida en la estación de Thonon y registrada;
pero, como es natural, nada se encontró que pudiera comprometerme a mi ni a los demás tampoco. Transcurrieron diez días, durante los cuales quedé en completa libertad para irme cuando quisiera. Recibí en ese espacio de tiempo una multitud de cartas aconsejándome la marcha; una de ellas de un amigo ruso desconocido, tal vez algún miembro del Cuerpo diplomático, que parece me había tratado anteriormente, e indicaba que debía ponerme en camino en el acto, porque de lo contrario me exponía a ser la primera víctima del tratado de extradición que estaba a punto de terminarse entre Francia y Rusia. Yo seguí donde estaba, y cuando el Times insertó un telegrama diciendo que había desaparecido de Thonon, le envié una carta con mi dirección, pues siendo tan grande el número de amigos presos, no sentía deseo alguno de partir. En la noche del 21 de diciembre murió mi cuñado en mis brazos; sabíamos que su enfermedad era incurable, pero es verdaderamente terrible ver extinguirse la existencia de una persona joven que lucha desesperadamente con la muerte. Tanto mi esposa como yo, quedamos profundamente afectados; tres o cuatro horas después, cuando la triste mañana de invierno empezaba a clarear, vinieron los gendarmes a prenderme. Viendo el estado en que quedaba mi mujer, pedí permiso para permanecer a su lado hasta que teminara el entierro, prometiendo, bajo mi palabra de honor, estar a la puerta de la prisión a la hora convenida; pero hasta eso se me negó, y aquella misma noche me condujeron a Lyon. Eliseo Reclus, avisado por telégrafo, vino al momento, dedicando a mi mujer todos los cuidados y atenciones propias de su hermoso corazón; otros amigos vinieron de Ginebra, y aunque el acto fúnebre fue completamente civil, lo que constituía una novedad en tan pequeña población, la mitad de sus habitantes concurrió al entierro, para demostrar asi a mi mujer que los sentimientos de las clases desheradadas y los sencillos campesinos de Saboya estaban con nosotros, y no con sus dominadores. Durante el curso de mi proceso, los agricultores solían bajar de los pueblos de la sierra a la ciudad en busca de periódicos y enterarse del estado de la causa. Otro incidente que me impresionó mucho fue la llegada a Lyon de un amigo de Inglaterra, que venía en representación de una persona muy conocida y estimada en el mundo político inglés, Joseph Cowen, en cuya familia pasé muchas horas felices en Londres, en 1882. Era portador de una cantidad importante, destinada a proporcionarme la libertad bajo fianza, manifestándome al mismo tiempo, en nombre de aquél, que no debía preocuparme más que de salir de Francia inmediatamente. Haciendo uso, sin duda, de algún procedimiento misterioso, consiguió hablar libremente conmigo -no en la jaula de dobles rejas en que me colocaban para comunicarme con mi mujer-, sintiéndose él bastante por mi negativa a aceptar tal ofrecimiento, así como me sentí yo también por aquella prueba de amistad de una persona a quien, al par que a su excelente esposa, había llegado a apreciar en tan alto grado. El gobierno francés deseaba hacer de aquello uno de esos grandes procesos que causan fuerte impresión en el país; pero no había medio de envolver a los anarquistas presos en la causa de las explosiones, pues hubiera sido necesario concluír por llevarlos ante un jurado que, probablemente, nos habría absuelto, y en consecuencia, se adoptó la maquiavélica política de perseguirnos por haber pertenecido a la Asociación Internacional de los Trabajadores. Hay en Francia una ley, votada inmediatamente después de la caída de la Comuna, por la cual se puede hacer comparecer a cualquiera ante un juez de instrucción, por haber pertenecido a dicha sociedad. El máximo de la pena es de cinco años, y el gobierno tiene siempre la seguridad de que el tribunal ordinario le dejará complacido. La vista de la causa empezó en los primeros días de enero de 1883 y duró una quincena. La acusación fue, en verdad, ridícula, porque nadie ignoraba que ninguno de los trabajadores de Lyon había jamás pertenecido a la Internacional, y fracasó por completo, según puede verse por el siguiente episodio: El único testigo de cargo era el jefe de la policía secreta de la ciudad, hombre de edad a quien se trataba en la Audiencia con gran respeto. Su informe, justo es decirIo, fue muy imparcial respecto de los hechos. Los anarquistas, según él, se habían hecho dueños de la situación, imposibilitando la celebración de mitines oportunistas, porque al defender el comunismo y el anarquismo, se apoderaban del auditorio. Viendo que hasta aquí se había expresado correctamente, me aventuré a hacerle una pregunta: - ¿Oyó usted hablar alguna vez de la Asociación Internacional de Trabajadores en Lyon? - Nunca -contestó con tristeza. - Cuando volví del congreso de Londres de 1881, e hice cuanto pude por reconstituir la Internacional en Francia, ¿obtuve algún resultado? - No: la encontraban poco revolucionaria. - Gracias -le contesté, y volviéndome hacia el fiscal, agregué: ¡He ahí toda vuestra acusación destruída por vuestro mismo testigo! Pero a pesar de ello, todos fuimos condenados por haber pertenecido a la Internacional. A cuatro de nosotros se nos impuso el máximo de la sentencia, esto es, cinco años de prisión y dos mil francos de multa, y a los restantes, de cuatro años a uno. Durante la vista nada se intentó probar respecto de la Internacional; nadie se acordó de ella; sólo nos dijeron que habláramos sobre el anarquismo, lo que hicimos cumplidamente. De las explosiones no se dijo una palabra, y cuando dos o tres compañeros de la localidad quisieron aclarar este punto, se les contestó con rudeza que no era por eso por lo que estaban procesados, sino por haber formado parte de la Internacional (a la que sólo yo pertenecia). En tales casos nunca falta un incidente cómico, y esta vez fue reemplazado por una carta mía. No se encontraba nada sobre qué basar la acusación; se habían hecho multitud de registros en las casas de los anarquistas franceses, pero no encontraron más que dos cartas mías, de las que la acusación trató de sacar el mejor partido posible. Una de ellas fue escrita a un trabajador que se hallaba desanimado, y le hablaba de la gran época en que vivimos, los grandes cambios que se aproximaban, el nacimiento y desarrollo de las nuevas ideas, y otras cosas por el estilo. La epístola no era larga, y el fiscal no pudo sacar de ella gran provecho. La otra tenía doce carillas; iba dirigida a otro amigo francés, un joven zapatero que se buscaba la vida trabajando en su casa, teniendo a la izquierda, generalmente, un pequeño anafe de hierro, en el que él mismo se hacía su comida, y a su derecha un banquito, sobre el cual escribía extensas cartas a los compañeros sin levantarse de su asiento.
Después de haber concluído la tarea que necesitaba para cubrir los gastos de su existencia, extremadamente modesta, y mandar algunos francos a su anciana madre, que se hallaba en el campo, pasaba horas enteras escribiendo cartas, en las que desarrollaba los principios teóricos del anarquismo con admirable buen sentido e inteligencia. En la actualidad es un escritor muy conocido en Francia, y generalmente respetado por la integridad de su carácter, su rectitud y su sano sentido politico. Desgraciadamente, en aquel tiempo solía llenar ocho o diez pliegos de papel sin poner una coma ni un punto, lo que dio motivo a que yo le escribiera una larga carta, en la cual le explicaba de qué modo el pensamiento escrito se subdivide en sentencias, cláusulas y frases, debiendo cada una de ellas terminar con el signo ortográfico correspondiente; en suma, le dí una pequeña lección sobre los elementos de puntuación, manifestándole lo mucho que ganarían sus escritos si adoptara tan sencillo plan. Esta carta fue leída ante el tribunal por el fiscal, quien la aderezó con los más patéticos comentarios: Ya habéis oído, señores, esta carta -dijo dirigiéndose a los magistrados-; la habéis escuchado. A primera vista no contiene nada de particular; se trata sólo de dar una lección de gramática a un trabajador ... Pero -y aquí su voz vibró con acentos de profunda emoción- no con objeto de ayudar a un pobre obrero a adquirir la instrucción que, debido probablemente a la pereza, no recibio en la escuela; no para ayudarle a ganarse la vida honradamente.
¡No, señores! Le escribio con objeto de hacerle odiosas nuestras grandes y hermosas instituciones, con el propósito deliberado de infiltrar así en él el veneno del anarquismo, con el único fin de hacer de él un enemigo más terrible todavia de la sociedad. ¡Maldito el día en que Kropotkin puso la planta sobre el suelo francés! Por más que hicimos, todo el tiempo que duró el discurso no pudimos dejar de reir como criaturas; los jueces lo miraban como para decirle con la vista que traspasaba los limites de su misión; pero él no se daba cuenta de nada, y dejándose arrebatar por su elocuencia, continuó perorando, cada vez con aspecto más teatral y más cómica entonación. Realmente hizo todo lo posible por mostrase digno de una recompensa del gobierno ruso. Poco después de pronunciado el fallo, el presidente del tribunal fue ascendido; y en cuanto al fiscal y a uno de los magistrados -aunque parezca increíble, el gobierno ruso les ofreció la cruz de Santa Ana, y la República les permitió que la aceptaran. La famosa alianza rusa tuvo, pues, su origen en el proceso de Lyon. En este proceso se pronunciaron brillantes discursos anarquistas, de los que se ocupó toda la prensa, por oradores tan notables como el obrero Bernad y Emilio Gautier, mientras los demás acusados se presentaron en actitud resuelta, propagando nuestras doctrinas durante quince días, lo que contribuyó poderosamente a desvanecer el falso concepto que existia en Francia respecto al anarquismo, y a dar más impulso al socialismo en otras naciones. Respecto a las condenas, se hallaban tan poco justificadas por los autos, que la prensa francesa -exceptuando los órganos oficiales- criticó acerbamente a los magistrados. Hasta el moderado Journal des Economistes censuró el veredicto, que nada en la vista de la causa podia hacer prever. La lucha entre el acusador y nosotros, fue un triunfo que alcanzamos ante la opinión pública. Inmediatamente después se presentó a la Cámara una proposición de amnistia que obtuvo unos cien votos en su favor, repitiéndose lo mismo todos los años, adelantando siempre y ganando terreno, hasta que al fin fuimos libertados.
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