Índice de Memorias de un revolucionario de Pedro Kropotkin | Anterior | Biblioteca Virtual Antorcha |
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LA EUROPA OCCIDENTAL
(Tercer archivo)
XIII.- La prisión de Lyón. - La influencia funesta de las prisiones desde el punto de vista social. - En la prisión central de Clairvaux. - Las ocupaciones de los presos. Triste situación de los viejos prisioneros. - Relación activa entre los presos. - Influencia desmoralizadora de las prisiones. XIV.- Mis choques con la policia secreta. - Informe divertido de un agente secreto. - Espias desenmascarados. - El barón imaginario. - Consecuencias del espionaje. XV.- EI robo de Luisa Michel. - Elias Reclus. - Emigración a Harrow. - La obra científica de mi hermano Alejandro. - Su muerte. XVI.- EI movimiento socialista en Inglaterra en el año 1886. XVII.- Participación en el movimiento. - La fórmula lucha por la existencia completada con la ley natural del apoyo mutuo. - La gran difusión de las ideas socialistas.
La vista de la causa terminó, pero yo continué dos meses más en la prisión de Lyon; la mayoría de mis compañeros había interpuesto recurso de alzada contra el fallo del tribunal correccional, y fue necesario aguardar el resultado. Cinco nos negábamos a hacer dicha reclamación, y yo continué trabajando en mi pistole. Un amigo mío -Martín, compañero de Vienne- tomó otra al lado de la mía, y como ya estábamos condenados, se nos permitia pasear juntos; y si teníamos necesidad de comunicarnos alguna cosa en el resto del día, acostumbrábamos a hacerlo por medio de golpes en el muro, como en Rusia. El alfabeto de los decabristas ha servido de algo también aquí.
Durante mi residencia en Lyon, empecé a comprender la influencia terriblemente desmoralizadora de las prisiones sobre los presos, lo que me hizo más adelante condenar incondicionalmente toda la institución.
La cárcel de Lyon es un edificio moderno, construido en forma de estrella, según el sistema celular. El espacio entre los rayos de aquélla está ocupado por pequeños patios asfaltados, y cuando el tiempo lo permite, los presos son llevados a trabajar al aire libre. La principal ocupación es apalear capullos para obtener borra de seda. También traen a estos patios, a horas determinadas, una multitud de infelices niños, flacos, enervados y mal alimentados -la sombra de lo que deben ser los niños-, a los que contemplaba yo, a menudo, desde mi ventana. La anemia se hallaba claramente escrita en todos sus pequeños rostros y de manifiesto en sus demacrados y temblorosos cuerpos; y sin embargo, durante todo el día, lo mismo en los dormitorios que en los patios, en plena luz del sol, continuabansus prácticas debilitantes.
¿Qué será de ellos cuando, después de haber pasado por esa escuela, salgan con su salud arruinada, su voluntad aniquilada y su energía deprimida? La anemia, con su limitado vigor, su falta de voluntad para el trabajo, su debilitada inteligencia y su pervertida imaginación, es mucho más responsable de los crímenes que la plétora, y este terrible enemigo de la raza humana es precisamente el que se amamanta en las prisiones.
¡Y la enseñanza que estas criaturas reciben en aquel medio ambiente! El aislamiento mismo, aunque pudiera rigurosamente llevarse a la práctica, que no es posible, no bastaría para evitarlo; la atmósfera de toda prisión es una glorificación de esa especie de juego en saltos de habilidad, que constituye la verdadera esencia del robo, la estafa y toda clase de hechos igualmente antisociales. Generaciones enteras de futuros criminales son convertidos en estos pudrideros que el Estado sostiene y tolera la sociedad, únicamente por no querer oír hablar de sus propios males y analizarlos. El que es preso en la infancia, lo será mientras viva es lo que después oí a todos los interesados en asuntos criminales. Y cuando veía a esos niños y me imaginaba el porvenir que les aguardaba, no podia por menos de preguntarme continuamente: ¿Quién es el mayor criminal; esta criatura o el juez que condena anualmente centenares de adolescentes a tal destino? No tengo inconveniente en admitir que el crimen del juez es inconsciente; ¿pero acaso los crímenes por los que va a presidio la gente son tan conscientes como se supone?
Habia otro punto que pude, desde luego, apreciar desde la primera semana de mi encierro, pero que, por algo inconcebible, ha pasado inadvertido, tanto para el juez como para el criminalista, y es el siguiente: que la prisión, en su inmenso número de casos, es un castigo que se siente más duramente en personas completamente inocentes que en los mismos condenados a tal pena.
Casi todos mis compañeros, que representaban bastante bien el término medio de la población obrera, tenían mujer e hijos que sostener, o hermana, o madre anciana que sólo contaban para vivir con su trabajo. Y ahora, al quedarse abandonadas, todas esas mujeres hacían lo posible por encontrar trabajo, consiguiéndolo algunas, pero ni una siquiera logró ganar regularmente un franco y medio al día. Nueve francos, y con frecuencia siete y medio a la semana, era todo lo que podían alcanzar para mantenerse ellas y sus hijos, lo cual representa, como es natural, alimentación insuficiente, privaciones de todo género, quebrantamiento de la salud, debilidad del entendimiento y disminución de la energía y la voluntad. Pude, pues, apreciar ciertamente que lo que se hace en nuestras Audiencias no es, en realidad, mas que condenar a personas completamente inocentes a toda clase de trabajos, en la mayoría de los casos más duros todavía que aquellos a que el hombre mismo ha sido sometido.
La ficción consiste en hacer creer que la ley castiga al hombre imponiéndole una diversidad de trabajos degradantes, morales y físicos. Pero la naturaleza humana es de tal índole que, por duras que sean las penalidades a que se le destine, se habitúa a ellas gradualmente; si no puede modificarlas, las acepta, y después de un tiempo determinado, concluye por conformarse con ellas, como hace con una enfermedad crónica, y no darle importancia. Pero en tanto dura su prisión, ¿cuál es la suerte de su mujer e hijos, o de los otros seres inocentes que dependían de su ayuda? Esas personas han sido más cruelmente castigadas que él mismo. Y en nuestro modo rutinario de pensar, ninguno reflexiona jamás sobre la inmensa injusticia que de ese modo se comete. Si yo he podido apreciarla en toda su desnudez, lo debo únicamente a la experiencia.
A mediados de marzo de 1883, veintidós de nosotros, que habíamos sido condenados a más de un año de cárcel, fuímos trasladados con gran reserva a la prisión central de Clairvaux, la cual, en otro tiempo, había sido una abadía de San Bernardo, de la cual la Gran Revolución hizo un asilo para los pobres. Más tarde vino a convertirse en casa de corrección, nombre que, tanto los presos como los mismos empleados, cambiaron, y con razón, por el de casa de corrupción.
Mientras permanecimos en Lyon, se nos trató según se acostumbraba a hacer en Francia con los que sufren prisión preventiva; esto es, se nos permitía usar nuestros vestidos, traer nuestra comida y alquilar por algunos francos al mes una celda mayor, a la que se da el nombre de pistola. De todo lo cual me aproveché, a fin de adelantar mis trabajos para la Enciclopedia Británica y el Nineteenth Century. Respecto del modo cómo nos tratarian en Clairvaux, nada sabíamos. En Francia, sin embargo, se cree generalmente que, tratándose de presos políticos, la pérdida de la libertad y la forzosa inacción son por sí mismas tan penosas, que no hay necesidad de agravarlas con molestias adicionales, por cuyo motivo se nos dijo que seguiríamos bajo el mismo régimen a que habíamos sido sometidos en Lyon. Tendríamos alojamiento separado, conservariamos nuestros trajes, no se nos imponía ninguna clase de trabajo y no se nos impediría fumar.
Aquellos de vosotros -dijo el gobernador- que deseen ganar algo con un trabajo manual, podrán hacerlo en el taller de costura o en el de grabar nácar. Estas faenas están mal retribuidas; pero no será posible ocuparos en los demás talleres, como el de camas de hierro, marcos dorados y otros, porque eso exigiría que estuvieseis alojados con los demás presos.
Como a éstos, también se nos permitió comprar en la cantina algún alimento adicional y un cuartillo de vino diariamente, siendo todo barato y de buena calidad.
La primera impresión que me produjo Clairvaux fue muy favorable. Se nos había encerrado, y estuvimos viajando casi todo el día, desde las dos o las tres de la mañana, en uno de esos pequeños departamentos en que, por lo general, están divididos los coches celulares destinados a los presos.
Cuando llegamos a la prisión central, se nos condujo temporalmente a la parte dedicada a penal, y fuimos colocados en celdas extremadamente limpias. A pesar de lo avanzado de la hora, se nos sirvió un rancho caliente, sencillo, pero de buena calidad, permitiéndosenos tomar cada uno medio cuartillo de vin du pays, que no era malo y se vendía en la cantina al reducido precio de veinticuatro céntimos el litro. Tratándonos, tanto el director como los demás empleados, con extremada cortesía.
Al día siguiente, el gobernador de la cárcel me llevó para enseñarme el local donde pensaba colocamos, y observé que me parecía bien, pero que las habitaciones eran demasiado pequeñas para tanta gente -éramos veintidós-, y como tal aglomeración hubiera podido afectar a la salud, nos dio otras situadas en lo que había sido en otro tiempo la casa del pintor de la abadía y ahora estaba convertida en hospital. Nuestras ventanas daban a un pequeño jardín, y desde ellas se contemplaba una extensa campiña. En otra habitación del mismo edificio, el viejo Blanqui pasó los últimos tres o cuadro años de su prisión. Antes de ello había estado confinado en una celda de la casa celular.
De este modo obtuvimos tres locales espaciosos, y además otro más pequeño, en donde nos colocaron a Gautier y a mí, a fin de que pudiésemos continuar nuestros trabajos literarios. Este último favor fue debido, propablemente, a la intervención de un respetable número de hombres de ciencia ingleses que, desde el momento en que fui condenado, firmaron una exposición pidiendo mi libertad. Muchos colaboradores de la Enciclopedia Británica, como Herbert Spencer y el poeta Swinburne, se hallaban entre los firmantes, en tanto que Víctor Rugo puso con su firma algunas sentidas palabras. En fin, puede decirse que la opinión pública en Francia recibió nuestra condena con desagrado; y cuando mi mujer mencionó en Paris que me hacian falta libros, la Academia de Ciencias ofreció su biblioteca, y Ernesto Renan, en una carta afectuosa, ponía también la suya a nuestra disposición.
Teniamos un pequeño huerto en donde podíamos jugar a los bolos, y en el que pronto logramos cultivar un estrecho espacio a lo largo del muro del edificio, en el cual, en una superficie de ochenta metros cuadrados, recogimos una cantidad increible de lechugas y rábanos, asi como algunas flores. Como es natural, desde el primer momento se organizaron clases, y durante los tres años que permanecimos en Clairvaux, di a mis compañeros lecciones de cosmografía, geometria y fisica, ayudándoles también en el estudio de idiomas. Casi todos aprendieron, por lo menos uno, inglés, alemán, italiano o español, y algunos hasta dos, adquiriendo igualmente conocimientos en algo de encuadernación, cosa que aprendimos en uno de los excelentes libritos de la Enciclopedia Roret.
Al termínar el primer año, sin embargo, volvió de nuevo a resentirse mi salud. Clairvaux estaba edificado sobre terrenos pantanosos, donde la malaria es endémica, y ésta y el escorbuto se apoderaron de mi. Entonces mi esposa, que hacia sus estudios en París, trabajando en el laboratorio Würtz, y preparándose para el examen del doctorado en ciencias, lo abandonó todo y se vino a la pequeña aldea de Clairvaux, que se componia de menos de una docena de casas agrupadas al pie del muro inmensamente elevado que rodeaba la prisión.
Inútil es decir que su existencia en semejante paraje con el referido muro a la vista, no tenia nada de halagüeña; pero no por eso dejó de permanecer allí hasta mi salida. Durante el primer año, sólo le permitian verme una vez cada dos meses, y esto en presencia de un capataz sentado entre ambos; mas cuando se estableció definitivamente allí, declarando su firme propósito de permanecer en aquel lugar, pronto la permitieron que me viera diariamente en una de las casitas que hay dentro de las murallas, en la que había siempre un vigilante de servicio, y adonde me traía la comida de la posada donde estaba hospedada. Más adelante hasta nos permitieron dar una vuelta por el jardín del gobernador, vigilados de cerca, por supuesto, reuniéndose algunas veces a nosotros en el paseo uno de mis compañeros.
Mucho me sorprendió el descubrir que la prisión central de Clairvaux tenía todo el aspecto de una pequeña población manufacturera, rodeada de huertos y campos sembrados de trigo, todo dentro del muro exterior.
La verdad es que, si en una prisión central francesa los confinados están tal vez más a merced del director y demás empleados de lo que parece se hallan en las inglesas, el trato de los presos es más humano que el de los establecimientos correspondientes al otro lado del Canal.
El sistema vengativo de la Edad Media, que aun subsiste en las prisiones inglesas, hace tiempo que se ha abandonado en Francia. El preso no se ve obligado a dormir sobre una tarima o tener un colchón en momentos determinados; el dia que ingresa en la prisión le dan una cama decente, que conserva todo el tiempo que dure su condena. No se ve obligado a hacer un trabajo degradante, tales como el de mover una calandria o coger estopa, sino que, por el contrario, se le emplea en un trabajo útil, y de ahi que la prisión tenga el aspecto, como ya he dicho, de una población industrial, donde se hacen utensilios de hierro, marcos de cuadros, espejos, medidas métricas, terciopelo, hilo, corsés de señoras, objetos de nácar, zapatos de madera y otros cosas por el estilo, por casi los mil seiscientos hombres que están alli encerrados.
Además, aunque el castigo por insubordinación es muy cruel, no hay, al menos, nada de los azotes que se aplican aun en las prisiones inglesas. Tal castigo sería absolutamente imposible en Francia. Considerada en su conjunto, la prisión de que nos venimos ocupando puede clasificarse entre los mejores establecimientos penales de Europa. Y con todo eso, los resultados obtenidos en Clairvaux son tan malos como los alcanzados en cualquiera de las prisiones del antiguo sistema. Ahora está de moda decir que los corrigendos se mejoran -me dijo una vez uno de los individuos pertenecientes a la administración-, pero eso no es más que una majaderia, y jamás me inducirán a propagar mentira semejante.
La farmacia de la prisión se hallaba bajo las habitaciones que nosotros ocupábamos, y algunas veces tuvimos relaciones con los presos que en ella trabajaban. Uno de ellos era un hombre de cabellos grises, ya en los cincuenta, que cumplió estando nosotros alli. Impresionaba oirle antes de partir de la prisión; sabia que antes de algunos meses, o semanas tal vez, estaria de vuelta, y pidió al doctor que le guardara el destino que tenia en la farmacia. No era ésta su primer visita a Clairvaux, y él sabía que tampoco sería la última. Al recobrar la libertad no tenía a nadie en el mundo con quien poder ir a pasar la vejez. ¿Quién ha de querer darme trabajo? -decia. ¿Y qué oficio tengo yo? ¡Ninguno! Cuando salga no tendré más remedio que ir a buscar a mis antiguos compañeros; ellos, por lo menos, me recibirán bien. Después, al tomar un vaso de más en su compañía y hablar con calor de algún nuevo golpe, en parte debido a la debilidad de carácter y en parte por el deseo de complacer a los amigos, concluiría por entrar en el negocio, y volvería a caer una vez más, como ya le ha ocurrido antes en otras varias durante su vida. Dos meses pasaron, sin embargo, desde que salió, y aun no ha vuelto a Clairvaux, por lo que tanto los presos como los empleados, empezaron a preocuparse de su suerte. ¿Se habrá trasladado a otro distrito judicial, cuando no ha vuelto? Hay que esperar que no se haya metido en un negocio más hondo -solían decir, aludiendo a algo más que robo-. Seria una desgracia; ¡era un hombre tan bueno y tan pacifico! Pero pronto llegó a saberse que la primera suposición era la verdadera; vinieron noticias de otros penales, diciendo que ya estaba en uno de ellos el viejo, que gestionaba su traslado a Clairvaux.
Los ancianos presentaban un cuadro lastimoso. Muchos de ellos habian empezado a conocer la prisión en la infancia o en la primera juventud; otros en la edad adulta. Pero el que ha estado una vez preso, siempre vivirá en la prisión tal es el dicho derivado de la experiencia. Y una vez llegado o pasado de la edad de sesenta, saben que allí han de terminar sus dias. A fin de llegar a este resultado cuanto antes, la administración del penal acostumbraba a mandarlos al taller donde se tejían escarpines de fieltro hechos de todas clases de desperdicios de lana, siendo el continuo polvo del taller la causa determinante de la consunción que había de poner término a sus padecimientos; después de lo cual, cuatro compañeros de prisión llevaban al pobre viejo a la fosa común, siendo el guardián del cementerio y su perro negro los dos únicos seres que acompañaban su cadáver; y mientras el capellán de la prisión marchaba a la cabeza del fúnebre cortejo, recitando mecánicamente sus oraciones y mirando distraídamente a los nogales o higueras del camino, y los cuatro cargadores disfrutaban de la momentánea libertad que dicho acontecimiento les proporcionaba, sólo el perro negro era el único impresionado por la solemnidad de la ceremonia.
Cuando se efectuó en Francia la reforma de las prisiones centrales, se creyó que el principio de absoluto silencio hubiera podido mantenerse en ellas; pero es tan contrario a la naturaleza humana, que, por más que se ha hecho, no ha sido posible conservarlo.
Al observador externo la prisión le parece casi muda; pero, en realidad, la vida se desarroHa alli con tanta intensidad como en cualquier población de sus dimensiones. A media voz, al oido, por medio de palabras sueltas deslizadas a la carrera, y en una tira de papel, toda noticia de algún interés recorre inmediatamente el penal. Nada puede ocurrir entre los presos mismos o en la puerta del edificio destinada a los empleados, o en la aldea que da nombre al establecimiento, o en el dilatado mundo de la politica parisiense, que no se comunique en el acto por todos los dormitorios, talleres y celdas. Los franceses son demasiado comunicativos para permitir que su telégrafo subterráneo pueda estar inactivo.
No teníamos contacto con los otros presos, y sin embargo, sabíamos todas las noticias del día. Juan, el jardínero, vuelve con dos años. La mujer de tal capataz ha tenido una gran pelotera con la del vigilante Fulano. Diego, el que está en el calabozo, ha sido sorprendido escribiendo una carta a Juan, el del taller de marcos. El animal de Fulano ya no es ministro de Justicia; ha caido el ministerio, y otras cosas por el estilo; y cuando se dice que Perico ha cambiado dos camisetas de franela por dos cajetillas de tabaco, esto da vuelta a la prisión en un momento.
En una ocasión, un abogadillo que estaba preso deseaba remitirme una nota, a fin de que suplicara a mi mujer, que vivia en la aldea, que viera de cuando en cuando a la suya, que también se encontraba allí; y fue grande el número de hombres que se interesaron en la transmisión del mensaje, el cual tuvo que pasar por no sé cuántas manos antes de llegar a mí. Cuando en un periódico había algo que nos pudiera interesar, éste llegaba siempre a nuestro poder envolviendo una pedrecita que se tiraba sobre el alto muro.
El estar confinado en una celda no es obstáculo para que haya comunicación. Cuando llegamos a Clairvaux y fuimos alojados primero en el departamento celular, era grande el frío que allí se sentía en el invierno; tanto, que apenas podía yo escribir, y cuando mi mujer, que se hallaba entonces en París, recibió mi carta, no reconoció la letra. Se dio orden de que las caldearan todo lo posible; pero no había manera de conseguirlo. Más tarde se supo que todos los tubos destinados a la conducción del aire caliente estaban obstruídos con papeles de todas clases, cortaplumas y una multitud de objetos pequeños que varias generaciones de presos habían ocultado en ellos.
Mi amigo Martin, de quien ya he hablado en otra ocasión, obtuvo permiso para pasar parte de su tiempo en una celda, lo que preferia a vivir en una habitación con doce compañeros. Pero, con gran sorpresa, vio que no estaba completamente solo ni mucho menos; las paredes y los ojos de las cerraduras hablaban; al poco tiempo todos los que se hallaban en ellas sabían quién era él, y pronto se vio relacionado con cuantos moraban en el edificio. Todo un sistema de vida se desenvuelve, como en una colmena, entre las celdas al parecer aisladas; sólo que esa vida toma a menudo tal carácter, que la hace pertenecer por completo al dominio de la psicopatia. El mismo Kraft-Ebbing no tiene idea del aspecto que asume con ciertos presos condenados a vivir en la soledad.
No repetiré aqui lo que he dicho en un libro, En las prisiones rusas y francesas, que publiqué en Inglaterra en 1886, en el cual traté de la influencia moral de las prisiones sobre los presos. Hay, sin embargo, una cosa que debe tenerse en cuenta. La población penal se compone de elementos heterogéneos; pero considerando sólo a los que se toma generalmente por criminales natos, y de quienes tanto hemos oido hablar últimamente a Lombroso y sus partidarios, lo que más me impresionó respecto de ellos fue que las prisiones, consideradas como remedio contra los actos antisociales, son precisamente las que producen el efecto contrario.
Todos saben que la falta de educación, repugnancia a un trabajo regular, incapacidad física para hacer un esfuerzo continuado, amor extraviado a las aventuras, propensión al juego, falta de energía, una voluntad virgen, e índiferencia por la suerte de los demás, son las causas que llevan a esa clase de gente ante los tríbunales. Pues bien, ví con asombro durante mí prisión que esos mismos defectos de la naturaleza humana que la cárcel se propone evitar, son los que ella engendra en sus moradores, y tiene necesidad de hacerlo así, porque es una prisión y los engendrará mientras exista. El confinamiento en una prisión destruye por necesidad la energía del hombre y aniquila su voluntad; en la vida del preso no hay modo de ejercitar aquélla: pretenderlo sería seguramente motivo de serios disgustos. La voluntad del que vive en prisión debe matarse y se le mata, quedando menos lugar aun para el ejercicio de las naturales simpatias, haciéndose hasta lo inimaginable por evitar todo contacto con aquéllos, ya sean del interior o del exterior, por quienes el preso sienta algún afecto. Física y mentalmente se le hace cada vez menos capaz de un esfuerzo sostenido, y si ya ha sentido repugnancia por un trabajo regular, éste irá en aumento durante los años de prisión.
Si antes de ingresar por primera vez en la cárcel le molestaba fácilmente todo trabajo monótono que no era dable hacer con propiedad y sentía repulsión hacia toda ocupación mal retribuida, esos sentimientos se convertirán en odio. Si antes dudaba respecto de la utilidad social de las leyes de moral establecidas, ahora, después de haber lanzado una mirada escrutadora sobre sus defensores oficiales y de conocer la opinión de sus compañeros sobre el particular, las abandonará por completo. Y si la causa de su desgracia ha sido un desarrollo morboso del apasionado carácter sensual de su naturaleza, ahora, después de haber pasado un número de años en prisión, este carácter enfermizo se desarrollará aún más, en muchos casos en proporciones aterradoras. En este último concepto -el más peligroso de todos-, la educación del presidio es deplorable.
En Siberia vi qué clase de antros de inmundicia y semillero de ruina moral y física eran las asquerosas cárceles no reformadas, y ya a la edad de diez y nueve años pensé que, si hubiera menos aglomeración en los dormitorios, una clasificación especial en los presos y se les proporcionara a éstos una ocupación agradable, la institución podría mejorarse sensiblemente.
Hoy tengo que desechar semejantes ilusiones; he podido convencerme a mi mismo de que, en cuanto a sus efectos sobre el preso y sus resultados para la sociedad en general, las mejores prisiones reformadas -sean o no celulares- son tan malas, o aun peores, que las sucias cárceles antiguas. Ellas no mejoran al preso; por el contrario, en la inmensa y abrumadora mayoría de casos, ejercen sobre ellos los efectos más lamentables. El ladrón, el estafador y el granuja que han pasado algunos años en un penal, salen de él más dispuestos que nunca a continuar por el mismo camino, hallándose mejor preparados para ello, habiendo aprendido a hacerlo mejor, estando más enconados contra la sociedad y encontrando una justificación más sólida de su rebeldía contra sus leyes y costumbres, razón por la cual tienen, necesaria e inevitablemente, que caer cada vez más hondo en la sima de los actos antisociales que por primera vez le llevaron ante los jueces.
Lo que el individuo haya de hacer después de cumplido, habrá de ser, forzosamente, mayor que lo antes realizado, viéndose condenado a terminar su vida en una prisión o en una colonia de trabajos forzados. En el libro a que antes he hecho referencia, digo que las prisiones son universidades del crimen, mantenidas por el Estado. Y ahora, pensando sobre el particular, después de muchos años, no puedo por menos que ratificarme en lo que entonces afirmé.
Personalmente no tengo razón alguna para quejarme de los dos años que pasé en una prisión francesa. Para un hombre activo e independiente, la limitación de ambas cosas, libertad y actividad, es por sí sola una privación tan grande, que de todas las restantes, de todas las pequeñas miserias de la vida en prisión, no vale la pena de ocuparse.
Como es natural, cuando oíamos hablar de la vida politica tan activa que se hacia en Francia, sentíamos doblemente nuestra forzosa pasividad. El fin del primer año, particularmente si el invierno es triste, es siempre penoso para el preso, y al llegar la primavera se siente con más fuerza que nunca la falta de libertad. Cuando vi desde nuestras ventanas los prados vistiéndose de verdor y los cerros envueltos en un manto gaseoso, o al ver correr el tren por el valle hasta perderse entre las montañas, sentía vivamente grandes ansias de seguirlo y respirar el aire de la selva, o ser arrastrado por la humana corriente a una populosa ciudad. Pero el que une su suerte a la de un partido avanzado, debe estar preparado a pasar algunos años en prisión, y no tiene derecho a quejarse; comprende que, aun preso, no es por completo una parte inactiva del movimiento que extiende y fortalece las ideas que le son tan queridas.
En Lyon, mis compañeros, mi mujer y yo, es indudable que encontramos muy groseros a los vigilantes y capataces; pero después de los primeros rozamientos, todo quedó arreglado. Además, la administración del establecimiento sabía que la prensa de París estaba a nuestro lado, y no quería atraer sobre su cabeza los truenos de Rochefort y la punzante crítica de Clemenceau, freno que, por otra parte, no se necesitaba en Clairvaux, pues pocos meses antes de llegar nosotros, todo el personal había sido renovado. No hacia mucho que un preso fue muerto en la celda por los vigilantes, quienes colgaron luego el cadáver para simular un suicidio; pero esta vez el médico no se hizo solidario del hecho; el director fue destituido, y la situación mejoró visiblemente en el interior de la prisión. Los recuerdos que conservo de su jefe son, por cierto, agradables, y en suma, mientras estuve alli pensé más de una vez que los hombres son mejores que las instituciones a que pertenecen. Pero lo mismo que no tengo agravios personales para vengar, puedo condenar libre e incondicionalmente el sistema en si, como resto del obscuro pasado, falso en sus principios y fuente de innumerabIes males para la sociedad.
Algo más debo mencionar, por tratarse de una cosa que me impresionó, tal vez más que el efecto desmoralizador de las prisiones sobre los presos. ¡Qué foco de infección es toda prisión -y hasta toda Audiencia-, por su vecindario, por la gente que vive en sus inmediaciones!
Si Lombroso, que tanto se ha ocupado del tipo criminal, que pretende haber descubierto entre los presos, hubiera hecho los mismos esfuerzos para conocer la gente que habita en torno de los mencionados establecimientos -esbirros, espias, picapleitos, policias secretos, timadores y otros por el estilo-, hubiese tenido probablemente que convenir en que su tipo criminal tiene mayor extensión geográfica que las paredes de una cárcel. Jamás vi tal colección de rostros del más bajo tipo humano como los que encontré en los alrededores y en el interior del Palais de Justice, en Lyon, cosa que dentro de los muros de Clairvaux no habia hallado.
Dickens y Cruikshank han inmortalizado algunos de estos tipos, los cuales no representan más que un mundo que revolotea alrededor de las Audiencias y difunde su infección en un gran radio en torno suyo, pudiendo decirse otro tanto de cada prisión central, como Clairvaux. Es una atmósfera de pequeños robos, estafas y raterias, espionaje y corrupción de todas clases que, como la mancha de aceite, invade cuanto le rodea.
Todo esto lo observé, y si antes de mi condena ya sabia yo que la sociedad se equivoca en su actual sistema de castigos, después de dejar a Clairvaux conoci que aquél no es sólo malo y erróneo, sino también sencillamente ridículo, cuando en parte inconscientemente y en parte por ignorancia de la realidad, mantiene por su cuenta estas universidades de corrupción, bajo la ilusión de que son necesarias como un freno contra los criminales instintos del hombre.
Todo revolucionario encuentra en su camino muchos espías y agents provocateurs, y a mí me ha tocado también mi parte correspondiente en el asunto. Todos los gobiernos gastan sumas considerables de dinero en mantener esta clase de reptiles; y sin embargo, no son peligrosos más que para la gente joven. Quien haya tenido alguna vez experiencia de la vida y conocimiento de los hombres, pronto se da cuenta de que hay algo en torno de tal gente que da motivo a recelar. Reclutados en el fondo de la sociedad, entre hombres del tipo moral más bajo, con sólo fijarse en el carácter moral de la persona con quien se tropieza por primera vez, pronto se nota en las maneras de estos soportes de la sociedad algo chocante que da lugar a esta interrogación: ¿Qué ha atraído ese hombre hacia mi? ¿Qué puede tener de común con nosotros? En muchos casos esta simple cuestión es suficiente para poner a uno en guardia.
Cuando fui a Ginebra por primera vez, el agente del gobierno ruso encargado de espiar a los emigrados era bien conocido de todos nosotros. Aunque se daba el titulo de conde, como no tenía lacayos ni carruaje donde colocar su corona y sus armas, las había hecho bordar en la especie de manta que cubria su perrito.
Lo veíamos frecuentemente en los cafés, pero nunca le dirigimos la palabra; era, en verdad, un inocente que sólo se ocupaba en comprar en los quioscos todo lo que publicaban los refugiados, y de agregar probablemente aquellos comentarios que más pudieran agradar a sus jefes.
Otros varios fueron llegando a dicha ciudad, a medida que el número de emigrados aumentaba, y sin embargo, de un modo o de otro, también llegamos a conocerlos.
Cunado aparecia algún extraño en nuestro horizonte, se le preguntaba con la franqueza propia del nihilista sobre su pasado y su presente, descubriéndose bien pronto qué clase de persona era. La franqueza en las relaciones mutuas es indudablemente el mejor medio de establecer corrientes de armonía entre los hombres; pero en este caso, el valor de tal procedimiento era innegable. Multitud de personas a quienes ninguno de nosotros había conocido u oído hablar de ellas en Rusia -absolutamente extrañas a los círculos- vinieron a Ginebra, y muchas de ellas a los pocos días, o tal vez horas, de su llegada, se encontraban amigablemente relacionadas con la colonia de refugiados, lo que por ningún concepto lograron hacer jamás los espías. Estos pueden dar nombres de personas conocidas; les es posible proporcionar informes, algunas veces verdaderos, de su pasado en Rusia; pueden poseer a la perfección el lenguaje y las maneras del nihilista, pero no asimilarse esa especie de moral nihilista que ha nacido y se ha desenvuelto en el seno de la juventud rusa, lo que por sí solo basta para tenerlos a cierta distancia de nuestra colonia; los espías pueden imitar todo menos eso.
Cuando yo trabajaba con Reclus, había en Clarens uno de ellos, de quien todos nos apartábamos. No conocíamos sus antecedentes, pero comprendimos que no era de los nuestros, y cuanto más trataba de introducirse entre nosotros, más sospechoso se nos hacía. Jamás le había dirigido la palabra, lo que no era obstáculo para que él procurara relacionarse conmigo. Viendo que no podia hacerlo por los medios usuales, empezó a escribirme cartas, dándome citas misteriosas para tratar asuntos reservados en el bosque u otro sitio parecido.
Por divertirme, acepté una vez su invitación y fui al lugar señalado, acompañado de un buen amigo que me seguia a cierta distancia; pero el hombre, que probablemente tendria su correspondiente colega, debió notar que yo no estaba solo y no apareció. Asi me ahorré el placer de cambiar con él ni una sola palabra; además, trabajaba tanto entonces, que hasta los minutos los tenia distribuidos entre la Goografía y Le Révolté, sin ocuparme de otra cosa, y sin embargo, más tarde supimos que el tal sujeto solia enviar a la Sección Tercera informes detallados respecto a las supuestas conversaciones que habia tenido conmigo, lo que en ellas me permiti confiarle y el terrible complot que yo preparaba en San Petersburgo contra la vida del zar, todo lo cual se tomaba como moneda corriente en dicha capital y en Italia también. Un dia que detuvieron a Cafiero en Suiza, le enseñaron formidables informes de espias italianos, quienes prevenían a su gobierno que Cafiero y yo, cargados de bombas, íbamos a entrar en Italia, cuando la verdad era que jamás había estado yo en ese país ni tenido intención de visitarlo.
En cuanto a los hechos, sin embargo, no siempre los espías hacen castillos en el aire; a menudo refieren cosas verdaderas, pero todo depende del modo de decirlas. Cierta vez pasamos un rato divertido al conocer una reseña dirigida al gobierno francés por un espia del pais, que nos siguió a mi esposa y a mi, cuando viajábamos en 1881 de Paris a Londres. El individuo, haciendo un doble juego, como ocurre con frecuencia, vendió su trabajo a Rochefort, quien lo publicó en su diario. Cuanto decia el espia era correcto; ¡pero qué modo de contarlo!
Por ejemplo, escribia: Tomé el departamento inmediato al ocupado por Kropotkin y su mujer -era verdad que estaba alli; lo notamos porque desde el primer momento procuró llamar nuestra atención con su cara sucia y repulsiva-, hablaron ruso todo el viaje, a fin de no ser comprendidos por los pasajeros -también esto es cierto; hablamos, como siempre, ruso-. Al llegar a Calais, ambos tomaron un caldo -lo cual es igualmente exacto, le tomamos; pero aqui empieza la parte fantástica del viaje-. Después de esto desaparecieron bruscamente, y en vano los busqué por todas partes. Cuando se volvieron a presentar, él venia disfrazado y seguido de un cura ruso, que ya no se separó de él hasta que llegaron a Londres, donde perdi de vista a este último -como lo anterior, lo dicho es también verdadero. Mi mujer tenia una ligera molestia en un diente y le pedí permiso al encargado del restaurante para que pudiera entrar en su habitación a arreglárselo. Por lo que desaparecieron; y como teniamos que atravesar el Canal, me guardé mi sombrero de fieltro en el bolsillo y me encasqueté una gorra de pieles, de modo que quedé disfrazado. En cuanto al misterioso cura, allí estaba, en efecto. No era ruso; pero eso no tiene importancia, pues la verdad es que vestia el traje de la iglesia griega. Lo encontré delante del mostrador, pidiendo algo que nadie comprendia. Agua, agua, repetia en un tono angustioso: Dad al señor un vaso de agua, dije a un camarero, por cuyo motivo, el cura, admirado de mis extraordinarios conocimientos lingüísticos, empezó a congratularme por haber intervenido en su favor, con una efusión verdaderamente oriental. Mi esposa se compadeció de él y le habló en varios idiomas, pero ninguno de ellos entendia; al fin se logró averiguar que conocía algunas palabras de una de las lenguas eslavas del sur, y pudimos sacar en claro que era griego y quería ir a la embajada turca en Londres, manifestándole nosotros que también ibamos a dicha capital y que podía venir en nuestra compañia.
La parte más divertida de esta historia fue que, casualmente, le pude proporcionar la dirección de la embajada turca, aun antes de haber llegado a Charing Cross, pues en una de las paradas que hizo el tren, dos señoras muy elegantes, entraron en nuestro ya bien lleno departamento de tercera, cada una con un periódico en la mano. Una era inglesa y la otra, una mujer hermosa que hablaba bien francés, pretendía también serlo. Esta última, apenas habíamos cambiado algunas palabras, me dijo a quemarropa: ¿Qué pensáis del conde Ignatiev? e inmediatamente después: ¿Vais a matar pronto al nuevo zar? Estas dos preguntas me pusieron al corriente respecto a su profesión; pero, pensando en mi cura, le dije: ¿Sabéis la dirección de la embajada turca? Calle tal, número tal me dijo en el acto, como una niña en la academia. ¿Podriais tal vez darnos igualmente la de la embajada rusa? le pregunté, y habiéndomela comunicado con la misma prontitud, puse ambas en conocimiento del sacerdote.
Cuando llegamos al término de la jornada, la señora estaba tan deseosa de ocuparse de mi equipaje, que hasta intentó llevar ella misma un voluminoso paquete con sus manos enguantadas, por lo que, al fin, me vi obligado a decirle, con gran sorpresa suya: Basta ya; las señoras no llevan el equipaje de los hombres. Podéis marcharos.
Pero volvamos al verídico espía francés. Se bajó en Charing Cross -continuó díciendo-, pero durante más de media hora después de la llegada del tren no abandonó la estación hasta tener la seguridad de que todos los demás se habían marchado. Yo, mientras tanto, permaneci oculto tras una columna. Cuando vieron que ya no quedaba nadie en el andén, ambos corrieron a tomar un coche; yo quise hacer otro tanto; pude oír la dirección que el cochero dio a la salida al policia: 12, calle tal, y seguí tras ellos velozmente, no encontrando vehículo alguno hasta la plaza de Trafalgar, donde lo tomé, continuando la persecución hasta verlos descender en la dirección indicada.
Todos los hechos que aquí se relatan son exactos; lo mismo la dirección que todo lo demás; ¡pero qué misterioso aparece! Yo había prevenido a un amigo ruso de mi llegada; mas aquella mañana la niebla era muy densa y él se quedó dormido. Lo estuvimos esperando media hora, y después, dejando alli nuestras maletas, nos dirigimos en carruaje a su domicilio.
En la referida casa permanecieron con las cortinas echadas hasta las dos de la tarde, a cuya hora salió un hombre alto, que volvió una hora después con el equipaje. Hasta la observación respecto a las cortinas era correcta; tuvimos que encender el gas a causa de la niebla, y corrimos aquéllas para libramos del desagradable espectáculo que ofrecía una callejuela de Islington invadida por la neblina.
Cuando estaba trabajando con Eliseo Reclus en Clarens, acostumbraba a ir a Ginebra a presenciar la tirada de Le Révolté, y un día, al llegar a la imprenta, me dijeron que un caballero ruso deseaba hablarme. Ya lo había hecho con mis amigos, y les indicó que venia con propósito de inducirme a publicar en Rusia un periódico de la índole del nuestro, ofreciendo para tal fin el dinero necesario. Fui a encontrarlo en un café, donde me dio un apellido alemán: el de Tohnlehm, y me dijo que era natural de las provincias del Báltico; jactábase de poseer una gran fortuna invertida en ciertas fincas y empresas industriales, y se hallaba muy disgustado con el gobierno ruso por su proyecto de rusificación. La impresión que en general me produjo fue, hasta cierto punto, indeterminada; así que mis amigos insistían en que aceptara su ofrecimiento; pero su aspecto, sin embargo, dejaba algo que desear.
Del café me llevó a sus habitaciones del hotel, donde empezó a mostrar menos reserva y aparecer tal como era, y por consiguiente, más repulsivo. No pongáis en duda mi fortuna -me dijo-; tengo además un invento de importancia, del que pienso sacar patente y hacer que me produzca una suma respetable, dedicándolo todo a la causa de la revolución en Rusia y me enseñó, con gran sorpresa mía, un candelero que sólo se distinguia por lo feo, y cuya originalidad consistía en tener tres pedacitos de alambre destinados a recibir la vela. Ni la mujer más pobre habría encontrado el invento útil, y aun cuando se hubiera registrado, ningún industrial hubiese dado por la patente más de cincuenta francos. Un hombre rico, pensé, no es posible que espere nada de semejante mamarracho; al hacerlo, indica claramente que no ha visto nada mejor, lo que me hace creer que no existían tales carneros, e indudablemente no tenía de rico más que el nombre, no siendo suyo el dinero que ofrecía, por lo que decidí hablarle de la siguiente manera: Perfectamente; si tanto deseáis tener un periódico revolucionario ruso y habéis formado de mi la favorable opinión que habéis expresado, tenéis que depositar vuestro dinero en un banco, a mi nombre y a mi entera disposición. Pero os prevengo que no tendréis en él intervención alguna. Desde luego, asi se hará -dijo él-; mas podré verlo, daros mi opinión sobre su marcha y ayudaros a introducirlo de contrabando en Rusia. No -repliqué-, nada de eso; no necesitaréis verme para nada. Mis amigos se figuraron que yo habia estado muy duro con tal sujeto; pero algún tiempo después se recibió una carta de San Petersburgo, previniéndonos que recibiriamos la visita de un espia de la Sección Tercera, llamado Tohnlehm. El candelero nos fue, pues, de alguna utilidad.
Ya sea de un modo u otro, esta gente siempre se da a conocer. Estando en Londres, en 1881, recibimos una mañana brumosa la visita de dos rusos; conocia a uno de ellos de nombre, pero no al otro, a quien éste recomendaba como su amigo. Y según dijeron, el último se habia ofrecido para acompañar al primero en una visita de varios dias a Londres. Como su introductor habia sido un amigo, no me inspiró la menor sospecha; pero como estaba muy ocupado aquel dia, encargué a un amigo que vivia cerca que les tomara habitaciones y los acompañara a ver Londres. Y como mi mujer no habia visto tampoco la capital, fue con ellos; mas al volver por la noche me dijo: Ese hombre no me gusta nada; mucho ojo con él. ¿Pero por qué? ¿Qué ha ocurrido? -le pregunté-. Nada, absolutamente nada -me replicó-; pero por el modo de tratar al camarero en el café y la manera de andar con el dinero, ví, desde luego, que no era de los nuestros, y no siéndolo, ¿a qué viene en busca nuestra? Creía tanto en lo justo de sus sospechas que, sin dejar de cumplir sus deberes en cuanto a la hospitalidad, se manejó de tal modo que no lo dejó solo en mi estudio ni una vez siquiera. En nuestra conversación con él se mostró a tan bajo nivel moral, que hasta avergonzó a su compañero, y al pedir más antecedentes suyos, la explicación que dieron ambos no tuvo nada de satisfactoria, lo que dio lugar a que los dos estuviéramos en guardia. Por último, a los dos días se fueron de Londres, y quince días después recibí carta de mi amigo, llena de excusas por haber presentado a un joven que, según había descubierto en Paris, era un espía al servicio de la embajada rusa. Esto me hizo fijar la vista en una lista de agentes de la policía secreta rusa que prestaban servicio en Francia y Suiza, que los emigrados habíamos recibido del Comité ejecutivo, que tiene ramificaciones en todo San Petersburgo, y hallé en ella el nombre del joven sólo con una letra alterada.
El lanzar un periódico subvencionado por la policía, con un agente de ésta a su frente, es un antiguo plan, al que recurrió el prefecto de policía de Paris, Andrieux, en 1881. Estaba yo pasando unos días en casa de Reclus, en la sierra, cuando recibimos una carta de un francés, o mejor dicho un belga, en la que nos anunciaba que iba a publicar un periódico anarquista en Paris, y pedía nuestra colaboración.
La carta, que rebosaba de elogios, nos produjo una desfavorable ímpresión, y además Reclus tenía un vago recuerdo de haber oído el nombre del autor mezclado en un asunto poco edificante. Decidimos, pues, negarnos a ello, y yo escribí a un amigo de Paris, encargándole que se enterará de dónde procedía el dinero destinado a tal empresa, porque pudiera ser de los orleanistas, recurso al que habían apelado éstos en otras ocasiones, razón por la cual deseábamos conocer su origen. Y el amigo referido, procediendo con una rectitud de obrero, leyó dicha carta en un mitin, en presencia del mismo interesado, quien pretendió agraviarse, por lo que tuve que escribir otras varias sobre el mismo tema, pero en todas ellas permanecí aferrado a esta idea: Si el hombre es de buena fe, comprenderá que debe mostrarnos la fuente del dinero, de lo contrario no es revolucionario y no podemos tener con él ninguna relación.
Y esto fue lo que hizo al fin de cuentas. Acosado por tanta cuestión, dijo que el dinero procedía de su tia, una señora rica, de opiniones retrógradas que, dominada, sin embargo, por el deseo de tener un periódico, lo había proporcionado. La señora no se hallaba en Paris, sino en Londres, y como insistiéramos, no obstante, en tener sus señas, las obtuvimos por último, y nuestro amigo Malatesta se ofreció a ir a verla, lo que efectuó acompañado de un amigo italiano que tenia algunas relaciones en el comercio de muebles de segunda mano. La hallaron ocupando un piso bajo, y mientras Malatesta hablaba con ella, convenciéndose cada vez más de que todo era una comedia, el otro, fijándose en el mobiliario, descubrió que éste había sido alquilado el dia antes, probablemente en un almacén próximo, pues el membrete del negociante aun estaba pegado en las sillas y mesas. Esto no era una prueba concluyente, pero, sin embargo, vino a aumentar nuestras sospechas, negándome yo en absoluto a tener nada que ver con la publicación.
El periódico era de una violencia exagerada: incendios, asesinatos y bombas de dinamita, era todo de lo que se ocupaba. Cuando fui al congreso de Londres encontré a dicho individuo, y desde el momento que vi que no se lavaba la cara, oí algo de su conversación, y me hice, cargo de la clase de mujeres que lo acompañaban, mi opinión respecto de él quedó formada. Durante el congreso presentó una serie de proposiciones espeluznantes, y todos se mantuvieron alejados de él. Después, cuando insistió en que le dieran las direcciones de todos los anarquistas del mundo, la negativa no pudo ser más significativa.
Para abreviar, diré que a los dos meses fue desenmascarado, suspendiéndose el periódico al día siguiente para no aparecer más. Dos años después de esto, el prefecto de policía, Andrieux, publicaba sus memorias, en cuyo libro aludía al periódico referido, que había sido obra suya, así como las explosiones que sus agentes habían organizado en Paris, colocando latas de sardinas, llenas de cualquier cosa, bajo la estatua de Thiers.
Es de imaginarse la cantidad de dinero que ha costado todo eso a Francia y otras naciones.
Sobre este particular podria escribir varios capitulos; pero no haré más que contar una nueva historia referente a dos aventureros en Clairvaux.
Mi mujer paraba en la única posada de la aldea que se había formado a la sombra de los muros de la prisión. Un día la patrona entró en su habitación con un mensaje de dos cabaIleros que habían llegado al hotel y deseaban ver a mi esposa. Dicha mujer intercedió con toda su elocuencia en su favor. ¡Oh!, conozco bien el mundo -dijo eIla-, y puedo aseguraros, señora, que son dos cumplidos caballeros. No es posible hallar nada más comme il faut. Uno de ellos se dice oficial alemán; con seguridad es un barón o un milord, y el otro, su intérprete. Ellos os conocen perfectamente: el barón va ahora al Africa, de donde tal vez no vuelva más, y desea veros antes de partir.
Mi esposa miró la tarjeta de visita, en la que se leía: A madame la Principesse Kropotkin. Quand a voir? y no necesitó más comentarios respecto a la cultura de los dos caballeros. En cuanto al contenido de la nota, resultaba aún peor que la dirección. Contra todas las reglas gramaticales y careciendo de sentido común, el barón escribía sobre una comunicación misteriosa que tenía que hacer. Y como ella se negara rotundamente a recibir al autor de tal epístola y a su intérprete, el primero le escribió un sin fin de cartas, que ella devolvió sin abrir.
La aldea se dividió en dos bandos: uno, dirigido por la patrona, colocóse al lado del barón, y el otro, que tenía por jefe a su marido, en contra suya. Con tal motivo, se forjó una verdadera novela: el barón había conocido a mi mujer antes de su casamiento, habiendo bailado con ella muchas veces en la embajada rusa de Viena. El la amaba todavía, pero ella, insensible y cruel, no quiso permitir que la viera antes de emprender su peligrosa expedición.
Después de esto vino la misteriosa historia de un hijo, que se decía ocultábamos nosotros. ¿Dónde está el niño -preguntaba el barón-. Tienen un hijo que a esta fecha debe tener seis años; ¿qué ha sido de él? Ella no se separaria de un hijo si lo tuviera -decían los de un partido. Sí, lo tienen, pero lo ocultan -agregaban los del contrario.
Para nosotros esta disputa contenía una revelación muy interesante. Nos demostraba que mis cartas, no sólo eran leídas por los empleados de la prisión, sino que su contenido llegaba también a conocimiento de la embajada rusa. Estaba yo en Lyon y habiendo ido ella a ver a Eliseo Reclus a Suiza, me escribió una vez diciendo que nuestro niño estaba muy bien; tenía una salud excelente, y todos habían pasado un rato agradable en el quinto aniversario de su nacimiento. Yo sabia que se refería a Le Révolté, al que acostumbrábamos a llamar en nuestras conversaciones nuestro gamin, nuestro niño travieso. Mas ahora que estos caballeros preguntaban por nuestro hijo y designaban tan correctamente su edad, era evidente que la carta había pasado por más manos que las del director de la prisión, lo cual era conveniente saber.
Nada pasa inadvertido para la gente de una aldea, y el barón se hizo pronto sospechoso; escribió una nueva carta a mi mujer, más extensa aún que las anteriores. En ella pedía que le perdonara por haber pretendido presentarse como un antiguo amigo; declaraba que nunca se habian conocido, y sin embargo, se hallaba animado de las mejores intenciones. Tenía que comunicarle algo importante; mi vida estaba en peligro y queria prevenirla.
El barón y su secretario salieron a dar una vuelta por el campo, para tratar de esto sin testigos y ponerse de acuerdo sobre el contenido de la mencionada misiva; pero el guarda bosque, que los había visto, los siguió a cierta distancia, observando que, después de una disputa, rompieron la carta, y tiraron los pedazos al suelo. Entonces pudo leerla. Una hora después toda la aldea sabía que el barón jamás había conocido a mi mujer, desbaratándose completamente la novela que tan sentimentalmente repetían los partidarios del barón.
¡Ah! entonces no son lo que pretenden -dijo a su vez el cabo de la gendarmería-; deben ser espías alemanes y los detuvo.
Hay que decir en su favor que verdaderamente había estado un espía alemán en Claírvaux poco antes. En tiempo de guerra, el vasto edificio de la prisión podría muy bien servir como depósito de provisiones o cuarteles para el ejército, y es indudable que el Estado Mayor alemán tenía interés en conocer la capacidad interna del local. Para conseguirlo, envió a la aldea un fotógrafo ambulante y jovial, que conquistó la amistad de todos fotografiándolos de balde, siendo admitido para que sacara vistas no sólo del interior del patio, sino también de los dormitorios, después de lo cual se trasladó a otra población de la frontera del este, donde fue detenido por las autoridades francesas, por haber encontrado en su poder documentos militares comprometedores. Y como el cabo recordaba lo ocurrido, vino a creer que el barón y su acompañante eran espías también, y los llevó presos al pueblecito de Bar-sur-Aube; pero a la mañana siguiente fueron puestos en libertad, y el diario de la comarca manifestó que no eran espías alemanes, sino personas comisionadas por otra potencia más amiga.
Esto dio lugar a que la opinión pública volviera la espalda al barón y su secretario, a quienes aguardaban nuevas aventuras. Una vez en libertad, entraron en un pequeño café del pueblo, donde desahogaron mutuamente su pecho en alemán, como buenos amigos, mientras vaciaban una botella de vino.
Estuvisteis estúpido y cobarde -dijo el que hacía de intérprete al que pasaba por barón-; si me hubiese encontrado en vuestro lugar, le hubiera pegado un tiro a ese juez de instrucción con este revólver. Que intente conmigo algo semejante, y verá si le alojo una bala en la cabeza y otras cosas por el estilo.
Un viajante de comercio, que estaba sentado tranquilamente en un rincón de la sala, corrió en el acto a casa del comandante del puesto de gendarmes a dar cuenta de la conversación que habia oído, y éste dio inmediatamente parte del hecho a sus superiores, quienes hicieron arrestar nuevamente al secretario, que era un farmacéutico de Strasburgo. Se le hizo comparecer ante el tribunal de policía, en la referida población de Bar-sur-Aube, y le salió un mes de cárcel, por amenazas pronunciadas contra un magistrado en sitio público. Más adelante, el barón se vio metido en otro lío, y la aldea no recobró su tranquilidad hasta que se marcharon los dos extranjeros.
Estas aventuras de espías tuvieron un desenlace cómico. Pero cuántas tragedias -terribles tragedias- se deben a esos sujetos. Vidas preciosas se han perdido y familias enteras se han arruinado sólo por procurar una vida cómoda a tales estafadores. Cuando se piensa en los millares de espías que andan por el mundo a sueldo de todos los gobiernos; en las añagazas que preparan a tantos ingenuos, en las víctimas que a veces lanzan a un fin trágico, y en los dolores que siembran a su alrededor; en las grandes sumas de dinero derrochadas para mantener aquel ejército reclutado en la hez social, en la corrupción de toda especie que esparcen por la sociedad y hasta en el seno de las familias, no puede uno menos que horrorizarse por el mal hecho. Y ese ejército de haraganes no se circunscribe solamente a los espias politicos y al sistema del espionaje militar. En Inglaterra, sobre todo en las ciudades de veraneo, existen periódicos que dedican columnas enteras a la publicidad de los detectives privados que se ofrecen para recoger informaciones de toda especie para el divorcio, para espiar a los maridos por cuenta de las mujeres y a las mujeres por cuenta de los maridos, para penetrar en el seno de las familias y pescar en la red a los imbéciles, y que emprenden cualquier misión que se les confie siempre que sea lucrativa para ellos. Y mientras la gente se escandaliza por los abusos del espionaje revelados últimamente en las altas esferas militares francesas no observan que en su ambiente, tal vez bajo el propio techo, se cometen abusos iguales o peores tanto por las agencias oficiales de espionaje como por las privadas.
Peticiones en favor de nuestra libertad aparecian continuamente, lo mismo en la prensa que en la Cámara de los Diputados -con tanto más motivo, cuanto que en igual época en que nosotros fuimos condenados lo fue también Luisa Michel, por ¡robo!-; Luisa, que siempre da literalmente su último manto o abrigo a la mujer que lo necesita y a quien nadie pudo obligar a comer mejor que sus compañeros de prisión, porque siempre daba a éstos lo que le mandaban a ella, fue condenada en unión de otro compañero, Pouget, a nueve años de prisión por robo en despoblado. Esto resulta odioso hasta para los oportunistas de la clase media.
Un dia, iba a la cabeza de una manifestación de los desocupados, entró en una panadería, tomó varios panes y los distribuyó entre los hambrientos; este era su crimen.
Así, pues, la libertad de los anarquistas vino a ser un grito de guerra contra el gobierno, y en el otoño de 1885, todos mis compañeros, menos tres, fueron puestos en libertad por un decreto del presidente Grévy, después de lo cual las voces que exigían la libertad de ella y la mía se elevaron más aún. Alejandro III, sin embargo, era contrario a tal medida, y en una ocasión el primer ministro, M. Freycinet, contestando a una interpelación de la Cámara, dijo que dificultades diplomáticas ofrecían obstáculos a la liberación de Kropotkin. Palabras bien extrañas, por cierto, en boca del primer ministro de un país independiente; pero otras peores se han oído desde entonces, con relación a esa desgraciada alianza de Francia con la Rusia imperial.
A mediados de enero de 1886, tanto Luisa Michel y Pouget, como los cuatro de nosotros que quedábamos en Clairvaux, fuimos puestos en libertad.
Esta liberación significaba también la de mi mujer, cuya prisión voluntaria en la aldea, a las puertas mismas del penal, habia empezado a alterar su salud, por lo que nos trasladamos a Paris para pasar unas semanas con nuestro amigo Elias Reclus, escritor profundo en antropología, a quien fuera de Francia confunden a menudo con Elíseo, el geógrafo. Una estrecha amistad ha unido a los dos hermanos desde la infancia. CUando llegó la hora de que entraran en la universidad, fueron juntos desde un pueblecito del valle de la Gironda a Strassburgo, haciendo el viaje a pie, como dos jóvenes errantes, acompañados de su perro, y al detenerse en algún poblado, el animal era el que se comía la sopa, en tanto que los dos hermanos se alimentaban con pan y manzanas. Desde Strassburgo el más pequeño se dirigió a Berlín, a donde fue atraído por las conferencias del gran Ritter. Más tarde, del 40 en adelante, se hallaron en París, y Elías se hizo un convencido fourierista, viendo ambos en la República del 48 el advenimiento de una nueva era de evolución social. Así que, a consecuencia del golpe de estado de Napole6n III, los dos tuvieron que dejar a Francia y emigrar a Inglaterra.
Cuando se votó la amnistía y volvieron a Paris, Elias publicó alli un periódico fourierista cooperativo, que circuló ampliamente entre los trabajadores.
No es un hecho generalmente conocido, pero no deja de tener algún interés el manifestarlo, que Napole6n lII, que representaba el papel de César, interesado, como correspondía a tal personaje, por la suerte de las clases trabajadoras, acostumbraba a mandar uno de sus ayudantes a la imprenta donde se hacia la tirada, para llevar a las Tullerías el primer ejemplar que saliera de la máquina, estando posteriormente hasta dispuesto a patrocinar la Internacional, con la condición de que habían de poner en sus estatutos algo que expresara su confianza en los grandes planes socialistas del dictador, y ordenó que la persiguieran cuando los internacionales se negaron terminantemente a hacer semejante cosa. Cuando se proclamó la Comuna, los dos se unieron a ella con júbilo, y Elías aceptó el puesto de encargado de la Biblioteca Nacional y el Museo del Louvre, a las órdenes de Vaillant. A su previsión y asiduidad debemos, hasta cierto punto, la conservación de los inapreciables tesoros de conocimientos humanos y de arte acumulados en esas dos instituciones durante el bombardeo de París por los ejércitos de Thiers, y la conflagración que después vino. Siendo amante apasionado del arte griego y estando familiarizado con él, hizo que las estatuas y vasos más preciados se bajaran a los sótanos del Louvre, y procuró al mismo tiempo colocar en lugar seguro los libros más importantes de la Biblioteca Nacional y proteger igualmente el edificio del fuego que por doquiera le rodeaba. Su esposa, mujer de valor, digna compañera del filósofo, seguida a todas partes de sus dos tiernos hijos, organizó mientras tanto en el mismo barrio de la ciudad donde vivia, un sistema para alimentar al pueblo, que había sido reducido a la mayor miseria durante el segundo sitio. En las últimas semanas de su existencia, la Comuna, al fin, comprendió que el suministro de alimentos al pueblo, que carecía de medios para ganarlos por sí mismo, debía haber sido el primer cuidado de dicha corporación, organizándose entonces con voluntarios semejante servicio.
Sólo a una mera casualidad se debió que Elías Reclus, que se había mantenido en su puesto hasta el último momento, no fuera fusilado por las tropas versallescas, y habiendo sido condenado a la deportación, por haberse atrevido a aceptar cargo tan necesario bajo la Comuna, emigró con su familia. Después, al volver a París, ha reanudado sus trabajos etnográficos, por los que tanta predilección había mostrado toda su vida. Lo que este trabajo representa puede juzgarse por algunos, muy pocos, capitulos del mismo, publicados en forma de libro, con los titulos de Los Primitivos y Los primitivos de Australia, asi como la historia del origen de las religiones, que forma la sustancia de sus conferencias en la Ecole des Hautes Etudes de Bruselas, fundada por su hermano. En todo el campo de la literatura etnológica no hay muchas obras que estén tan penetradas de un conocimiento tan completo como afectuoso de la verdadera naturaleza del hombre primitivo. En cuanto a su historia de las religiones (de la que una parte se publicó en la revista Société Nouvelle, y continúa viendo la luz en su sucesora Humanité Nouvelle), es, me atrevo a afirmar, la mejor obra sobre esta materia que jamás ha aparecido, indudablemente superior a lo intentado por Herbert Spencer en tal sentido, porque éste, con todo su gran talento, no posee ese conocimiento de la natural y simple condición del hombre primitivo que Elias Reclus con tan rara perfección domina, y al que ha agregado otro bien extenso de una rama relativamente descuidada de psicologia popular: la evolución y transformación de las creencias.
Considero superfluo hablar del carácter extremadamente bueno y modesto de este amigo, o de su superior inteligencia y vastos conocimientos de todas las materias referentes a la humanidad; todo ello va comprendido en su estilo, que es suyo y de nadie más. Con su modestia, sus modales correctos y su profunda penetración filosófica, es el tipo de filósofo griego de la antigüedad. En una sociedad menos superficial y vana y más amante del desarrollo de amplias concepciones humanitarias, se veria rodeado de una multitud de discipulos, como cualquiera de sus prototipos griegos.
Un movimiento socialista y anarquista muy acentuado presenciamos en Paris en los días que pasamos allí. Luisa Michel daba conferencias todas las noches y despertaba el entusiasmo del auditorio, ya estuviera compuesto de trabajadores o de gente de la clase media. Su ya gran popularidad subió de punto, extendiéndose hasta los estudiantes de la universidad, quienes pueden tener horror a las nuevas ideas, pero admiraban en ella a la mujer ideal. En esa misma época tuvo lugar en un café un altercado entre uno que habló poco respetuosamente de Luisa Michel ante unos estudiantes y éstos. Los jóvenes tomaron las cosas con calor, y el resultado fue que se rompieron las mesas y también los espejos. Yo, igualmente, di una conferencia una vez sobre el anarquismo, ante un público compuesto de varios miles de personas, abandonando inmediatamente después Paris, antes de que el gobierno se viera obligado a obedecer las indicaciones de la prensa rusófila y reaccionaria, que pedía mi expulsión de Francia.
De París fuimos a Londres, donde encontré una vez más a mis dos antiguos amigos Stepniak y Tchaikovski. La vida alli no era ya la triste y vegetativa existencia que había sido para mí cuatro años antes. Nos instalamos en Harrow, en una casita, sin preocuparnos mucho del mobiliario, una parte del cual hice yo mismo con ayuda de Tchaikovski -quien había estado en los Estados Unidos y aprendido algo de carpintería-, alegrándonos mucho de tener en nuestro huerto un pequeño pedazo de terreno arcilloso. Tanto mi mujer como yo nos dedicamos con entusiasmo a la horticultura, cuyos admirables resultados había podido apreciar anteriormente, después de haber ojeado las obras de Toubeau y, otros hortelanos de París, tras nuestros propios experimentos en el huerto de la prisión de Clairvaux. Respecto a mi esposa, que tuvo una fiebre tifoidea a poco de habernos establecido en dicho lugar, el trabajo que hizo en el huerto durante el período de convalecencia fue para ella más provechoso que el haber pasado una temporada en el mejor de los sanatorios.
Hacia el fin del verano recibí un rudo golpe, enterándome que mi hermano Alejandro había muerto.
Durante los años que pasé en el extranjero, antes de que me arrestasen en Francia, jamás nos habíamos escrito. A los ojos del gobierno ruso, el apresar a un hermano a quien se persigue por sus opiniones politicas, es por sí solo un pecado; mantener relaciones con él después que ha tenido que recurrir a la emigración, un crimen. Un súbdito del zar debe odiar a todos los que se rebelan contra la suprema autoridad del que manda; y como Alejandro estaba en las garras de la policia rusa, me negué en absoluto a escribirle, lo mismo a él que a otro cualquiera de la familia.
Después que el zar escribió en la solicitud de nuestra hermana Elena que siga alli todavía, no era posible esperar una inmediata salida de mi hermano. Dos años más tarde se nombró una cwnisión para fijar tiempo a los que se hallaban en Siberia deportados gubernativamente, y a mi hermano le fijaron cinco, que, unidos a los dos ya sufridos eran siete. Más adelante se formó otra en la época de Loris Mélikov, y le recargaron otros cinco años más. A mi hermano le correspondia, pues, salir en libertad en octubre de 1886, lo que sumaba doce años de deportación, primero en un pueblecito de la Siberia oriental, y más tarde en Tomsk, esto es, en las tierras bajas de la región opuesta, donde no tenía ni aun el rico y saludable clima de las altas praderas que se hallan al este.
Cuando me encontraba preso en Clairvaux, me escribió y cambiamos algunas cartas. En ellas decía que, aun cuando nuestra correspondencia fuera leída por la policia rusa en Siberia y por los empleados de la prisión en Francia, podíamos escribimos, a pesar de esta doble fiscalización. Hablaba de su vida en familia, de sus tres hijos, a quienes describía de un modo interesante, y de sus trabajos. Me encargaba con interés que no perdiera de vista el desarrollo cientifico de Italia, donde se llevaban a cabo excelentes y originales investigaciones, las cuales han permanecido ignoradas en el mundo de la ciencia hasta ser exploradas por Alemania, dándome también su opinión sobre el probable progreso de la vida política en Rusia. No creía posible entre nosotros, en un próximo porvenir, un gobierno parlamentario como el de las naciones occidentales de Europa; pero mirando hacia adelante, consideraba suficiente por el momento la convocatoria de una especie de Asamblea Nacional deliberante (Zémsky Sobor o Etats Généraux), la cual no haría leyes, sino solamente los proyectos a los que el poder imperial y el Consejo de Estado darían forma definitiva y sanción legal.
Sobre todo, de lo que más me hablaba en sus cartas era de la obra científica. Siempre había tenido particular predilección por la astronomía, y cuando estábamos en San Petersburgo publicó en ruso un excelente compendio de todos nuestros conocimientos sobre las estrellas errantes. Con su claro entendimiento crítico advirtió pronto el lado fuerte o débil de las diferentes hipótesis, y sin suficientes conocimientos matemáticos, pero dotado de una poderosa imaginación, consiguió hacerse cargo de las investigaciones matemáticas más complicadas.
Viviendo con el pensamiento entre los cuerpos celestes errantes, llegó a comprender sus movimientos complejos, a menudo mejor que algunos matemáticos -en particular los puramente algebristas-, quienes están expuestos a perder de vista las realidades del mundo físico, no viendo nada más que sus propias fórmulas. El astrónomo de San Petersburgo, el viejo Savich, habló con mucho interés de esa obra de mi hermano. Tales trabajos críticos de coordinación, nos son muy necesarios a nosotros, los observadores e investigadores, decía él. Después, en Siberia, mi hermano se dedicó a estudiar la estructura del universo, analizar las fechas y las hipótesis sobre los mundos de soles, aglomeraciones de estrellas y nebulosas en el espacio infinito, estudiando los problemas de sus agrupaciones, su vida y las leyes de su evolución y decaimiento. El astrónomo de Púlkova, Gyldín, habló calurosamente de esta nueva obra de Alejandro y lo presentó por medio de una carta a Mr. Halden, de los Estados Unidos, a quien, estando últimamente en Washington, tuve el gusto de oír una apreciación bien halagüeña acerca del valor de estos trabajos. La ciencia tiene una verdadera necesidad, de cuando en cuando, de semejantes especulaciones de un carácter muy elevado, hechas por un cerebro escrupulosamente laborioso, crítico y al mismo tiempo imaginativo.
Pero en un pueblo pequeño de Siberia, lejos de todas las bibliotecas y sin poder seguir los progresos de la ciencia, sólo consiguió englobar en su trabajo las investigaciones efectuadas hasta la fecha de su deportación.
Después se habían publicado trabajos de importancia, de los que tenía conocimiento; pero ¿cómo le había de ser posible hacerse de los libros necesarios mientras permaneciera en Siberia? La aproximación del momento de recobrar la libertad no era motivo de regocijo para él, porque sabía que no se le permitiria residir en ninguna de las ciudades universitarias de Rusia o de la Europa occidental, sino que, a la primera seguiría una segunda deportación, tal vez peor que la anterior, a alguna aldea de la Rusia oriental.
Una desesperación como la de Fausto se apodera de mí algunas veces, me escribia, y cuando el fin de su condena se acercaba, mandó a su mujer y sus hijos a Rusia, aprovechando uno de los últimos vapores, antes de que se cerrase la navegación, y en una noche triste, esa desesperación puso término a su existencia.
Una nube densa se fijó sobre nuestra casita durante duchos meses, hasta que un rayo de luz vino a rasgarla, cuando en la inmediata primavera una inocente niña que lleva el nombre de mí hermano vino al mundo, y con su tierno llanto hizo vibrar nuevas fibras en mi corazón, desconocidas hasta entonces.
En 1886, el movimiento socialista en Inglaterra se hallaba en todo su apogeo. Grandes masas obreras se habían unido francamente a él en todas las poblaciones de importancia, así como un número de personas de la clase media, jóvenes en su mayoría, que le prestaban su concurso de varíos modos.
Una aguda crisis industrial se hacía sentir aquel año en la mayoría de los oficios, y todas las mañanas, y a menudo durante el día, se podía oír a grupos de trabajadores, recorriendo las calles cantando: Estamos en paro forzoso, o algún himno, y pidiendo pan. Las gentes acudian de noche a la plaza de Trafalgar a dormir alli al aire libre, expuestas al viento y la lluvia, entre dos periódicos; y un día de febrero, la multitud, después de haber escuchado los discursos de Burns, Hyndman y Champion, corrió a Picadilly, rompiendo varias vitrinas de las principales tiendas. Pero más importante aun que esta manifestación de malestar era el espíritu que animaba a la parte más pobre de la población obrera que habita los barrios exteriores de Londres. Fue de índole tal, que si los jefes del movimiento, a quienes se procesó por lo ocurrido, hubieran sido tratados con severidad, un deseo de venganza y sed de odio, desconocidos hasta entonces en la historia actual del movimiento obrero en Inglaterra, pero cuyos síntomas se mostraban bien marcados en 1886, se hubiesen desarrollado, imprimiendo sus huellas a las agitaciones futuras durante largo tiempo. La clase media, en este caso, pareció haber comprendido bien la situación, reuniéndose inmediatamente cantidades importantes de dinero en el West End, para aliviar la miseria de la parte opuesta de la ciudad, lo cual, aunque insuficiente para remediar el mal, bastaba, por lo menos, para demostrar una buena intención. En cuanto a las sentencias que recayeron sobre los jefes procesados, todas se limitaron a dos o tres meses de prisión.
El interés por las cuestiones sociales y los proyectos de toda clase de reforma y reconstrucción eran grandes y numerosos entre todas las capas de la sociedad.
Empezando en el otoño y continuando todo el invierno, fui, por encargo de los amigos, dando conferencias por todo el país, en parte sobre las prisiones, pero generalmente sobre socialismo anarquista, visitando de ese modo las principales poblaciones de Inglaterra y Escocia. Por regla general aceptaba la primera invitación de hospedaje que se me hacia en la noche de la conferencia, por lo que ocurría que una noche me tocaba dormir en una casa rica, y la siguiente en el estrecho circulo de una familia obrera.
Cada noche veía un número considerable de personas de todas clases, y ya fuera en la modesta casa del trabajador o en la sala de recepción del capitalista, una animada discusión sobre el socialismo y al anarquismo se mantenía hasta altas horas de la noche; con ilusión en la primera y con desaliento en la segunda, pero en todas partes con la misma sinceridad.
En la mansión del poderoso, las primeras preguntas eran: ¿Qué quieren los socialistas? ¿Qué se proponen hacer? - y después: ¿Qué concesiones son las que en primer término hay necesidad de otorgar en un momento dado, con objeto de evitar conflictos graves? En nuestras conversaciones rara vez oí negar la justicia de nuestra causa o calificarla como falta de fundamento. Pero hallé una firme convicción de que una revolución era imposible en Inglaterra; que, lo que reclamaban las masas trabajadoras no llegaba, ni con mucho, a lo que demandaban los socialistas, y que aquéllos se contentarían con bastante menos, de tal modo que concesiones secundarias, limitadas a un pequeño aumento de bienestar o descanso serian aceptadas por ellas, como garantía de otras más importantes para el porvenir. Somos una nación del centro izquierda; vivimos transigiendo -me dijo una vez un antiguo miembro del Parlamento, que tenia gran conocimiento de la vida de su pais.
En la morada del pobre también noté una diferencia entre las preguntas que me dirigian en Inglaterra y las que me habian hecho en el continente. Los principios generales, cuya aplicación parcial ha de ser determinada por ellos mismos, interesan profundamente al trabajador latino. Si éste o aquél consejo municipal vota fondos para sostener una huelga, o se ocupa de la alimentación de los niños en las escuelas, no se da importancia a tales medidas, tomándolas como cosa corriente. Claro es que un niño hambriento no puede aprender -dice un trabajador-; hay que alimentarlo. Es indudable que el patrón cometió una torpeza al obligar a los trabajadores al paro. Esto es todo lo que se dice sobre el particular, y nadie da importancia a esas pequeñas concesiones, hechas por la sociedad individualista a los principios comunistas. La imaginación del trabajador va más allá de esas concesiones, preguntando si es el municipio, la unión de trabajadores o el Estado quien debe ocuparse de organizar la producción, si el concierto libre será suficiente para mantener la armonia en la sociedad, y cuál será el freno moral de ésta cuando se desprenda de sus actuales medios de represión; si un gobierno democrático libremente elegido seria capaz de realizar cambios de importancia en sentido socialista, y si los hechos consumados no deberían preceder a la legislación, y otras cosas parecidas. He aquí las preguntas a qué debí responder en Francia.
En Inglaterra, donde más particularmente se fijaba la atención era en unas series de concesiones paliativas, que gradualmente iban creciendo en importancia. Mas, por otra parte, la imposibilidad de la administración industrial por el Estado, parecía haber sido comprendida con bastante anterioridad por estos obreros, en tanto que lo que más les interesaba era lo que tenía carácter constructivo, así como el medio de obtener las condiciones de vida necesarias para poder llevar a la práctica semejante variación.
Y bien, Kropotkin: supongamos que mañana tomáramos posesión de los diques de nuestra ciudad. Qué pensáis sobre el modo de administrarlos? es cosa que, por ejemplo, se nos preguntaba en cuanto nos sentábamos en la casa de un trabajador. O bien esta otra: No estamos conformes con que el Estado administre los ferrocarriles, y el sistema empleado hoy por las compañías no es ni más ni menos que el robo organizado. Mas supongamos que fuera de los trabajadores. ¿Cómo se organizaria entonces el servicio? La falta, pues, de ideas generales era reemplazada por un deseo de profundizar más hondamente los detalles de la realidad.
Otro rasgo del movimiento en Inglaterra era el considerable número de gente de la clase media que le prestaba su concurso por varios conceptos, unos asociándose a él francamnete, y otros ayudándole de un modo indirecto. En Francia y en Suiza los dos partidos -los trabajadores y la clase media- permanecían contemplándose frente a frente, con una clara línea divisoria entre ambos. Al menos, esto era lo que sucedía en los años que mediaron de 1876 a 1885. Durante el tiempo que estuve en Suiza, puedo decir que en los tres o cuatro años que permanecí allí no conocí más que trabajadores. En Inglaterra eso hubiera sido imposible; en este país encontramos un número considerable de personas de ambos sexos que no vacilaban en presentarse públicamente, lo mismo en Londres que en las provincias, ya para favorecer la organización de mitines socialistas, o ir en tiempo de huelga a recorrer los parques recolectando auxilios. Además, allí veíamos un movimiento parecido al que habíamos presenciado en Rusia en los primeros años después del 70, cuando nuestra juventud corrió hacia el pueblo, aunque no con tanta intensidad, tan llena de abnegación y tan completamente desprovista de la idea de caridad. Aqui también, en Inglaterra, una multitud de personas fueron, por modos diferentes, a vivir entre los trabajadores en los asilos nocturnos, en las casas del pueblo y en todas partes, y conviene hacer constar que el entusiasmo que entonces existía era muy grande. Muchos, probablemente, imaginaron que ya había empezado la revolución social; -como dice el héroe de la comedia de William Morris Tables Turned, a quién se le escapa la frase: La revolución no sólo se acerca, sino que ya empezó-; pero, como por lo general ocurre siempre en tales casos, cuando la mayoria vio que, tanto en dicho pais como en todas partes, quedaba todavía un duro y penoso trabajo que hacer, se retiraron de la vida activa, y hoy se contentan con no ser más que simpatizantes.
En este movimiento tomé una parte activa, y con algunos compañeros ingleses empecé a publicar, además de los tres periódicos socialistas que entonces existian, una revista anarquista mensual, llamada Freedom, que existe todavia. Al mismo tiempo reanudé mis trabajos cientificos sobre el anarquismo, que interrumpi en el momento de mi prisión. La parte critica de ellos fue publicada por Eliseo Reclus, durante el tiempo que estuve en Clairvaux, con el titulo de Palabras de un Rebelde. Después me dediqué a escribir la parte constructiva de la sociedad comunista anarquista -hasta donde era posible concebirla- en una serie de articulos publicados en Paris en La Révoltée, porque nuestro hijo, perseguido por hacer propaganda antimilitar, se habia visto obligado a cambiar de nombre, teniendo ahora un titulo femenino. Más adelante, estos articulo s se publicaron en una forma más acabada en el libro La Conquista del Pan.
Estas investigaciones me dieron motivo para estudiar más detenidamente ciertos puntos de la vida económica de las naciones civilizadas de la época.
La mayoría de los socialistas han afirmado hasta ahora que en nuestras sociedades civilizadas producimos actualmente mucho más de lo que se necesita para asegurar el bienestar a todos; que el defecto estaba sólo en la distribución, y en caso de efectuarse una revolución social, todo quedaría reducido a que cada uno continuara yendo, como antes, a su fábrica o taller, en tanto que la sociedad tomaría por sí misma posesión del valor sobrante o utilidades que ahora recoge el capitalista. Yo, por el contrario, opinaba que, bajo las presentes condiciones de propiedad particular, la producción misma había seguido una senda errónea, siendo completamente inadecuada, hasta respecto a las más apremiantes necesidades de la vida. Con tan escasa productividad, el bienestar para todos es imposible. La propiedad privada y la producción con fines de especulación impiden directamente satisfacer las necesidades de la población, aunque éstas sean en el momento dado bien modestas.
Ninguno de los artículos que aquella reclama se producen en mayor cantidad de lo que se necesitaría para asegurar el fin indicado, y el exceso de producción, de que tanto se ha hablado, no significa otra cosa sino que las masas son muy pobres, hasta para comprar aun lo que se considera actualmente, como de primera necesidad. Pero es indudable que en todo país civilizado, la producción, tanto agrícola como industrial, se debería y fácilmente se podria aumentar extraordinariamente con objeto de asegurar el reinado de la abundancia para todos. Esto me indujo a considerar los recursos de la moderna agricultura, así como los de una educación que diera a cada uno los medios de poder ejecutar a un tiempo lo mismo un trabajo manual agradable que otro intelectual. Desarrollé estas ideas en una serie de articulos publicados en el Nineteenth Century, que posteriormente han visto la luz en un libro titulado Campos, Fábricas y Talleres.
Otra gran cuestión embargaba mi mente. Se sabe hasta qué punto la fórmula de Darwin, llamada lucha por la existencia, ha sido interpretada por sus partidarios en general, aun por los más inteligentes, tales como Huxley. No hay infamia alguna en la sociedad civilizada o en las relaciones de los blancos con las llamadas razas inferiores, o en las del fuerte con el débil, que no pueda encontrar su excusa en ella.
Hasta durante mi residencia en Clairvaux vi la necesidad de reformarla, así como su aplicación a las relaciones humanas. Los pasos dados por algunos socialistas en esta dirección no me dejaron satisfecho; pero encontré en una conferencia dada en 1880 por el geólogo ruso, profesor Kessler, una verdadera expresión de la ley de la lucha por la existencia. El apoyo mutuo -dijo en ella- es tan ley de la naturaleza como la mutua lucha; y en cuanto a la evolución progresiva de las especies, la primera es mucho más importante que la segunda. Estas pocas palabras, confirmadas desgraciadamente por sólo un par de ejemplos (a los que Sievertzov, el zoólogo de quien he hablado en uno de los capitulos anteriores, agregó uno o dos más), contenian para mi la clave de todo el problema.
De Clairvaux escribi sobre eso una larga carta a Eliseo Reclus, y empecé a reunir materiales sobre la vida de los animales para confirmar mi opinión.
Cuando Huxley, queriendo luchar contra el socialismo, publicó en 1888 en Nineteenth Century, su atroz articulo La lucha por la existencia es todo un programa, me decidi a presentar en forma comprensible mis objeciones a su modo de entender la referida lucha, lo mismo entre los animales que entre los hombres, materiales que estuve acumulando durante seis años. Hablé del particular a mis amigos; pero hallé que la interpretación de lucha por la existencia en el sentido del grito de guerra: ¡Ay de los vencidos! elevado a la altura de un mandato de la naturaleza revelado por la ciencia, estaba tan profundamente arraigado en este pais, que se habia convertido poco menos que en dogma. Sólo dos personas me ampararon en mi rebeldia contra esa errónea interpretación de los hechos de la naturaleza, siendo uno de ellos Mr. James Knowles, director del Nineteenth Century, quien con su admirable perspicacia, en el acto se hizo cargo de la parte fundamental de la cuestión, y con una energía verdaderamente juvenil, me alentó en tal empresa. El otro, cuya pérdída todos lamentamos, fue Mr. H. W Bates, autor del libro bien conocido Un naturalista en el río Amazonas. Como se sabe, recogió en muchos años multiplicidad de aspectos sobre los que Darwin construyó sus grandes generalizaciones. Este habla de él en su Autobiografía como de uno de los hombres más inteligentes que había conocido. Era secretario de la Sociedad de Geografia, y de ahí que yo le conociera y le hablara de mis intenciones. La idea le pareció excelente: Sí, hacéis bien en escribir en ese sentido -me dijo-; ese es el verdadero darwinismo, y es vergonzoso considerar lo que han hecho con dichas ideas. No dejéis de realizarlo, y cuando lo hayáis terminado, os enviaré una carta apoyando el pensamiento, que podéis publicar también. No era posible encontrar personas más autorizadas que me alentaran, y al efecto, empecé a trabajar, publicándose después la obra en la revista mencionada, con los títulos de El apoyo mutuo entre los animales, entre los salvajes, entre los bárbaros, en la ciudad medioeval y entre nosotros. Todo esto se editó después en un volumen El Apoyo Mutuo, un factor de la evolución. Desgraciadamente olvidé someter a la aprobación de Bates los dos primeros articulos de estas series, que tratan de los animales, y fueron publicados antes de su muerte. En cuanto a la segunda parte de la obra, El apoyo mutuo entre los hombres, espero tenerla pronto terminada; pero como me ha costado varios años de trabajo, en ese tiempo nos abandonó.
Las investigaciones que necesité hacer durante estos estudios, a fin de ponerme al corriente de las instituciones del período bárbaro, y de las sociedades libres medioevales, me llevaron a otras igualmente importantes: la parte representada en la historia por el Estado durante sus postreras manifestaciones en Europa, durante los tres siglos últimos, siendo, por otra parte, el estudio de las instituciones del apoyo mutuo en diferentes grados de civilización, causa de que examinase las bases evolutivas del sentido de lo justo y lo moral del hombre. Expuse estos trabajos en dos conferencias, una de ellas titUlada El Estado y su papel histórico y la otra Justicia y moralidad. En esta segunda conferencia he bosquejado mi manera de entender la ética, es decir como moral social en general. Y en los últimos tres años me ocupé (1) de una elaboración más completa de las ideas expresadas alli.
En los últimos diez años, el crecimiento del socialismo en Inglaterra ha tomado un nuevo aspecto. Los que sólo juzgan por el número de mitines socialistas y anarquistas celebrados en el pais y el auditorio que a ellos concurre, se encuentran inclinados a decir que la propaganda socialista se halla ahora en decadencia; y los que toman como base de su juicio el número de votos concedidos a los que pretenden representar la idea en el Parlamento, llegan a una análoga conclusión. Pero la profundidad y penetración del movimiento socialista no pueden apreciarse en ninguna parte por el número de votos otorgados a favor de aquellos que dan más o menos carácter socialista a sus programas electorales, y esto es lo que sucede precisamente en Inglaterra, ocurriendo que, de los tres sistemas de socialismo que formularon Fourier, Saint Simón y Roberto Owen, el último es el que domina allí y en Escocia. Así que no es tanto por el número de mitines o de votos emitidos por lo que se puede juzgar de la intensidad del movimiento, sino por la infiltración del punto de vista socialista en las uniones de oficios, en las sociedades cooperativas y en el llamado socialismo municipal, como igualmente la propagación de tales principios por todo el pais. Para algunos, estas opiniones son completamente aceptables; otros todavía no las encuentran bíen definidas; pero comienzan a servir a todos como medida para apreciar los acontecimientos económicos y políticos.
Considerado bajo este aspecto, la extensión que ha alcanzado ese orden de ideas es inmenso comparada con lo que era en 1886, no dudando en afirmar que es verdaderamente colosal, si se le compara con lo que representaba en los años que mediaron de 1876 a 1882, pudiendo agregar que los perseverantes esfuerzos de los pequeños grupos anarquistas han contribuido, en una proporción que nos hace ver que no hemos perdido el tiempo, a extender la idea de no gobierno, de los derechos individuales y de la iniciativa local y el libre acuerdo, en oposición a las de la supremacía del Estado, la centralización y la disciplina que estaban en su apogeo hace veinte años.
Toda Europa está pasando ahora por una fase bien obscura del desarrollo del espíritu militar. Esto fue una inevitable consecuencia de la victoria obtenida por el imperio militar alemán, con su sistema de servicio general obligatorio, sobre Francia en 1871, habiendo sido ya desde entonces prevista y anunciada por muchos, y de un modo particularmente expresivo por Bakunin. Pero la contracorriente se hace actualmente sentir en la vida moderna.
Las ideas comunistas, despojadas de su forma monástica, han penetrado en Europa y América de un modo extraordinario durante los veintisiete años en que he tomado parte activa en el movimiento socialista y he podido observar su desarrollo. Cuando pienso en las vagas, confusas y tímidas ideas manifestadas por los trabajadores en los primeros congresos de la Internacional o en las que eran corrientes en Paris durante la insurrección de la Comuna, hasta entre los más inteligentes de los jefes, y las comparo con las que se han abierto camino en nuestros días entre un gran número de trabajadores, me veo precisado a decir que me parecen pertenecer a dos mundos enteramente distintos.
No hay época en la historia -si se exceptúa tal vez el periodo de insurrección en los siglos XII y XIII, que dieron por resultado el movimiento de los municipios medioevales -durante la cual un cambio de la misma indole, y tan profundo, se haya hecho sentir en las concepciones corrientes de la sociedad. Y ahora, a los cincuenta y siete años de edad, estoy más profundamente convencido, que antes, si es posible, de que una combinación cualquiera de circunstancias accidentales puede hacer estallar en Europa una revolución que se extienda tanto como la del 48 y sea mucho más importante, no en el sentido de mera lucha entre partidos diferentes, sino en el de una profunda y rápida reconstrucción social; y tengo el convencimiento de que, cualquiera que sea el carácter que semejante movimiento pueda tomar en diferentes paises, en todas partes se manifestará un conocimiento más profundo de los cambios que se necesitan, de lo que jamás se ha dado a conocer durante los seis siglos útimos, en tanto que la resistencia que el movimiento encuentre en las clases privilegiadas apenas tendrá el carácter de obtusa obstinación que hizo tan violentas las revoluciones de los tiempos pasados.
La obtención de este gran resultado justifica bien los esfuerzos que tantos miles de seres de ambos sexos, y en todas las naciones y clases, han hecho en los últimos treinta años.
Notas
(1) Escrito en 1895-98.
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