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PRIMERA PARTE

CAPÍTULO XI

La huida del míster

Juan Vallejo ya iba lejos, adelante, corriendo tenazmente con su rifle en una mano. Le grité que se saliera de la carretera y obedeció, sin mirar atrás. Yo lo seguí. Era una verdadera recta que cruzaba el desierto hacia las montañas. Éste era liso como una mesa de billar. Nos podían ver desde kilómetros. Mi cámara resbaló entre las piernas. La dejé caer. Mi abrigo se convirtió en una terrible carga. Me lo quité. Veíamos a los compañeros huyendo locamente en dirección al camino de Santo Domingo. Más allá de ellos apareció inesperadamente una partida de hombres al galope: era el grupo de flanqueo por el Sur. La gritería se soltó otra vez, perdiéndose perseguidores y perseguidos en un recodo del cerrito. ¡Gracias a Dios que la vereda se apartaba del camino!

Yo seguí corriendo, corría y corría ... hasta que ya no pude más. Entonces di unos cuantos pasos y corrí otra vez. Sollozaba en vez de respirar. Me agarrotaban las piernas terribles calambres. Aquí había más chaparral, más maleza; los cerros al pie de las montañas estaban cerca. Pero la vereda era visible en toda su extensión desde atrás. Juan Vallejo había llegado a la base de los cerros, dos tercios de un kilómetro adelante. Lo vi trepando por una pequeña altura. De pronto aparecieron tres hombres armados detrás de él y levantaron un vocerío. Miró a su alrededor, tiró su rifle lejos, entre la maleza, y echó a correr para salvar el pellejo. Le dispararon, pero se detuvieron para recoger el fusil. Él desapareció sobre la cumbre; ellos también.

Yo corría. No sabía qué hora era. No estaba muy asustado. Todo parecía increíble, como una página de Ricardo Harding Davis. Me pareció que si no escapaba no desempeñaría bien mi cometido. Seguí pensando para mis adentros: Bueno, esto es ciertamente una experiencia. Voy a tener algo sobre lo cual escribir.

Entonces oí unos gritos atrás y resonar de pezuñas de caballos. Como a unos treinta metros a mi espalda corría el pequeño Gil Tomás; las puntas de su sarape volaban rectas. Y como a unos cien metros atrás de él corrían dos hombres oscuros con bandoleras cruzadas y rifles en las manos. Hicieron fuego. Gil Tomás levantó su lívida y pequeña cara indígena hacia mí y corrió. Dispararon otra vez. Una bala zumbó sobre mi cabeza. El muchacho vaciló, se detuvo, giró sobre sus talones y se dobló de pronto, cayendo dentro del chaparral. Ellos se le echaron encima. Vi las pezuñas del caballo que iba adelante al golpearlo. Los colorados hicieron saltar sus monturas sobre las ancas pasando sobre él, disparando una y otra vez ...

Corrí hacia el chaparral, subí un cerrito, me enredé con las raíces de un mezquite, caí, rodé por una inclinación arenosa, yendo a parar en una pequeña barranca. Un espeso mezquital cubría el lugar. Antes de poder moverme, llegaron los colorados precipitándose hacia abajo de la ladera.

- ¡Allá va! -aullaron-, y, haciendo saltar sus caballos sobre el barranco, a menos de cuatro metros de donde yo estaba tumbado, galoparon hacia el desierto. Yo me dormí profundamente.

No pude haber dormido mucho, porque cuando desperté, el sol estaba todavía casi en el mismo lugar; se oían unos cuantos tiros dispersos hacia el Occidente, en dirección a Santo Domingo. Fijé la vista a través de la enmarañada maleza hacia el cálido firmamento, donde una enorme ave de rapiña revoloteaba en círculos sobre mí, como dudando si estaría yo vivo o muerto, A menos de veinte pasos estaba un indio sin zapatos con el rifle caído sobre su caballo inmóvil. Vio al ave de rapiña y tendió después la mirada inquieta por el desierto. Yo no me moví. No sabía si era uno de los nuestros o no. Después de un rato se encaminó despacio al Norte sobre el cerro y desapareció.

Esperé como una media hora para arrastrarme fuera del barranco. Todavía se escuchaban tiros en dirección de la hacienda: estaban rematando a los heridos, según supe más tarde. No pude verlo. El vallecito en que estaba, corría más o menos de Oriente a Occidente. Me dirigí al Occidente, hacia la sierra. Pero todavía estaba demasiado cerca de la vereda fatal. Me agaché y corrí sobre el cerro, sin mirar atrás. Más adelante había otro y después otro. Corriendo en los cerros, caminando en los bajos a cubierto, avancé continuamente al Noroeste, hacia las siempre cercanas montañas. Pronto no escuché más ruidos. El sol quemaba todo abajo; las extensas cordilleras reverberaban con el calor del árido terreno. El crecido chaparral me destrozaba las ropas y la carne. Bajo los pies, los cactos, las plantas espinosas y las mortíferas espadas, cuyas largas espigas entrelazadas me hacían girones las botas, sacando sangre a cada paso; y debajo de ellas la arena y afiladas piedras. Era una caminata horrible. Las grandes formas erectas de la bayoneta española tenían una gran semejanza con hombres. Se erguían por todas partes del horizonte. Me detuve, envarado, en la cima de un cerro alto, entre un grupo de ellas, mirando hacia atrás. La hacienda estaba tan lejos que sólo era una mancha blanca en la inmensa vastedad del desierto. Una delgada línea de polvo se movía de la hacienda hacia La Puerta: los colorados llevaban sus muertos a Mapimí.

El corazón me dio un brinco. Un hombre venía del valle silenciosamente. Tenía un sarape verde sobre un brazo; nada en la cabeza sino un pañuelo con cuajarones de sangre. Sus piernas desnudas estaban cubiertas de sangre por las espadas. De pronto me vio y se quedó parado; después de una pausa me hizo señas. Fui adonde estaba; no dijo ni una palabra, pero guió nuestra marcha atrás para bajar al valle. Como a unos treinta metros más adelante se detuvo y señaló algo. Un caballo muerto tendido en la arena con las patas al aire; a su lado yacía un hombre, destripado por un cuchillo o espada -evidentemente un colorado, porque su cartuchera estaba casi llena. El hombre del sarape verde sacó una fea daga, todavía manchada con sangre, se arrodilló y empezó a escarbar entre las espadas. Yo traje piedras. Cortamos una rama de mezquite e improvisamos una cruz con ella.

Hecho esto procedimos a su entierro.

- ¿Para dónde va usted, compañero? -le pregunté.

- Para la sierra -me contestó-. ¿Y usted?

Señalé al Norte, donde sabía que estaba el rancho de los Güereca.

- El Pelayo está sobre ese camino, a ocho leguas.

- ¿Qué es El Pelayo?

- Otra hacienda. Allá están algunos de los nuestros en El Pelayo; así creo ...

Partimos con un adiós.

Seguí adelante por varias horas, corriendo en lo alto de los cerros, tambaleando entre las crueles espadas, resbalando por las escarpadas laderas de los lechos secos de los ríos. No había agua. No había comido ni bebido. El calor era intenso.

Cerca de las once, al rodear el recodo de una montaña, vi el exiguo pedazo gris que era Brusquilla. Aquí pasaba el camino real; el desierto aparecía plano y abierto. A menos de un kilómetro iba un minúsculo jinete, caminando despacio. Pareció haberme visto; se acercó y miró en dirección a mí un buen rato. Yo me quedé inmóvil. Luego siguió adelante, haciéndose más y más pequeño, hasta que al fin no quedó sino un leve soplo de polvo. No había otra señal de vida en muchos kilómetros. Me agaché y corrí al lado del camino, donde no había polvo. A media legua al occidente estaba la casa de los Güereca, oculta por la gigante hilera de álamos que bordeaban la corriente de su arroyo. Más lejos divisé un pequeño punto rojo en la cima del cerro en que estaba; cuando me acerqué, vi que era el padre de los Güereca, escrutando hacia el oriente. Vino corriendo hacia abajo al verme, agarrándome las manos.

- ¿Qué ha pasado? ¿Qué ha pasado? ¿Es cierto que los colorados tomaron La Cadena?

Le dije brevemente lo que había sucedido.

- ¿Y Longino? -exclamó, retorciéndome el brazo-. ¿Has visto a Longino?

- No -contesté-. Todos los compañeros se retiraron a Santo Dommgo.

- No debes quedarte aquí -dijo el viejo, temblando.

- Deme un poco de agua; casi no puedo hablar.

- Sí, sí, bebe. Allí está el arroyo. Los colorados no deben encontrarte aquí -el viejo miró a su alrededor angustiado; contemplaba el pequeño rancho que tanto trabajo le había costado adquirir-. Nos acabarían a todos.

En aquel momento apareció en el umbral de la puerta la anciana madre.

- Ven acá, Juan Reed -gritó-. ¿Dónde está mi muchacho? ¿Por qué no viene? ¿Lo mataron? ¡Dime la verdad!

- ¡Oh, yo creo que todos salieron bien! -le contesté.

- ¡Y tú! ¿Has comido? ¿Ya desayunaste?

- No he tomado ni una gota de agua desde anoche, ni he comido. Vine a pie desde La Cadena.

- ¡Pobre muchachito! ¡Pobrecito! -sollozó abrazándome-. Ahora siéntate, te cocinaré algo.

El viejo Güereca se mordía los labios agonizando de temor. La hospitalidad ganó la partida.

- Mi casa está a tus órdenes -murmuró-. ¡Pero date prisa! ¡Ándale! ¡No deben verte aquí! ¡Yo iré al cerro para vigilar si alguien viene!

Tomé varios cuartillos de agua, engullí cuatro huevos fritos y algo de queso. El viejo había retornado y se revolvía impaciente.

- Envié a todos mis hijos a Jaral Grande -dijo-, supimos esta mañana que todo el valle está huyendo a las montañas. ¿Ya estás listo?

- Quédate aquí -dijo la señora-. ¡Te ocultaremos de los colorados hasta que venga Longino!

Su esposo le gritó exasperado:

- ¿Estás loca? ¡No deben hallado aquí! ¿Ya estás listo? ¡Ven en seguida!

Me encaminé cojeando a través de una maizal amarillo, quemado.

- Sigue esta vereda -me dijo el viejo-, atraviesa aquellos sembrados y el chaparral. Te llevará a la carretera para Pelayo. ¡Que te vaya bien!

Nos estrechamos las manos y, un momento después, lo vi remontando de regreso el cerro, con sus huaraches que parecían volar.

Crucé un valle inmenso cubierto con mezquites que le llegaban a uno a la cabeza. Pasaron dos veces unos hombres a caballo, probablemente pacíficos, pero yo no confiaba. Más allá de ese valle, otro, de más de dos kilómetros de extensión. Había montañas áridas por todos lados; asomaba por delante una cordillera de cerros fantásticos: blancos, rosados y amarillos. Después de unas cuatro horas, con las piernas tiesas y los pies sangrando, un dolor de cabeza y todo dando vueltas a mi alrededor, salvados todos los obstáculos, se presentaron a mi vista los álamos y las chaparras paredes de adobe de la hacienda El Pelayo.

Los peones me rodearon, escuchando mi relato.

- ¡Qué caray! -murmuraban-. ¡Pero si es imposible caminar de La Cadena hasta aquí en un día! ¡Pobrecito! ¡Estarás cansado! Ven y come. Esta noche habrá una cama.

- Mi casa es tuya -dijo don Felipe, el herrero-. ¿Pero estás seguro de que los colorados no vienen para acá? En la última visita que nos hicieron -señaló las paredes ennegrecidas de la casa grande- mataron a cuatro pacíficos que no quisieron unirse a ellos. -Me tomó el brazo-. Ven ahora, amIgo, a comer.

- ¡Si hubiera algún lugar para bañarme primero!

Sonrió al oírme y me condujo atrás de la hacienda, a la orilla de una corriente pequeña cuyos márgenes eran de un verdor intenso y sobre la cual colgaban unos sauces. El agua fluía de abajo de una pared alta, sobre la que asomaban las nudosas ramas de un álamo gigante. Entramos por una puertecilla; allí me dejaron.

Adentro, se elevaba bruscamente el terreno y, la pared, de un rosa desteñido, seguía el contorno de la tierra. Hundido, en el centro del lugar, había un estanque de agua cristalina. El fondo era de arena blanca. A un extremo de la alberca brotaba el agua de un agujero en el fondo. Se levantaba de la superficie un vapor ligero. Era agua caliente.

Dentro del estanque estaba un hombre de pie, con el agua hasta el cuello. Tenía un círculo afeitado arriba de la cabeza.

- Señor -dijo-, ¿es usted católico?

- No.

- Gracias a Dios -dijo brevemente-. Nosotros los católicos somos propensos a ser intolerantes. ¿Es usted mexicano?

- No, señor.

- Está bien -contestó, sonriendo tristemente-. Yo soy sacerdote y español. Se me ha hecho saber que no soy persona grata en esta hermosa tierra, señor. Dios es bueno. Pero es mejor en España que aquí en México ...

Me metí lentamente en la profunda transparencia del agua caliente. El dolor, las lastimaduras y el cansancio huyeron, estremeciendo mi cuerpo. Me sentí otro. Flotando allí, en el tibio abrazo de aquel estanque maravilloso, con las torcidas ramas grises del álamo sobre nuestras cabezas, discutimos sobre filosofia. El cielo ardiente se iba enfriando poco a poco; la brillante luz del sol se esparcía poco a poco sobre la pared rosada.

Don Felipe insistió que durmiera en su casa, en su cama. Ésta consistía de un bastidor de hierro con tablillas sueltas de madera, atravesadas. Sobre esto había tendida una andrajosa manta. Mi ropa me abrigó. Don Felipe, su mujer, su hijo, ya grande, su hermana y sus dos pequeños niños, todos los cuales dormían en la cama, se acostaron sobre el mullido suelo. Había también dos personas enfermas en la habitación -un hombre muy anciano, cubierto de manchas rojizas-, y un muchacho con las amígdalas muy inflamadas. De vez en cuando entraba una bruja centenaria que atendía a los pacientes. Su sistema era sencillo. Al anciano le aplicaba un pedazo de hierro que calentaba en la vela y se lo ponía sobre las manchas. Para el caso del muchacho, hizo una pasta de masa de maíz y manteca, restregándola gentilmente con los codos, al mismo tiempo que rezaba en voz alta. Estos menesteres se desarrollaron a intervalos durante toda la noche. Entre uno y otro tratamiento, despertaban los niños que insistían en que se les amamantara ... La puerta se cerró al llegar la noche, y no había ninguna ventana.

Sin embargo, toda esta hospitalidad significaba un verdadero sacrificio para Don Felipe, particularmente en las comidas, al llegar las cuales abría su baúl de hojalata y me ofrecía con toda reverencia su precioso café y azúcar. Era, como todos los peones, increíblemente pobre y pródigamente hospitalario. El ofrecer su cama fue un signo del más alto honor. Y cuando traté de pagarle en la mañana, rehusó escucharme siquiera.

- Mi casa es de usted -repitió-. Un extranjero puede ser Dios, como decimos nosotros.

Finalmente, le dije que deseaba que me comprara un poco de tabaco; sólo así tomó el dinero. Yo sabía que sería bien empleado, ya que se puede confiar en que un mexicano jamás llevará a cabo un encargo. Es deliciosamente irresponsable.

A las seis de la mañana salí para Santo Domingo en un calesín de dos ruedas, guiado por un viejo peón llamado Froilán Mendárez. Eludimos el camino principal, saltando a lo largo de una mera rodada tras de una cordillera de cerros. Después de haber caminado como una hora, tuve un pensamiento desagradable.

- ¿Y si los compañeros hubieran huido más allá de Santo Domingo y estuvieran allí los colorados?

- ¡De veras! ¿Qué sucedería? -musitó Froilán, azuzando a la mula.

- Pero si están allí, ¿qué haremos?

Froilán se quedó pensativo.

- Podemos decir que somos primos del presidente Huerta -sugirió, sin sonreírse.

Froilán era un peón sin zapatos; su cara y manos, indescriptiblemente dañadas por la edad y la porquería; yo era un gringo harapiento.

Seguimos dando saltos por varias horas. En cierto paraje salió de la maleza un hombre armado y nos marcó el alto. Sus labios estaban partidos y resecos por la sed. Las espadas habían acuchillado terriblemente sus piernas. Había escapado por la sierra, subiendo y cayendo toda la noche. Le dimos toda el agua y el alimento que teníamos, y partió hacia Pelayo.

Mucho después del mediodía llegó nuestro calesín a la última cumbre del desierto; abajo de nosotros se extendía, dormida, la hacienda de Santo Domingo, con sus altos álamos como palmeras en derredor del manantial que parecía un oasis. Mi corazón palpitaba con violencia a medida que bajábamos. En la cancha del gran rebote estaban jugando a la pelota dos peones. Salía del manantial la larga cadena de aguadores. Algún fuego arrojaba un humo delgado entre los árboles. Alcanzamos a un peón que llevaba haces de leña.

- No -contestó-, no habían llegado los colorados. ¿Los maderistas? Sí, llegaron anoche cientos de ellos, todos a la carrera. Pero en la tarde habían vuelto a La Cadena, para levantar el campo.

Rompió un inmenso vocerío, que venía de alrededor del fuego debajo de los álamos:

- ¡El Míster! ¡Aquí viene el Míster! ¿Qué tal, compañero? ¿Cómo escapaste?

Eran mis viejos amigos, los vendedores. Se apiñaban en torno a mí, ansiosamente, preguntaban, estrechaban mi mano, me abrazaban.

- ¡Ah, pero te anduvo cerca! ¡Caramba! Pero yo tuve suerte. ¿Sabías que mataron a Longino Güereca? Sí, pero él se había echado a seis colorados antes de que lo mataran. Y también a Martínez, Nicanor y Redondo.

Me sentí muy mal. Enfermo al pensar en tantas muertes sin objeto, en esa mezquina lucha. El alegre y buen mozo Martínez; Gino Güereca, a quien había llegado a querer tanto; Redondo, cuya novia estaba entonces en camino para Chihuahua a comprar su traje de bodas; y el jovial Nicanor. Parecía que al darse cuenta Redondo de que había sido flanqueado, lo abandonaron sus hombres, por lo que partió solo al galope hacia La Cadena, cayendo en las garras de trescientos colorados, los que materialmente lo hicieron pedazos a tiros. Gino, Luis Martínez y Nicanor, con otros cinco, defendieron el lado oriente de la hacienda sin ayuda, hasta que se les agotaron las municiones y los rodeó un círculo de gente que disparaba sobre ellos. Allí murieron. Los colorados se llevaron a la mujer del Coronel.

- Pero ahí está un hombre que pasó por todo eso -dijo uno de los vendedores-. Peleó hasta que no tuvo un cartucho; entonces se abrió paso entre el enemigo con un sable.

Miré a mi alrededor. ¡Rodeado por un círculo de peones boquiabiertos y con el brazo en cabestrillo que atestiguaba su hazaña, estaba Apolinario! Me vio, saludó fríamente, como lo hubiera hecho con uno que hubiese huido del combate, y siguió su relato.

Estuvimos jugando rebote Froilán y yo durante toda la tarde. Era un día soporífero, con ambiente de paz. Una brisa ligera hacía susurrar las ramas altas de los grandes árboles; el sol poniente, desde más allá del cerro que está detrás de Santo Domingo, coloreaba las elevadas copas de los árboles. Era una extraña puesta de sol. El cielo se hizo opaco con una nube ligera antes del mediodía. Primero se puso de color rosado; después, escarlata; luego todo el firmamento se tomó de pronto de un intenso color de sangre.

Un hombre gigantesco, borracho -un indio de mucho más de dos metros de estatura-, se tambaleaba en el campo abierto, cerca de la cancha de rebote, con un violín en la mano. Se lo acomodó bajo la barba y pasó su arco furiosa y desentonadamente sobre las cuerdas, bamboleándose de un lado a otro al tocar. Entonces salió del grupo de unos peones un enano manco y comenzó a danzar. Una tupida multitud formó un ruedo en tomo a los dos, riendo alegremente.

En aquel preciso momento hicieron su aparición, contrastando con el cielo color de sangre, sobre el cerro del oriente, los angustiados, los vencidos; hombres a caballo y a pie, heridos; todos abrumados, enfermos, tristes, vacilantes y cojeando hacia Santo Domingo ...

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