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SEGUNDA PARTE
CAPÍTULO II
El ascenso de un bandido
Durante veintidós años Villa fue un bandolero. Cuando sólo era un muchacho de dieciséis años, repartiendo leche en las calles de Chihuahua, mató a un funcionario del gobierno y se fue al monte. Se dice que el funcionario había violado a su hermana, pero es más probable que la causa haya sido la insoportable altanería de Villa. Eso, en sí, no le hubiera puesto fuera de la ley por mucho tiempo en México, donde la vida humana vale tan poco; pero, ya fugitivo, cometió el imperdonable crimen de robarle ganado a los ricos hacendados. Desde entonces, hasta el estallido de la revolución de Madero, el gobierno mexicano tenía puesto un precio a su cabeza.
Villa era hijo de peones ignorantes. Nunca fue a la escuela. No tenía el más leve concepto de lo complejo de la civilización, y cuando, por último, volvió a ella, era un hombre maduro, de una extraordinaria sagacidad natural, que se encontraba en pleno siglo XX con la ingenua sencillez de un salvaje.
Es casi imposible obtener datos exactos sobre su vida como bandolero. Hay relatos de atentados que cometió en los viejos archivos de los periódicos locales y en los informes del gobierno, pero esas fuentes son parciales; su nombre se hizo tan famoso como bandido, que todos los robos de trenes, asaltos y asesinatos en el norte de México eran atribuidos a Villa ... No obstante, creció un inmenso acervo de leyendas populares entre los peones, en torno a su nombre. Hay muchas canciones y corridos celebrando sus hazañas, los que se oyen cantar a los pastores de carneros, al calor de sus hogueras, por la noche, en las montañas, que son la reproducción de las coplas heredadas de sus padres o que otros compusieron extemporáneamente. Por ejemplo, se cuenta la historia de cómo Villa, enfurecido al saber de la miseria de los peones de la hacienda de Los Álamos, reunió una pequeña banda y cayó sobre la Casa Grande, la cual saqueó, distribuyendo los frutos del pillaje entre la gente pobre. Arreó millares de cabezas de ganado de los Terrazas y las llevó a través de la frontera. Caia sobre una mina en bonanza y se apoderaba del oro o plata en barras. Cuando necesitaba maíz, asaltaba el granero de algún rico. Reclutaba casi abiertamente en las rancherías alejadas de los caminos muy transitados y de los ferrocarriles, organizando a los bandidos en las montañas. Muchos de los actuales soldados rebeldes pertenecían a su banda, y varios de los generales constitucionalistas, como Urbina. Sus dominios confinaban sobre todo al sur de Chihuahua y al norte de Durango; pero se extendían desde Coahuila, cruzando la República, hasta el Estado de Sinaloa.
Su arrojo y bravura románticos son el tema de muchos poemas. Cuentan, por ejemplo, que un tal Reza, de su partida, fue capturado por los rurales y sobornado para traicionar a Villa. Cuando éste lo supo, anunció que iría a Chihuahua por Reza. Llegó en pleno día y entró en la ciudad a caballo, tomó un helado en la Plaza -el corrido es muy explícito sobre este punto- y se dedicó a recorrer las calles hasta que encontró a Reza paseando con su novia en el concurrido Paseo Bolívar. Era domingo cuando lo mató y escapó. Durante las épocas de miseria alimentaba a regiones enteras y se hacía cargo de la gente desalojada de sus poblados por las tropas que obedecían las leyes arbitrarias de Porfirio Díaz sobre tierras.
Era conocido en todas partes como El Amigo de los Pobres. Fue una especie de Robin Hood mexicano.
Durante todos estos años aprendió a no confiar en nadie. Cuando hacía sus jornadas secretas a través del país con un acompañante leal, acampaba a menudo en un lugar despoblado y allí despedía a su guía; dejaba una fogata ardiendo y cabalgaba toda la noche para alejarse de su fiel acompañante. Así fue cómo Villa aprendió el arte de la guerra; y hoy, en el campo, cuando llega el ejército para acampar en la noche, Villa tira las bridas de su caballo a un asistente, se echa el sarape sobre los hombros y se va, solo, a buscar el abrigo de los cerros. Parece que nunca duerme. En medio de la noche se presenta de improviso en cualquier parte de los puestos avanzados, para ver si los centinelas están en su lugar; cuando retorna en la mañana, viene de una dirección distinta. Nadie, ni siquiera el oficial de mayor confianza en su Estado Mayor, conoce nada de sus planes hasta que está listo para entrar en acción.
Cuando Madero empezó su campaña en 1910, Villa era todavía un bandido. Tal vez, como dicen sus enemigos, vio la oportunidad para exculparse; quizá, como parece probable, lo guió la rebelión de los peones. De todos modos, después de cerca de tres meses de haberse levantado en armas, apareció repentinamente en El Paso y puso su persona, su banda, sus conocimientos y toda su fortuna, a las órdenes de Madero. Las inmensas riquezas que, decía la gente, debía haber acumulado durante sus veinte años de bandolerismo, resultaron ser 363 pesos de plata, muy usados. Villa se convirtió en capitán del ejército maderista, y como tal fue con Madero a la Ciudad de México, donde lo nombraron general honorario de los nuevos rurales. Se le agregó a las tropas de Huerta, cuando éste salió al Norte para combatir la rebelión de Orozco. Villa era comandante de la guarnición de Parral, y derrotó a Orozco con una fuerza inferior en la única batalla decisiva de la campaña.
Huerta puso a Villa al mando de las avanzadas, para que él y los veteranos del ejército maderista hicieran la tarea más peligrosa y llevaran la peor parte, mientras los viejos batallones de líneas federales se quedaban atrás protegidos por su artillería. En Jiménez, Huerta mandó inesperadamente a Villa ante una corte marcial, acusándolo de insubordinación, diciendo haberle telegrafiado una orden a Parral, la cual manifestó Villa no haber recibido. La corte marcial duró quince minutos, y el futuro y más poderoso antagonista de Huerta fue sentenciado a ser fusilado.
Alfonso Madero, que pertenecía al Estado Mayor de Huerta, detuvo la ejecución; pero el presidente Madero, obligado a dar apoyo a las órdenes de su general en jefe de la campaña, encarceló a Villa en la penitenciaría de la capital. Durante todo este periodo, Villa permaneció leal a Madero, sin vacilaciones, actitud sin precedente en la historia mexicana. Por largo tiempo, Villa había deseado ansiosamente tener una educación. No perdió el tiempo en lamentaciones ni intrigas políticas. Se puso a estudiar con todas sus fuerzas para aprender a leer y escribir. Villa no tenía ni la más mínima base para hacerlo. Hablaba un lenguaje ordinario, el de la gente más pobre, el del llamado pelado. No sabía nada de los rudimentos o filosofia del idioma, por lo que tuvo que empezar por aprender aquéllos primero, porque siempre quería saber el por qué de las cosas. A los nueve meses podía escribir regular y leer los periódicos. Ahora es interesante verlo leer, o más bien, oírlo, porque tiene que hacer una especie de deletreo gutural, un zumbido con las palabras en voz alta, como si fuera un pequeño que apenas puede o empieza a leer. Al fin, el gobierno de Madero se hizo de la vista gorda ante su fuga de la prisión; bien fuera para evitar complicaciones a Huerta, dado que los amigos de Villa habían exigido una investigación, o bien porque Madero estuviera convencido de su inocencia y no se atreviera a ponerlo abiertamente en libertad.
Desde ese tiempo hasta que estalló el último levantamiento, Villa vivió en El Paso, Texas, y salió de allí en abril de 1913, para conquistar a México con cuatro acompañantes, llevando tres caballos, dos libras de azúcar y café y una de sal.
Hay una anécdota relacionada con eso. No tenía dinero suficiente para comprar caballos, ni sus amigos tampoco. Decidió enviar a dos de ellos a una pensión local de caballos de alquiler, donde sacaron algunos todos los días durante una semana. Pagaban siempre cuidadosamente el alquiler, de modo que cuando solicitaron ocho caballos, el propietario de la pensión no vaciló en confiar que se los devolverían. Seis meses después, cuando Villa entró victorioso en Juárez, a la cabeza de un ejército de cuatro mil hombres, su primer acto público fue remitir con un mensajero una cantidad doble de lo que costaban los caballos robados.
Reclutó a sus hombres en las montañas cerca de San Andrés. Era tan grande su popularidad, que en el término de un mes había levantado un ejército de tres mil soldados; en dos meses había arrojado a las guarniciones federales de todo el Estado de Chihuahua, obligándolas a refugiarse en la misma ciudad de este nombre; a los seis meses había tomado Torreón; y en siete meses y medio había caído en su poder Ciudad Juárez; el ejército de Mercado había salido de Chihuahua y el norte de México estaba casi liberado.
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