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SEGUNDA PARTE
CAPÍTULO IV
El lado humano
Villa tiene dos mujeres, una tranquila y sencilla mujer que lo ha acompañado durante sus largos años de proscrito, que reside en El Paso; la otra, una joven delgada, como una gata, que es la señora de su casa en Chihuahua. Villa no hace un misterio de ello, aunque últimamente los mexicanos educados, formalistas, que se han reunido a su alrededor cada vez en mayor número, han tratado de ocultar los hechos. Entre los peones no sólo no es extraño, sino que acostumbran tener más de una compañera.
Se han esparcido muchas historias sobre las violaciones de mujeres por Villa. Le pregunté si eran verídicas. Se jaló el bigote y se me quedó mirando fijamente largo rato con una expresión inescrutable.
- Nunca me he molestado en desmentir esos rumores -dijo-. También dicen que soy un bandido. Bien; usted conoce mi historia. Dígame: ¿ha conocido alguna vez a un esposo, padre o hermano de una mujer que yo haya violado? -hizo una pausa y agregó-: ¿O siquiera un testigo?
Fascina observarlo descubrir nuevas ideas. Hay que tener presente que ignora en absoluto las dificultades, confusiones y reajustes de la civilización moderna.
- El socialismo, ¿es alguna cosa posible? Yo sólo lo veo en los libros, y no leo mucho.
Una ocasión le pregunte si las mujeres votarían en la nueva República. Estaba extendido sobre su cama, con el saco sin abotonar.
- ¡Cómo!, yo no lo creo así -contestó, alarmado, levantándose rápidamente-. ¿Qué quiere usted decir con votar? ¿Significa elegir un gobierno y hacer leyes?
Le respondí que sí y que las mujeres ya lo hacían en los Estados Unidos.
- Bueno -dijo, rascándose la cabeza-. Si lo hacen allá, no veo por qué no deban hacerlo aquí.
La idea pareció divertirlo mucho. Le daba vueltas y más vueltas en su mente, me miraba y se alejaba otra vez.
- Puede ser que sea como usted dice -y agregó-, pero nunca había pensado en ello. Las mujeres, creo, deben ser protegidas, amadas. No tienen una mentalidad resuelta. No pueden juzgar nada por su justicia o sinrazón. Son muy compasivas y sensibles. Por ejemplo -añadió-, una mujer no daría la orden para ejecutar a un traidor.
- No estoy muy seguro de eso, mi general -le contesté-. Las mujeres pueden ser más crueles y duras que los hombres.
Me miró fijamente atusándose el bigote. Y después comenzó a reírse. Miró despacio hacia donde su mujer ponía la mesa para almorzar.
- Oiga -exclamó-, venga acá. Escuche. Anoche sorprendí a tres traidores cruzando el río para volar la vía del ferrocarril. ¿Qué haré con ellos? ¿Los fusilaré o no?
Toda turbada, ella tomó su mano y la besó.
- Oh, yo no sé nada acerca de eso -dijo ella-. Tú sabes mejor.
- No -dijo Villa-. Lo dejo completamente a tu juicio. Esos hombres trataban de cortar nuestras comunicaciones entre Juárez y Chihuahua. Eran traidores, federales. ¿Qué haré? ¿Los debo fusilar o no?
- Oh, bueno, fusílalos -contestó la señora.
Villa rió entre dientes, complacido.
- Hay algo de cierto en lo que usted dice -hizo notar. Y durante varios días después acosó a la cocinera y a las camareras preguntándoles quién les gustaría para presidente de México.
Nunca se perdía una corrida de toros. Todas las tardes, a las cuatro, se le encontraba en la gallera, donde hacía pelear a sus propios gallos con la entusiasta alegría de un muchacho. En la noche jugaba al faro en alguna casa de juego. En ocasiones, ya avanzada la mañana, mandaba buscar con un correo rápido a Luis León, el torero; llamaba personalmente por teléfono al matadero, preguntando si tenían algunos toros bravos en el corral. Casi siempre los tenían y, entonces corríamos a caballo por las calles, como más de medio kilómetro, hasta los grandes corrales de adobe. Veinte vaqueros separaban al toro de la manada, lo derribaban y ataban para recortarle los cuernos. Entonces Villa, Luis León y todos los que querían tomaban las capas rojas profesionales del toreo y bajaban a la arena. Luis León, con la cautela del conocedor; Villa, tan porfiado y tosco como el toro, nada ligero con los pies, pero rápido como un animal con el cuerpo y los brazos. Villa se iba directamente hasta el animal que piafaba enfurecido, y lo golpeaba, atrevido, en la cara, con la capa doble y así, por media hora, practicaba el deporte más grande que jamás he visto. Algunas veces, los cuernos recortados del toro alcanzaban a Villa en las asentaderas de sus pantalones y lo lanzaban a través del coso; entonces se volvía y cogía al animal por los cuernos y luchaba con él, bañado de sudor el rostro, hasta que cinco o seis compañeros se colgaban de la cola del toro y lo arrastraban bramando y levantando una gran polvareda.
Villa no bebe ni fuma, pero a bailar no le gana el más enamorado galán en México. Cuando se dio al ejército la orden de avanzar sobre Torreón, Villa hizo un alto en Camargo para apadrinar la boda de uno de sus viejos compadres. Bailó continuamente, sin parar, dijeron, toda la noche del lunes, todo el día martes y la noche, llegando al frente el miércoles en la mañana con los ojos enrojecidos y un aire de extrema languidez.
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