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CUARTA PARTE
CAPÍTULO II
El ejército en Yermo
En la madrugada del día siguiente vino al carro, para desayunar, el general Toribio Ortega -un hombre trigueño, enjuto, a quien los soldados llaman El Honrado y El más Bizarro-. Es, sin lugar a dudas, el corazón más sencillo y el soldado más desinteresado de México. Nunca fusila a sus prisioneros. Se ha negado a recibir de la Revolución un solo centavo aparte de su escaso sueldo. Villa lo respeta y confia más en él, quizá, que en ningún otro de sus generales. Ortega era un hombre pobre, un vaquero. Allí sentado, con los codos sobre la mesa, sin acordarse de su desayuno, con los grandes ojos brillantes y su sonrisa benévola, de través, nos contaba por qué estaba luchando.
- No soy un hombre educado -decía-. Pero sé bien que pelear es el último recurso a que debe apelar cualquier persona. Sólo cuando las cosas llegan al extremo de no poder aguantar más, ¿eh? Y si vamos a matar a nuestros hermanos, algo bueno debe resultar de ello, ¿eh? ¡Ustedes, en los Estados Unidos, no saben por lo que hemos pasado nosotros, los mexicanos! Hemos visto robar a los nuestros, al pobre, sencillo pueblo, durante treinta y cinco años, ¿eh? Hemos visto a los rurales y soldados de Porfirio Díaz matar a nuestros padres y hermanos, así como negarles la justicia. Hemos visto cómo nos han arrebatado nuestras pequeñas tierras, y vendido a todos nosotros como esclavos, ¿eh? Hemos anhelado tener hogares y escuelas para instruirnos, y se han burlado de nuestras aspiraciones. Todo lo que hemos ambicionado era que se nos dejara vivir y trabajar para hacer grande nuestro país, pero ya estamos cansados y hartos de ser engañados ...
Afuera, entre el polvo que se arremolinaba bajo un cielo de nubes flotantes, impetuosas, había largas filas de soldados a caballo, en la oscuridad, esperando que pasaran sus oficiales al frente, para examinar atentamente a su paso los rifles y las cartucheras.
- Jerónimo -dijo un capitán a un soldado-, vuelve al tren del parque y llena los huecos que hay en tu cartuchera. ¡Imbécil, has gastado tus cartuchos tirando a los coyotes!
Cruzando el desierto, rumbo al Occidente, hacia las montañas lejanas, caminaban cordones de caballería, los primeros hacia el frente. Pasaron como mil hombres, en diez líneas diferentes, que divergían como si fueran los rayos de una rueda; sus espuelas tintineaban con un sonido metálico; flotaban rectas sus banderas verdes, blanco y rojo; las bandoleras cruzadas lucían sin brillar; los rifles colgaban atravesados sobre sus sillas. Pasaron con sus altos sombreros pesados y sus cobijas multicolores. Detrás de cada compañía se afanaban diez o doce mujeres para seguirlas a pie, llevando los utensilios de cocina en la cabeza o la espalda; alguna acémila iba cargada con sacos de maíz. Al pasar frente a los carros, saludaban a sus amigos en los trenes.
- ¡Poco tiempo California! -gritó uno.
- ¡Oh! Allá te espera un colorado -contestó otro.
- Apuesto a que andabas con Salazar en la rebelión de Orozco.
Nadie acostumbraba decir ¡Poco tiempo California!, como no fuera Salazar cuando estaba borracho.
El otro hombre pareció avergonzado.
- Bueno, puede ser que haya estado -reconoció-. Pero espera que se me pongan a tiro mis viejos compañeros. ¡Te demostraré entonces si soy maderista o no!
Un indito que venía atrás gritó:
- Yo sé la clase de maderista que eres tú, Luisito. ¡En la primera toma de Torreón, Villa te dio a escoger, entre cambiar de chaqueta o recibir un cabronazo o balazo en la cabeza!
Y así, bromeando y cantando, caminaban poco a poco al sudoeste; se empequeñecían e iban desvaneciendo, hasta desaparecer finalmente entre el polvo.
Villa en persona estaba recostado en un carro, con las manos en los bolsillos. Llevaba un sombrero viejo, doblado hacia abajo, una camisa sucia, sin cuello, y un traje oscuro, maltratado y brilloso por el uso. Hombres y caballos habían brotado, como por arte de magia, frente a él, en toda aquella planicie polvorienta. La confusión de sillas y frenos era tremenda, así como los toques de los clarines. La Brigada Zaragoza se alistaba para abandonar el campamento: una columna de flanqueo de dos mil hombres que debía dirigirse al Sudoeste, para atacar Tlahualilo y Sacramento. Villa parecía haber llegado apenas a Yermo. Se había detenido en Camargo el lunes en la noche, a fin de concurrir al casamiento de un compadre. En su cara se reflejaban los signos del cansancio.
- ¡Caramba! -decía con una sonrisa-, ¡empezamos a bailar el lunes en la noche, toda la noche y todo el día siguiente, y anoche también! ¡Qué baile! ¡Y qué muchachas! ¡Las de Camargo y Santa Rosalía son las más bellas de México! ¡Estoy rendido! Fue un trabajo más duro que el de veinte combates ...
Luego se dispuso a escuchar el informe de un oficial del Estado Mayor que llegó corriendo a caballo; le dio una orden concisa sin vacilar, y el oficial partió. Dio instrucciones al señor Calzada, gerente del ferrocarril, sobre el orden que habían de seguir los trenes hacia el Sur. Indicó al señor Uro, intendente del ejército, qué provisiones debían ser distribuidas de los trenes con tropas. Al señor Muñoz, director del telégrafo, le dio el nombre de un capitán federal, rodeado por los hombres de Urbina la semana anterior y muerto con todos sus soldados en los cerros cerca de La Cadena, ordenándole conectar con el hilo telegráfico federal y remitir un mensaje al general Velasco en Torreón, fingiendo que se trataba de un informe del mencionado capitán desde Conejos y pidiendo órdenes. Parecía saberlo y ordenarlo todo.
Almorzamos con el general Eugenio Aguirre Benavides, el tranquilo, pequeño y joven comandante de la Brigada Zaragoza; miembro de una de las familias cultas mexicanas que se habían agrupado en torno a Madero en la primera Revolución; con Raúl Madero, hermano del presidente asesinado, segundo jefe de la Brigada, que se educó en una universidad norteamericana y más bien parece un vendedor de bonos de Wall Street; con el coronel Guerra, educado en Cornell, y el mayor Leyva, sobrino de Ortega, un jugador que hizo histórica su actuación con el club de futbol de Notre Dame ...
La artillería estaba emplazada, lista para la acción, dentro de un gran círculo, con los furgones abiertos y las mulas acorraladas en el centro. El coronel Servín, comandante de las baterías, sentado, o más bien encaramado sobre un gran caballo bayo, una minúscula, ridícula figura de poco más de metro y medio de alto, agitaba la mano gritando su saludo al pasar el general Ángeles, Secretario de Guerra de Carranza, un hombre de alta estatura, flaco, la cabeza descubierta; llevaba una zamarreta parda, y colgando de uno de sus hombros un mapa de guerra de México, que se le había caído a un pequeño jumento. Varios hombres trabajaban sudorosos en lo más denso de las nubes de polvo. Los cinco artilleros norteamericanos estaban acuclillado s al lado de un cañón, fumando. Me saludaron con un alarido:
- ¡Oye, compañero! ¿Qué diablos nos hizo meternos en este lío? No hemos comido desde anoche. Trabajamos doce horas. Escucha: ¿quieres tomar fotografías de nosotros?
Posaron con un ademán amistoso el soldadito londinense que había estado a las órdenes de Kitchener, después el capitán canadiense, Treston, que se desgañitaba para que su intérprete pudiera transmitir a sus hombres algunas órdenes acerca de las ametralladoras; el capitán Marineli, el gordo soldado italiano de fortuna, que arrojaba a borbotones una mescolanza interminable e ininteligible de francés, español e italiano, al oído de un oficial mexicano, aburrido.
Fierro llegó a caballo, espoleándolo cruelmente y ya sangrando del hocico. Fierro, el apuesto, duro y altanero, a quien llamaban El Carnicero, porque mataba a sus prisioneros indefensos personalmente, lo mismo que a sus propios hombres, sin provocación alguna.
Ya avanzada la tarde partió la Brigada Zaragoza rumbo al Sudoeste, sobre el desierto, y llegó otra noche.
El viento aumentó junto con la oscuridad, haciéndose cada vez más frío. Mirando hacia el cielo, tachonado de fulgurantes estrellas, vi que todo lo demás estaba oscurecido por los nubes. Al través de las pesadas ráfagas de polvo volaban millares de hileras delgadas de chispas, que venían de las hogueras hacia el Sur. La carga de carbón a los fogones de las locomotoras producía resplandores repentinos a lo largo de los trenes estacionados en varios kilómetros. Al principio creímos oír estampidos de artillería gruesa en la lejanía. Pero de pronto, inesperadamente, el cielo se despejó y, deslumbrante, se abrió de horizonte a horizonte; los truenos retumbaban terribles, la lluvia se generalizó, cayendo tan espesa como una inundación. Las actividades humanas del ejército quedaron en silencio por unos instantes. Todas las hogueras desaparecieron. Entonces se escuchó un inmenso alarido de enojo y risa a la vez, así como de desconcierto de los soldados, afuera, en la llanada, lo mismo que el más asombroso lamento de las mujeres que jamás he oído. Las dos manifestaciones duraron únicamente un minuto. Los hombres se envolvieron en sus sarapes y se hundieron en el abrigador chaparral; los cientos de mujeres y niños expuestos al frío y a la lluvia en los carros plataforma y en los techos de los carros-caja, tomaron acomodo para esperar con estoicismo indio a que amaneciera. En el carro del general Maclovio Herrera, que iba adelante, había borrachera, risotadas y canciones acompañadas de una guitarra ...
Rompió el alba con toques de clarines, que se antojaban los del mundo entero a la vez; al mirar fuera, por la puerta del carro, contemplé el desierto a varios kilómetros de distancia: era un hervidero de hombres armados, ensillando y montando. Un sol cálido asomó por las montañas de occidente, brillando en un cielo claro. La tierra arrojó por unos instantes un vapor undoso; después, otra vez polvo y una superficie sedienta. Allí podía no haber llovido nunca. Humeaba un centenar de fogatas en los techos de los carros; las mujeres volteaban sus ropas lentamente al sol, charloteando y bromeando. Pululaban centenas de chiquillos en derredor, mientras las madres tendían sus vestiditos al sol. Mil bulliciosos soldados se gritaban uno a otro que ya había comenzado el avance; muy lejos, a la izquierda, en algún regimiento, había regocijo, porque estaban disparando al aire. Durante la noche habían llegado otros seis largos trenes, y todas las máquinas hacían señales con sus silbatos. Me fui adelante para tomar el primer tren que saliera; cuando pasaba por el carro de Trinidad Rodríguez, un voz femenina, chillona, gritó:
- ¡Eh, muchacho! Ven a almorzar.
Asomando parte del cuerpo en la puerta, estaban Beatriz y Carmen, dos mujeres conocidas de Juárez, que habían traído al frente los hermanos Rodríguez. Entré y me senté a la mesa, donde había como doce hombres, varios de ellos médicos del tren hospital: un francés, capitán de artillería, y un grupo de varios mexicanos, oficiales y soldados. Era un carro-caja ordinario, igual que todos los carros privados, con ventanillas en la pared y tabiques para aislar al cocinero chino en la cocina, así como literas colocadas a los lados y al fondo. El almuerzo se componía de platos colmados de carne roja con chile, escudillas de frijoles, montones de tortillas frías, y seis botellas de champaña Monopole. El semblante de Carmen no era saludable; su dieta alimenticia, quizá, le daba un aire de estupidez; pero la cara descolorida, blanca y el pelo rojo de Beatriz, cortado a la Buster Brown, le daban una especie de alegría maliciosa. Era mexicana, pero hablaba un inglés de los barrios bajos de Nueva York, sin acento extranjero. Saltando de la mesa, se puso a bailar en derredor, tirando de los cabellos a los comensales.
- Hola, gringo condenado.
Y se rió de mí.
- ¿Qué estás haciendo aquí? ¡Vas a ser el recipiente de una bala si no tienes cuidado!
Un joven mexicano malhumorado, ya un poco ebrio, le dijo, furioso, en español:
- ¡No le hables! ¿Entiendes? ¡Le diré a Trinidad que invitaste al gringo que entrara a almorzar, y te hará fusilar!
Beatriz echó su cabeza para atrás y se rió a carcajadas.
- ¿Oyeron lo que dijo? ¡Cree que soy de su propiedad, porque estuvo una vez conmigo en Juárez ...! ¡Dios mío! -prosiguió-. ¡Qué divertido se antoja el viajar por ferrocarril y no tener que comprar boleto!
- Mira, Beatriz -la interpelé-, pudiera ser que las cosas no salieran bien más allá. ¿Qué harías si nos pegaran?
- ¿Quién, yo? -exclamó-. ¡Vaya, creo que no tardaría en hacer amigos entre los federales! ¡Soy buena para hacer mezclas!
- ¿Qué estás diciendo? ¿Qué dices? -preguntaron los otros en español.
Con el más perfecto descaro, Beatriz les hizo la traducción de lo dicho. Y en medio del tumultuoso escándalo que siguió, me escabullí ...
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