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CUARTA PARTE
CAPÍTULO III
La primera sangre
El tren del agua salió primero. Yo iba en el botaganado de la máquina, el que ya me encontré ocupado permanentemente por dos mujeres y cinco criaturas. Habían hecho una pequeña fogata con ramas de mezquite en la estrecha plataforma de hierro, para hacer las tortillas; flotaba sobre sus cabezas un tendido de ropa, que se secaba con el aire agitado que salía de la caldera ...
Era un hermoso día, un sol tibio alternaba con grandes nubes blancas. El ejército se movilizaba hacia el Sur en dos gruesas columnas; una a cada lado del tren. Flotaba una inmensa nube de polvo sobre ellas; hasta donde la vista podía alcanzar, caminaban pequeños grupos de jinetes rezagados, poco a poco, apareciendo de vez en cuando una gran bandera mexicana. De los trenes, que se movían lentamente, salían columnas de humo a cortos intervalos, decreciendo hasta que en el Norte del horizonte sólo quedaba una mancha vaporosa.
Me fui al vagón del conductor para tomar agua, encontrando a éste echado en su litera leyendo la Biblia. Estaba tan absorto y divertido, que no se dio cuenta de mi presencia durante un buen rato. Cuando lo hizo, exclamó encantado:
- Oiga, encontré una gran historia sobre un mozo que se llamaba Sansón, que era muy hombre, y su mujer. Ella era española, creo, por la mala partida que le jugó. ¡Empezó siendo un buen revolucionario, un maderista, pero ella lo convirtió en un pelón!
Pelón quiere decir, literalmente, cabeza rapada y es el término de la jerga aplicado a un soldado federal, porque ese ejército se reclutaba, en su mayor parte, entre gente de las prisiones.
Había mucha excitación en el tren. Nuestra avanzada de guardia, con su telegrafista de campaña, había salido de Conejos la noche anterior, a causa de lo cual se había derramado la primera sangre de la campaña; fueron sorprendidos y eliminados atrás de una saliente de la montaña que está al oriente, unos cuantos colorados que exploraban al norte de Bermejillo. El telegrafista, además, tenía otras noticias. Conectó otra vez con el alambre federal y envió un mensaje al comandante federal de Torreón, firmado con el nombre del capitán muerto y solicitando órdenes, en virtud de que parecía se acercaba una gran fuerza rebelde del Norte. El general Velasco contestó que el capitán debía sostenerse en Conejos y mandar avanzadas para descubrir el número de hombres que tenía la fuerza citada. Al mismo tiempo, el telegrafista había oído un mensaje de Argumedo, que tenía el mando federal en Mapimí, diciendo que ¡todo el norte de México estaba avanzando sobre Torreón, junto con el ejército gringo!
Conejos era exactamente lo mismo que Yermo, con la única diferencia de que no tenía tanque de agua. Salieron casi enseguida mil hombres a caballo, a la cabeza de los cuales iba el anciano general Rosalío Hernández, el de la barba blanca, siguiéndolos el tren de reparaciones hasta unos cuantos kilómetros del ferrocarril, en un lugar donde los federales habían quemado dos puentes unos meses antes. Afuera, más allá del último pequeño vivac del inmenso ejército, se extendía en derredor nuestro el desierto, que dormía silencioso entre sus oleadas caliginosas. No soplaba viento. Los hombres se reunían con sus mujeres en los carros plataforma; aparecieron las guitarras, oyéndose toda la noche centenares de voces que cantaban, procedentes de los trenes.
A la mañana siguiente fui a ver a Villa a su carro. Era un vagón rojo, con cortinas de saraza en las ventanas; el famoso y reducido carro que Villa ha usado en todas sus andanzas desde la caída de Juárez. Estaba dividido por tabiques en dos cuartos, la cocina y la recámara del general. Esta pequeña habitación, de poco más de tres por siete metros, era el corazón del ejército constitucionalista. Allí, donde había escasamente espacio para los quince generales que se reunían, se celebraban todas las juntas de guerra. En dichas juntas se discutían las cuestiones vitales inmediatas de la campaña; los generales decidían lo que debía hacerse, pero Villa daba entonces las órdenes que más le convenían. Estaba pintado de un gris oscuro. En las paredes había fotografias de mujeres artistas en posturas teatrales; un gran retrato de Carranza, uno de Fierro y el del mismo Villa.
Dos literas doble ancho de madera plegadas contra la pared, en una de las cuales dormía Villa y el general Ángeles; en la otra, José Rodríguez y el doctor Raschbaum, médico de cabecera de Villa. Era todo ...
- ¿Qué desea, amigo? -dijo Villa, sentándose al extremo de la litera, en paños menores color azul. Los soldados que ho1gazaneaban en torno, indolentes, me hicieron un sitio.
- Quiero un caballo, mi general.
- ¡Caray! ¡Nuestro amigo, aquí, quiere un caballo! -sonrió Villa sarcásticamente, entre un diluvio de carcajadas de los otros-. ¡Vaya, ustedes los corresponsales, pedirán la próxima vez un automóvil! Oiga, señor reportero: ¿sabe usted que cerca de mil de mis hombres no tienen caballo? Aquí está el tren. ¿Para qué quiere usted un caballo?
- Porque así puedo ir con las avanzadas.
- No -sonrió-. Hay demasiados balazos; vuelan demasiadas balas en las avanzadas ...
Se vestía rápidamente mientras hablaba, a la vez que tomaba tragos de café, de una sucia cafetera que tenía a su lado. Alguno le dio su espada con empuñadura de oro.
- ¡No! -dijo desdeñosamente-. Este será un combate, no una parada militar. ¡Déme mi rifle!
De pie en la puerta de su carro, miró pensativo durante un momento las largas hileras de jinetes, pintorescos, con sus cartucheras cruzadas y su variado equipo. Dio entonces unas cuantas órdenes rápidamente y montó en un hermoso semental.
- ¡Vamonos! -gritó Villa. Las cornetas resonaron triturantes y un repiqueteo argentífero, domeñado, seco, repercutió al formarse las compañías y salir trotando hacia el Sur, entre el polvo ...
De esa manera desapareció el ejército. Durante el día nos pareció oír un cañoneo del Sudoeste, de donde se decía que bajaría Urbina de las montañas para atacar a Mapimí. Ya entrada la tarde, llegaron noticias de la captura de Bermejillo, y un correo de Benavides dijo que éste había tomado T1ahualilo.
Nosotros teníamos una impaciencia febril por salir. Al caer la tarde, el señor Calzada anunció que el tren de reparaciones saldría dentro de una hora; de modo que agarré una cobija y caminé cerca de un kilómetro hacia adelante de la hilera de trenes para tomarlo.
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