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CUARTA PARTE

CAPÍTULO VII

Amanecer sangriento

El continuo estruendo de la batalla se escuchó toda la noche. Las antorchas danzaban, los railes resonaban, los mazos golpeaban los pernos, los hombres de las cuadrillas de reparaciones gritaban frenéticos mientras trabajaban. Eran más de las doce. Desde que habían llegado los trenes donde comenzaba la vía inutilizada, habíamos avanzado menos de un kilómetro. De vez en cuando llegaba un rezagado del grueso de las trompas de la hilera de trenes, apareciendo en la claridad con su rifle sesgado al hombro y desaparecido en la oscuridad hacia el delirio del estruendo en la dirección de Gómez Palacio. Los soldados de nuestra guardia, acuclillados en torno a sus pequeñas hogueras en el campo, mitigaban su tensa expectación; tres de ellos cantaban una cancioncita en compás de marcha, que decía así:

No quiero ser porfirista,
no quiero ser orozquista,
¡pero sí quiero ser voluntario
en el ejército maderista!

Curiosos y excitados, recorrimos los trenes, arriba y abajo, preguntando a la gente lo que sabía y lo que pensaba. Yo nunca había oído un verdadero sonido destinado a matar gente; esto me hacía sentir un frenesí de curiosidad y excitación. Éramos como perros encerrados en un patio cuando hay un pleito de perros afuera. Al fin cedió el acceso y me sentí profundamente cansado. Caí en un sueño pesado sobre un pequeño borde abajo de la boca del cañón, donde los obreros tiraban sus llaves de tuercas, mazos y barretas cuando el tren avanzaba unos treinta metros, amontonándose ellos mismos allí, con sus gritos y payasadas.

Desperté al amanecer con la mano del coronel sobre el hombro; el frío se dejaba sentir.

- Ya puede irse -me dijo-. La seña es Zaragoza, y la contraseña, Guerrero. Nuestros soldados se reconocen por sus sombreros levantados al frente. ¡Que le vaya bien!

Hacía un frío terrible. Nos envolvimos en nuestras mantas como si fueran sarapes y cruzamos trabajosamente entre el vértigo de las cuadrillas de reparaciones que martilleaban sin cesar bajo las flamas oscilantes de las hogueras; pasamos frente a cinco hombres armados, que dormitaban alrededor de su fogata a la orilla de la oscuridad.

- ¿Salen para la batalla, compañeros? -gritó uno de las cuadrillas-. ¡Cuídense de las balas! -Con lo que se echaron a reír todos.

Los centinelas exclamaron:

- ¡Adiós! ¡No los maten a todos! ¡Dejen unos cuantos pelones para nosotros!

Más allá de la última antorcha donde estaban desencajando la vía y echándola sobre los cimientos del camino, nos esperaba una figura tenebrosa.

- Vámonos juntos -dijo, escudriñándonos-. En la oscuridad, tres son un ejército.

Caminamos dando traspiés sobre la vía destrozada, sólo para conseguir verlo de cerca. Era un soldado algo regordete, con un rifle y una cartuchera medio vacía sobre el pecho. Expresó que acababa de traer a un herido del frente al tren hospital, y que regresaba para allá.

- Toquen esto -dijo, extendiendo el brazo. Estaba húmedo. No podíamos ver nada.

- Sangre -prosiguió sin inmutarse-. Su sangre. Era mi compadre, de la Brigada González Ortega. Él, como muchos, muchos otros, fue hoy en la noche allá; nos cortaron por la mitad.

Era lo primero que habíamos oído o pensado, acerca de los heridos. Escuchábamos el estruendo de la batalla, la que había continuado persistente, sin cesar, pero nosotros la habíamos olvidado; el estrépito era monstruoso, monótono. El fuego de rifle nos llegaba como si estuvieran rasgando una lona fuerte; el de cañón tronaba como un martinete clavando pilotes. Estábamos ahora solamente a cerca de diez kilómetros.

Salió de la oscuridad un grupito de hombres, cuatro llevando algo pesado e inerte en una manta que colgaba entre ellos. Nuestro guía levantó su rifle y marcó el alto, la contestación fue un quejido prolongado desde la manta.

- Oiga, compadre -dijo uno de los camilleros, secamente-. ¿Dónde está el tren hospital? ¡Por el amor de la Virgen!

- ¡Válgame Dios! ¡Cómo podremos nosotros! ...

- ¡Agua! ¿Tienen un poco de agua?

Estaban parados con la manta tirante entre ellos; escurrían algo de ella; goteaba, goteaba, sobre las traviesas de la vía.

La pavorosa voz volvió a gemir:

- ¡Qué beber! ...

Y cayó en una serie de quejumbres y estremecimientos. Dimos nuestras cantimploras a los camilleros, quienes silenciosa, bárbaramente, las vaciaron, sin acordarse del herido. Después, hoscos, siguieron en la oscuridad ...

Aparecieron otros, solos, o en pequeños grupos. Eran sombras vagas, sencillas, vacilantes, en la noche; parecían ebrios; eran hombres indescriptiblemente cansados. Uno se arrastraba entre dos que lo sujetaban; se detenía con los brazos al cuello de los otros. Un niño tambaleaba con el cuerpo inerte de su padre a la espalda. Pasó un caballo con la nariz pegada al suelo; colgaban atravesados de la silla dos cuerpos; caminaba detrás un hombre azotando al animal en el trasero, renegando a chillidos. Pasó, pero oíamos su voz aguda, disonante, mortal, del dolor postrero; un hombre, colgado de la silla de una mula, gritaba mecánicamente, a cada paso de la acémila. Junto a un canal de irrigación, debajo de dos enormes álamos, brillaba una pequeña fogata. Tres hombres dormían a pierna suelta, con sus cartucheras vacías, sobre el suelo disparejo; al lado del fuego estaba sentado un individuo que sostenía con ambas manos su pierna cerca del calor. Era una pierna perfecta hasta la rodilla, pero desde allí comenzaba una mezcla de trapos sanguinolentos, tiras de calzones y pedazos de carne. El hombre, sentado, simplemente la contemplaba. No se movió siquiera al acercarnos; sin embargo, su pecho se levantaba y caía con una respiración normal, y su boca estaba entreabierta, como si soñara en pleno día. Al lado del canal estaba otro arrodillado. Una bala de plomo le había perforado la mano entre los dos dedos de en medio, expandiéndose después hasta hacerle una profunda cavidad sangrienta interna. Había envuelto en su trapo un pedacito de madera que mojaba indiferente, en el agua, para medir la herida.

Pronto estuvimos cerca de la batalla. Apareció una luz débil, gris, en el oriente, a través de la vasta llanura plana. Los nobles álamos se erguían apretados en hileras gruesas, siguiendo los canales hacia occidente; abundaban los trinos de los pájaros. Iba aumentando el calor; se sentía el agradable olor de la tierra mojada, de la yerba y del maíz en desarrollo; un tranquilo amanecer de verano. Rompiendo la quietud, como una locura insensata, estalló el estrépito de la batalla. El histérico rechinar del fuego de rifle parecía llevar un continuo grito en voz baja, aunque al escucharse con atención, se esfumaba. El nervioso y mortífero tableteo de las ametralladoras, como el de un gigantesco picamaderos. El estampido del cañón, como el profundo resonar de las grandes campanas, y el silbido de sus granadas. ¡Bum! ¡Tras! ¡Juí-í-íe-e-a-a-a-a!

El enorme y cálido sol se hundió en el ocaso entre una neblina sutil de la tierra fértil; sobre las áridas montañas del Oriente comenzaban a culebrear las oleadas de calor.

La luz del sol iluminó los nacientes y verdes penachos de los altísimos álamos que orlaban el canal paralelo al ferrocarril a nuestra derecha. La arboleda terminaba allí; más allá, todo el muro de las áridas montañas se tornaba color de rosa, amontonándose cordillera sobre cordillera. Estábamos ahora, otra vez, en el estéril desierto, cubierto por numerosos y polvorientos mezquites. Con excepción de otra alameda que iba del oriente al occidente, cerca de la ciudad, no se veían otros árboles en toda la llanura, a no ser dos o tres desparramados a la derecha. Tan cerca estábamos ya, a menos de cuatro kilómetros de Gómez Palacio, que veíamos, siguiendo la vía levantada, hasta la propia ciudad, así como el depósito del agua, negro y redondo, atrás del cual estaba la Casa Redonda y al través de la vía, frente a ellos, las paredes bajas, de adobe, del Corral de Brittingham. Se levantaban a la izquierda las chimeneas, los edificios y los árboles de La Esperanza, la fábrica de jabón, rosa claro, tranquila, como una ciudad pequeña. Casi directamente, a la derecha de la vía del ferrocarril así parecía, el rígido y pedregoso pico del Cerro de la Pila, empinado hasta la cumbre que lo coronaba, asiento del depósito del agua, y que se extiende en declive hacia el Occidente, en una serie de picos más pequeños, una serranía dificil de más de kilómetro y medio de largo. La mayor parte de Gómez Palacio se extiende atrás del cerro, y hacia la parte extrema occidental de éste las residencias y huertas de Lerdo, que constituyen un alegre oasis en el desierto. Las grandes montañas grises del occidente forman un gran declive circular, atrás de las dos ciudades, cayendo al alejarse al Sur otra vez en pliegues y repliegues de una desolación incolora. Y directamente, al sur de Gómez Palacio, se extiende sobre la base de esta cordillera, Torreón, la más rica de las ciudades del Norte de México.

El tiroteo era continuo, pero parecía estar circunscrito a un lugar determinado en un mundo de desorden, fantástico. Venían por la vía, a la luz de la mañana tibia, extraviados, un río de hombres heridos, despedazados, sangrantes, envueltos en sucios y sanguinolentos vendajes, inconcebiblemente agotados. Pasaban frente a nosotros; uno llegó a caerse, permaneciendo inmóvil entre el polvo y, no obstante, no le hicimos caso. Los soldados, sin cartucheras, vagaban a la ventura fuera del chaparral, arrastrando sus rifles; precipitándose entre la maleza otra vez al otro lado del ferrocarril, negros por la pólvora, manchados de sudor, sus ojos, vacuos, hacia el suelo. Un polvo delgado, sutil, se levantaba en nubes lentas a cada paso, envolviéndolo todo, abrasando los ojos y la garganta. Un reducido grupo de jinetes salió despacio de la espesura a la vía, mirando hacia la ciudad. Uno de ellos bajó de su cabalgadura y se acuclilló junto a nosotros.

- Fue terrible -dijo de pronto-. ¡Caramba! ¡Entramos allá anoche a pie! Estaban dentro del tanque del agua; habían hecho agujeros en éste para los rifles. Tuvimos que subir y meter los cañones de los rifles nuestros por los agujeros; los matamos a todos; ¡una trampa de muerte! ¡Y después el Corral! Tenía dos hileras de miradores: uno para los que estaban rodilla en tierra, y otro para los que se hallaban de pie. Allí estaban tres mil rurales; tenían cinco ametralladoras para barrer el camino. Y la Casa Redonda, con sus tres hileras de trincheras afuera y pasos subterráneos, de modo que se podían arrastrar bajo el fuego y cazarnos por detrás ... Nuestras bombas fallaron, ¿y qué podíamos hacer con los rifles? ¡Madre de Dios! Pero fuimos tan rápidos, que les llegamos por sorpresa. Capturamos la Casa Redonda y el depósito del agua. Pero esta mañana llegaron miles y miles -refuerzos de Torreón- y su artillería, y nos desalojaron otra vez. Subieron hasta el tanque del agua y metieron los cañones de sus rifles por los mismos agujeros matando a todos. ¡Los hijos de los diablos!

Observábamos el lugar a medida que hablabá; oíamos el estruendo infernal y los chillidos; no obstante, ninguno se movió -y no había señales de tiroteo- ni humo siquiera, excepto cuando estallaba una granada de metralla con su ruido mortífero, en la primera hilera de árboles distante kilómetro y medio, y arrojaba una humareda blanca. El creciente rasgar del fuego de rifle y el tableteo de las ametralladoras, e incluso al martilleo del cañón, no se manifestaban todavía. La polvorienta y plana llanura, las arboledas y chimeneas de Gómez Palacio y su pedregoso cerro, permanecían silenciosos en el caluroso ambiente. Se oía el indiferente gorjeo de los pájaros, que venía de los álamos, a la derecha. Uno podía tener la impresión de que sus sentidos estaban mintiéndole. Era un sueño increíble, a través del cual se filtraba, como fantasmas entre el polvo, la grotesca caravana de los heridos.

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