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CUARTA PARTE

CAPÍTULO VIII

Llega la artillería

A la derecha, a lo largo de la base de la línea de árboles, se levantaba una densa polvareda. Los hombres gritaban, los látigos chicoteaban, y hubo un crujir y retintiñear de cadenas. Nos metimos a una vereda que atravesaba el chaparral y salía a una población perdida en el matorral, cerca del canal. Se parecía mucho a un pueblo chino o centroamericano: cinco o seis chozas de adobe tapizadas con barro y varitas. Se llamaba San Ramón, y ahí un pequeño piquete de hombres, tocaba a cada puerta, suplicando que les dieran tortillas y café, agitando su dinero en el aire. Los pacíficos se acuclillaban en sus diminutos corrales, vendiendo macuche a precios exhorbitantes; sus mujeres sudaban frente al fuego, palmeando tortillas y sirviendo un remedo de café. Por todo el derredor, y en los espacios abiertos, había hombres durmiendo, parecían muertos, y hombres con brazos y cabezas ensangrentados retorciéndose y gruñendo. Un oficial llegó galopando, bañado en sudor y gritó:

- ¡Levántense, pendejos! ¡Levántense y regresen a sus compañías! ¡ Vamos a atacar!

Unos cuantos se desperezaron y se volvieron a tirar, maldiciendo, y se levantaron sobre sus exhaustos pies; otros todavía dormían.

- ¡Hijos de la ...! -lanzó el oficial y espoleó su caballo sobre ellos, tropezándose y pateando ...

El suelo hervía con hombres que se apresuraban a quitarse del camino gritando. Bostezaban, se estiraban, a medio dormir, y arrastraban sus pies lentamente hacia el frente, sin rumbo fijo ... Los heridos sólo se arrastraron sin cuidado hacia la sombra de algún arbusto.

A lo largo del canal corría una especie de carreta, y por ella llegaba la artillería constitucionalista. Uno podía distinguir las cabezas grises de las extenuadas mulas y los enormes sombreros de sus conductores, y los látigos enroscados; lo demás estaba cubierto por el polvo. Más lentos que el ejército, habían cabalgado toda la noche. Pasaron junto a nosotros, los carruajes y los vagones sonaban, los largos y pesados armamentos amarillos por tanto polvo. Los conductores y los artilleros estaban de buen humor. Uno, un estadounidense, cuyas facciones eran absolutamente irreconocibles debajo de una capa de lodo que lo cubría todo, hecho de sudor y tierra, gritó para preguntar si estaban a tiempo, o si la ciudad había caído.

Le contesté en español que había muchísimos colorados por matar, y por toda la línea se dejó oír un grito de alegría.

- Ahora les vamos a enseñar -gritó un enorme indígena montado sobre una mula-. Si pudiéramos entrar en su maldita ciudad sin pistolas, ¿qué haríamos con ellos?

Los álamos terminaban justo detrás de San Ramón, y bajo los tres últimos, Villa, el general Ángeles y el alto mando estaban sentados sobre sus monturas en la ribera del canal. Más allá, el canal corría sin protección a través de la desnuda planicie hasta la ciudad, donde se alimentaba del río. Villa vestía un viejo traje café, sin cuello, y un viejo sombrero de fieltro. Estaba cubierto de mugre y había cabalgado para arriba y para abajo de las líneas toda la noche. Pero no mostraba ni rastro de cansancio.

Cuando nos vio, nos llamó.

- ¡Hola, muchachos! ¿Les está gustando?

- ¡Mucho, mi general!

Estábamos rendidos y mugrosos. Se divirtió mucho al vernos. Nunca pudo tomar en serio a los corresponsales, de ninguna manera, y se le hacía demasiado extraño que un periódico norteamericano deseara gastar tanto dinero sólo para obtener noticias.

- Bien -dijo con una sonrisa-. Estoy contento de que les guste, porque van a obtener lo que quieren.

Las primeras piezas de artillería habían llegado, las depositaron en frente del alto mando, desarmadas. Los tiradores rasgaron las cubiertas de lona y levantaron el pesado coche. El capitán de la batería atornilló la mira telescópica y la palanca de la guía. Los pequeños remaches de latón brillaban a filas destelleantes; dos hombres se tambalearon bajo el peso de una sola, y la pusieron en el suelo, mientras el capitán medía el tiempo de las granadas. El seguro se cerró con estrépito, corrimos hacia atrás. ¡Cabúlr.-shok! Un silbido ensordecedor ¡Piuuuu!, siguió después de la granada, y apareció una pequeña flor de humo blanco al pie del cerro de la Pila, y unos segundos después, una detonación lejana. A unos cincuenta metros, a todo lo largo frente al cañón, pintorescos hombres harapientos miraban inmóviles a través de sus catalejos. Estallaron en un coro de gritos:

- ¡Demasiado bajo! ¡Demasiado a la derecha! ¡Sus armas están a todo lo largo del risco! ¡Déle quince segundos más!

Enfrente, hacia abajo, el fuego de los rifles se había limitado a un mero escupir, y las ametralladoras callaban. Todos observaban el duelo de artillería. Eso fue como a las cinco y media de la madrugada, y ya hacía mucho calor. En los campos, atrás, se oía el curioso tronar de los grillos; las frondosas copas llenas de frescura de los álamos lanzaban una lánguida brisa alta; los pájaros volvieron a cantar.

Otra arma fue puesta en línea, y el cerrojo del primero fue preparado para disparar. Se dejó oír el golpe del gatillo, pero no el rugido. Los artilleros abrieron con rapidez el cierre y tiraron el humeante proyectil de latón al pasto. Bala mala. Vi al general Ángeles en su deslavado suéter café, sin sombrero, observando a través de la mira y ajustando el blanco. Villa espoleaba a su inquieto caballo hacia el furgón. ¡Cabúm-shok! ¡Piiuuu! Esta vez la otra arma. Ahora veíamos estallar la bala en lo alto de la colina pedregosa. Y después cuatro explosiones flotaron hacia nosotros, y simultáneamente las balas del enemigo, que habían estado explotando aisladas sobre la línea de árboles más cercana a la ciudad, siguió hasta el desierto y brincó hacia nosotros en cuatro tremendas explosiones. Cada una acercándose más. Se agregaron cañones a la línea; otros se apostaron a la derecha a lo largo de la diagonal de árboles, y una larga línea de vagones, mulas de carga y hombres que gritaban y maldecían se vieron por el polvoriento camino hacia la retaguardia. Las mulas libres regresaban y los conductores se tiraban exhaustos bajo el chaparral más cercano. Las granadas federales, bien lanzadas y con tiempos excelentes, explotaban ahora a unos cuantos metros adelante de nuestra línea. El ritmo de disparo era casi incesante ¡Crash-iuuu! Por encima de nuestras cabezas, golpeaban rudamente los árboles frondosos, cantaba la lluvia de plomo. Nuestras armas contestaban espasmódicamente. Las balas caseras, actualizadas en una maquinaria de mineria adaptada en Chihuahua, no eran confiables. El capitán Marinelli, el soldado italiano de fortuna, nos rebasó a galope, mirando tan cerca como pudo al periodista, con un aire serio y napoleónico. Echó uno o dos vistazos al camarógrafo, sonriendo con gracia, pero apartó la vista con frialdad. En su labor de hombre trabajador, ordenó que llevaran su arma a refugio, siendo dicha obra dirigida en persona por él. Justo entonces una bala explotó ensordecedoramente como a unos cincuenta metros frente a nosotros. Los federales estaban atinándole al blanco. Marinelli se separó de su cañón, montó en su caballo, lo enganchó, y se hizo para atrás galopando con dramatismo, el arma se bamoleaba atrás de la espalda por la alocada carrera. Ninguna de las otras armas se había retirado. Empujando su espumeante cargador frente al camarógrafo, se echó al suelo, tomando una pose.

- Ahora -dijo-. ¡Ya puede tomar mi fotografia!

- ¡Lárguese al infierno! -dijo el camarógrafo y todos soltaron la carcajada.

La débil nota de un clarín nos llegó a través del estrépito. De inmediato llegaron las mulas arrastrando sus aparejos, también llegaron hombres vociferando. Los armones fueron cerrados de golpe.

- Bajamos por enfrente -gritó el coronel Servín-. No les damos. Estamos demasiado lejos ...

Entonces la línea se levantó de un golpe, dispersándose por el desierto, bajo el fuego de las balas.

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